Reflexión, bondad, tristeza y resignación, con mucha fuerza

Doña Lucilia fue una típica señora del siglo XIX. En ella sobresalen profundidades de
alma que le dieron fuerza para ser fiel a los planes que la Providencia le quiso
trazar. Sin duda, ella lanzó un nuevo padrón humano permeado de bondad, tristeza,
resignación y fortaleza.

En la foto de mi madre en París se siente mucho la atracción que ella ejerce por medio de la bondad, y también una mirada muy meditativa y reflexiva. Por lo tanto, no es solamente bondad, sino también reflexión y meditación. Ese es otro aspecto que agrada mucho en ella: la seriedad muy profunda.

Fuerza para ser fiel a los planes que la Providencia le quiso trazar

cropped-capv090.jpgFue providencial que ella haya sido fotografiada con ese traje. No es de una señora en un día común, sino en un día de gala, por lo tanto, de fiesta y de una gran reunión social. Me gusta mucho, porque muestra que una señora con ese traje y esa postura, con esa categoría, puede perfectamente usar esos trajes y no necesita estar disociada de esa profundidad de espíritu y de esa meditación.
Un aspecto que resalta aún más su lado reflexivo y meditativo son las cejas gruesas, bastante oscuras y muy fuertes. Yo no sé por qué, pero el trazado de las cejas acentúa aún más ese lado de meditación y de profundidad. Otro detalle que se nota es una tristeza calmada, suave. Digámoslo así: bondad, tristeza, resignación y, junto con eso, mucha fuerza para ser fiel a los planes que la Providencia le quiso trazar. Si no fuese por esa fuerza, la resignación y la tristeza no valían de nada.
Es una típica señora del siglo XIX. Sin embargo, ella guardó todas esas profundidades de alma, no acompañó la moda en ese sentido. Las señoras de su época tenían que ser alegres, superficiales, estar constantemente conversando y riendo. A propósito, el modo de sostener el abanico en la mano derecha, en la cual ella está un poco apoyada, todo eso también es significativo, porque esos gestos indican mucho su profundidad de espíritu y su lado reflexivo, meditativo.
Esa foto fue sacada antes de la Primera Guerra Mundial. Acabada esta, las faldas subieron de una vez de los tobillos directamente a las rodillas. Por lo tanto, una revolución hecha muy rápidamente. Además, todas las señoras comenzaron a cortarse el cabello, y comenzó a existir la moda llamada
“à la garçonne”, (a la muchacho) con cabello corto para las mujeres. Ella no acompañaba nada de eso.

