Idea de patriotismo muy acentuada

Además de ser una paulista típica, Doña Lucilia también era una brasileña en todo el sentido de la palabra, y tenía una idea del patriotismo muy acentuada. No obstante, los dos polos de su espíritu eran Portugal y Francia. Sus antepasados eran originarios de una familia muy respetada de Porto, y tenía una  admiración
especialísima por Francia.

cropped-sec3b1ora_doc3b1a_lucilia_009.jpgDoña Lucilia fue una paulista característica; aunque muy abierta, muy afectiva hacia todos los otros Estados de Brasil, no tenía exclusivismos. A propósito, se casó con un pernambucano, y cuando ella notaba en mí o en mi hermana trazos del alma pernambucana, muy combativa, le parecía gracioso.

Brasileña en el sentido propio del término

Mi hermana, por ejemplo, tenía una forma de ser muy combativa: lo que quería, lo quería, y no cedía. Generalmente las niñas de São Paulo son más flexibles, más armoniosas. Ella no. Cierta vez mi madre le preguntó a mi padre:
– ¿De quién sacó la niña ese temperamento?
Él respondió:
– A la tía Memela.
Mi madre preguntó quién era la tía Memela. Se trataba de una tía de mi padre, famosa en Pernambuco por su fuerza de voluntad. Cuando ella quería algo, tenía que ser hecho. La tía Memela incluso usaba una porra. Si alguien de hecho se resistía, le daba un porrazo a los esclavos y a los hijos, pues ella era todavía del tiempo de la esclavitud. Cuando mi hermana estaba muy recalcitrante, mi madre sonreía y decía:
– ¡Ahí está la tía Memela!
Además de ser una paulista típica, mi madre era también una brasileña en todo el sentido de la palabra. Tenía una idea de patriotismo muy acentuada y, por lo tanto, no era una persona que admitiese de buen grado que algún país estuviese por encima de Brasil. A veces mi hermana y yo nos burlábamos de ella, afectuosamente. Hay algunos animales aquí en Brasil que son muy feos. En cierta ocasión hicimos un viaje por el interior de Brasil, en automóvil, y veíamos pasar unos pájaros enormes llamados
seriemas. ¡Son unos monstruos! Yo vi aquella cantidad de seriemas y le pregunté a mi madre:
Mãezinha(1), ¿qué son esos animales?
Ella, sin percibir que a mí me parecían horrorosos, dijo:
Seriemas.
Y yo, para molestarla, dije:
– Ahí está lo que Brasil produce… es la tierra de la seriema.
A ella no le gustaba eso. Le parecía que Brasil debía ser tratado con todo respeto.

Dos polos de su espíritu: Portugal y Francia

Plinio y Rosée

Plinio y Rosée en Parías, 1912

No obstante, los dos polos de su espíritu eran Portugal y Francia. A ella le gustaba mucho contar que su familia era originaria de Porto, cuáles habían sido los acontecimientos dramáticos que llevaron a su antepasado portugués a huir al Brasil, en qué condiciones se dio la fuga, cómo se instaló en São Paulo…
A mi madre le complacía mucho mostrar esa unión con Portugal. En cierta ocasión, ella  conoció a un sacerdote que vino a preguntarle si era de tal familia de Porto. Ella dijo:
– Muy remotamente, sí. Uno de mis antepasados desciende de esa familia.
– Ah, porque es una familia muy respetada en Porto. La conozco mucho.
Entonces mi madre les mandó saludos. Cosas de esas a ella le gustaban.
El otro polo – no es necesario decir que especialísimamente– era la douce France.

