Un inseparable Ángel de la Guarda

Hay una cuestión muy curiosa en la doctrina católica, y quien la explica es Santo Tomás de Aquino, basado en autores como San Jerónimo. Defiende el Doctor Angelicus que mientras el niño está en gestación, en el claustro materno, todavía no tiene Ángel de la Guarda propio, sino que lo custodia el mismo Ángel de la madre. Sólo a partir del momento en que el niño nace, Dios le asigna un Ángel de la Guarda específico para guardarlo y acompañarlo durante toda su vida.

…no dejó de tener como protector también al Ángel de su madre…

El Autor (Mons. Joao S. Clá Dias) acredita haber acontecido con Doña Lucilia y el Dr. Plinio algo muy peculiar: si bien es verdad que él al nacer, el día 13 de diciembre de 1908, recibió su Ángel de la Guarda, no dejó de tener como protector también al Ángel de su madre, tal era la misión que Doña Lucilia tenía junto a su hijo. Además de esto, correspondiendo al llamado de la Providencia, que consistía en mostrar de forma rutilante la bienquerencia, el afecto, el espíritu materno y la bondad, Doña Lucilia vivió constantemente teniendo al Dr. Plinio como que delante de sí, aunque fuese sólo con su mirada interior. Y su corazón no la engañaba. No se consagró a él sólo como madre, sino que hizo también el papel de Ángel de la Guarda de su inocencia durante la infancia, e incluso a lo largo de toda su vida. Es imposible, por tanto, querer separar la vocación del hijo de la vocación de la madre, porque la historia de ella está entrelazada con la de él, y la fidelidad de ella, ligada a la fidelidad de él.

Un significativo episodio ilustra cuánto Doña Lucilia, obediente a la entrega exigida por la gracia, tenía siempre como interés principal el bien de los otros más que el suyo propio, mostrándose, al mismo tiempo, muy afable, dulce y acogedora. Cuando Plinio era niño de uno o dos años de edad, se despertaba con frecuencia a altas horas de la madrugada y no conseguía conciliar el sueño, porque se sentía mal. En lo alto de la puerta del cuarto había una abertura de vidrio que dejaba entrar un tenue haz de luz, como si fuese un camino que llegase hasta su lecho. Mirando aquello, medio confuso y sin duda debido al malestar, veía unas sombras extrañas que le parecían ser unos hombrecitos andando por el cuarto, subiendo y bajando por aquel pasillo de luz… Lo recordaría él, décadas más tarde: «El cuarto estaba lleno de sombras, que naturalmente me parecían amenazas pa-vorosas… Yo, entonces, tenía miedo y sentía una especie de soledad horrorosa». En otra ocasión, añadió: «Yo me sentía en el naufragio de un niño de esa edad que se despierta y quiere entrar en contacto con alguien, y, en aquella soledad oscura, siente que se hunde…»
En esos momentos, sintiendo su dependencia y no bastándose a sí mismo, el niño necesita protección y amparo, así como una dosis de seguridad, que en general, se los da la madre. Por eso, en medio de aquella aflicción, Plinio empezaba a invocar a Doña Lucilia. Aunque hablase ya antes de los seis meses, todavía no conseguía articular bien las palabras y no sabía decir sino «manguinha», tanto más que mãezinha o mãe son muy difíciles de pronunciar para un niño.

¡Manguinha! ¡Manguinha!

— ¡Manguinha! ¡Manguinha!
Y la «manguinha» ¡dormía con un sueño casto, suave y profundo!
Doña Lucilia había mandado que la cama de su hijo quedase bien junto a la suya, para que la pudiese despertar durante la noche, siempre que estuviera enfermo o con insomnio. Entonces, pasaba a la cama de su madre y, golpeándola en el brazo, llamaba:
— ¡Manguinha! ¡Manguinha!
Y nada… Doña Lucilia ¡no se despertaba! Hasta que, sin poder resistir más, utilizaba un último recurso. No tenía duda: se subía encima de ella, se sentaba sobre su pecho y, «truculento» (Aunque los términos truculento y truculencia tengan, en el uso corriente, el significado de crueldad o atrocidad, el Dr. Plinio los utilizaba con cierta frecuencia en sentido figurado) desde la infancia, con los deditos trataba de abrirle los ojos, diciendo:— ¡Manguinha!

