Afecto, mansedumbre generosa y firmeza inquebrantable

La relación del Dr. Plinio con su madre era toda hecha de afecto, y tenía como presupuesto una mezcla de admiración y esperanza, que producía una íntima unión de almas. Dentro de esa clave imponderable sobresalía en Doña Lucilia una mansedumbre generosa, llevada hasta lo increíble, al lado de una firmeza inquebrantable cuando se trataba de principios.

Para comprender mejor el afecto existente entre Doña Lucilia y yo, es necesario ver cómo
era el lenguaje y la vida de familia en la intimidad, en el ambiente donde vivíamos; porque ese es un asunto lleno de matices, y cada país, así como cada estado y ciudad de Brasil, tiene uno.

La esencia del afecto: admiración y esperanza

3p200Entre nosotros había un presupuesto de que el afecto era un acto de admiración o, por lo menos, de esperanza. Admiración de mi parte hacia ella y de esperanza de ella hacia mí. El afecto era un sentimiento muy digno de elogio que no se malgastaba concediéndolo a cualquiera, precisamente porque es la afirmación de una cualidad o de la esperanza de que alguien llegue a tener esa cualidad. Esa era la esencia del afecto. Pero, al mismo tiempo, era la afirmación de una consonancia del bien que se espera o se reconoce en el otro, con el bien que se siente en uno mismo. Era, por lo tanto, la afirmación de una íntima unión de almas.
Todo esto se manifestaba por el modo intensamente afectuoso con que yo la trataba, en donde eran abundantes las palabras muy cariñosas y simbólicas que repercutían en ella de manera suave, pero profunda, dejándola tan complacida, que mi padre —por naturaleza muy bromista— le decía, imitando un poco el acento portugués: “¡No te derritas!”.
Me acuerdo de algunas expresiones que yo usaba. Por ejemplo, a veces me dirigía a ella llamándola de
Lady Perfection (1), a lo que ella respondía con toda naturalidad, como si no hubiese oído o como si yo la hubiese llamado de “mamá”. Otro título que usé durante mucho tiempo, teniendo en vista su aspecto afrancesado y distinguido, fue el de “marquesita”.
Otras veces yo la llamaba de “manguinha” (2), como en el tiempo de mi infancia, con un afecto especial, para recordar aquellos tiempos. Además, “querida mía”, “mi bien”, ¡a torrentes! No es necesario decir que nunca la llamé de tú. ¡Nunca! Ni me pasó por la mente. Siempre era “Usted”. Me daba la impresión de que tendría que confesarme si la llamara de “tú”.
A veces le decía que no conocía madre igual a ella. Evidentemente la besaba también, cogía su mano y le daba palmaditas, la abrazaba, etc., muchas veces. Yo notaba que ella quedaba muy conmovida y recibía todo eso con complacencia, pero con una cierta discreción que no sé describir bien. Era como si ella, sin apagar la luz, pusiera un abat-jour (3). Era el sistema usado por ella —comprensible y muy adecuado, a mi modo de ver— y con el cual yo afinaba.

Significado de los puntos suspensivos usados en las cartas

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El «Quadrinho»

Quien lee las cartas que mi madre me escribía, nota que ella usaba muchas veces puntos suspensivos. Doña Lucilia hacía esto sin pensar, con la naturalidad de una madre, pero esos puntos suspensivos correspondían a un modo de hablar de ella; era como un pasar al papel su manera de expresarse.
Tenía una voz muy aterciopelada, suave, enormemente matizada. Los matices de su voz le servían muchísimo para expresar cada idea, cada pensamiento, cada expresión, lo cual ella acompañaba cambiando ligeramente la posición de la cabeza y con movimientos de manos muy discretos, pero expresivos. Ahora bien, Doña Lucilia tenía un hábito interesante, que tal vez no exista en otras personas y solo lo noté en ella; decir algo y quedarse un momento, discretamente, con los ojos puestos en el interlocutor para ver qué repercusión había causado aquello, como que acentuando con la mirada lo que ella había dicho, de manera a llegar al grado de repercusión que le parecería normal, proporcionado.
Eso que era, por así decir, los últimos timbres de sus palabras, en las cartas ella lo representaba con los puntos suspensivos. De manera que donde hay puntos suspensivos, era eso que cuando ella hablaba hacía con su mirada.
Por lo tanto, no significa que era una persona reticente para nada. Muy por el contrario, su pensamiento se expresaba con mucha franqueza y claridad. Sino que eran los imponderables que constituían una especie de aureola en torno de lo que decía.
A propósito, una de las cosas interesantes del Quadrinho (4), es retratar la actitud que tomaba cuando acababa de decir algo y miraba. Eso contribuye para dar la expresión que tiene el Quadrinho.
Aunque todo eso tuviese en ella el significado que estoy mencionando, es necesario decir, para la glorificación de la Civilización Cristiana, que era un pequeño fragmento del pasado. El arte de la conversación antiguamente era muy así. Hoy las personas casi no cambian de tono de voz, son monótonas con frecuencia, y no saben utilizar la mirada; miran al interlocutor como podrían fijar la vista en una pared blanca. La mirada no tiene más el papel que tuvo otrora. Por lo tanto, ese predicado en Doña Lucilia era la iluminación por la presencia, por la fidelidad a la gracia, de un modo de ser de la Civilización Cristiana, o sea, una tradición.

