El caminar de la esperanza hacia la seriedad y el sacrificio

Desde niña, Doña Lucilia tenía la vaga noción de que un inmenso holocausto la
esperaba, y lo aceptó sin flaquear. Era, en el fondo, la previsión del aislamiento y de la renuncia total sin perder, empero, la noción de su dignidad ante de Dios, porque a eso corresponde una forma de excelencia del alma.

Hace algunos años atrás, al ver una fotografía de mi madre cuando joven, en la edad en que estaba frecuentando la sociedad – se casó un poco tarde, a los treinta años –, yo tenía mucha incomprensión con relación a la moda del sombrero como el que ella usaba. Es curioso, pero viendo otra vez la foto hoy, me parece interesante, muy bien cortado y colocado. A propósito, era mandado a hacer sobre medida, no se compraba en un almacén.

Un peregrinar rumbo al sacrificio

Se ve en la sucesión de las fotos de ella el caminar de la esperanza hacia la seriedad y el sacrificio, hasta llegar al Quadrinho (Cuadro al óleo que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos con base en las últimas fotografías de Doña Lucilia), donde la inmolación ya está hecha. No es que no haya seriedad en la foto de la juventud, pero la nota preponderante en la foto tomada en París ya es la seriedad.
Más aún en la inauguración del
“Legionário”; y en el Quadrinho la inmolación está concluida.

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En la fotografía antes del matrimonio, a pesar de tener cierta juventud, se nota que animam suam in manibus suis semper tenens ( Siempre tuvo su alma en las manos)

En la fotografía antes del matrimonio, a pesar de tener cierta juventud, se nota que animam suam in manibus suis semper tenens ( Siempre tuvo su alma en las manos). En la tomada
en París, la madurez ya está entrando; ella no pensaba que se le pidiese tanto. En la primera, ella ve de frente un panorama más grande de lo que suponía y está comenzando el análisis. En la de París, el análisis ya se encuentra adelantado y en la del
“Legionário” la inmolación está avanzada.
En el
Quadrinho, ella ya está lista para lo que venga, como diciendo: “¡Estoy lista para la inmolación!” La inmolación está hecha. Es lo que trato de expresar cuando digo, refiriéndome a esta pintura: Ite, vita est (Id, la vida está terminada). Es decir, ya está medio entrando en la gloria. Consummatum est (Está consumado (Jn 19, 30)).

Esa era su fisionomía casi habitual, incluso más acentuada cuando yo salía con alguna “truculencia”: ella se reía, daba unos toquecitos con sus dedos en mi mano, pero con mucha complacencia. Un equilibrio extraordinario. En todas las actitudes mantenía una mirada profunda, una elevación de espíritu enorme. A propósito, ella era eminentemente brasileña. No hay ninguna nota no brasileña ahí. Propiamente, ella tenía mucho la vocación unitiva, comunicativa del pueblo brasileño, de inducir a cierto cariño, a cierto afecto. Eso se explica mejor tomando en consideración que las virtudes que Doña Lucilia veía en su padre – el Dr. Antonio Ribeiro dos Santos, a quien no conocí – de hecho, correspondían a las que ella tenía. A veces se tenía la impresión de que mi madre estaba describiéndose a sí misma sin darse cuenta.

Un mundo relajadamente católico

La religiosidad de Brasil era la de Portugal, por lo cual había una continuidad muy marcada del ambiente religioso portugués en Brasil. No obstante, había una peculiaridad: en el tiempo del Dr. Antonio, Brasil estaba marcado por una religiosidad profunda de pueblos que, a pesar de ser decadentes, vivían engañándose sobre su propia decadencia. Aquellos personajes de los cuadros de Salinas (Juan Pablo Salinas Teruel (*1871 – †1946). Pintor español que se dedicó principalmente a pintar escenas que reflejan costumbres y ambientes, entre los cuales se encuentra la vida de corte en los siglos XVII y XVIII), por ejemplo, son unos decadentes “de cuatro costados”, pero no dan la impresión de estar pensando en la propia decadencia; ellos hacen abstracción, por ejemplo, de la idea de que una Inglaterra poderosa y floreciente estaba tomando cuenta del mundo, y que la España de Don Felipe II ya no es nada. Ellos viven como si estuviesen en la cumbre.

