Un alma irisada

Entre los aspectos de la personalidad de Doña Lucilia se destacaban las armoniosas alternaciones de estados de espíritu, haciendo su alma semejante a las piedras irisadas, en las que los colores nacen unos de otros.

Cuando comencé, por así decir, a conocer a mamá, ella estaba en la edad de 35 años, más o menos. Ella murió con 92 años. Por lo tanto, la conocí, prácticamente durante 60 años. ¡Eso es conocer bien una persona!

El mayor bien que la vida puede dar

Doña Lucilia con Plinio en los brazos

Además, ella me hablaba mucho de su pasado – que, por cierto, no era largo – como también del pasado de la familia, y con eso la conocía aún mejor. He notado muy bien y pude seguir, por la larga evolución que presencié en su alma, cómo fue su holocausto. Doña Lucilia era educada en la concepción de la vida vigente en las señoras del  medio social en que se formó, en la San Pablo del tiempo de ella. Dentro de esa concepción, ella poseía mucho la idea, que el afecto y el cariño, derivados de la mutua comprensión de las almas, y del bien, eran las mayores riquezas de la vida en lo que se refiere a la relación humana en esta Tierra. Eran riquezas menores que la fe; pero, por lo que se refiere a las relaciones terrenas, constituían el mayor bien que la vida puede dar. Según esta visión de la existencia, el papel de la madre de familia, de la esposa, era irradiar eso en torno de sí, de manera que la familia fuera una especie de santuario de esa comprensión mutua, de que se quiere bien; un lugar donde las personas se encontrarán en una determinada convivencia, y allí encontrarán la fuerza necesaria para enfrentar las dificultades de la vida. Por lo tanto, la gran contribución de la mujer era precisamente perfumar la familia con todo eso. Esta concepción, católicamente  entendida, no tiene nada de sentimental, ni de romántico. Por lo tanto, estoy de acuerdo con ella, y es perfectamente verdadera. Inserida en esa concepción venía la idea – con la que estoy de acuerdo- de que cuando una persona irradia de esa manera la bondad, ella vence todos los obstáculos, porque la bondad conmueve todas las almas, arrastra todos los corazones y resuelve, de un modo inefablemente eficaz, las dificultades que otros modos de proceder no solucionan.

Es decir, para los tiempos y en los ambientes en que Doña Lucilia vivió, habría mucho de eso sin ser enteramente eso. Ella misma contaba los hechos de su familia y de su propia vida, en que la bondad no había resuelto nada. Pero ella narraba como episodios excepcionales, memorables por el horror, y medio espantada de que eso hubiera sido posible. Yo comprendía que en una determinada orden de cosas buenas eso podría ser así, y concordaba completamente con ella.

Ánfora de donde el buen perfume del amor cristiano se irradiaba

En su juventud, mamá era muy acogida y festejada, una muchacha notablemente relacionada.

Doña Lucilia hizo consistir, en su programa de vida, ser la madre católica que esparcía ese amor cristiano en torno a sí, llevando a todos a Dios en las vías de la virtud. En su juventud, mamá era muy acogida y festejada, una muchacha notablemente relacionada. No fue solo ella que me contó eso, pero también su madre y sus hermanas. Cuando ella iba a alguna reunión o fiesta en la sociedad, era una dificultad para sacarla del ambiente, porque todo el mundo tenía más una palabra para decirle, todos buscaban agarrarse a ella, en fin, era buscada. Y, en la familia, era muy considerada como un ánfora donde ese buen perfume se irradiaba. Sin embargo, se fue enfrentando con la invasión de la brutalidad moderna, con cuya entrada, después de la Primera Guerra Mundial, comenzó a surgir otro mundo. Con ello, las personas que ella esperaba mover por la bondad ya no se movían así, y la dejaban incomprendida, aislada y puesta de lado, como alguien que ofreciera, por ejemplo, una bebida fuera de moda que nadie más quiere beber. Eso iba significando  para ella una tristeza proveniente del rechazo sufrido. Pero, junto con la tristeza de la repulsa, venía la incomprensión de lo incomprensible: ¿¡Cómo es que esto llegó a ser así!?

Además, se ponía para ella otra cuestión: «Si las cosas se ponen así, estoy sobrando en la vida, sin misión y sin sentido, lista solo para recibir los rechazos, los desprecios, la indiferencia a lo largo de mi existencia. ¿Qué haré? Seguiré siendo la misma, sin quitar ni poner, hasta el fin. El Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María recibirán de mí lo que los otros rechazan. Ella sabía, sin duda, que el hijo de ella también recibía, ampliamente y grandes tragos lo que los otros rechazaban, Pues la trataba y agradaba completamente en ese nivel, piensen los otros lo que quisieran. Evidentemente, esto no quiere decir, que eran brutos, y no delicados con ella. Era aquella incomprensión educada, con un rechazo puesto como un vidrio entre ella y la realidad.

