Doña Lucilia poseía convicciones firmes, y lo que ella consideraba como verdadero provenía de una reflexión calmada y minuciosa, tras haber visto y examinado en las cosas de la vida hasta qué punto aquello correspondía a grandes horizontes y era opuesto al mal.
Si mi formación como luchador, y todo cuanto pueda haber en mí de bueno, se debe a algo en lo que la acción profundamente católica de mi madre estuvo presente, entonces debo narrar un poco como era ella en cuanto luchadora.
Distancia calmada, fría y cortés con los malos…
La idea que generalmente se tiene del luchador es la de un individuo rabioso: Ve algo con lo que no está de acuerdo y enseguida estalla de ira. Y cuando está realmente ardiendo de ira, es que está en el auge de su condición de luchador. Entonces entra en
la lucha por impulso, por atracción, y encuentra el deleite de ser un luchador en el hecho de dar rienda suelta a la rabia que lo domina. Todo esto era lo contrario del modo de ser de Doña Lucilia como luchadora.
Ella era una persona de convicciones firmes. Es decir, lo que mamá tenía como algo verdadero era fruto de una reflexión tranquila y minuciosa después de haber visto – al examinar las cosas de la vida – en qué medida eso correspondía a grandes horizontes y era opuesto al mal. Así como ella amaba el bien y quería que todo mundo lo practicara, detestaba el mal y deseaba que todo mundo lo evitara.
Cuando una persona era adepta al mal o secuaz de él, ella no hervía de ira contra ella, pero consideraba el mal que había en esa persona con toda lógica: “Tal persona hizo esto o piensa de esa manera. Lo que hizo, dice o piensa es malo por estas y estas otras razones tomadas de la doctrina católica, de la experiencia de la vida, etc. Si esto es así, tengo una posición opuesta a esa persona, y absolutamente no voy a establecer
relaciones próximas con ella, no la haré mi amiga, pero viviré a una distancia calmada, fría y cortés de esa persona. “Evitaré altercados y discusiones, a no ser cuando mi obligación sea luchar e indicar lo que está errado. Entonces hablaré y estableceré la discusión. De lo contrario me mantendré en una calma perfecta, pero a mi alrededor haré todo cuanto pueda para que tal idea no sea aceptada, tal ejemplo no sea aprobado, tal modo de proceder no se repita, pero hablando con calma respecto de esa persona: Ella tiene tales cualidades, pero, pobrecito, posee tal defecto. Y ese defecto tiene tales y tales consecuencias, por lo que ocurre que él está expuesto, de un momento para otro, a hacer tal o cual acto ilícito”.
“Como no se puede hacer una acción ilícita ni desear el mal, tengo que mantenerme apartada de esa persona. La saludaré amable y cortésmente, no la maltrataré, pero estableceré una distancia fría. Si se quiere, una distancia como la luz de neón que ilumina pero no acalora. Y entre esa persona y yo queda un espacio, pero un espacio
frío que demuestra distancia y dentro del cual se lee por todos los lados la palabra no, no y no”.
Ese era el sistema que ella empleaba y yo me habitué desde muy temprano a ver ese sistema.
…que se vengaban de ella aislándola
Ella llamaba mi atención respecto de aquel o de aquel otro, para irme formando con el fin de que yo comprendiera cómo eran las cosas. En el modo de ella hablar yo comprendía la calma que debería tener ante el mal, pero también la irreductible frialdad y hostilidad ante quien no se convierte y no cambia de conducta. Y debido a eso también una distancia, que ponía entre esa persona y yo un vacío. Y ese vacío hacía que el otro quedase enemigo mío.
Doña Lucilia, siendo una señora –la vida de las señoras en aquel tiempo era muy ceremoniosa y más reverente – no era inclinada a polémicas y vivía en la tranquilidad de la vida de familia, pero la venganza de los malos contra ella era el aislamiento.
Entonces, cuando ella tomaba una actitud sistemática contra un defecto, las personas que tenían aquel defecto se aislaban de ella, retribuyendo así del mismo modo la actitud de ella. Esto mi madre lo veía perfectamente pero le parecía enteramente normal.
Si ella estaba de un lado y el otro se ponía en el lado opuesto sin derecho ni razón para hacerlo, pero lo hizo, ella como que decía “quédese allá que yo permanezco aquí y serviré a Dios de este lado, y usted servirá al demonio del lado de allá”.
Obsérvese la fotografía de ella que fue tomada en París, en la que está relativamente joven, sentada en un banco de jardín y posando levemente su rostro sobre la mano. Doña Lucilia está pensativa, haciéndose un juicio respecto a alguna cosa o sobre alguien. Está entre un sí y un no, un rechazo o una aceptación. Va a concluir algo y a trazarse una norma para su vida. Nótese la serenidad con que está ahí, la tranquilidad, la dignidad. Pero también la intransigencia: no cambiará. La resolución tomada por una razón precisa la conservará durante la vida entera. Fue así como yo la conocí hasta el
fin de sus queridos e inolvidables noventa y dos años de vida.
Poner a los adversarios en el suelo de manera amable
Por temperamento no soy una persona violenta; soy muy tranquilo e incluso afectuoso. Pero tuve que aprender de ella que, aunque afectuoso, es necesario ser irreductible. Y eduqué mi temperamento calmado en la batalla de quien se dedicó a un ideal, que vive para él, lucha contra quien lo ataque y hace todo a favor de quien lo apoye; el mundo se divide entre buenos y malos, acertados y desacertados, católicos y anticatólicos. Y es necesario tomar posición y después enfrentar. Pero enfrentar con amabilidad siempre que sea posible; y si no se puede enfrentar con amabilidad, enfrentar con fortaleza, lo que naturalmente, en mis tiempos de niño, de estudiante y posteriormente de hombre ya maduro se hacía con mucho más vigor del que se usaba entre señoras.
¿Y a través de qué medio? Aprendiendo a ser lógico, a raciocinar de tal manera que, puesto un raciocinio, el adversario no sepa cómo refutarlo.
He escrito innumerables cosas en mi vida y, con cierta frecuencia, las personas con las que entro en desacuerdo me responden, pero muchas veces ni siquiera entran en la discusión porque pronto se dan cuenta de que van a ser derrotadas. Y si comienzan a discutir, yo, con mucha calma, de un modo siempre amable, invoco el buen sentido. Supe recientemente que una alta personalidad del mundo católico brasileño, queriendo decir que yo le hacía una zancadilla, afirmó: “Plinio es así. Escribe un artículo contra una persona que comienza a leerlo. Un artículo tan amable que ella hasta se siente agradada. Pero cuando llega al final, la persona está postrada en el suelo porque se quedó sin argumentos. Él serruchó el piso debajo de nuestros pies. Y no queda otra alternativa que quedarse quietos porque ya no hay nada qué argumentar”.
Me parece que es el modelo perfecto de la cortesía y la combatividad. Echar al suelo de modo amable, y asunto terminado.
(Extraído de conferencia de 26/2/1994)