Al final, ella se despertaba, se incorporaba en la cama, encendía la lámpara de la mesilla y, tomándolo en sus brazos, preguntaba: — ¿Qué pasa, hijo mío? ¿Te estás sintiendo mal? Él le contaba que no estaba consiguiendo dormir, porque veía unos hombrecitos y estaba receloso de que le ocurriese alguna cosa.
Entonces, ella comenzaba a acariciarlo, a jugar y a contarle historias, tratándolo con toda bondad, a fin de distraerlo. «Yo sentía todo de una sola vez: un afecto aterciopelado, profundo, envolvente y tranquilizador; una pena que mostraba cuánto ella comprendía mi dolor y el embarazo en que me encontraba».
Sólo cuando su hijo ya estaba completamente distendido, le decía, besándolo con mucho amor:
— ¿Cómo te sientes ahora, hijo mío? ¿Quieres dormir?
— ¡Quiero, sí!
Ella lo acostaba, lo cubría y se quedaba esperando a que se durmiese. Después, apagaba la luz y volvía a conciliar el sueño. Hasta el fin de su vida el Dr. Plinio se acordaría de la fisonomía de Doña Lucilia, cuando ésta le decía:
— Hijo mío, siempre que quieras o tengas una necesidad, despierta a tu mamá, que ella te atenderá con mucha alegría.
En otra ocasión comentaría: «Mi más antigua reflexión sobre ella fue, al despertarme durante la noche, ver cómo ella dormía. Yo la despertaba abriendo sus ojos con la mano y pidiendo que no me dejara solo. Al observar su primer movimiento saliendo del sueño, sin tener ningún desagrado, sino desdoblándose en ternura y protección, entendí aquella elevación dentro de ella. Es mi más antiguo análisis psicológico». Y, algunos años después, afirmaría: «Así como el heliotropismo hace que la planta busque al sol, una especie de “luciliotropismo” me hacía tender hacia ella. En sus menores cuidados, al acariciarme, sonriendo y jugando, cuando yo pasaba de mi cama de niño de dos o tres años a su cama, me veía envuelto por algo mucho más elevado. Comprendí entonces la dulzura de los más altos pináculos, la distensión y suavidad de los grandes ideales: lo majestuoso, ¡cómo era dulce, cómo era atrayente! Debido a que aprendí y vi en ella esa elevación de alma hasta el fin de su vida, le di el trato, lleno de veneración, propio a un alma como la de ella. Siendo mi madre, merecía todo mi respeto y yo apreciaba esa condición, pero no era sólo ése el motivo de mi veneración. Puesto que ella era de aquella manera y tenía en el alma aquella grandeza, yo sentía todas sus cualidades derramarse sobre mí, circundarme y penetrar en mí por osmosis, a la cual yo abría mis poros».

Cfr. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El Don de Sabiduría en la mente, vida y obra en Plinio Corrêa de Oliveira. Editrice Vaticana 2016 Parte I pp. 119 ss.