Cirujano de fama mundial y médico del Kaiser

capV002

Dr. August Karl Bier

Pero, para que vean cómo era el patriotismo de Doña Lucilia, cuento el siguiente episodio.
Cuando mi madre tenía un poco más de treinta años, estuvo muy enferma. Los médicos en São Paulo le dijeron que era necesario extraerle la vesícula biliar. Pero, hasta aquel momento, no se hacía ese tipo de operación en Brasil. Había un gran médico alemán, el Dr. Bier, cirujano de fama mundial, que le había extraído la vesícula biliar a una señora de la India. Fue el primer caso en la Historia. Doña Lucilia sería el segundo caso en someterse a ese riesgo. Pero no habiendo otro remedio, quiso disponerse a eso. Fue a Europa y se sometió a la cirugía. El médico iba todos los días a verla; le gustaba mucho conversar con ella, y aunque mi madre no hablaba alemán, conversaba con él en francés. El Dr. Bier era también médico del Káiser Guillermo II. Cierto día, él llegó al pie de su cama y, no sin cierta ingenuidad asombrosa –como médico, él tenía la obligación de evitar cualquier cosa que contrariase a su paciente, pero creo que no percibió lo que estaba haciendo–, dijo: – Señora, tengo que contarle una cosa que la va a animar.
Mi madre preguntó amablemente:
– ¿Qué es, Doctor Bier?
– Estuve hoy temprano con el Emperador para examinarlo, y lo encontré con su Estado Mayor. Ud. no sabe lo que tenían encima de la
mesa y estaban analizando: era un mapa de Brasil, y estudiaban la posibilidad del desembarco de un escuadrón alemán para tomarse una porción del país, estableciendo una colonia allá.
¡Es lo último que él debía decirle a una persona recién operada! Pero creo que él consideraba un honor tan grande para una región el hecho de ser colonizada por Alemania, que es la única explicación que encuentro…

Indignación y protesta de Doña Lucilia

Guillermo II y sus generalesEntonces, él le explicó que en el Estado de Santa Catarina ya vivían muchos alemanes y, por lo tanto, podían enviar más. Por otro lado, Alemania tenía tales tropas, tales navíos… y le contó a ella toda la historia. Y mi madre oyendo aquello con frialdad.
Él le preguntó:
– ¿Por qué Ud. está así?
– Es natural, Doctor. ¿Ud. en qué está pensando? Ud. está hablando de cortar mi patria, someter una parte de ella a la suya; ¿Ud. piensa que yo estoy contenta de algo como eso? ¡Estoy indignadísima y protesto!
– ¿Pero su país tendría medios de oponerse a eso?
– Mire, nosotros tenemos bosques muy densos, y dentro de ellos, indios con flechas envenenadas. Ellos huirán hacia el interior de las selvas, ustedes los persiguen y reciben una lluvia de flechas envenenadas que vienen de todos lados, ¡y bien que se lo merecerían!
Él sacó un cuadernillo y tomó nota:
– Le voy a contar esto al Káiser.
Era un gran médico, realizó una excelente operación; ella lo estimaba mucho, pero el Dr. Bier no se dio cuenta de la situación psicológica de su cliente. Un gran médico debe ser un poco psicólogo, pero él no se dio cuenta.
Al día siguiente él volvió a examinarla y le dijo:
– Señora Oliveira, tengo un recado del Káiser para Ud.
Mi madre pensó que él nunca más trataría de la cuestión, y preguntó:
– ¿Qué?
– El Káiser le mandó saludos y sus simpatías, porque aprecia mucho a las señoras patriotas, tal como Ud. se mostró.
Creo que el Káiser percibió que su médico había cometido un error y quiso arreglarlo un poco de esa forma. Es un modo amable de intentar contornear el problema. Pero ella no estaba para eso; hizo una fisionomía contrariada y dijo:
– Mire, dígale al Káiser que yo no acepto sus saludos. Si va a visitar Brasil con intenciones amistosas, está muy bien. Con la intención de tomárselo… ¡no cederemos ni una pulgada!

(Extraído de conferencia del 16/9/1985)


1) En portugués, diminutivo afectuoso de “mamá”, con el cual el Dr. Plinio trataba a Doña Lucilia.

Un corazón materno extraordinario

A veces, el Dr. Plinio iba a pasear con Doña Lucilia en la Plaza Buenos Aires, en San Pablo. Teniendo un corazón materno extraordinario, ella interrumpía su caminata para agradar a los niños que allí jugaban.

Algunas veces yo paseaba con Doña Lucilia. Ella no acostumbraba mucho a salir de casa y yo tampoco tenía mucho tiempo para pasear con ella, pues mi vida era bastante ocupada. Pero a veces salíamos.

