Doña Lucilia cumple 80 años…

Doña Lucilia cumple 80 años: tres fotografías, tres aspectos de alma

Doña Lucilia, su hija doña Rosée (derecha), su nieta doña Maria Alice (izquierda) y su bisnieto Francisco Eduardo

Doña Lucilia, su hija doña Rosée (derecha), su nieta doña Maria Alice (izquierda)
y su bisnieto Francisco Eduardo

A partir del momento en que completó los 80 años de edad sus virtudes se hicieron aún más notorias a los ojos de aquellos que habían tenido la gracia de observarla. Analizando de nuevo los diversos aspectos de la matizada alma de doña Lucilia podemos decir que, tal vez, los más bellos eran armónicamente opuestos: por un lado, su gran bondad, que traslucía en su trato afable, siempre dispuesta a inclinarse sobre los otros para hacerles el bien; por otro lado, su firmeza, seriedad e inquebrantable fidelidad al modo de ser católico. Todas estas cualidades las inhalaba del Divino Maestro.
Tres fotografías sacadas poco antes del 22 de abril de 1956 nos atestiguan los magníficos lados de alma de doña Lucilia. En aquella ocasión la encontramos en casa de su nieta, doña Maria Alice. En la primera podemos ver a doña Lucilia agarrando al pequeño Francisco Eduardo, su bisnieto. Es de las pocas que la retratan conversando. Es tan comunicativa que da casi la impresión de tener movimiento. Su mirada es expresiva y en su conjunto se nota el deseo de agradar a los circundantes como sólo ella sabía hacerlo. Sin embargo, la fisonomía es de quien vive un paréntesis de alegría y de distensión en una vida en la que no faltan las cruces. Aquellos 80 años, para quien pautó su existencia por la fidelidad a Nuestro Señor Jesucristo, no podían dejar de ser un largo Vía Crucis. ¡Cuántos recuerdos de todas clases habrán pasado por la mente de doña Lucilia ese día! La segunda fotografía muestra otro estado de espíritu.

cap13_007Su mirada profunda y pensativa está considerando amplios horizontes, en el fondo de los cuales se encuentra Dios. Se diría que es una contemplativa que vive en la clausura bendita de su monasterio, dirigida sólo hacia los asuntos celestiales. Pero no. Enmarcando esa mirada vemos la fisonomía de una dama tradicional que vive la vida social en pleno siglo XX.
En su porte trasluce un carácter afirmativo. La forma de cerrar los labios es de quien serenamente afirma no ceder, retroceder o transigir nada en materia de principios, para obtener una sonrisa. El camino está elegido y está decidida a seguirlo hasta el final.
La misma actitud de alma está presente en las fotografías sacadas en otras ocasiones, notablemente en las de París. Ellas forman una colección en la que está patente la gran continuidad psicológica de su vida, que ninguna vicisitud fue capaz de alterar.
Muchos años después de la muerte de doña Lucilia, su hijo evocaría con saudades su octogésimo cumpleaños al comentar los recuerdos que la segunda fotografía le traía: “Varias veces en la vida la vi perpleja, con algo de esta fisonomía. Ella mantenía el semblante inmóvil, sin fruncir el ceño, fijaba la mirada en un punto indefinido y como ausente del propio rostro, meditaba. Era señal de que alguna preocupación tomaba su espíritu, y calmamente se preguntaba cómo actuar. “Cuando juzgaba que sus recelos se confirmaban, se entregaba resignada y confiante en las manos de Dios. En esas ocasiones, lo que yo admiraba más en ella era la calma durante la preocupación.”

cap13_008La última de las fotografías constituye una interesante prueba de la bienquerencia de doña Lucilia, cualidad de alma que tanto marcó su existencia. Además de su elevada distinción, se nota una gran alegría en su fisonomía por tener en los brazos un bisnieto a quien podía envolver con toda la protección de su acogedor afecto.