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Bautismo, de Juan Pablo Salinas Teruel

Y Portugal, en menor proporción, hacía lo mismo. Naturalmente, sabían que había naciones protestantes, pero estas no hacían parte de su circuito y, en ese sentido, no existían. Para ellos el mundo entero era católico y no les pasaba por la mente que algún día pudiese dejar de serlo.
Pero, por otro lado, era un mundo relajadamente católico, y tampoco se les pasaba por la cabeza dejar, ellos mismos, de ser relajadamente católicos. Luego, la idea de un mundo fervorosamente católico, como nosotros lo soñamos, no entraba en esa religiosidad, pura y simplemente. Eso era así en toda Suramérica.
Por cierto, todavía había trazos ardorosos y hasta magníficos de esa religiosidad en España, así como en Portugal, por donde se ve que la España agredida por José Bonaparte reaccionó como sabemos. Atacada, después, por varios otros factores, inclusive por la revolución de Franco, España reaccionó magníficamente. También, en la misma línea, agredida la Religión en Brasil, por ejemplo, en el tiempo de Don Vital, salió aquella reacción. Atacada en México, dio en los Cristeros; García Moreno, en Ecuador, etc. Es decir, era una hoguera dentro de la cual las reacciones surgían de repente. ¡Cosas magníficas! No obstante, era una hoguera con algunas brasas fresquísimas, algunos pedazos de leña que aún ardían y mucha ceniza sucia, formando un conjunto.
Los tipos ideales de esa gente eran, en general, católicos muy buenos, capaces de admirar, por ejemplo, a un García Moreno y a la Religión como debía ser practicada en la clase alta de la sociedad, donde tener acendradas virtudes morales aún constituía un adorno necesario del hombre.

Cómo Doña Lucilia presentía algo de la vocación de su hijo

Doña Lucilia idealizaba las cosas y consideraba que un gran número de señoras de su tiempo eran así. Ella, cuando joven, veía el ambiente según ese prisma, sin percibir hasta qué punto estaba putrefacto, y formó su alma justamente dentro de esa atmósfera, teniendo a la Iglesia como foco de eso. La ruptura con el ambiente vino más tarde.
Por otro lado, ella contaba con grandes gracias hacia el futuro, que por lo menos realizarían una plenitud deseada por su alma, pero dentro del marco de una señora del tiempo y del ambiente suyos.
Con relación a mí, ella presentía un llamado, una vocación para algo interior unido a Dios, a un pináculo de alma, que ella deseaba realizar, al cual esperaba ascender, que de hecho correspondía a la santidad, pero ella no percibía que se identificaba con la santidad.
Es necesario tener en consideración que desde muy pequeñito sentí fluctuar a mi respecto, en torno de mí, en las personas que vivían en casa – que eran muchas –, una atmósfera de cierta predestinación, no propiamente religiosa, sino en la línea de un legado cultural, literario, político, etc., de mi bisabuelo, el Dr. Gabriel, correspondiente a una especie de herencia yaciente que nadie de mi generación estaba cogiendo, y que se sentía que yo era predestinado a coger; así como también la herencia de mi tío abuelo João Alfredo, él mismo tenido como el retoño más glorioso de una familia de mucha ilustración que brilló tanto en él; en mí podría brillar también, con los talentos, la habilidad y el realce de él. Entonces, cualquier prueba de un poco más de inteligencia que yo daba, sentía las miradas que decían: “¡Ya vio, eso es!” Yo percibía que en la mente de ella eso proporcionaba la idea de un hombre brillantísimo, de futuro, que uniese la virtud de mi abuelo al talento de Gabriel José y con lo cual pasaba por encima de la genialidad de João Alfredo, y que todo eso iba a
confluir en mí. Es posible que eso existiese en su espíritu, porque ella misma me trataba como un niño medio predestinado, discretamente, sin nunca decírmelo. Había, por lo tanto, una especie de observación en torno de mí, y cuando aparecía cualquier cosita un poco más relevante de mi parte, yo percibía una intercomunicación por mi espalda, que tomaba con mi acostumbrada negligencia: “Eso es con ellos. Yo voy a ser lo que debo ser, y ellos que se las arreglen con esos mitos.” Sin embargo, en eso no entraba de parte de ella vanidades ni envidias.
Nunca noté en ella combates para yugular ese tipo de sentimientos. Noté, eso sí, una resolución dolorosa, aceptada y ejecutada sin vacilación, gradualmente desarrollada en la medida en que los hechos lo exigían, pero llevada hasta el fin. Nunca percibí indecisiones ni aflicciones en ese combate.