Disposición de ser como un cordero que se deja sacrificar

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…este aspecto aparece mucho en una fotografía tomada en la Escuela Caetano de Campos…

Uno de los aspectos que me encantaba en Doña Lucilia, ante todo, erala elevación de alma, que constituía la clave donde esas cosas se daban. Porque todo cuanto estoy diciendo, puesto en almas menos elevadas, redundaría en banalidades. Su elevación de alma colocaba todo en un pináculo, y daba la clave de la belleza de las cosas íntimas que estoy contando. Dentro de la clave de esa elevación de alma, toda ella imponderable, me encantaba una mezcla de mansedumbre generosa llevada hasta lo increíble, al lado de una firmeza inquebrantable cuando se trataba de principios. La yuxtaposición de esos contrastes armónicos realmente me atraía en el más alto grado. ¡Nadie puede tener idea de lo que era la mansedumbre de mi madre! Vivía, evidentemente, en una familia educada y que no iba a tratarla con brutalidades. Pero la educación no impide la ingratitud, la incomprensión y, por lo tanto, no evita muchas decepciones. La educación es un barniz para el cual no importa la calidad de la madera. Doña Lucilia pasaba a veces por situaciones realmente difíciles de imaginar. Invariablemente, con el propósito de nunca replicar, nunca redargüir de un modo desagradable o ácido, impertinente —lo cual quedaba bien en su papel de madre de familia—, ella presentaba siempre una explicación de lo que hacía, con lógica y afabilidad; y si no servía de nada, se quedaba callada sin acidez. Poco después retomaba las relaciones en el mismo nivel anterior, desde que la otra persona quisiera. Mi madre hacía eso con tal disposición de ser como una víctima o un cordero que se deja sacrificar, porque quiere sufrir sin reaccionar, y por juzgar que debe hacer ese apostolado de mansedumbre, que no conozco verdaderamente cosa igual, o que siquiera se parezca de lejos con eso.
Dentro de esa actitud venía la firmeza de principios. Ella era así, les gustara o no, porque así se debe ser. Esa es la voluntad de Dios, ese es el pensamiento de la Iglesia y, por lo tanto, no se cambia. Por lo tanto, adaptarse a otros principios para evitar el sufrimiento de la incomprensión, ¡nunca! Ella era enteramente ella, con dignidad, a pesar de serlo con mansedumbre. Para mí, que la conocí tan de cerca, este aspecto aparece mucho en una fotografía tomada en la Escuela Caetano de Campos, en la Plaza de la República, mientras asistía a una conferencia mía. Mi madre está allí en una actitud de quien presencia una sesión con cierta solemnidad, pero no pierde el propósito de mantener una mansedumbre inalterable, una dulzura como no se puede imaginar; lo cual se expresaba por cierta melancolía que ella hacía notar. No obstante, si las personas fuesen indiferentes a esa melancolía, continuaba con la misma dulzura y del mismo modo.
Debo decir que este fue uno de los medios más vigorosos de cautivar mi afecto, porque eso me encantaba más allá de cualquier expresión y me hacía pensar, naturalmente, en Nuestro Señor Jesucristo y en Nuestra Señora. Incluso porque mi madre, de vez en cuando, elogiaba a Nuestro Señor por eso. En el modo de elogiarlo, sin darse cuenta, hacía trasparecer cómo ella lo imitaba. No era su intención, pero por una especie de santa inadvertencia o santa ingenuidad, sin percibirlo, ella se elogiaba hablando de Nuestro Señor Jesucristo.

(Extraído de conferencia del 24/5/1980)
1) Del inglés: Señora Perfección.
2) “Mãezinha” en portugués: diminutivo de mamá, modificado por el Dr. Plinio en su infancia.
3) En francés: pantalla de lámpara.
4) Cuadro al óleo que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos con base en las últimas fotografías de Doña Lucilia.

Equilibrio por excelencia

Comentando una de las últimas fotografías de Doña Lucilia, a pedido de sus jóvenes discípulos, el Dr. Plinio analiza un trazo significativo y fundamental de la personalidad de su madre: el equilibrio.