Un modo singular de pasear

Lucilia_correade_oliveira_012Cuando ella estaba viva, el tránsito en la Avenida Angélica era mucho menor que hoy en día. Entonces atravesábamos esa vía arteria e íbamos a pasear en la Plaza Buenos Aires. Dábamos una vuelta a la manzana y después volvíamos a casa. Al final de la vida de mi madre eso se volvió imposible. Por un lado, porque al estar más anciana tenía más dificultad para caminar.
Por otro, a causa del tránsito que aumentó mucho, era una verdadera temeridad hacerla atravesar la esquina cercana a nuestro departamento. Por eso dejé de llevarla hasta la plaza.
En el tiempo en que podíamos pasear juntos, ella andaba de un modo singular. Yo me hacía a su izquierda, manteniéndome al lado de afuera de la acera, de tal forma que ella caminaba al lado del jardín de la plaza. Íbamos conversando sobre algunas cositas pero ella con frecuencia paraba y me hacía observar esta o aquella planta, tal otro follaje, o entonces, como siempre iban muchos niños que vivían en aquellos apartamentos a jugar allí, ella paraba y los agradaba. Tenía una habilidad extraordinaria o, mejor dicho, un corazón materno excepcional para agradar a los niños. Entonces ella los encantaba y las mamás y las niñeras sonreían, le hacían un pequeño saludo, y continuaba andando. De manera que era una vuelta demorada, porque había cierto número de cosas para ver. A este propósito, desconfío que si ella no supiese que yo no disponía de mucho tiempo, demoraría aún más. Pero ella percibía que mi tiempo era muy contado y entonces abreviaba un poco.

Gratitud hacia el hijo que cumplía su obligación

Generalmente, cuando ya estaba bien anciana, volvía cansada. Al llegar a la esquina de la calle de nuestra casa, si ella quería, parábamos para que respirase un poco. Después entrábamos en el edificio. Yo la acompañaba hasta arriba, abría la puerta y la hacía entrar.
Ella me besaba a ambos lados del rostro y me agradaba. A pesar de que era mi obligación acompañarla en el paseíto – la obligación más elemental de un hijo –, ella siempre me lo agradecía. Yo me despedía y me iba al trabajo.

(Extraído de conferencia del 26/8/1983)

El servicio de Dios por encima de todo

Doña Lucilia no permitía que su hijo arriesgase la vida por causa de una revolución política cualquiera. Pero prefería morir o verlo muerto si él no tomase las armas en una guerra en defensa de la Santa Iglesia.

En 1950, el Obispo de Jacarezinho se empeñó en que yo me lanzase como candidato a diputado federal por esa ciudad. Yo estaba llegando de Europa y tenía apenas quince o veinte días para hacer campaña electoral.

Alegría por una candidatura frustrada

sdlAsí, pasé repentinamente de París a las carreteras que unían varias ciudades del Norte de Paraná, en aquel tiempo las más polvorientas que se pueda imaginar, sin hablar de los sobresaltos e incomodidades de la campaña electoral.
Cuando me despedí de mi madre para ir a Paraná, así como también en el regreso a São Paulo, después de la campaña electoral, ella me trató, como de costumbre, con mucho afecto y cariño, pareciéndome todo normal. No presté mayor atención en sus reacciones, tratándola con la confianza sin límites que yo le tenía, habituado a la idea de que todo lo que ella hiciese era siempre lo mejor posible, estaba perfecto. A propósito, casi puedo decir
que solo prestaba atención en ella para admirarla, quererla e imitarla.
Cuando comenzaron a llegar los resultados de los escrutinios se constató que, aunque yo había recibido una buena votación para tan poco tiempo de campaña, no completaba el número suficiente de votos para mi elección.
Al recibir la noticia de que yo no había sido elegido, Doña Lucilia, con la serenidad y el timbre de voz al mismo tiempo grave y dulce que le eran característicos, me dijo:
– ¡Cómo me alegro de tu derrota!
Yo quedé espantado y le dije:
– Pero, mi bien, ¿por qué dice una cosa de esas? ¿No ve que yo podría ser diputado y prestar servicios a la Religión?
– Hijo mío, es verdad. Y si Dios así lo quisiese, yo también lo querría. Pero me alegro de que Él no lo haya querido, porque por lo menos no te vas a Río y te quedas más cerca de mí.
– Pero, ¿no le gustaría tener un hijo elegido una vez más como diputado?
– La vida, hijo mío, no es eso. Por debajo del servicio de Dios, vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien.
Ese es un concepto tan anti-moderno, como no conozco ningún otro. Noten que, si yo tuviese que vivir en Tonkín para el servicio de Dios, ella habría concordado enteramente. Por lo tanto, no era una palabra vacía.