Presencia dulce y suave

Todavía hoy, si cruzásemos la puerta del apartamento de la calle Alagoas, nos llamaría la atención la atmósfera de calma allí reinante. Parecería que al entrar en una de las salas encontraríamos a doña Lucilia sentada en algún sillón, entregada a profundas reflexiones, o pasando lenta y acompasadamente las cuentas del rosario a la espera de la vuelta del Dr. cap12_019Plinio. El ambiente de serenidad que ella difundía en torno de sí era de los aspectos más atrayentes y benéficos de su presencia. Cuando, en aquellos añorados tiempos, el Dr. Plinio tenía algún trabajo que exigía una mayor concentración de espíritu —como por ejemplo la preparación de una clase o la redacción de determinados artículos—, se aislaba en el escritorio de su casa. El simple hecho de saber que doña Lucilia estaba allí, aunque en otra sala, era una fuente de ininterrumpido bienestar para su alma. A veces ella se asomaba a la puerta y preguntaba con un cariñoso timbre de voz:
— ¿Se puede entrar?
— Pero, mãezinha, ¡entre!
Para no interrumpir su trabajo, se aproximaba en silencio, posaba su blanca y aterciopelada mano en el hombro del Dr. Plinio, le daba un beso y le decía simplemente:
— ¡Filhão!
En la aridez del trabajo, este simple saludo constituía un alivio para él. Doña Lucilia pasaba el tiempo junto a su hijo, sentada en la mecedora, rezando o haciendo croché. Muchas veces no intercambiaban ni una sola palabra, pero al Dr. Plinio le reconfortaba la suave, tranquila y comunicativa presencia materna. De vez en cuando el Dr. Plinio acariciaba la mano de su querida madre, o le hacía otro pequeño agrado, lo que la dejaba muy complacida.

Sueño profundo y reparador

La serenidad de doña Lucilia se manifestaba, de forma muy particular, en una circunstancia que pocos tuvieron el privilegio de contemplar: su reposo. Su modo distinguido y compuesto de estar acostada, con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, la respiración discreta y acompasada, denotaba que para ella el sueño no era un momento del día en que los sentidos se desligan de la realidad para gozar intemperantemente algunas horas de inacción, sino una dádiva de Dios que suspende por algunos instantes las amarguras de la vida, permitiendo la restauración de las fuerzas.
Cuando era niño, el Dr. Plinio se despedía de doña Lucilia antes de salir para el colegio San Luis, pero algunas veces la encontraba aún durmiendo. Ante aquella inmensa calma, en la penumbra silenciosa del cuarto, pensaba consigo mismo: “¡Qué agradable debe ser dormir como ella!”
Era un sueño profundo y reparador, de quien sabía dormir en paz. Se despertaba también tranquilamente, pero ya en el primer momento abría los ojos a la realidad, sin permitir que el torpor la dominase ni siquiera un segundo.

“Mi casa eran sus ojos”

Además de la esmerada práctica diaria de sus actos de piedad, doña Lucilia —empeñada en enriquecer aún más su vida interior— se entretenía en la elevada consideración de los esplendores de la Civilización Cristiana. Su espíritu contemplativo era muy favorecido por el amor a la estabilidad, que las circunstancias de una avanzada edad tornaban ahora propicia. Una de las principales alegrías cotidianas, en esa fase final de su vida terrena, consistía en la admiración de las maravillas creadas por Dios, de modo especial de la diversidad y del valor cultural —mucho más que material— de las almas y de los pueblos.
El Dr. Plinio, que había aprendido de ella el gusto por la estabilidad, se veía en la necesidad de viajar mucho, impelido por razones de apostolado. Sin embargo, mantenía en São Paulo un punto especial de referencia: la mirada de su bondadosa madre.
Nada le producía tanta atracción. Por eso, al volver de la calle, su primera preocupación era verla y sentir su afecto, lo que le hizo afirmar en una ocasión: “Mi casa eran sus ojos y en ellos habitaba.”

“¡Mi madre es mucho mejor que la suya!”

capv086El Dr. Plinio no perdía ocasión para retribuir el afecto de su madre. Esto compensaba, de alguna forma, las ausencias impuestas por sus obligaciones, y, sobre todo, la aliviaba de su aislamiento. Muchas veces exteriorizaba este reconocimiento con dichos graciosos; una frase ocurrente le daba mayor alcance a sus filiales sentimientos. Una vez, estando doña Lucilia en el Salón Azul, sentada al lado de su filhão en una agradable conversación, éste le preguntó, refiriéndose al cuadro de doña Gabriela:
— Mamá, ¿quién es esa señora que está en aquel cuadro?
Extrañando la pregunta, respondió en un tono de voz que denotaba una cierta sorpresa:
— Hijo mío… aquella es mamá…
— Pues mire, ¡mi madre es mucho mejor que la suya!
Un poco desconcertada delante de un elogio que la colocaba por encima de su madre, a quien mucho admiraba, no teniendo qué responder, tocando con la punta de los dedos suavemente la mano del Dr. Plinio, como era su costumbre, le dijo apenas:
— Hijo mío, hijo mío…
Cuando era muy elogiada por él, doña Lucilia alegaba que sus dichos eran exagerados, pues no merecía tanto. El bromeaba entonces, y la llamaba “Madame Merece Más”, no permitiendo que ella venciese en la cariñosa disputa. Le daba a entender de ese modo cuánto se quedaban siempre cortas sus alabanzas.