 

La mezcla de seriedad, gravedad, bondad y hasta suavidad que se expresan en su fisionomía son cualidades que existen en ella de un modo tan excelente, y se combinan para formar un todo tan agradable de ver en su conjunto, que uno queda con el deseo de mirar indefinidamente.

Diferencia profunda entre Doña Lucilia…

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Ahí se combinan algunas cualidades difíciles de enlazar, porque hay algo de antitético. No de contradictorio, aunque podría parecer a primera vista. Algo que, por otro lado, el espíritu moderno rechaza profundamente, y por esa misma razón también agrada a nuestros espíritus profundamente. Vemos en ella una especie de correctivo para el espíritu moderno; hay algo de equilibrado, de tal manera que no se sabría decir qué podría ser más grande en ella.

Esa fisionomía es la del equilibrio por excelencia. No hay – por la gracia de Dios, porque esas no son cualidades meramente humanas – ningún riesgo de que salga una palabra desequilibrada delante de un hecho que la choque mucho.

Digamos, por ejemplo, algo que a cualquier madre le chocaría hasta el extremo: imaginen que, estando ella en una sala de su casa, entrase una persona y le dijese:

– Doña Lucilia, el Dr. Plinio acaba de ser asesinado aquí en la sala del lado.

Sería un choque inmenso, ella sería capaz de morir. Y que el individuo agregase:

– Yo fui quien lo mató.

Ella podría tener cualquier reacción, menos la de insultar al asesino. ¿Cuál sería su reacción? Podría quedar algún tiempo desmayada, llorar con un llanto muy prolongado y dolorido, e incluso gemir alto.

– ¡Ay, mi hijo!

Podría decirle al hombre:

– Pero, ¿Ud. por qué hizo eso con mi hijo?

Y como las madres tienen la tendencia a engañarse con sus hijos, ella además podría decirle:

– Él era tan bueno. ¿Por qué lo mató?

…y muchas madres contagiadas de la mentalidad moderna

No obstante, decirle a él: “¡Bellaco! ¡Bandido! ¡Salga de aquí!”, eso no le saldría. No habría posibilidad de que cogiese un objeto y se lo tirase; la reacción sería equilibrada.

Pero digamos que el asesino quisiese, tomando una actitud desequilibrada de facineroso, acercarse a ella para agradarla y consolarla. Ella lo evitaría, profundamente desagradada y afirmaría:

– ¡No me toque!

Infelizmente hay muchas madres, contagiadas de la mentalidad moderna, que actuarían con desequilibrio en esa ocasión. Una primera actitud desequilibrada podría ser la de sentir poco la muerte del hijo.

– ¿Lo mataron? ¿Y dónde está su cuerpo? Hay que avisarle a la policía. Arreglemos esto, entonces vistamos el cadáver…

Por ahí iría la cuestión. Podría suceder – si fuese una señora con una forma de ser más tradicional, pero dentro del desequilibrio moderno – que cogiera un objeto y se lo lanzara a ese sujeto. Infelizmente, no estaría excluida la hipótesis de que dijese una mala palabra.

Doña Lucilia podría decirle al individuo:

– ¡Salga ya de mi casa! No la contamine con su presencia. Yo me las arreglo con el peor dolor de mi vida. ¡Salga! No obstante, si el asesino dijese contrito:

– Señora, yo no soy digno de estar en su casa, pero tenga en cuenta que tuve una madre que me quiso mucho como Ud. amó a su hijo, y tenga compasión de mí. Ella era capaz de no llamar a la policía. Si alguien quisiese hacerlo no se opondría, pero podría no llamarla.

Al cabo de un año, digamos, después de ese episodio, mi madre todavía estaría “sangrando” por lo que había sucedido ese día. Y al contar el hecho y referirse al asesino, podría decir “infeliz” o “miserable”. Pero ella no lo llamaría de bellaco, monstruo, etc. Había un equilibrio, un límite para cada cosa.

Pérdida del patrimonio debido a la omisión de un pariente

Por otro lado, en ella se nota un fondo de tristeza. Pero no es una tristeza que arranque expresiones de rebeldía ni de inconformidad con los causantes de esa tristeza. Ella está viendo hacia el pasado, midiendo una vez más lo que fue hecho, y está llorando en el interior de su alma. Pero en el fondo, tiene la calma de una persona que almorzó y está descansando un poco después de comer. ¡Es el equilibrio! El equilibrio en el bien, en la verdad, en el deber, pero siempre el equilibrio. Este era el trazado continuo de la vida de Doña Lucilia: en todo y por todo, en todos los aspectos de su vida, pasara lo que pasara, su actitud era de equilibrio.