Días de descanso… pero de ausencia

doña_luciliaDoña Lucilia se preocupaba mucho por la salud de su hijo debido a su intensa actividad: apostolado, dirección del Legionário, despacho de abogado, magisterio, conferencias, discursos, palestras. Aunque el Dr. Plinio fuese muy robusto, gracias a los cuidados que su madre le había dispensado en la infancia, estaría siempre expuesto a alguna súbita indisposición por el cansancio resultante de tanta actividad. Por eso le recomendaba salir de São Paulo para descansar algún tiempo, a pesar de que para ella sus ausencias fuesen tan penosas.
Pero, para tener certeza de que esos períodos serían bien aprovechados y de un reposo regenerador, le pedía con afecto que no dejase de escribirle, contándole su vida diaria. Así, al menos para contentarla, él se sentiría obligado a hacer algún paseo y distraerse.
Para tranquilizarla, el Dr. Plinio seguía filialmente sus orientaciones, siempre que alguna necesidad urgente de la causa católica no exigiese lo contrario. Estando en el Gran Hotel de Guarujá, en el verano de 1939, se expresaba así en una carta a doña Lucilia, el 22 de febrero:

¡Mãezinha del corazón!
Le escribo a las diez y media de la noche, después de haber pasado un día singular, pero delicioso: me levanté a las cuatro y media(!), fui a esperar a las seis de la mañana, en Santos, a un gran barco italiano cuyo nombre no recuerdo, pero que es lo más suntuoso que he visto; asistí a la Misa celebrada por el famoso Jesuita P. Laburu, vasco, amigo mío, que vino de Roma, de paso para Argentina; una de las mayores celebridades mundiales en telepatía, hipnotismo, etc. Allí comulgué con José, tomamos un delicioso desayuno, y nos quedamos conversando hasta las nueve y media. Después volví en coche a Guarujá, leí los periódicos, tomé un baño de más o menos una hora o una hora y cuarto, almorcé, caí en la cama a la una y media y me dormí con un sueño profundo hasta las seis y media exactamente. Me levanté, me quede en la terraza hasta las ocho y cuarto, cené muy bien,
caminé por la playa, y ahora estoy mitigando las saudades que son muchas. Me encontré aquí con Ilka y con Zito, que vinieron a verme un instante al hotel. Fueron a São Paulo y deben volverse el viernes (…) El hotel está casi vacío, ¡y está delicioso! ¿Y usted cómo está? ¿Y Papá? ¿Y la queridita Katuchinha? (Maria Alice, la nieta de doña Lucilia). Le voy a escribir. Si me llegan cartas al despacho, al Legionário o allí, mándemelas.
Con un afectuoso abrazo a Papá, 1000000…..0 de besos para usted de su hijo respetuoso, que le pide la bendición y la quiere más de lo que es posible decir,
Plinio

La lectura de estas líneas hacía que doña Lucilia se sintiese consolada por saber que su hijo estaba descansando bien, y recompensada por las grandes saudades que su ausencia le producía.

A veces, el Dr. Plinio iba a un balneario hidromineral en el interior paulista, Águas de São Pedro, a fin de distraerse. Desde allí escribió en cierta ocasión a su madre.

“Rosée y tú fuisteis confiados a Dios antes de nacer” Imagen del Sagrado Corazón perteneciente a Doña Lucilia

Imagen del Sagrado Corazón de Jesús perteneciente a Doañ Lucilia ante el cual rezaba mucho por sus hijos

Luciña de mi Corazón
Ahí va la carta que usted esperaba. Va con retraso, corta y llena de saudades.
Estoy descansando mucho, paseando y comiendo bien: vegetando, en fin, que es lo que necesitaba. (…) ¿Cómo esta usted? ¿Y Papá? ¿Adolphinho ya está bien? Dígale que es una pena que no esté aquí.
Mil besos para usted, abrazos para Papá. Del hijo que la quiere a más no poder, y le pide la bendición.
Plinio

Otras veces, estos viajes eran destinados por el Dr. Plinio para una intensa actividad, que la tranquilidad de un confortable hotel a la orilla del mar hacía más propicia. Por el carácter “telegráfico” de las misivas de su hijo, doña Lucilia percibía que esta vez el descanso había quedado muy distante. Tal es el caso de una bella postal con un paisaje marítimo, enviada en mayo de 1939 desde Guarujá:

Mãezinha querida
Con mil saudades la beso respetuosamente y pido su bendición.
Me está gustando muchísimo.
Del hijo que la quiere inmensísimamente.
Plinio

Eran pocas palabras, pero desbordantes de amor filial. Doña Lucilia, al recibir la tarjeta, quizá la debe haber depositado, hasta la vuelta de su hijo, a los pies de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, junto a la que pasaba ratos más largos durante sus ausencias.