Morir por la Religión, sí; pero no por una revolucioncita

Cierta vez hubo una convocatoria de reservistas para una de nuestras revoluciones, y ella quiso que yo me escabullese. Entonces, un tío mío, bromeando con ella, le dijo: – Entonces, Lucilia, el día en que Brasil entre en guerra, ¿no podrá contar con ese soldado?
Ella respondió:
– No, ¡te engañas mucho! Si es para una guerra justa, yo preferiría morir o ver a mi hijo muerto, a constatar que él no tomó las armas, sobre todo en defensa de la Religión. Pero por causa de esa revolucioncita no quiero arriesgar la vida de mi hijo.
Mi tío, que era liberal hasta la raíz de los cabellos, quedó horrorizado con esa impostación de morir por la Religión.
Se despidieron, ella cerró la puerta y volvió a entrar en la casa con aquella calma recogida, poblada de sobrenatural.
(Extraído de conferencia del 24/5/1969)

02 

Justicia y bondad

Muchas madres no saben castigar ni premiar a sus hijos en los momentos adecuados. Doña Lucilia fue un modelo en el sentido contrario. En todas las ocasiones de punir, ella punía de verdad; en todos los momentos de premiar, premiaba de verdad. Llevaba las cosas hasta los últimos pormenores. Nunca elogiaba a su hijo, pero siempre lo trataba con inmensa bondad.

Puede darse el caso – y desconfío que hoy sea mucho más frecuente que otrora –
de que una madre pierda la paciencia con el hijo sin ser justa, porque está nerviosa, irritada, los negocios
 no están bien, o simplemente porque ella no controla los nervios, se enoja fuera de hora, después agrada fuera de hora, etc. Ella no es justa en el momento en que pune ni en el momento en que premia.

Boletín con notas de aprovechamiento y comportamiento

cap13_007Doña Lucilia fue un modelo en el sentido contrario. En todas las ocasiones de punir, ella punía de verdad; en todos los momentos de premiar, premiaba de verdad. Ella llevaba las cosas hasta los últimos pormenores. Por ejemplo, ella prestaba mucha atención en las notas que yo sacaba en el colegio. En aquel tiempo el Colegio San Luis, de los padres jesuitas, era el mejor de San Pablo. Todos los meses le entregaban la libreta a cada alumno con las notas de aprovechamiento del estudio y de comportamiento en cada materia. Yo le mostraba la libreta a mi madre, ella la abría y a veces, para evitar que me olvidase, decía: “Mira, voy a ver antes la nota de comportamiento. Porque de la nota de comportamiento tú eres el responsable. Si fueres bueno en comportamiento, mereces un premio; si fueres malo, tienes la culpa, porque depende de ti.” Después ella agregaba, para estimularme: “La nota de aprovechamiento ya no es así, porque no sé si tuve un hijo burro o inteligente. Aún no está demostrado. Y si eres burro, no tienes la culpa. Ahí aparece la nota baja y me doy cuenta de que Plinio es burro. Pero no voy a castigar a un hijo porque es burro, pues no castigaría a un hijo porque es enfermo, por ejemplo. Simplemente constato: mi hijo es burro.”
Mi madre miraba la nota de comportamiento, y en general, siempre fue bien buena: nueve o diez. Ella toleraba nueve en una materia o dos, no más que eso. Porque sacar nueve en algunas materias, quería decir que estaba decayendo en comportamiento, por lo tanto en el carácter, y era necesario ver cuál era la razón de esa decadencia.