Fallecimiento de Doña Gabriela

Cuadro de Doña Gabriela

Cuadro de Doña Gabriela

A finales de 1933, el estado de doña Gabriela se agravó de forma preocupante.
No tardaría en extinguirse la luz de esa venerable dama, cuya presencia había comunicado tanto brillo a la sociedad paulista. Doña Lucilia no sería ella misma si no envolviese con su filial cariño y con su dedicación incansable a la madre a quien tanto amaba. En el palacete Ribeiro dos Santos, el cuarto de doña Lucilia quedaba a una buena distancia del aposento de doña Gabriela. Esta última tenía un ama de llaves muy buena y dedicada, que dormía en una dependencia contigua para servirla cuando la necesitase.
Doña Lucilia, no obstante, llevada por su solicitud, mandó instalar un timbre eléctrico en su propio cuarto, que podía ser accionado desde la cabecera de la cama de doña Gabriela. De esta manera, si hubiese alguna emergencia, podría atenderla con celeridad, procurando suplir con su presencia cualquier dificultad que el ama de llaves no supiese resolver. Sin embargo, ni el más profundo amor filial es capaz de impedir lo inevitable… El 6 de enero de 1934 falleció la gran dama.
Doña Lucilia, a pesar del dolor que le invadía el alma, pues la muerte de su madre la había afectado profundamente, no dejó de cumplir la penosa tarea de recibir, al lado de sus hermanos y de otros familiares más próximos, las manifestaciones de pesar de las personas amigas, hasta el momento en que las fuerzas le faltaron y se vio obligada a recogerse en sus aposentos.
Acostada en la cama, con la fisonomía envuelta en un velo de tristeza, se entregó a la oración, a fin de encontrar un consuelo espiritual en el Sagrado Corazón de Jesús y alcanzar de Él el eterno descanso de su tan querida madre. Fue así como, algunos instantes después, la encontró su hijo, cuando se dio cuenta de su ausencia en el salón.
Viendo su abatimiento intentó consolarla con palabras de afecto y dulzura, como sólo él sabía decir a su madre. Sin embargo, en medio de todas aquellas adversidades, doña Lucilia mantuvo continuamente una actitud de entera serenidad y compostura, sin permitir que la emoción, por mayor que fuese, le quitase el dominio de los sentimientos.
La Providencia le reservaba otros sufrimientos, que la acrisolarían aún más poniendo a prueba su confianza en Dios.

Cuadro y Fotografías para el Recuerdo

Cuadro de Doña Gabriela

Cuadro de Doña Gabriela

Bondad con los necesitados, admiración, respeto y veneración para con los superiores. Aquel artístico y fino París de comienzos de siglo, ofreció a doña Lucilia una excelente oportunidad para manifestar su intenso amor por doña Gabriela. Después de buscar un poco, encontró un artista que, con precisión y talento, se dispuso a pintar a su madre: el notable retratista Léon Comerre.
Doña Gabriela intentó disuadir a su cariñosa hija, pero todo fue en vano, ni siquiera los argumentos financieros pudieron moverla de su posición. Doña Lucilia, en tono de súplica, le pidió que aceptase el homenaje de ese ofrecimiento. Gesto que dejó para la posteridad los imponentes trazos de su venerada madre.
Quería dejar a sus hijos el cuadro como herencia pues, según afirmaba, valía más que un blasón de familia.
En esa ocasión, un pequeño hecho puso en evidencia el perfil moral de aquella dama paulista. Cuando la obra de arte estaba casi concluida, el pintor le enseñó a doña Gabriela un álbum que contenía fotos y diseños de diferentes joyas de gran valor. Le preguntó cuáles debería reproducir en el cuadro para realzar la belleza de su noble figura. Sorprendida, respondió que debería ser retratada exactamente como estaba, sin aquellas joyas y ornatos, que en realidad no poseía.

Fotografías en traje de gala

Además de los episodios que venimos narrando, hay algo más que nos dará, con indiscutible autenticidad, una noción bastante aproximada de las reacciones psicológicas de doña Lucilia en medio de las bellezas y los encantos de París. A comienzos del siglo XX, el arte de la fotografía ya estaba bastante desarrollado, aunque no hubiese alcanzado las perfecciones de nuestros días. Eran los buenos tiempos de las fotos en pose, estudiadas, planeadas, muy demoradas. No raras veces se igualaban a una pintura o la excedían en la representación de la realidad. Creemos que las fotos de doña Lucilia, sacadas en ese período, ilustran bien lo que sobre ella hemos dicho.
Deseando guardar unos recuerdos que, por cierto, atravesarían las décadas, reservó un día para ir con doña Gabriela, don João Paulo y sus hijos a un buen fotógrafo.