Misericordia hacia una enfermera

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Dr. August Karl Bier

Es una persona que sufrió mucho. Ella fue a Alemania a hacer una operación de la vesícula, quedó hospitalizada e hizo la cirugía. Cuando terminó la operación, permaneció en el hospital en un período post-operatorio y recibió la indicación médica de solo comer alimentos muy leves para que no le pasase nada a la herida de la operación, porque cualquier cosa podía romperla.
Al día siguiente, llegó la enfermera trayendo un plato de sesos con salsa blanca. Mi madre no podía comer sesos, pues le daban náuseas. Entonces, ella con toda bondad y suavidad le dijo a la enfermera:
– Señora, el médico me dijo que comiese algo muy suave, y no puedo comer esos sesos porque me hacen mal, me dan náuseas. Y eso me puede dar complicaciones después en el
lugar donde fui operada.
La enfermera, muy teutónicamente, respondió:
– No, el médico mandó. Por lo tanto, Ud. tiene que comer de cualquier modo.
– No, no voy a comer.
– Se los va a tener que comer, porque si no se los come, me va a traer complicaciones. No me cause dificultades, porque por cualquier pro
blema que yo tenga aquí, puedo perder el empleo.
– Pero, señora, si yo me como esos sesos y pasa alguna cosa, la culpa no es mía. Por lo tanto, sé que me van a dar náuseas y puedo tener cualquier problema. Si esas heridas se abren de nuevo, la culpa va a ser suya. Cuando el médico venga, voy a tener que decirle eso a él.
– No hay problema.
Entonces mi madre se resignó enteramente, comió sesos y pasó mal en la noche, tuvo náuseas y durmió muy mal.
Al día siguiente llegó el Dr. Bier. Mi madre me contaba que él entraba en el cuarto donde ella estaba acostada, más o menos como un general en su cuartel, con pasos firmes, acompañado de todo un equipo de auxiliares dotados de planillas para hacer las anotaciones necesarias, e inquiría:
– ¿Y esta paciente cómo está?
Una enfermera respondió:                                                                                                          – Parece que pasó mal, tuvo cólicos.
Dirigiéndose a mi madre, el médico preguntó:
– ¿Pero, por qué tuvo cólicos? Eso no debía haber sucedido.
La enfermera, que estaba atrás del médico, juntando las manos, le hizo un gesto a mi madre suplicando que no la denunciase.
Doña Lucilia, con toda calma, cambió de tema y, por bondad, por misericordia hacia aquella enfermera, no contó nada de lo que había sucedido el día anterior.
La enfermera le hizo señas agradeciendo el gesto de bondad que mi madre tuvo con ella en esa situación.
Realmente, como acto de virtud, de resignación y de bondad es difícil imaginar algo más extremo que eso, porque ella tenía todo el derecho de quejarse. Primero, por ser su vida que estaba en riesgo; después, porque ella fue quien pagó el tratamiento y mandó a hacer la operación. Así, estaba en su derecho de protestar y no comer esos sesos, así como de explicarle al médico la causa de esos cólicos. Además, siendo la segunda persona en el mundo que se sometía a esa cirugía, debería ser tratada con todo cuidado y delicadeza.

Doña Lucilia lanzó un nuevo padrón humano

plinio_pequeñoAún en esa ocasión, me acuerdo de un episodio anterior al ya narrado, que también muestra cómo era esa bondad en medio del dolor.
Nos embarcamos en un transatlántico, el
Duca d´Aosta, que era una embarcación de mucha clase en su línea hacia Suramérica, pero en su línea hacia Estados Unidos, por ejemplo, no era de primera clase, había navíos mucho más lujosos.
Ya durante la travesía del Atlántico rumbo a Europa, Doña Lucilia sufrió mucho por causa de la vesícula. Rosée y yo paseábamos y jugábamos en el navío, como es normal en los niños. Mi madre se quedaba reclinada en sus aposentos, gimiendo. Repetidas veces pasábamos por su cabina para hablar con ella. Mi madre nos atendía con toda bondad, paraba de gemir y hacía como si no estuviese sufriendo nada, preguntaba qué estábamos haciendo, si queríamos algo, etc. Cuando salíamos, ella volvía a gemir. Era, nuevamente, esa actitud de bondad y resignación.
Sin duda, ella lanzó un nuevo padrón humano en el cual estaba envuelto ese lado de bondad, de tristeza y resignación, con mucha fuerza.

(Extraído de conferencia del 20/4/1992). 

 

Un torrente de afecto como un caudal de luz

Doña Lucilia trataba a su hijo, desde su primera infancia, con mucho respeto, con una sonrisa bondadosa y un torrente de afecto. Por estar siempre vuelto hacia los aspectos más altos de las cosas, el niño Plinio era rechazado por sus compañeros y vivía aislado. Ese aislamiento profundo sólo encontraba alivio en su bondadosa madre. Doña Lucilia era su apoyo.

Si considero las gracias más antiguas que recuerdo haber recibido – entonces, un niñito de dos o tres años –, la primera impresión fue una profunda sensibilidad hacia mi madre. Una sensibilidad que se extendía desde la persona de ella hacia todo lo que fuera más o menos de la misma forma. Muy sensible, por ejemplo, a la compasión que sentía que ella tenía por mí, por el hecho de ser pequeñito, débil, muy enfermizo en mi primera infancia; después, a fuerza de tratamientos, eso cambió, gracias a Dios. Yo notaba su pena amorosa, llena de respeto, con una sonrisa bondadosa, afectuosa y una especie de torrente de afecto, que sentía casi físicamente como un caudal de una luz dulce, que entraba en mí y venía de ella.