Un inmenso holocausto la esperaba

doña LuciliaAnalizando diversas fotografías de mi madre, pude constatar también otra cosa: desde el comienzo, el holocausto llevado hasta el último punto, previsto y aceptado. Era, en el fondo, la previsión del aislamiento y de la renuncia total. En su mirada se nota una tristeza de quien ya previó lo peor. Cabe aquí la comparación con la agonía de Nuestro Señor Jesucristo en el Huerto, porque Él, que en ningún momento vaciló, ni tuvo aflicciones de quien se sentía empujado hacia el lado opuesto, se entregó enteramente desde el primer instante, pero a medida que Él veía el futuro que iba llegando, comenzaba a sudar sangre. Sin embargo, nunca titubeando. No quiero afirmar si mi madre titubeó o no. Apenas deseo decir que ella vio desde el primer instante su crucifixión. Eso se verifica en su fotografía aún de niña: es la noción vaga de que un inmenso holocausto la esperaba, y ella lo aceptó sin flaquear en ningún momento.
No sé qué habrá pasado en su intimidad durante las pruebas que le sobrevinieron, pero la actitud interna de su alma, en esas ocasiones, fue la de quien no había sufrido la menor disminución en esa elevación superior de la cual hablé.
Quien analiza las fotografías de ella en su tiempo de soltera, no puede hacer la acusación de una mujer tibia que no hizo ningún esfuerzo para frecuentar los Sacramentos; es por excelencia lo que no había. No obstante, ella vino a aprender conmigo todo el aspecto combativo de la Iglesia.
A mi modo de ver, en Doña Lucilia había una tendencia metafísica a partir de la idea de elevación, de perfección moral. De acuerdo con el concepto existente en su tiempo, los santos eran muy raros. Mi madre no sabía que era contemporánea de una gran santa, y la idea de que ella misma se hiciese santa no le pasaba por la cabeza. Ella quería llegar hasta ese punto elevado que vislumbraba, pero creía que ser santo era algo todavía mucho más alto. Su atención estaba mucho más vuelta hacia el lado de la santidad de Nuestro Señor Jesucristo y del alma como debe ser con relación a Él, que, hacia el lado socioeconómico, por donde la plenitud intuida por ella correspondía a su misión de madre de familia.

Una excelencia del alma

3p200No obstante, a Doña Lucilia le gustaba mucho la dignidad temporal que ella tenía, no por vanidad, sino por la nobleza intrínseca de la cosa, dentro del siguiente ámbito: toda familia existe necesariamente en un medio social y debe apreciar su situación sin menospreciar a quien está abajo, ni envidiar a quien se encuentra arriba.
Me acuerdo de la divisa de una familia francesa, a propósito, muy noble, los Rohan: “Roi ne puis, prince ne daigne, Rohan je suis – Rey no puedo ser, príncipe no soy digno, soy un Rohan.” Ella no tenía en Brasil una posición correspondiente a los Rohan en Francia, pero era más o menos como quien dijese: “No soy de esos páramos de una familia propiamente noble de Europa; tampoco soy una cualquiera. Yo soy Lucilia Ribeiro dos Santos Corrêa de Oliveira, y esto lo aprecio altamente.”
Era el valor metafísico de la familia, entendida como estirpe y con todo su patriarcalismo y, en cuanto tal, teniendo importancia delante de Dios, porque a eso corresponde una forma de excelencia del alma. Es decir, propiamente, a la persona de cierto medio social le conviene que haya santidad correspondiente a su clase. Es, por tanto, un valor de alma. Doña Lucilia no despreciaba a quien no lo tuviese, en absoluto; pero quien lo tiene debe valorizar eso e in
cluir como uno de los elementos de su santidad. Me parece que eso está correcto.
En ese sentido, mi madre era fuertemente lo contrario de la Revolución, aunque no fuese polémicamente contrarrevolucionaria, pues toda la idea de la Revolución en cuanto procurando conquistar el mundo no estaba nítidamente presente en su espíritu.