A mi madre le sucedió el siguiente hecho: durante un viaje que mi padre tuvo que hacer a Pernambuco, él le aconsejó, y ella aceptó dar un poder a un pariente suyo para que se encargase de sus bienes. Ese pariente, entre otras “maravillas”, hizo lo siguiente: tenía que renovar el seguro del edificio contra incendios, pero dejó que se agotase el plazo y, resultado, al día siguiente del vencimiento del seguro el edificio se incendió y ella perdió su patrimonio.

¿No es verdad que Uds. conocen señoras que tendrían una actitud de desequilibrio en ese caso?

Comenzando por darle un consejo al pariente: “¡No aparezca por aquí!” Y podía ser en términos mucho más fuertes que esos…

Doña Lucilia, en la misma noche del día en que eso sucedió, mientras digería la pésima noticia, él aparece y la saluda. Ella le dijo buenas noches, con calma, con normalidad, lo hizo entrar y le pidió:

– Fulano, explíqueme un poco cómo fue eso, porque no entendí bien.

Él dio la explicación y ella después me contó: – Pobre de ese pariente nuestro, pasó por un gran disgusto.
Otra persona diría: – ¿Qué me importa su disgusto? Fue un relajado. Si hay algo que un hombre que tiene un poder no puede hacer, es dejar pasar el plazo de vigencia de un seguro contra incendio. Él es gravemente responsable por eso, y ahora debe poner de su dinero para resarcir el mal que me
causó.
Pero la respuesta de mi madre sería: – ¡Oh!, pobrecito, él tiene muchos hijos. Nosotros podemos vivir bien sin eso. No destruyamos su vida.

Sufrir en la Tierra para llegar al Cielo

Es un equilibrio con bondad, donde entra mucho el corazón, no un equilibrio metálico, que no lleva la bondad a dominar la justicia. Si ese apoderado hubiese perjudicado a terceros en beneficio de ella, ella le habría exigido a ese hombre que le restituyese a la persona perjudicada centavo por centavo, inclusive con los intereses debidos. Sin duda alguna.

Así yo podría contar cien episodios, si hubiese tiempo y si no se tratase de personas a las cuales alguien que tome conocimiento de esos hechos pueda llegar a identificar, pues no quiero estar difamando a nadie.

Tengo la certeza de que, en el Cielo, donde se encuentra mi madre, está aprobando mi conducta. En esta fotografía se ve que es una señora que llegó a una edad extrema. Tenía noventa y dos años, una edad en la cual fallecen los que mueren tarde. Fue una persona que no ejerció ninguna profesión. No obstante, se percibe que carga consigo un gran cansancio. ¿Cansancio de qué? En parte de lo que podríamos llamar el cansancio del equilibrio.

Cansa estar procurando el equilibrio en todo, y cumpliendo la justicia en todo. Llevar una vida enteramente dentro de los Mandamientos es prepararse para el Cielo, pero todavía no es el Cielo. Por el contrario, es sufrir en la Tierra para llegar hasta allá.

Ahí vemos el cansancio extremo de innumerables dolores, de incontables deberes cumplidos, de situaciones difíciles enfrentadas y vencidas sin la más mínima pretensión. Nadie, viéndola, diría lo siguiente: “Esa señora se considera un coloso”. Para nada, eso ni siquiera pasa por su mente. ¿Por qué? Equilibrio.

(Extraído de conferencia del 12/1/1994).

03

Constante manifestación de la bondad divina

A través de su maternal intercesión, Dña. Lucilia ha llevado a muchas almas a comprender la bondad de aquel que, más que ella, desea concederles a los hombres valiosos e inagotables tesoros.

Elizabete Fátima Talariico Astorino

 

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La intercesión de Dña. Lucilia ha sido siempre un faro para numerosas almas que se encuentran perdidas en el mar tempestuoso de la vida. Gracias a su valioso auxilio y afable protección, mucho de sus devotos pueden comprender más fácilmente que para Dios nada es imposible.

En efecto, aquella que supo sacar del latido del Sagrado Corazón de Jesús la fuerza necesaria para hacer de su vida una constante manifestación de bondad divina, hoy ha acercado a numerosas personas a aquel «que ha amado tanto a los hombres» y que ha sido tan poco amado por ellos, ayudándolas a enfrentar las luchas y sufrimientos de la existencia terrena.

«Quién sabe si rezándole tú, cambian las cosas»

Reconfortada por la dadivosa protección de Dña. Lucilia, Elma Regina dos Santos, de Jacareí (Brasil), nos envía su testimonio, deseosa de manifestar su gratitud por los beneficios recibidos por intercesión de su «amiga que habita en el Cielo.» Así nos lo narra:

«A mediados de 2019 andaba muy triste, con depresión, con la vida en punto muerto, sin tener nada que hacer. Simplemente iba del trabajo a casa y de casa al trabajo, y tampoco me quedaba dinero para nada. Necesitaba hacer reformas en el jardín trasero de mi residencia que estaba muy feo, sólo tenía tierra, nada más.