Afecto, cortesía, respeto

Eso terminaba constituyendo una especie de regla de tres, por la cual yo me volvía muy sensible a toda especie de compasión hacia los que sufrían. Eso era un reflejo: lo que mamá sentía por mí yo lo tenía con el sufrimiento de los otros; me sensibilizaba profundamente, ponía atención, tenía mucha lástima. Esas disposiciones no eran de una compasión común. Yo tenía mucha facilidad de ver metafísicamente cómo era eso. Entonces, aplicaba a un caso concreto y de ahí pasaba a la metafísica, a la compasión, la misericordia en sí misma, vista en su aspecto más alto, y vibraba con esto profundamente.
De ahí también mucha afectividad. Yo era muy propenso a tratar a todos con afecto, cortesía, respeto, a pensar que me tratarían con esa mansedumbre también, y eso se configuraba para mí como un gozo plateado que constituía la luz de mi infancia.
También sentía una especie de caricia de las cosas bonitas, que fueran de belleza delicada, elevada, que atraían hacia un ambiente superior, hacia algo más elevado, no de un valor social, sino moral. Eso me atraía enormemente. Pero, asimismo, en los contornos de esto el valor social, en la medida en que percibía que el valor social superior exigía un cierto valor moral, sin el cual aquello era una frustración y una vergüenza. Entonces, un respeto por ese valor moral comprendido en esto.

Lo metafísico y el arquetipo de cada cosa

Se tiene una idea mejor de esto conociendo mi afinidad con Versalles. Cuando tenía casi cuatro años, me llevaron al Palacio de Versalles, donde hubo algunas escenas que ya he tenido oportunidad de relatar. Ese gesto de agarrarme al carruaje era porque todo eso representaba un valor moral relacionado con lo social. Recuerdo que en el exterior de la puerta del carruaje había una de esas escenas francesas tan apacibles; un paisajito, un pastor, una pastora, que a mi vista de niño se configuraba como la cosa más inocente posible, con aquellos colores, unas auroras, unos ríos muy delicados; la naturaleza toda muy delicada con personajes que, a su vez, tomaban actitudes muy corteses hacia los demás. Cubierta por un excelente barniz, aquella pintura tomaba un aspecto tal que mi alma se encantaba, por causa de una noción de delicadeza, que era el modo propio de mi alma. Yo pensaba: “¡Cuántas dulzuras hay en esto!” ¡Cómo está Jesucristo en todo esto!”
Así yo veía también en las cosas de la Iglesia, de la Religión, en la imagen del Corazón de Jesús de mi casa. Y creo que son fenómenos de mística ordinaria, mezclados con una ayuda de la gracia para ver el aspecto metafísico, en dosis que no sé bien cuáles son. Visto lo metafísico y
lo arquetípico, entraba una puntica de sobrenatural, de una consolación sensible asociada a todo esto.

Ver las cosas por los aspectos más elevados

Recuerdo, por ejemplo, que mamá, mi abuela, mi padre y otras personas de la familia fueron a una especie de réveillon en Paris, por el Año Nuevo. Y Doña Lucilia vino trayendo cotillons, objetos que distribuían para que las señoras los llevaran en la mano mientras bailaban. Ella no danzó, pero los trajo. Al llegar al hotel, amarró algunos cotillons al pie de mi cama. Al despertar de madrugada y percibir que algo estaba amarrado ahí, yo pensé: “¡Otra de mamá!” En este “otra de mamá” estaba la idea de una nueva expresión de su cariño. Me volví hacia el otro lado y me dormí. Cuando desperté por la mañana, vi los cotillons y concluí: “Ya veo. Aunque indispuesta, fue a hacerle compañía a mi papá, y volvió más indispuesta aún; y allá estaba pensando en mí, en medio de la fiesta, y cuando volvió tarde, cansada, estuvo de pie junto a mi cama amarrando esto y sonriéndome, a mí que dormía, recreándose con mi sorpresa a la hora de despertar.”
El cuarto de ella quedaba al lado del mío. Me levanté y fui directamente a sus habitaciones a jugar con ella, despertándola sin consciencia alguna de estarla incomodando. Había en todo eso algo a manera de un globo lleno de gas que tendía a subir, haciéndome ver las cosas por los aspectos más altos, continuamente y por cualquier motivo.