(Extraído de una conferencia de 25/1/1986)

Un Viernes Santo con Doña Lucilia

Siguiendo una antigua tradición familiar, el Viernes Santo, a las tres de la tarde, cuando se celebra la muerte de Nuestro Señor Jesucristo en lo alto del Calvario, Doña Lucilia se reunía en casa con sus hermanas, acompañadas de sus respectivos hijos. Ella Ponía el crucifijo sobre un estante, en mi escritorio, y junto a él colocaba un valioso candelabro que había recibido de regalo de bodas; envolvía la base de la vela con un papel de seda, formando una especie de flor muy delicada; prendía la vela y comenzaba las oraciones.

Siguiendo una antigua tradición familiar, el Viernes Santo, a las tres de la tarde, cuando se celebra la muerte de Nuestro Señor Jesucristo en lo alto del Calvario, mamá se reunía en casa con sus hermanas, acompañadas de sus respectivos hijos. – Doña Lucilia tenía un crucifijo que había pertenecido a su padre y que databa de la época en que Brasil se independizó de Portugal, o de antes, hacia los últimos días del Brasil colonial. Ella guardaba ese antiguo crucifijo en un cajón y lo sacaba una vez por año, para rezar en ese día.
Ella misma preparaba cuidadosamente el ambiente. Ponía el crucifijo sobre un estante, en mi escritorio, y junto a él colocaba un valioso candelabro que había recibido de regalo de bodas; envolvía la base de la vela con un papel de seda, formando una especie de flor muy delicada; prendía la vela y comenzaba las oraciones. Como era muy devota del Sagrado Corazón de Jesús, que fue perforado por una lanza cuando estaba en lo alto de la cruz, ella rezaba las letanías del Sagrado Corazón de Jesús utilizando un devocionario francés traducido al portugués. Mamá iba leyendo las letanías y la familia respondía. Enseguida, ella pedía por diversas intenciones que suponía estar en el corazón de los familiares presentes: oraba por los fallecidos, para que fueran liberados del Purgatorio, por los enfermos, por las personas que estaban vacilando en la virtud, etc. Rezaba durante mucho tiempo por una serie de intenciones.
Después, ella pasaba un tiempo rezando en voz baja. Nos parecía que se trataba de intenciones particulares que no quería decir a nadie. Me atrevo a imaginar que yo figuraba en el centro de esas intenciones… Cuáles fuesen los pedidos que ella hacía en beneficio de cada uno de nosotros, solo lo sabía ella y el Sagrado Corazón de Jesús.
Pasaba mucho tiempo, y los presentes se iban cansando. Los menos fervorosos se cansaban más rápido, los más fervorosos se quedaban más tiempo rezando. Después, todo el mundo se sentaba. Ella, sin embargo, seguía rezando.
Por fin, ella hacía la señal de la cruz y se volvía afablemente hacia cada uno, saludaba a los que aún no había saludado, se sentaba y comenzaba una conversación familiar común…
Habitualmente, cuando recibía visitas, mamá les ofrecía algo de comer y beber; pero ese día ella no ofrecía nada. Era día de ayuno y, fuera de la hora de la cena, nadie comía en su casa.
Así era un Viernes Santo con Doña Lucilia.

Tomado de conferencia del 27/06/1987

Un alma irisada

Entre los aspectos de la personalidad de Doña Lucilia se destacaban las armoniosas alternaciones de estados de espíritu, haciendo su alma semejante a las piedras irisadas, en las que los colores nacen unos de otros.