Los mejores alumnos eran premiados con medallas de oro o de plata

Colegio San Luis, de los PP. Jesuitas

Colegio San Luis, de los PP. Jesuitas

Al final del año, los padres distribuían un premio destinado a pocos alumnos. Entonces, para cada materia había una medalla de oro y otra de plata, correspondientes al primero y al segundo lugar en cada disciplina. Y una vez yo recibí cuatro medallas. Lo cual era reputado un bello total en el Colegio San Luis. Y ellos prendían las medallas en el pecho del alumno. Mi madre iba siempre a las fiestas de distribución de premios, a fin de prestigiarlas y para que yo comprendiese que, de hecho, era necesario estudiar duro. Pero ese año ella no fue. Cuando llegué a casa, mi madre estaba esperándome. Toqué el timbre, ella fue corriendo a la puerta, y viéndome con cuatro medallas me abrazó y besó mucho. Pero eran cuatro medallas de plata, no de oro; no sé si ella percibió eso. Yo no dije nada y vi que estaba muy contenta. Ella tampoco pudo ir a la fiesta al año siguiente, pues sufría mucho del hígado.
Cuando llegué a casa, toqué el timbre, ella enseguida atendió la puerta y preguntó:
– Entonces, filhão ( en portugués, aumentativo afectuoso de hijo), ¿cómo te fue?
Yo estaba con tres medallas. Ella miró y dijo:
– ¡¿Solo tres medallas?!
Mãezinha (en portugués, diminutivo afectuoso de mamá), una es de oro…
Entonces me abrazó y besó mucho.
Cuento eso, para que noten cómo ella veía hasta las cosas más pequeñas.

Doña Lucilia nunca elogiaba a su hijo

Doña Lucilia tuvo este cuidado hasta el fin de su vida: nunca me elogiaba en mi presencia. A veces, una que otra persona me hacía un elogio en mi presencia, pero ella fingía que no oía y continuaba conversando. Había una señora que frecuentaba nuestra casa y tenía un yerno que era colega mío, abogado como yo. Esa persona iba a nuestra residencia y contaba las proezas de su yerno, como abogado. Pero tomaba mucho tiempo narrando. A mi madre le agradaba esa persona, oía todo con mucha atención y quedaba admirativa. Nunca contaba nada de lo que yo había hecho. Y yo tampoco contaba.
Un día le pregunté:
– Mamá, Ud. ve que ella cuenta esas cosas para dar a entender que él es un abogado mucho más capaz que yo. ¿Por qué Ud. no dice algo sobre lo que yo hago?
Ella me dijo, con un tono de voz muy normal:
– Hijo mío, la pobre queda tan alegre, ¿por qué voy a quitarle la alegría?
Eso entraba, en alguna medida, en su actitud. Pero yo veía muy bien que no era solo por ese motivo. Mi madre tenía miedo de que yo, oyendo un elogio contado por ella, quedase vanidoso. Entonces, en ningún momento ella hacía algún elogio a mi respecto. Pero daba pruebas de confianza sin límites en mí, con respecto a todo. Si yo llegase con un papel en blanco y le pidiese firmar, ella firmaba y no preguntaba después qué era. Ese es el mejor de los elogios.
Cierta vez, un sujeto que era mal hijo me dijo:
– ¡Cómo Doña Lucilia confía en ti! Mis padres no confían tanto en mí.

Yo casi le digo: “¡Cada uno tiene lo que le es justo!” Era la justicia.