Discerniendo lo que se oponía a las cosas elevadas

En ese sentido, hay otra reminiscencia de mi infancia. Una escena muy confusa, más o menos así: El barco en el que viajábamos era italiano, Duca d’Aosta. Al verlo parado,  o sé dónde, tuve la impresión de que había alguna máquina funcionando para sacar de la embarcación cantidades de agua. Yo veía aquel chorro de agua y pensaba: “La vida es así: es un agua que está saliendo, saliendo, pero al final acaba… ¡Qué bonito es ese chorro!, pero ¡cómo es bueno que comience, dure y acabe!” Había algo arquetípico al respecto, que iba más allá de la idea de un niño de cuatro o cinco años. El tiempo libre que tenía, lo reservaba para reflexiones como esa. No hablé con nadie al respecto, porque me di cuenta de que sería mal visto. Luego vino la sensación de soledad frente a lo admirable, pero mal visto por todos lados, que, por lo tanto, debería florecer, secarse y marchitarse. Y así pasaron los veranos, los inviernos, los manantiales y los otoños, sucediéndose unos a otros y agregando soledades a soledades solo en presencia de Dios. Esta idea me venía mucho al espíritu. A lo que se añadía una noción confusa de que algo no me quería, y que se presentaba por formas de trato que me agredían.
Volviendo de Génova a Brasil, en cierto momento una persona de mi familia se me acercó con aires de burla. Pensé conmigo mismo: “Ya viene este hombre aquí… ¿Pero por qué está riendo? No hay nada de chistoso”. Se acercó con risas, y yo permanecí serio. Después, me agarró y me colocó encima de un barril que estaba en la cubierta y me dijo: “Toca el acordeón”. Comencé a tocar para evitar complicaciones, pero pensando: “¿De qué se está riendo? Eso no me produce ninguna gracia; ¿por qué está burlándose de mí? Yo estoy serio aquí ¿Por qué se está riendo?” Y después me levantaba y me bajaba. Yo sentía algo que más tarde llamaría espíritu revolucionario. Así, a un discernimiento de esas cosas elevadas se unía un discernimiento más fino, relacionado con lo que se oponía a esas cosas elevadas. Era ya un despuntar de la lucha entre la Revolución y la Contra-Revolución, que comenzaba en mi plena inocencia.

Transatlántico italiano Duca D’Aosta, con el cual regresó Doña Lucilia a Brasil

Transatlántico italiano Duca D’Aosta, con el cual regresó Doña Lucilia a Brasil

Niño que raciocinaba hasta el último punto

En todo esto había alguna cosa que era la inocencia del católico que no pecó, de la gracia bautismal, y además una continua acción de la gracia extendiendo los límites de esa inocencia, haciendo notar cosas que después irían en cadena hasta ver la Revolución y la Contra-Revolución. Más o menos todo me llevaba a eso.
También sentía un abismo que comenzaba a abrirse entre los de mi edad y yo. Porque,  pesar de ser algo sensible y no lógico, era siempre conforme a la lógica; yo raciocinaba hasta el último punto. Esas cosas que veía eran premisas evidentes de las cuales yo sacaba consecuencias. Pero percibía que mis compañeros de edad no querían saber de eso, ni siquiera querían mirar, y estaban en otra clave; por tanto, yo tendría que relacionarme con ellos desde la rodilla hacia abajo, para que pudiéramos convivir.
Tentación de orgullo, gracias a Nuestra Señora no tuve. Al contrario, me sentí hasta disminuido por ser diferente de los demás, quedando medio al margen, y haciendo, pues era necesario, un acto de humildad para ser fiel a todo eso. Sin embargo, a la vez iba sintiendo el aislamiento y la necesidad de tener una profunda vida interior, pues sabía que era muy buena, muy conforme a la Religión, muy lógica, pero que no era visible a nadie. Con todo, yo pensaba lo siguiente: “Quien rechaza esas cosas podría decirse mi amigo, pero yo no acepto esa amistad, ella no es válida porque yo soy así. Y si quieren de mí un tercero que no soy yo, el niño juicioso, recto, educado, agradable, pero sin nada de todo esto – es así que tengo que mostrarme para convivir con ellos –, entonces en realidad no gustan de mí, pues tengo que usar una máscara para vivir entre ellos.” No es la máscara de la hipocresía, sino de la diplomacia.