Cuando comencé, por así decir, a conocer a mamá, ella estaba en la edad de 35 años, más o menos. Ella murió con 92 años. Por lo tanto, la conocí, prácticamente durante 60 años. ¡Eso es conocer bien una persona!

El mayor bien que la vida puede dar

Doña Lucilia con Plinio en los brazos

Además, ella me hablaba mucho de su pasado – que, por cierto, no era largo – como también del pasado de la familia, y con eso la conocía aún mejor. He notado muy bien y pude seguir, por la larga evolución que presencié en su alma, cómo fue su holocausto. Doña Lucilia era educada en la concepción de la vida vigente en las señoras del  medio social en que se formó, en la San Pablo del tiempo de ella. Dentro de esa concepción, ella poseía mucho la idea, que el afecto y el cariño, derivados de la mutua comprensión de las almas, y del bien, eran las mayores riquezas de la vida en lo que se refiere a la relación humana en esta Tierra. Eran riquezas menores que la fe; pero, por lo que se refiere a las relaciones terrenas, constituían el mayor bien que la vida puede dar. Según esta visión de la existencia, el papel de la madre de familia, de la esposa, era irradiar eso en torno de sí, de manera que la familia fuera una especie de santuario de esa comprensión mutua, de que se quiere bien; un lugar donde las personas se encontrarán en una determinada convivencia, y allí encontrarán la fuerza necesaria para enfrentar las dificultades de la vida. Por lo tanto, la gran contribución de la mujer era precisamente perfumar la familia con todo eso. Esta concepción, católicamente  entendida, no tiene nada de sentimental, ni de romántico. Por lo tanto, estoy de acuerdo con ella, y es perfectamente verdadera. Inserida en esa concepción venía la idea – con la que estoy de acuerdo- de que cuando una persona irradia de esa manera la bondad, ella vence todos los obstáculos, porque la bondad conmueve todas las almas, arrastra todos los corazones y resuelve, de un modo inefablemente eficaz, las dificultades que otros modos de proceder no solucionan.

Es decir, para los tiempos y en los ambientes en que Doña Lucilia vivió, habría mucho de eso sin ser enteramente eso. Ella misma contaba los hechos de su familia y de su propia vida, en que la bondad no había resuelto nada. Pero ella narraba como episodios excepcionales, memorables por el horror, y medio espantada de que eso hubiera sido posible. Yo comprendía que en una determinada orden de cosas buenas eso podría ser así, y concordaba completamente con ella.

Ánfora de donde el buen perfume del amor cristiano se irradiaba

En su juventud, mamá era muy acogida y festejada, una muchacha notablemente relacionada.

Doña Lucilia hizo consistir, en su programa de vida, ser la madre católica que esparcía ese amor cristiano en torno a sí, llevando a todos a Dios en las vías de la virtud. En su juventud, mamá era muy acogida y festejada, una muchacha notablemente relacionada. No fue solo ella que me contó eso, pero también su madre y sus hermanas. Cuando ella iba a alguna reunión o fiesta en la sociedad, era una dificultad para sacarla del ambiente, porque todo el mundo tenía más una palabra para decirle, todos buscaban agarrarse a ella, en fin, era buscada. Y, en la familia, era muy considerada como un ánfora donde ese buen perfume se irradiaba. Sin embargo, se fue enfrentando con la invasión de la brutalidad moderna, con cuya entrada, después de la Primera Guerra Mundial, comenzó a surgir otro mundo. Con ello, las personas que ella esperaba mover por la bondad ya no se movían así, y la dejaban incomprendida, aislada y puesta de lado, como alguien que ofreciera, por ejemplo, una bebida fuera de moda que nadie más quiere beber. Eso iba significando  para ella una tristeza proveniente del rechazo sufrido. Pero, junto con la tristeza de la repulsa, venía la incomprensión de lo incomprensible: ¿¡Cómo es que esto llegó a ser así!?