«Un día llamé a mi madre y le dije: “Mamá, mi vida está siendo muy triste”. Y me respondió: “Mira, he recibido la revista de los Heraldos del Evangelio y en ella se habla de una persona llamada Lucilia. Quién sabe si rezándole tú, cambian las cosas”. Entonces pensé: “Ah, no tengo nada que perder; le voy a rezar”.»

Doña Lucilia, quíteme esta tristeza, deme los medios

Así, siguiendo el consejo de su madre, Elma empezó a rezar todas las noches: «Doña Lucilia, ¡ayúdeme! Doña Lucilia, quíteme esta tristeza, deme los medios».

Sin embargo, a pesar de rezar insistentemente a esta generosa señora, un contratiempo más vino a poner a prueba la fe de Elma: «Llovía mucho, mucho, en mi ciudad; caía una tromba de agua. De repente, oí un estruendo enorme en mi casa. Corrí a ver qué era: se había caído el muro de contención de mi jardín. Sólo quedaban los escombros.»

Ante esta trágica situación, Elma se desanimó todavía más: «No tengo dinero para pagar un albañil, para nada. ¡Apenas conseguía pagar las facturas! Estaba sumida en deudas. Entonces llamé desesperada a mi madre: “Mamá, me dijiste que rezara, recé y ha salido todo errado, empeoró la situación”. Y me contesta: “Piénsalo bien. Si no iba a ayudarte, tampoco iría a hacerte ningún daño. Confiemos. ¿Estás rezando? ¡Confía!”.»

De hecho, Dña. Lucilia le estaba ayudando

Elma continuó pidiéndole auxilio a Dña. Lucilia. Y no tardó en constatar que sus oraciones ya empezaban a ser escuchadas. «Al cabo de dos días —nos cuenta—, mi madre me llamó y me dijo: “Elma, ¿estás pagando una prestación por la casa? La casa tiene seguro. Llama a la aseguradora y pídeles que te manden a alguien que evalúe lo ocurrido”.»

De hecho, Dña. Lucilia ya había comenzado a ayudarla: tras la valoración del perito de la compañía, Elma pudo recibir la contraprestación del seguro y reconstruir el muro. Estaba resuelto el problema que parecía insoluble.

No obstante, esperaba que también fuera atendida su primera petición, la de obtener los recursos necesarios para hacer las adecuadas instalaciones en su jardín y comprar algunos muebles. Para eso era indispensable despejar algunos obstáculos en el trámite de la pensión de su esposo. Elma ya sabía dónde encontrar la solución: «Como aún faltaba mucho de lo que queríamos, empecé a rezar con más fuerza a Dña. Lucilia, pidiéndole que mi marido consiguiera jubilarse.»

Una vez más, el auxilio no tardó en llegar: su esposo obtuvo la jubilación, lo que hizo posible comprar los muebles y hacer en el jardín todas las instalaciones deseadas. «Quedó muy bonito», dijo la feliz beneficiaria.

«Hoy sé que tengo en el Cielo una amiga llamada Dña. Lucilia»

Agradecida por los beneficios recibidos, Elma afirma: «Se lo debo todo a Dña. Lucilia. Durante la construcción del muro y las obras en el jardín, tuve problemas de albañiles, de materiales… Pero todas las veces que pedía su intercesión, de la nada aparecía el albañil; de la nada encontrábamos un lugar más barato para comprar el material. Conseguimos hacer un verdadero milagro en nuestra casa. Estamos muy contentos y tenemos la casa de nuestros sueños. Todo ha sido obra de Dña. Lucilia. Hoy sé que tengo en el Cielo una amiga llamada Dña. Lucilia».

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Desde entonces, Elma no cesó de pedir auxilio a su protectora, ni de propagar entre sus parientes y conocidos el valor de su hábil y maternal intercesión: «Tamaña es mi confianza en Dña. Lucilia que, al ver a mi hermano afligido, debido a un cáncer en el intestino que le causaba gran dolor y preocupación, le dije: “Pon la foto de Dña. Lucilia debajo de la almohada; ella te ayudará”.» Y al día siguiente un tranquilizador aliento le fue dado a su hermano: amaneció animado y decidido a luchar contra la terrible enfermedad.

Poco a poco, la confianza de Elma va beneficiando a otros miembros de su familia: «Mi hermana está con quimioterapia por un cáncer de mama y desde que lleva la foto de Dña. Lucilia ha disminuido su malestar; siempre está animada y con esperanza de curación.»