Debo aprovechar el tiempo que me queda para guiarte y aconsejarte

plinio_abogadoAunque la carta de don Eugenio Egas atestiguase las cualidades y la integridad de Plinio, doña Lucilia no aflojaría por eso en su deber de perfeccionar con unos últimos retoques la educación de éste. Por otro lado, como sufría continuos achaques, tenía la sensación de que no viviría mucho y deseaba presentarse ante el Divino Tribunal tras haber cumplido de modo eximio sus obligaciones maternas. Es lo que se puede observar en esta carta, tan característica de su afectuosa relación con ambos hijos, aun cuando se veía obligada a advertirlos. Como de costumbre, sabía transformar las reprensiones en suaves caricias.
Prata – 23-5-928
Plinio querido
Recibí ayer tu carta en la que me dices que F.V.  faltó al respeto por teléfono… no me dices cómo fue la cosa, pero, acuérdate bien, que yo ya te previne que debías
volver a su despacho o a su casa para tratar personalmente tu asunto, y lo hiciste por teléfono, lo cual no fue nada, nada correcto. Te olvidas de que a su lado eres un niño; que además de ser mucho mayor, es un señor bien colocado, y hasta adulado en la alta sociedad, y, además de eso, ninguno de nosotros, y tú menos aún, tiene intimidad con él para hablarle por teléfono sobre negocios, o darle razones por la larga tardanza en darle la respuesta atrasada, lo cual ya fue otra falta de delicadeza, de tacto, hijo mío. Ignoro lo que pasó entre ambos, pero con esto diste una muestra de falta de distinción, de
finura, en tu educación, y de nobleza en tus gestos o actos, o inclusive de deferencia de la juventud para con los mayores, y los que en esta vida ya alcanzaron una cierta
posición por su mérito personal o buena suerte. Sé que estoy desagradable hoy, querido mío, pero ahí va otra observación… ¡es mi deber…!: Hijo, durante un mes vas a sustituir al secretario del Instituto; no te olvides de que este tiempo es corto, y de que si tomas ciertos aires de superior y eres impertinente, midiendo las pequeñas cosas

Plinio joven congregado mariano

que hagan los otros, te harás antipático y hostil a todos, y cuando vuelvas a tu lugar, dirán que estás con cara de “becerro desmamado” (Así está en el original portugués. Es una expresión del lenguaje familiar para designar a alguien que queda mohíno como un becerro al que se le obliga a dejar de mamar de la ubre de la vaca), como dice el público de los presidentes de la república cuando dejan el poder. Sobre todo,
querido, es necesario que ejerzas este cargo con tanta puntualidad y acierto, y “sin distracciones” (Las palabras “sin distracciones”, doña Lucilia las subraya seis veces) que, cuando el secretario vuelva, no pueda hacerte observaciones desagradables para vengarse de tus correcciones de portugués, y ni siquiera Nova Gomes pueda tener un altercado contigo.
Te pido también, que trates a todos como te gusta ser tratado, ahí y en todas partes, ¡¡y nada, nada de “mandos”!! ¿Está bien? 