La ferme, un regalo muy bonito

En cierta ocasión, en Navidad, recibí de un tío un regalo muy bonito. Era una caja venida de Francia, intitulada “La ferme”. Al abrirla, uno se encontraba con la escena de una hacienda común. Después, levantando otra tapa, se veía junto a la hacienda una aldeíta encantadora, francesa, con todo cuanto hay en una especie de villa cercana a una hacienda: la iglesita, los campesinos, aquellos montes de heno tan característicos, el perrito, la campesina, un riachuelo pintado en el suelo con su puentecito, pequeñas enredaderas con fruticas rojas pintadas en las ventanas de las casas…
Hasta hoy, al narrar, siento aún la repercusión del encanto que me causaron esas cosas. En el medio, había un hombre muy derecho, elegante, con un abrigo negro muy bien cortado y un sombrero de copa gris – lo que era el auge de la elegancia –, con guantes en las manos, saludando a alguien; era un saludo perpetuo, invariable e inmóvil, pero con tanta distinción y afabilidad que yo quedaba encantado. Y pensaba cómo sería bueno conocer a ese hombre y saludarlo del mismo modo, y conversar con él. Intercambiaríamos ideas sobre asuntos muy agradables, muy elevados y dulces…
Pero si yo quisiera conversar sobre eso con mis compañeros, caerían en carcajadas. De ahí, un aislamiento profundo que sólo encontraba consuelo en mamá, con quien no
hablaba de esas cosas, pero yo sabía que ella las sentía. Así, Doña Lucilia era mi apoyo.

(Extraído de conferencia de 20/6/1987)

Nuevo hogar, nueva separación

cap12_010Una visita al apartamento de doña Lucilia Al amanecer encontraremos los rayos solares penetrando suavemente a través de las discretas penumbras del cuarto de doña Lucilia. Los dos oratorios —del Sagrado Corazón de Jesús y de la Inmaculada Concepción— que presiden el ambiente, son como los dos extremos de un arco iris imaginario que reluce sobre su cama. Desde allí, ora contemplaba ella los Sagrados Corazones de Jesús y María a través de las imágenes de su devoción, ora consideraba con elevación de alma los

cap12_015aspectos evocativos de algunos objetos: un pequeño reloj de alabastro, bronce y esmalte, regalo de don João Paulo; una elegante jarra y un juego de tocador de plata; o un gracioso bibelot de porcelana que representa un zorro, además de pequeños portarretratos de familia.

cap12_014Saliendo del cuarto de doña Lucilia, la primera puerta a la izquierda, en el pasillo, nos conduce a una sala de estar reservada por el Dr. Plinio para sus padres. En la misma, podrían rememorar juntos el pasado y considerar la esperanza de la eternidad. La siguiente puerta da acceso a la habitación del invencible batallador. Allí, delante de una pequeña imagen del Inmaculado Corazón de María, doña Lucilia rezaba durante el día, y más especialmente durante las largas ausencias del Dr. Plinio, implorando a María Santísima que le amparase.