Elma concluye su testimonio con esta alentadora constatación: «Doña Lucilia es poderosa y realmente intercede por nosotros cuando le pedimos con fe. Es mi amiga que habita en el Cielo y me ayuda a todo momento.»

«Confiamos la resolución del problema exclusivamente a Dña. Lucilia»

Da. Maria Cecília - Foto: Reprodução

Da. Maria Cecília 

Admirada con la rapidez con la que su petición fue atendida, nos escribe María Cecilia Silva da Costa Custodio, de Cuiabá (Brasil), contándonos la gracia recibida por intercesión de Dña. Lucilia: «El 5 de abril de 2019 recibí la noticia de que una amiga, Elaine Bonfanti, estaba gravemente enferma, internada en la UTI, diagnosticada de un derrame pleural y sospecha de gripe porcina. Empezamos entonces las oraciones… El día 7, primer sábado de mes, confiamos la resolución de ese problema exclusivamente a Dña. Lucilia y le prometimos rezar un rosario en agradecimiento, tan pronto como mejorase.»

No tardó Dña. Lucilia en colocar su alentador chal sobre las plegarias de María Cecilia y obtener un brusco cambio en la situación de la enferma: «Al día siguiente, recibimos la noticia de que Elaine había mejorado súbitamente. El día 9 pudo ser trasladada a la habitación. El día 13 recibió el alta y se fue a su casa.»

Antes incluso de que se cumpliera una semana de su petición a Dña. Lucilia, ¡el problema se había resuelto!

Oraciones rápidamente atendidas

Al tener que realizarse una punción en el seno derecho, guiada por ultrasonido, María de la Soledad Braúna Gomes, de São Paulo, pidió la intercesión de Dña. Lucilia, a fin de obtener un buen resultado en ese examen.

Y cual no fue su sorpresa al tomar conocimiento de cómo sus oraciones habían sido rápidamente escuchadas: «Al iniciar el ultrasonido, la médica informó de que ya no sería necesaria la punción, pues la alteración descrita en el examen anterior ya no existía, tan sólo quedaban quistes simples.»

*     *     *

Junto al Sagrado Corazón de Jesús, Dña. Lucilia se dispone a pedir valentía, tranquilidad y esperanza para aquellos que la invocan, auxiliándolos en la resolución de todos los problemas. Así pues, ha hecho con que muchas almas crezcan en la confianza y en el amor a aquel que, más que ella, puede conceder valiosos e inagotables tesoros.

Extraído de la Revista Heraldos del Evangelio nº 220 noviembre 2021 pp. 38-40

Justicia y bondad

Muchas madres no saben castigar ni premiar a sus hijos en los momentos adecuados. Doña Lucilia fue un modelo en el sentido contrario. En todas las ocasiones de punir, ella punía de verdad; en todos los momentos de premiar, premiaba de verdad. Llevaba las cosas hasta los últimos pormenores. Nunca elogiaba a su hijo, pero siempre lo trataba con inmensa bondad.

Puede darse el caso – y desconfío que hoy sea mucho más frecuente que otrora –
de que una madre pierda la paciencia con el hijo sin ser justa, porque está nerviosa, irritada, los negocios
 no están bien, o simplemente porque ella no controla los nervios, se enoja fuera de hora, después agrada fuera de hora, etc. Ella no es justa en el momento en que pune ni en el momento en que premia.

Boletín con notas de aprovechamiento y comportamiento

cap13_007Doña Lucilia fue un modelo en el sentido contrario. En todas las ocasiones de punir, ella punía de verdad; en todos los momentos de premiar, premiaba de verdad. Ella llevaba las cosas hasta los últimos pormenores. Por ejemplo, ella prestaba mucha atención en las notas que yo sacaba en el colegio. En aquel tiempo el Colegio San Luis, de los padres jesuitas, era el mejor de San Pablo. Todos los meses le entregaban la libreta a cada alumno con las notas de aprovechamiento del estudio y de comportamiento en cada materia. Yo le mostraba la libreta a mi madre, ella la abría y a veces, para evitar que me olvidase, decía: “Mira, voy a ver antes la nota de comportamiento. Porque de la nota de comportamiento tú eres el responsable. Si fueres bueno en comportamiento, mereces un premio; si fueres malo, tienes la culpa, porque depende de ti.” Después ella agregaba, para estimularme: “La nota de aprovechamiento ya no es así, porque no sé si tuve un hijo burro o inteligente. Aún no está demostrado. Y si eres burro, no tienes la culpa. Ahí aparece la nota baja y me doy cuenta de que Plinio es burro. Pero no voy a castigar a un hijo porque es burro, pues no castigaría a un hijo porque es enfermo, por ejemplo. Simplemente constato: mi hijo es burro.”
Mi madre miraba la nota de comportamiento, y en general, siempre fue bien buena: nueve o diez. Ella toleraba nueve en una materia o dos, no más que eso. Porque sacar nueve en algunas materias, quería decir que estaba decayendo en comportamiento, por lo tanto en el carácter, y era necesario ver cuál era la razón de esa decadencia.