Perdonando sin límites

Doña Lucilia en la década de 1940

Mamá comprendía que su modo de ser tenía un determinado sentido y correspondía al modo de ser de la Iglesia, de Nuestro Señor Jesucristo, dilatado por ella en la medida en que podía. Enfrentando esos rechazos, Doña Lucilia sabía recibir negaciones análogas a las padecidas por nuestro Señor Jesucristo. Así, con una dulzura y una bondad semejante a la de él, a cada golpe de la incomprensión educada, a cada indiferencia, a cada irreflexión de la brutalidad florida, ella respondía como si fuese la primera vez, olvidándolo  enseguida. Esta era su conducta constante: perdonando, perdonando,  y ¡perdonando sin límites!

En este caso, a este respecto, el menor problema axiológico, comprendiendo perfectamente estar realizando una determinada vía, y que las cosas corrían como era razonable que corrieran: muy duras, muy difíciles, pero ella se entregaba totalmente. Esta determinación ella quiso llevar hasta el final. Cuando llegó el momento de su muerte, la gran «Señal de la Cruz» que ella hizo – mamá era muy comedida y no solía hacer grandes señales de la Cruz, ni era costumbre de las señoras de su época- creo que esto significa: «¡Está hecho!» Tal vez ella piensó en el «Consummatumes » (del latín: “Está consumado” (Jn 19, 30)). De esta manera Doña Lucilia caminó. ¿Habrá comprendido mi vocación a punto de ofrecer ese sacrificio para que yo seguir siendo como era y, gracias a Dios, soy? Es muy probable, todo lleva a creer que sí. Sin embargo, no puedo afirmar porque mamá nunca me dijo, y nunca le pregunté. Tengo la impresión de que nada la mortificaría más si yo me saliese del camino en el que ella me veía. En este sentido, es significativa la actitud de ella cuando volví del viaje que hice a Europa en 1950. Mamá me abrazó, besó, agradó, tomó un poco de distancia y me miró bien. Yo no podía sospechar lo que estaba pasando por la mente de ella, y me dejé mirar. Ella me abrazó de nuevo y dijo: «¡Hijo mío, tú eres el mismo de siempre!» Por ahí se ve lo que representaría para ella si yo no fuera el mismo…

Bondad y ternura son hermanas inseparables de la combatividad

¿Qué valor tuvo su presencia junto a mí? Doña Lucilia quería afirmar la prevalencia de esta virtud cristiana en el ambiente de ella, pero no lo logró. sin embargo ella alcanzó otra cosa: que yo, objeto de ese amor, inundado y extasiado por ese amor, conservara de él una remembranza la vida entera, teniendo por él una admiración llena de veneración y de afecto, y toda clase de placer, en todas las formas y grados; y, llevando a mi combatividad a límites que mi vocación exige, yo conservaría mi encanto por lo que mamá representaba, y comprendía así que esa bondad y esa ternura son las hermanas inseparables de la combatividad verdadera. De manera que me convertía en un luchador, pero no un brutamonte. Si yo fuera a tratar a la brutamonte las almas afligidas, probadas, débiles, habría constituido un desierto en torno de mí, y habría perdido muchas almas que Nuestra Señora deseaba salvar. Más aún: debiendo predicar, hasta el último límite permitido por la Doctrina Católica, la devoción a María Santísima, con un alma de brutamonte yo no lo haría, porque esa devoción comporta todas estas dulzuras de un modo indecible, o no existe. Por lo tanto, lo que constituye la estrella de nuestra misión – propagar la devoción a Nuestra Señora – eso sería deshecho. Además, yo no habría entendido tantos aspectos de la Iglesia Católica tachándoles erróneamente de blandos, de capitulación. ¿Yo habría entendido bien a nuestro Señor Jesucristo? No sé… Y, diciendo eso, digo todo.

Modelo de la dulzura de vivir

El ejemplo de mamá me ayudó a adquirir una disposición de espíritu tranquilo, por donde, gracias a la Virgen, no tengo odio personal a nadie, y quiero bien a cualquier persona que no sea nociva a la Causa católica.

Cuánto esa forma de ser me ayudó, a lo largo de la vida, a ejercer un arte que nuestra vocación exige: el arte de esperar sin quedar amargo, agrio, sin revelarme, ni indignarme, sino esperar con la suavidad con que ella esperó.

Quien considera el «cuadrinho» ve algo y piensa que vio todo, porque no tuvo ocasión de encontrar otros ejemplos así en su vida. Pero, de hecho, ve muy poco…

He aquí el enorme valor del ejemplo dado por Doña Lucilia, no solo porque la vi cumpliendo siempre esa actitud, sino porque vi “gotear la sangre del alma ella”. Es decir, la “sangre” por ella derramada ha tenido para mí ¡una inmensa utilidad!