cap12_017Atentos y encantados continuamos el recorrido y, en cierto momento, nos detenemos al oír las melódicas y suaves campanadas de un reloj, que simbolizan bien aquel apacible ambiente. Atraídos, entramos en un escritorio de atmósfera acogedora y bañado por una discreta luz. La digna y sobria mecedora nos hace recordar las innumerables horas en que doña Lucilia, haciendo crochet o dedicándose a sus oraciones, marcaba con su presencia ese lugar. A su lado solía trabajar, en un sofá de cuero rojo, su intrépido filhão, en armónico contraste con la dulzura luminosa de su madre.
En esta sala, doña Lucilia, sentada frente al escritorio de su hijo, hacía las cuentas de su administración doméstica, las pequeñas listas de las compras diarias, o anotaba las instrucciones y órdenes que daría a las empleadas. Cuando quería reservar algún dinero para una finalidad futura, apuntaba el destino en una pequeña hoja de papel y la enrollaba cuidadosamente, guardándola posteriormente en una gaveta, donde se iban juntando, en perfecto orden, los diferentes rollitos.

Recogimiento, distinción y armonía

cap12_024A la salida del escritorio podemos contemplar el sol que, al comienzo de la tarde, penetra caudaloso en la sala más noble de la casa. Allí, una bonita imagen del Sagrado Corazón de Jesús, en alabastro blanco, domina el distinguido ambiente. Del azul profundo del terciopelo del sofá y los sillones, así como de la variada gama de azules de una alfombra persa, obtuvo su nombre este solemne y acogedor lugar: Salón Azul.

cap12_023Elegante y simple, el escritorio de caoba que doña Lucilia había comprado en París nos trae a la memoria sus elocuentes cartas. Sobre ese mueble, dos exóticos negritos de porcelana, lindamente ataviados según el gusto veneciano del siglo XVIII, sostienen cada cual la pantalla de una lámpara, proporcionando una agradable y acogedora iluminación. Al otro lado del salón, debajo de un gran espejo, hay una consola dorada, cubierta por un mármol crema.. Sobre éste vemos un bonito jarrón rosado, con el que se encantaba el Dr. Plinio ya en su niñez.cap12_030
Otros objetos, como un grabado de la Duquesa de Nemours, madre del Conde d’Eu, o un gracioso bibelot de una niña china y una de las lámparas de bronce rescatadas por doña Lucilia después del regreso de Europa, hacen resaltar la distincióndel lugar.
Junto al Salón Azul, casi como prolongación de éste, pero formando otro ambiente, se encuentra la Salita Rosa. Los mismos rayos de luz que acentuaban la nobleza y seriedad del Salón Azul, parecen transformarse ahora en sonrisa e intimidad, cuando inciden sobre el rosado de la alfombra o el damasco del sofá. La nota ceremoniosa, nunca ajena a la familia, la da especialmente el cuadro de la gran matriarca, doña Gabriela, así como también el evocativo jarrón que había estado entre los muebles del Palacio Imperial.

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…la Salita Rosa

cap12_044Al atardecer, los últimos rayos de sol se posan sobre la platería del comedor, tras lo cual lentamente ceden lugar a las penumbras de la noche. Si algún invitado ilustre es esperado, la gala reluce en los cristales, platas y porcelanas. Después de atravesar el vestíbulo, transponemos la puerta de salida llevándonos el recuerdo de la tranquila, digna y distinguida atmósfera que dejamos, frontalmente opuesta a la agitación y vulgaridad de la calle…

En el ambiente ideal, el ama de casa perfecta

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Sobre ese mueble, dos exóticos negritos…

El gobierno del hogar quedaba a cargo de doña Lucilia, a quien el Dr. Plinio consideraba de hecho la señora de la casa. Muchas veces, conversando con ella, le decía afectuosamente que si no fuese por sus obligaciones sociales, ordenaría que se respondiese al teléfono diciendo: “Casa de doña Lucilia Corrêa de Oliveira”.
Doña Lucilia, a pesar de su avanzada edad, continuaba ejerciendo de modo eximio las funciones de ama de casa, dirigiendo directamente los trabajos cotidianos.
Mantenía el apartamento en un orden impecable —sin nada de rígido—, en el cual transparecían los hermosos reflejos de su alma.
Entre sus primeras preocupaciones figuraba siempre el menú del Dr. Plinio. Doña Lucilia tenía una manera peculiar, mejor diríamos sapiencial, de llevar a cabo los pequeños quehaceres domésticos. Hoy día es corriente encontrar personas que se dejan absorber intensamente por sus ocupaciones. Como no desean de ninguna manera ser interrumpidas, no raras veces reaccionan con acidez para alejar a quien las perturbe. Doña Lucilia era diferente. Por mucho que una tarea exigiese atención, nunca dejaba que ésta la absorbiese hasta el punto de perder el aliento y, sobre todo, la serenidad. Si alguien la interrumpía, no perdía la calma. Según el caso, se limitaba a decir: “Ahora no puedo parar, espere un poquito…”, como quien invita al interlocutor a quedarse allí unos instantes, a su lado. Era un modo especial de actuar, con una dulzura difícil de describir.