Además, se ponía para ella otra cuestión: «Si las cosas se ponen así, estoy sobrando en la vida, sin misión y sin sentido, lista solo para recibir los rechazos, los desprecios, la indiferencia a lo largo de mi existencia. ¿Qué haré? Seguiré siendo la misma, sin quitar ni poner, hasta el fin. El Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María recibirán de mí lo que los otros rechazan. Ella sabía, sin duda, que el hijo de ella también recibía, ampliamente y grandes tragos lo que los otros rechazaban, Pues la trataba y agradaba completamente en ese nivel, piensen los otros lo que quisieran. Evidentemente, esto no quiere decir, que eran brutos, y no delicados con ella. Era aquella incomprensión educada, con un rechazo puesto como un vidrio entre ella y la realidad.

Perdonando sin límites

Doña Lucilia en la década de 1940

Mamá comprendía que su modo de ser tenía un determinado sentido y correspondía al modo de ser de la Iglesia, de Nuestro Señor Jesucristo, dilatado por ella en la medida en que podía. Enfrentando esos rechazos, Doña Lucilia sabía recibir negaciones análogas a las padecidas por nuestro Señor Jesucristo. Así, con una dulzura y una bondad semejante a la de él, a cada golpe de la incomprensión educada, a cada indiferencia, a cada irreflexión de la brutalidad florida, ella respondía como si fuese la primera vez, olvidándolo  enseguida. Esta era su conducta constante: perdonando, perdonando,  y ¡perdonando sin límites!

En este caso, a este respecto, el menor problema axiológico, comprendiendo perfectamente estar realizando una determinada vía, y que las cosas corrían como era razonable que corrieran: muy duras, muy difíciles, pero ella se entregaba totalmente. Esta determinación ella quiso llevar hasta el final. Cuando llegó el momento de su muerte, la gran «Señal de la Cruz» que ella hizo – mamá era muy comedida y no solía hacer grandes señales de la Cruz, ni era costumbre de las señoras de su época- creo que esto significa: «¡Está hecho!» Tal vez ella piensó en el «Consummatumes » (del latín: “Está consumado” (Jn 19, 30)). De esta manera Doña Lucilia caminó. ¿Habrá comprendido mi vocación a punto de ofrecer ese sacrificio para que yo seguir siendo como era y, gracias a Dios, soy? Es muy probable, todo lleva a creer que sí. Sin embargo, no puedo afirmar porque mamá nunca me dijo, y nunca le pregunté. Tengo la impresión de que nada la mortificaría más si yo me saliese del camino en el que ella me veía. En este sentido, es significativa la actitud de ella cuando volví del viaje que hice a Europa en 1950. Mamá me abrazó, besó, agradó, tomó un poco de distancia y me miró bien. Yo no podía sospechar lo que estaba pasando por la mente de ella, y me dejé mirar. Ella me abrazó de nuevo y dijo: «¡Hijo mío, tú eres el mismo de siempre!» Por ahí se ve lo que representaría para ella si yo no fuera el mismo…

Bondad y ternura son hermanas inseparables de la combatividad

¿Qué valor tuvo su presencia junto a mí? Doña Lucilia quería afirmar la prevalencia de esta virtud cristiana en el ambiente de ella, pero no lo logró. sin embargo ella alcanzó otra cosa: que yo, objeto de ese amor, inundado y extasiado por ese amor, conservara de él una remembranza la vida entera, teniendo por él una admiración llena de veneración y de afecto, y toda clase de placer, en todas las formas y grados; y, llevando a mi combatividad a límites que mi vocación exige, yo conservaría mi encanto por lo que mamá representaba, y comprendía así que esa bondad y esa ternura son las hermanas inseparables de la combatividad verdadera. De manera que me convertía en un luchador, pero no un brutamonte. Si yo fuera a tratar a la brutamonte las almas afligidas, probadas, débiles, habría constituido un desierto en torno de mí, y habría perdido muchas almas que Nuestra Señora deseaba salvar. Más aún: debiendo predicar, hasta el último límite permitido por la Doctrina Católica, la devoción a María Santísima, con un alma de brutamonte yo no lo haría, porque esa devoción comporta todas estas dulzuras de un modo indecible, o no existe. Por lo tanto, lo que constituye la estrella de nuestra misión – propagar la devoción a Nuestra Señora – eso sería deshecho. Además, yo no habría entendido tantos aspectos de la Iglesia Católica tachándoles erróneamente de blandos, de capitulación. ¿Yo habría entendido bien a nuestro Señor Jesucristo? No sé… Y, diciendo eso, digo todo.