Ayer tuve de nuevo mareos, aunque no tan fuertes como los últimos, lo que me obligó a guardar cama toda la tarde, pero hoy me levanté. Como sabes, estos achaques son avisos de que debo aprovechar el tiempo que me queda antes del viaje, para guiarte y aconsejarte, querido de mi alma, y espero que no vayas a enfadarte y a estrujar mi pobre carta, ni poner malos ojos ¡cuando los tienes tan lindos cuando eres bueno! Estoy con tantas saudades de vosotros que no os lo imagináis. ¿Qué será de mí cuando Rosée se vaya lejos, y, si yo vivo un poco más, tú también hagas tu nido? Busca personalmente a Marcos y exponle la razón de la tardanza y después entiéndete personalmente con Waldomiro. (…) ¿Cuándo llega Antonio? Pretendemos ir el próximo miércoles. Como ves, no vale la pena que vengas sólo por dos días y te… aburras en este hotel vacío. Estoy cansada. Termino mandando saludos a todos y besándote, abrazándote y bendiciéndote mucho. De tu madre muy extremosa,

Lucilia

Besos a Rosée y Maria Alice y un abrazo para Antonio y para Rei.

Si estas líneas saliesen de la pluma de una persona corriente, podría elogiarse su profundo sentido común, cualidad rara en nuestros tumultuosos días. Pero, al saber que ellas brotaron del amor maternal de doña Lucilia, los consejos que transmiten más parecen ser fruto de una sabia y virtuosa prudencia, emanada del Divino Corazón de Nuestro Señor.

Una enfermedad interminable

Fue grande su solicitud cuando Plinio se vio atacado por una de esas enfermedades comunes en la infancia y en la adolescencia, no exenta por cierto de riesgos: las paperas.

Esta enfermedad fue especialmente penosa para él, no tanto por la gravedad del mal sino por la lenta convalecencia, verdadero tormento para un niño. Plinio no sabía que las paperas podían pasar de una parte a otra del organismo. Cuando se juzgaba cercana su curación pues los síntomas ya iban disminuyendo progresivamente y comenzaba ya a hacer planes para jugar en el jardín, todo empezaba de nuevo, para su desconsuelo, con la reaparición de las mismas incomodidades. Entonces era la hora del suave bálsamo de la resignación que sólo doña Lucilia sabía aplicar:
cap7_024— Hijo, ten paciencia, esto se pasa, como ya se ha pasado de este lado de la garganta.
Cuando estaba casi sano de la garganta, Plinio sintió una fuerte indisposición.
Su cuarto estaba al lado del de doña Lucilia y la llamó:
— Mamá, por favor.
Ella vino, afable y sonriente, y él le explicó qué era lo que estaba sintiendo.
— Hijo, —le dijo con una voz encantadora— las paperas se han pasado al aparato digestivo.
Él de nuevo tuvo dificultades para mantener la paciencia:
— Y, ¿para dónde más va a pasar esto? ¿Para los ojos, para la lengua?
— No, quédate tranquilo. Ahora es ya de verdad la última vez. Consuélate, voy a conseguirte un juguete. ¡Ten confianza!
Si otra persona le dijese “ten confianza, esto pasa”, él ciertamente no aceptaría el consejo con la misma resignación. Pediría que llamasen al médico, se quedaría inconforme. Pero ese “ten confianza”, dicho por ella, le transmitía de hecho una dulce serenidad de espíritu que lo tranquilizaba. El efecto comunicativo del timbre de voz materno ejercía una profunda influencia sobre el hijo.

Huellas de una caricia

Cierta vez, en el transcurso de una comida en casa de doña Gabriela, uno de los comensales notó que doña Lucilia tenía en el brazo izquierdo un pequeño moretón, fruto evidente de una contusión, mal disfrazada por una pulsera de marfil con incrustaciones de bronce. Al preguntarle la causa de la inusitada señal, doña Lucilia respondió con dulzura:
— Fue una caricia de Plinio.
Todos dieron una carcajada, y ella también se rió. Alguien le preguntó entonces por qué permitía por parte de su hijo tan truculenta prueba de cariño. Ella respondió:
— Rechazar una caricia de un hijo mío, nunca lo haré en la vida. Desde que no sea el mal, Plinio puede hacer lo que quiera