Una vez más a Europa

Poco tiempo después de la mudanza, mientras doña Lucilia aún dirigía los últimos retoques de la decoración del apartamento, fue sorprendida por un nuevo hiato en la convivencia con el Dr. Plinio. Como consuelo le quedaba el nuevo y acogedor hogar tan cariñosamente preparado por su hijo. Así, ya desde el comienzo aquellas benditas paredes serían marcadas por la resignación de doña Lucilia.
En la anterior estadía en Europa, el Dr. Plinio había logrado contactos prometedores de los cuales se podían esperar buenos frutos para la causa católica. Por eso juzgó necesario estrechar los lazos establecidos en 1950 y tratar de ampliarlos aún más. De igual forma que en el viaje anterior, al Dr. Plinio le pareció mejor no decirle nada a su madre. Don João Paulo, doña Rosée y sus parientes más próximos sólo le darían la noticia cuando, desde París, él así lo solicitase.
El “destino” del Dr. Plinio sería, en esta ocasión, São Lourenço, en Minas Gerais, donde pasaría una temporada de reposo. Hijo cariñoso, dejó listas cuatro afectuosas cartas que serían entregadas a su madre, como si hubiesen sido enviadas desde aquel lugar.

Cartas “desde São Lourenço”

cap12_002¿Habrá notado doña Lucilia que el Dr. Plinio había sido más efusivo en sus manifestaciones de amor filial al despedirse de ella en aquella fría mañana de junio? No lo sabemos. De cualquier manera, su maternal corazón le acompañó paso a paso con sus bendiciones, desde el momento en que, yendo con él hasta la salida del apartamento, le vio entrar en el ascensor. El ruido de la puerta que se cerraba marcaba una nueva separación. Con la mirada puesta en la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, ella se entregó con dedicación a las oraciones por el éxito del viaje, confiando al Divino Redentor sus temores, pues… una vez más su corazón le decía que tal vez el Dr. Plinio estuviese viajando mucho más lejos de lo que había dicho. Días más tarde, habiendo doña Rosée recibido un telegrama en el cual el Dr. Plinio le anunciaba que había llegado bien a París, a pesar de haber tenido un retraso en Dakar, quiso dar inmediatamente la buena nueva a su madre. Poco después, don João Paulo entregó a doña Lucilia las cartas que su hijo había dejado para ella. La lectura de las cartas del “filhão querido” le alivió un poco el pesar intenso de su corazón, pues le hacían recordar la felicidad que le invadía el alma durante las conversaciones con él:

Luzinha querida,
Me ha gustado mucho este lugar, en el cual trato de descansar lo más posible, y obtener el mayor provecho para mi salud. Estoy convencido de que São Lourenço tiene aguas excelentes para mí. Me entiendo muy bien con ellas.
Siento mucha falta, claro, de mi Lú querida, lamentando no haber podido traerla en el bolsillo… como la llevo en el corazón.
Dígame cómo están las cosas: o sea, si Lú ha tratado de acostarse temprano, dormir bastante, llevar una vida tranquila, e ir a algún cine. Cuénteme también cómo va nuestra deliciosa casa, y cómo van los que la visitan.
No necesito decirle que quiero, especialmente, noticias de Papá, Rosée, Maria Alice.
Con mil besos, le pide la bendición el hijo que la respeta y quiere tanto cuanto se puede querer a alguien.
Plinio