Modelo de la dulzura de vivir

El ejemplo de mamá me ayudó a adquirir una disposición de espíritu tranquilo, por donde, gracias a la Virgen, no tengo odio personal a nadie, y quiero bien a cualquier persona que no sea nociva a la Causa católica.

Cuánto esa forma de ser me ayudó, a lo largo de la vida, a ejercer un arte que nuestra vocación exige: el arte de esperar sin quedar amargo, agrio, sin revelarme, ni indignarme, sino esperar con la suavidad con que ella esperó.

Quien considera el «cuadrinho» ve algo y piensa que vio todo, porque no tuvo ocasión de encontrar otros ejemplos así en su vida. Pero, de hecho, ve muy poco…

He aquí el enorme valor del ejemplo dado por Doña Lucilia, no solo porque la vi cumpliendo siempre esa actitud, sino porque vi “gotear la sangre del alma ella”. Es decir, la “sangre” por ella derramada ha tenido para mí ¡una inmensa utilidad!

Creo que la verdadero douceur de vivre (dulzura de vivir) renacerá en el Reino de María, en medidas inimaginables. Y Doña Lucilia esperaba este douceur de vivre florecer largamente, ser una categoría del espíritu humano.  Para mí, ella fue un modelo de la dulzura de vivir, como tal vez no entienda quien no la conoció de cerca.

Cuando voy, los domingos por la tarde, visitar la sepultura de ella y veo aquella gran cantidad de personas rezando allí, pienso: «Si ella estuviera viva, qué dulzuras tendría para cada uno, cómo los acogería, individualmente, con un modo tan atrayente, simpático, y, al mismo tiempo, digno!”

¡Uno no puede tener idea de cuánto cabía de señorío y de suave feminidad materna en todo ese modo de ser de ella! Quien considera el «cuadrinho» (Cuadro a óleo, que mucho  agradó al  Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos, con base de las últimas fotografías de Doña Lucilia),  ve algo y piensa que vio todo, porque no tuvo ocasión de encontrar otros ejemplos así en su vida. Pero, de hecho, ve muy poco…

Cuantas veces me pasó por la mente grabar su timbre de voz, pero no sé por qué no lo grabé.

Así quien no la conoció podría haber tenido una idea de lo que era, por ejemplo, el modo de ella dirigir la palabra a una persona. Cómo las frases iban subiendo y decreciendo, la entonación, la inflexión de voz, por donde el deseo gentil y afectuoso de introducir al interlocutor en el asunto se expandía y se manifestaba.

Grandeza y dulzura

Doña Lucilia en traje de gala

Otro aspecto de la personalidad de ella que me encantaba eran las alteraciones armoniosas, o sea, cómo ella, con dulzura y armonía pasaba de un estado de espíritu para otro. En esto había una particular condición de la bondad de ella.

Jamás gusté de personas que saltan su un extremo de estado de espíritu para otro. Me agrada ver cuando un alma va armoniosamente hasta el otro extremo de un determinado estado de espíritu, y notar cómo, dentro de este, está el otro presente. Esto forma el verdadero equilibrio, el cual no consiste en quedarse en el medio término.

Por ejemplo, un guerrero que, en la fuerza de su furor, ataca al adversario y, de repente, es capaz de parar para socorrer a un niño. Sin embargo, si pasa, de repente, alguna cosa que él debe repeler; entonces del medio de su cariño levanta una llamarada de indignación. Eso no es saltar de un extremo a otro, sino es pasar equilibrada y temperantemente de un estado de espíritu a otro. ¡La templanza es eso! Doña Lucilia tenía mucho de eso. Era un alma irisada. En las piedras irisadas, los colores nacen unos de las otros. Las señoras, en mi tiempo de pequeño, se presentaban en sociedad con solemnidad, con gala. Y esta suponía cierto señorío, cierta altanería, por tanto, hasta cierto dominio.