Los mejores alumnos eran premiados con medallas de oro o de plata

Colegio San Luis, de los PP. Jesuitas

Colegio San Luis, de los PP. Jesuitas

Al final del año, los padres distribuían un premio destinado a pocos alumnos. Entonces, para cada materia había una medalla de oro y otra de plata, correspondientes al primero y al segundo lugar en cada disciplina. Y una vez yo recibí cuatro medallas. Lo cual era reputado un bello total en el Colegio San Luis. Y ellos prendían las medallas en el pecho del alumno. Mi madre iba siempre a las fiestas de distribución de premios, a fin de prestigiarlas y para que yo comprendiese que, de hecho, era necesario estudiar duro. Pero ese año ella no fue. Cuando llegué a casa, mi madre estaba esperándome. Toqué el timbre, ella fue corriendo a la puerta, y viéndome con cuatro medallas me abrazó y besó mucho. Pero eran cuatro medallas de plata, no de oro; no sé si ella percibió eso. Yo no dije nada y vi que estaba muy contenta. Ella tampoco pudo ir a la fiesta al año siguiente, pues sufría mucho del hígado.
Cuando llegué a casa, toqué el timbre, ella enseguida atendió la puerta y preguntó:
– Entonces, filhão ( en portugués, aumentativo afectuoso de hijo), ¿cómo te fue?
Yo estaba con tres medallas. Ella miró y dijo:
– ¡¿Solo tres medallas?!
Mãezinha (en portugués, diminutivo afectuoso de mamá), una es de oro…
Entonces me abrazó y besó mucho.
Cuento eso, para que noten cómo ella veía hasta las cosas más pequeñas.

Doña Lucilia nunca elogiaba a su hijo

Doña Lucilia tuvo este cuidado hasta el fin de su vida: nunca me elogiaba en mi presencia. A veces, una que otra persona me hacía un elogio en mi presencia, pero ella fingía que no oía y continuaba conversando. Había una señora que frecuentaba nuestra casa y tenía un yerno que era colega mío, abogado como yo. Esa persona iba a nuestra residencia y contaba las proezas de su yerno, como abogado. Pero tomaba mucho tiempo narrando. A mi madre le agradaba esa persona, oía todo con mucha atención y quedaba admirativa. Nunca contaba nada de lo que yo había hecho. Y yo tampoco contaba.
Un día le pregunté:
– Mamá, Ud. ve que ella cuenta esas cosas para dar a entender que él es un abogado mucho más capaz que yo. ¿Por qué Ud. no dice algo sobre lo que yo hago?
Ella me dijo, con un tono de voz muy normal:
– Hijo mío, la pobre queda tan alegre, ¿por qué voy a quitarle la alegría?
Eso entraba, en alguna medida, en su actitud. Pero yo veía muy bien que no era solo por ese motivo. Mi madre tenía miedo de que yo, oyendo un elogio contado por ella, quedase vanidoso. Entonces, en ningún momento ella hacía algún elogio a mi respecto. Pero daba pruebas de confianza sin límites en mí, con respecto a todo. Si yo llegase con un papel en blanco y le pidiese firmar, ella firmaba y no preguntaba después qué era. Ese es el mejor de los elogios.
Cierta vez, un sujeto que era mal hijo me dijo:
– ¡Cómo Doña Lucilia confía en ti! Mis padres no confían tanto en mí.

Yo casi le digo: “¡Cada uno tiene lo que le es justo!” Era la justicia.