El niño Plinio se ve afectado por el crup

plinio_marineroAhora, veamos la bondad de mi madre. Yo tuve, cuando tenía unos diez años de edad, una enfermedad gravísima y contagiosísima, llamada angina diftérica, también denominada crup. No es paperas, que es una enfermedad común. Varios de los que están en este auditorio deben haber tenido paperas. Pero crup es una enfermedad infecciosa horrible y muchas veces mortal. Porque es una infección que da en la garganta, y la persona queda postrada con una fiebre elevadísima. Afecta sobre todo a niños, pero, a veces también a gente adulta, si no me engaño. La garganta se va hinchando, se cierra e impide la respiración; la persona muere por falta de aire.
Yo me acuerdo que me desperté una mañana con la voz embargada, y le dije al empleado: “¡Llame a Doña Lucilia!”
Ella llegó y yo le dije: 
– Mi bien, yo no me levanto ahora porque estoy muy enfermo.
– ¿Qué te pasa, hijo mío?
Le expliqué lo que sentía. Ella cogió una caja de juguetes – de los mejores, que más me interesaban –, la puso en la cama y dijo: “Ve jugando aquí, mientras consulto al médico.”
Me acuerdo muy bien que me senté a jugar, porque era un juguete que no daba para utilizar acostado. Sentí mi cuerpo debilitarse y me hundí en la cama de nuevo.
El médico que mi madre había consultado por teléfono indicó algunos remedios. Pero la enfermedad era contagiosísima. Ella podía perfectamente contratar a una enfermera para tratarme, porque era muy enferma del hígado y si le diese crup, se moría con toda seguridad. No quiso saber de ninguna enfermera, desde el comienzo hasta el fin. Había, sobre todo, un momento decisivo en el crup, especialmente contagioso, con respecto al cual el médico, homeópata, previno a mi madre. Yo tomaba el remedio periódicamente y mi fiebre iba subiendo. Ella llamaba por teléfono al médico – que era amigo de la familia y recibía las llamadas con mucho agrado – y él le decía: “No se asuste, la fiebre de Plinio va a subir aún más. Pero en cierto momento, si el remedio le hace bien, la membrana infectada que él tiene en la garganta será expelida. En el momento en que él lance esa membrana, tenga un paño cualquiera en el regazo y haga que la expela en ese paño. Y mande inmediatamente a una de las criadas a llevarlo al jardín, donde ya debe tener un hueco listo, y enterrarlo bien hondo, porque esa membrana es ultracontagiosa. Y si Ud. la pone en cualquier otro lugar de la casa, se le pega a alguien.”
Ella podía contratar a una enfermera, por lo menos para ese momento, pero no lo hizo.
Me acuerdo que estaba sentada junto a mí. En cierto momento, hice una señal de que iba a suceder algo. Pero yo estaba pensando, con mi mentalidad de niño, que me iba a morir. Mi madre me ayudó y expelí la tal membrana en la toalla colocada sobre su regazo. Ella inmediatamente la dobló, para evitar la expansión de los microbios. Después me agradó un poco, llamó a una empleada de la casa y le dijo: “Magdalena, coja esto con la punta de los dedos y entiérrelo en un hueco que fue hecho allá, en el fondo del quintal.”
Magdalena fue corriendo e hizo como Doña Lucilia le había mandado. Gracias a Dios, ni mi madre ni Magdalena se contagiaron. Unos días después, yo ya estaba restablecido.
Cuando expelí la membrana y mi madre vio que, por lo tanto, el peligro había pasado, ella llamó por teléfono al médico para contarle lo sucedido, diciendo:
– ¡Doctor Fulano!
Él respondió:
– No necesita contarme el resto. Su voz alegre ya me lo dice todo…

Deseo de tener siempre la presencia de su hijo

3p186Cuando mis padres estaban vivos, todos los días yo almorzaba con ellos y, terminado el almuerzo, salía corriendo para el trabajo. Ellos estaban tan habituados a eso, que ni siquiera prestaban atención si yo había salido o no, pues daban por cierto que, habiendo acabado de almorzar, ya estaba fuera de la casa. Pero un día, tal vez por haber olvidado algo en casa, volví y encontré esta escena: los dos en una sala de estar; mi padre sentado y mi madre, de pie, le decía:
– ¿De verdad crees que ese menú está bien? ¿A Plinio le gustará comer esos platos? ¿O será mejor hacer otra cosa? Mi padre, que estaba con sueño y con ganas de hacer la siesta, respondió:
– ¡Oh, señora! Haz con él lo que yo haría. Si yo tuviese que organizar un menú, diría: “Joven, para la cena hay esto. Si quieres, come; ¡si no quisieres, vete a comer afuera!”
Ahora bien, eso era justamente lo que mi madre no quería. Su deseo era que yo cenase con ella. Ella no dijo nada, pero noté que había quedado desconcertada porque quería una ayuda que él no le dio. De hecho, él no podía ayudar, pues esas son cosas que una dueña de casa piensa y un hombre no. Ella se quedó quietecita y después salió de la sala. Me retiré de tal forma que ellos no percibiesen que yo había presenciado la escena. Pero salí pensando: “¡Se ve muy bien que padre es padre, pero madre es madre!”
Por ese pequeño episodio, comprendemos la ventaja inapreciable de tener una Madre en el Cielo, como Nuestra Señora, que tiene para con los hijos aquellas accesibilidades, bondades, que las madres tienen. ¡Más aún siendo Ella, al mismo tiempo, Madre de Dios! Por esa causa, debemos rezar con confianza, porque Ella atiende siempre nuestros pedidos.

(Extraído de conferencia del 15/12/1991).