Creo que la verdadero douceur de vivre (dulzura de vivir) renacerá en el Reino de María, en medidas inimaginables. Y Doña Lucilia esperaba este douceur de vivre florecer largamente, ser una categoría del espíritu humano.  Para mí, ella fue un modelo de la dulzura de vivir, como tal vez no entienda quien no la conoció de cerca.

Cuando voy, los domingos por la tarde, visitar la sepultura de ella y veo aquella gran cantidad de personas rezando allí, pienso: «Si ella estuviera viva, qué dulzuras tendría para cada uno, cómo los acogería, individualmente, con un modo tan atrayente, simpático, y, al mismo tiempo, digno!”

¡Uno no puede tener idea de cuánto cabía de señorío y de suave feminidad materna en todo ese modo de ser de ella! Quien considera el «cuadrinho» (Cuadro a óleo, que mucho  agradó al  Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos, con base de las últimas fotografías de Doña Lucilia),  ve algo y piensa que vio todo, porque no tuvo ocasión de encontrar otros ejemplos así en su vida. Pero, de hecho, ve muy poco…

Cuantas veces me pasó por la mente grabar su timbre de voz, pero no sé por qué no lo grabé.

Así quien no la conoció podría haber tenido una idea de lo que era, por ejemplo, el modo de ella dirigir la palabra a una persona. Cómo las frases iban subiendo y decreciendo, la entonación, la inflexión de voz, por donde el deseo gentil y afectuoso de introducir al interlocutor en el asunto se expandía y se manifestaba.

Grandeza y dulzura

Doña Lucilia en traje de gala

Otro aspecto de la personalidad de ella que me encantaba eran las alteraciones armoniosas, o sea, cómo ella, con dulzura y armonía pasaba de un estado de espíritu para otro. En esto había una particular condición de la bondad de ella.

Jamás gusté de personas que saltan su un extremo de estado de espíritu para otro. Me agrada ver cuando un alma va armoniosamente hasta el otro extremo de un determinado estado de espíritu, y notar cómo, dentro de este, está el otro presente. Esto forma el verdadero equilibrio, el cual no consiste en quedarse en el medio término.

Por ejemplo, un guerrero que, en la fuerza de su furor, ataca al adversario y, de repente, es capaz de parar para socorrer a un niño. Sin embargo, si pasa, de repente, alguna cosa que él debe repeler; entonces del medio de su cariño levanta una llamarada de indignación. Eso no es saltar de un extremo a otro, sino es pasar equilibrada y temperantemente de un estado de espíritu a otro. ¡La templanza es eso! Doña Lucilia tenía mucho de eso. Era un alma irisada. En las piedras irisadas, los colores nacen unos de las otros. Las señoras, en mi tiempo de pequeño, se presentaban en sociedad con solemnidad, con gala. Y esta suponía cierto señorío, cierta altanería, por tanto, hasta cierto dominio.

Se nota algo de esto cuando se considera la fotografía de Doña Lucilia en traje de gala, en París. Recuerdo con qué encanto varias veces yo la vi prepararse para ir a fiestas. Mientras se arreglaba, ella iba conversando con mi hermana y conmigo. Éramos pequeñitos y hacíamos preguntas bobas que los niños a veces hacen. Y ella iba hablando con nosotros, con esa afabilidad incomparable.

Cuando ella estaba lista, asumía la postura de la señora que parte en su gala. Me parecía todo aquello muy bonito, pues siempre me gustó las cosas imponentes, y me quedaba encantado.

Plinio y Rosée

Plinio y Rosée

Pero, niños como éramos, tanto mi hermana como yo hacíamos las incursiones en medio de eso. Ella cambiaba inmediatamente, volvía a aquella  misma dulzura, jugaba, hablaba con nosotros, y luego retomaba su aire grandioso.

En aquel tiempo las señoras usaban cabellos largos, y era una tarea difícil arreglarlos de manera que queden decorosos y bonitos.

Recuerdo que, en cierta ocasión, ella acababa de peinarse cuando – llevado medio por afecto, medio por admiración – me deshice en agrados sobre ella. Sin tener noción del desastre que estaba haciendo… Y para agradarla aún más, comencé a revolver sus cabellos recién peinados. Las personas que estaban cerca, exclamaron: «¡Plinio, pare, está estropeando el cabello de su madre!» Ella intervino: «Déjenlo que haga todo cuanto quiera. No quiero que mi hijo diga que, a causa de un peinado, lo alejé de mí».

Solo más tarde entendí todo el alcance de ese gesto.

(Extraído de una conferencia del Dr. Plinio en 17/7/1982)