El niño Plinio se ve afectado por el crup

plinio_marineroAhora, veamos la bondad de mi madre. Yo tuve, cuando tenía unos diez años de edad, una enfermedad gravísima y contagiosísima, llamada angina diftérica, también denominada crup. No es paperas, que es una enfermedad común. Varios de los que están en este auditorio deben haber tenido paperas. Pero crup es una enfermedad infecciosa horrible y muchas veces mortal. Porque es una infección que da en la garganta, y la persona queda postrada con una fiebre elevadísima. Afecta sobre todo a niños, pero, a veces también a gente adulta, si no me engaño. La garganta se va hinchando, se cierra e impide la respiración; la persona muere por falta de aire.
Yo me acuerdo que me desperté una mañana con la voz embargada, y le dije al empleado: “¡Llame a Doña Lucilia!”
Ella llegó y yo le dije: 
– Mi bien, yo no me levanto ahora porque estoy muy enfermo.
– ¿Qué te pasa, hijo mío?
Le expliqué lo que sentía. Ella cogió una caja de juguetes – de los mejores, que más me interesaban –, la puso en la cama y dijo: “Ve jugando aquí, mientras consulto al médico.”
Me acuerdo muy bien que me senté a jugar, porque era un juguete que no daba para utilizar acostado. Sentí mi cuerpo debilitarse y me hundí en la cama de nuevo.
El médico que mi madre había consultado por teléfono indicó algunos remedios. Pero la enfermedad era contagiosísima. Ella podía perfectamente contratar a una enfermera para tratarme, porque era muy enferma del hígado y si le diese crup, se moría con toda seguridad. No quiso saber de ninguna enfermera, desde el comienzo hasta el fin. Había, sobre todo, un momento decisivo en el crup, especialmente contagioso, con respecto al cual el médico, homeópata, previno a mi madre. Yo tomaba el remedio periódicamente y mi fiebre iba subiendo. Ella llamaba por teléfono al médico – que era amigo de la familia y recibía las llamadas con mucho agrado – y él le decía: “No se asuste, la fiebre de Plinio va a subir aún más. Pero en cierto momento, si el remedio le hace bien, la membrana infectada que él tiene en la garganta será expelida. En el momento en que él lance esa membrana, tenga un paño cualquiera en el regazo y haga que la expela en ese paño. Y mande inmediatamente a una de las criadas a llevarlo al jardín, donde ya debe tener un hueco listo, y enterrarlo bien hondo, porque esa membrana es ultracontagiosa. Y si Ud. la pone en cualquier otro lugar de la casa, se le pega a alguien.”
Ella podía contratar a una enfermera, por lo menos para ese momento, pero no lo hizo.
Me acuerdo que estaba sentada junto a mí. En cierto momento, hice una señal de que iba a suceder algo. Pero yo estaba pensando, con mi mentalidad de niño, que me iba a morir. Mi madre me ayudó y expelí la tal membrana en la toalla colocada sobre su regazo. Ella inmediatamente la dobló, para evitar la expansión de los microbios. Después me agradó un poco, llamó a una empleada de la casa y le dijo: “Magdalena, coja esto con la punta de los dedos y entiérrelo en un hueco que fue hecho allá, en el fondo del quintal.”
Magdalena fue corriendo e hizo como Doña Lucilia le había mandado. Gracias a Dios, ni mi madre ni Magdalena se contagiaron. Unos días después, yo ya estaba restablecido.
Cuando expelí la membrana y mi madre vio que, por lo tanto, el peligro había pasado, ella llamó por teléfono al médico para contarle lo sucedido, diciendo:
– ¡Doctor Fulano!
Él respondió:
– No necesita contarme el resto. Su voz alegre ya me lo dice todo…

Deseo de tener siempre la presencia de su hijo

3p186Cuando mis padres estaban vivos, todos los días yo almorzaba con ellos y, terminado el almuerzo, salía corriendo para el trabajo. Ellos estaban tan habituados a eso, que ni siquiera prestaban atención si yo había salido o no, pues daban por cierto que, habiendo acabado de almorzar, ya estaba fuera de la casa. Pero un día, tal vez por haber olvidado algo en casa, volví y encontré esta escena: los dos en una sala de estar; mi padre sentado y mi madre, de pie, le decía:
– ¿De verdad crees que ese menú está bien? ¿A Plinio le gustará comer esos platos? ¿O será mejor hacer otra cosa? Mi padre, que estaba con sueño y con ganas de hacer la siesta, respondió:
– ¡Oh, señora! Haz con él lo que yo haría. Si yo tuviese que organizar un menú, diría: “Joven, para la cena hay esto. Si quieres, come; ¡si no quisieres, vete a comer afuera!”
Ahora bien, eso era justamente lo que mi madre no quería. Su deseo era que yo cenase con ella. Ella no dijo nada, pero noté que había quedado desconcertada porque quería una ayuda que él no le dio. De hecho, él no podía ayudar, pues esas son cosas que una dueña de casa piensa y un hombre no. Ella se quedó quietecita y después salió de la sala. Me retiré de tal forma que ellos no percibiesen que yo había presenciado la escena. Pero salí pensando: “¡Se ve muy bien que padre es padre, pero madre es madre!”
Por ese pequeño episodio, comprendemos la ventaja inapreciable de tener una Madre en el Cielo, como Nuestra Señora, que tiene para con los hijos aquellas accesibilidades, bondades, que las madres tienen. ¡Más aún siendo Ella, al mismo tiempo, Madre de Dios! Por esa causa, debemos rezar con confianza, porque Ella atiende siempre nuestros pedidos.

(Extraído de conferencia del 15/12/1991).