Plinio y Rosée

Plinio y Rosée

En la fotografía los niños aparecen vestidos con el esmero y el cariño tan propios de doña Lucilia; ambos de blanco, color de su preferencia. En la mirada de Rosée se nota ya el brillo de la inteligencia y la vivacidad. En Plinio se esboza de forma definida el espíritu contemplativo y reluce la inocencia.

Sentada en el banco de un jardín

En cuanto a doña Lucilia, el hábil fotógrafo supo interpretar su psicología, procurando dejarla al natural. El vestido de gala que usa es distinguido y de alta calidad, pero sin ostentación. No lo copió de ningún catálogo ni fue propuesto por ninguna costurera. Sus trajes eran planeados por ella misma en todos sus pormenores, tras observar diversos modelos. Pensaba meticulosamente en todo, en la combinación de colores, en las formas y, mientras no contrariasen a la moral, se adaptaba a las circunstancias y a la moda del momento.doña lucilia en banca

Era común que los fotógrafos tuvieran en sus estudios objetos decorativos para montar un escenario de acuerdo con el gusto de los clientes. El fondo de cuadro que aparece detrás de doña Lucilia corresponde a una mezcla de tempestad y de luz clara, representando una escena imaginaria al aire libre.
Probablemente el fotógrafo quiso establecer un contraste entre el aire de ceremonia de doña Lucilia y el ambiente de jardín. Bien podría ser la situación de una dama que, ya arreglada, está esperando el momento de salir para una fiesta; como no quiere arrugar su vestido en el confortable sofá de la sala de visitas y, al mismo tiempo, quiere disfrutar del aire fresco de una atmósfera pura y cristalina, como la de París al inicio de la primavera, se sienta en un banco del jardín. Su actitud denota distinción, categoría y delicadeza de alma.
El gesto de la mano con el abanico trasluce nobleza; la posición de la otra mano, sobre la que apoya la cabeza, sugiere elevación de espíritu y el hábito de meditar que tanto la caracterizaban. Las cejas, espesas, bastante oscuras y definidas, expresan la precisión y la fuerza de su personalidad. El arco que forman simboliza tal vez su firmeza de carácter,
nada concesivo al mal.

capV090 En su modo de ser se destacan algunos aspectos: calma, bondad, suave tristeza, resignación y mucha energía de alma para ser fiel a las vías de la Providencia. La mirada, además de seria, es firme, reflexiva y analítica. Con frecuencia analizaba a las almas bajo el prisma de la obligación de ser buenas unas con las otras. Sus ojos miran a fondo: parecen considerar la creciente desilusión que la humanidad y la vida le venían causando. También se unen en su figura gravedad y suavidad, virtudes muy difíciles de conjugar.

De pie, en una escalera

doña lucilia traje de galaLo artificial es el subterfugio de aquellos que no poseen cualidades. No pasó por la mente de doña Lucilia el deseo de representar lo que no era. Siempre muy digna, compuesta y virtuosa, no tenía necesidad de echar mano de algunos medios que maquillasen los aspectos menos agradables de su personalidad. Ella era admirable en todo. Aunque un fotógrafo le sugiriese actitudes inauténticas, es decir, que no estuvieran en su modo de ser, no encontraría consonancia de su parte. Es lo que se nota en esa fotografía. El aire noble y natural con que se presenta muestra bien el alto grado de virtud alcanzado por ella en la calma y en la serenidad. En su mirada no se percibe la menor preocupación por el fotógrafo, y sí por asuntos más elevados. Así mismo, no es su intención impresionar a quien en el futuro vea la fotografía.
No hay nada de autoritario en su actitud, sino la dulzura y afabilidad características de quien se habituó a ser siempre obedecida con afecto y sin resistencia. Se diría que el objetivo la sorprendió en el momento de bajar con entera naturalidad el peldaño de una escalera. El tul —concebido por ella como adorno— parece en sus manos más diáfano que una nube, y toma un aire de levedad y distinción que es casi de cuentos de hadas, realzando sus expresivos gestos. Si embargo, nada suplanta la luminosa bondad reflejada en su semblante y, sobre todo, en su mirada.

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