Se nota algo de esto cuando se considera la fotografía de Doña Lucilia en traje de gala, en París. Recuerdo con qué encanto varias veces yo la vi prepararse para ir a fiestas. Mientras se arreglaba, ella iba conversando con mi hermana y conmigo. Éramos pequeñitos y hacíamos preguntas bobas que los niños a veces hacen. Y ella iba hablando con nosotros, con esa afabilidad incomparable.

Cuando ella estaba lista, asumía la postura de la señora que parte en su gala. Me parecía todo aquello muy bonito, pues siempre me gustó las cosas imponentes, y me quedaba encantado.

Plinio y Rosée

Plinio y Rosée

Pero, niños como éramos, tanto mi hermana como yo hacíamos las incursiones en medio de eso. Ella cambiaba inmediatamente, volvía a aquella  misma dulzura, jugaba, hablaba con nosotros, y luego retomaba su aire grandioso.

En aquel tiempo las señoras usaban cabellos largos, y era una tarea difícil arreglarlos de manera que queden decorosos y bonitos.

Recuerdo que, en cierta ocasión, ella acababa de peinarse cuando – llevado medio por afecto, medio por admiración – me deshice en agrados sobre ella. Sin tener noción del desastre que estaba haciendo… Y para agradarla aún más, comencé a revolver sus cabellos recién peinados. Las personas que estaban cerca, exclamaron: «¡Plinio, pare, está estropeando el cabello de su madre!» Ella intervino: «Déjenlo que haga todo cuanto quiera. No quiero que mi hijo diga que, a causa de un peinado, lo alejé de mí».

Solo más tarde entendí todo el alcance de ese gesto.

(Extraído de una conferencia del Dr. Plinio en 17/7/1982)

Seriedad florida

Doña Lucilia fue la persona más seria que el Dr. Plinio conoció en su vida. Tenía ella un espíritu muy profundo que unía habitualmente todas las cosas a las más altas consideraciones. Al mismo tiempo, poseía una amenidad, una dulzura y una saludable alegría de existir, incluso en las ocasiones más dramáticas.

cap10_028Yo debo mi formación contra-revolucionaria fundamentalmente a la convivencia con mamá.
Más a la convivencia con ella que a principios abstractos enseñados por ella. Doña Lucilia no era una doctora en Filosofía, sino una ama de casa, y sabía lo que comúnmente una ama de casa sabe. No poseía esos conocimientos abstractos; y a mí tampoco me gustaría que los tuviese. Yo venero a esos espíritus abstractos, hago de ellos el aire de mi alma, pero corresponden más al varón que a la dama.
Aprendí con ella una cosa diferente y que yo no sé enseñar; ella supo y yo no sé: es la seriedad florida. Ella fue la persona más seria que conocí en mi vida. Tenía un espíritu muy profundo que unía habitualmente todas las cosas a las más altas consideraciones. Y por causa de eso, con una integridad de juicio moral muy grande y, por lo tanto, rechazando lo que debe ser rechazado. Pero a la vez, una amenidad, una dulzura… y podía verse que la seriedad colocaba dentro de ella un ambiente tan agradable, tan perfumado, tan lleno de una saludable alegría de existir, incluso en las ocasiones más terribles, más dramáticas en las que yo la vi. Observando su saludable alegría de existir, comprendí en ella, experimentalmente, que la seriedad es la única fuente de la verdadera felicidad. Por allí viene el resto.
En sus fotografías se puede ver eso. Se podría escribir debajo de ellas: “¡Seriedad florida!”
A los 92 años, cuando nada más florece y todo habla de sepultura, había cualquier cosa en ella de ameno, de deleitable, que no dejó de encantarme hasta el último instante de su vida.

(Extraído de conferencia del Dr. Plinio de 27/8/1983)