Las expresivas manifestaciones de afecto que el Dr. Plinio utilizaba en sus cartas reconfortaban, en gran medida, a doña Lucilia de la privación de su presencia y, si no podían “estar juntos y mirarse”, quedaba por escrito el “quererse bien”.

cropped-sdl-9.jpgManguinha de lo más profundo de mi corazón
¿Cómo sigue usted? Estoy con inmensas saudades de usted y con muchos deseos de regresar pronto junto a la “falda de la madre”.
¿Y cómo está Papá? ¿Qué me cuenta de Rosée, Maria Alice, Adolphinho, toda la familia? Y la vidita de Lú, ¿cómo va? ¿Es sensata? ¿con horarios? ¿Duerme mucho?
Por aquí, sigo aprovechando todas las ocasiones para recuperarme de los cansancios de São Paulo. El clima es óptimo, la alimentación también, en fin, está todo a mi gusto, o por lo menos estaría si Lú estuviese a mi lado.
Envíeme siempre noticias suyas. Quiero saber de todo, inclusive de los sueños, pesadillas, incidentes de la calle, etc. En fin, todo lo que se relaciona con mi marquesa me interesa.
Mil besos, amor mío. Rece por mí. Del hijo que le pide la bendición, y que seguramente la quiere MUCHO MÁS de lo que usted le quiere.
Plinio

¿Dos cartas no serían suficientes para agotar lo que el amor filial tendría para decir a una madre? Quizás, pero tratándose de doña Lucilia, su benevolencia inspiraba palabras siempre nuevas de cariño y retribución.

Mãezinha, mi amor,
Por aquí, todo sigue normalmente, como no podía dejar de ser.
Lo único que no está normal es que tengo unas enormes saudades de mi Lú, con ganas de mandar un paracaidista para raptarla y traerla para aquí. ¡Para algo, como usted ve, los métodos drásticos de los alemanes dan resultado! ¿Papá está bien? ¿Y nuestro “palacio”? ¿Todo está en orden? ¿El ascensor no se ha atascado? ¿Ha habido bastante agua caliente para los baños de la Marquesa? No estoy familiarizado con esta pobre máquina de escribir y, por eso, cometo toda clase de errores. Sin embargo, es una ayuda para mi pereza de escribir a mano.
Mil besos, querida mía. Juicio, juicio, mucha agua de Prata, dormir bien, distracciones, mucha oración: es mi programa para la querida Lú. No imagina cuántas saudades tengo de mi Manguinha.
Le envía un millón de besos y pide su bendición el hijo que la quiere y la respeta inmensísimamente.

Y, por fin, la última de las supuestas cartas enviadas desde São Lourenço venía a coronar con especial cariño las atenciones que el Dr. Plinio, como afectuosísimo hijo, había tenido antes de viajar:

Lú, flor de mi corazón,
Va pasando el tiempo y yo cada vez con más saudades de usted Por mi parte, sigo muy bien. ¿Y usted? ¿Qué me cuenta de Papá, Rosée, Maria Alice? ¿Sus hermanas la han visitado frecuentemente? ¿Adolphinho también? Tengo el plan de traerla aquí la próxima vez que venga.
Dígame detalladamente cómo se encuentra, qué ha hecho, pensado, sentido, soñado: quiero saberlo todo, punto por punto. Si hubiese tenido una pesadilla complicada, donde entre un folletín entero, cuéntemelo también.
Mil abrazos y besos. Pide su bendición el hijo que la quiere cada vez más y más
Plinio

¡Cómo me parece largo, largo, este mes de mayo!

Al volver de Alemania, de paso por París, el Dr. Plinio escribe unas rápidas líneas, el 11 de mayo, día de la Ascensión. Sin embargo, la carta sólo llega a São Paulo alrededor del día 24.
Al enterarse del paso de su hijo por Colonia, doña Lucilia debe haber recordado aquellos lejanos días en que con él, niño, había visitado la “capital católica” de Alemania:

Valle del Rin

Valle del Rin

París, Ascensión, 1950.
Luzinha querida de mi corazón.
Ahí va una inmensa cantidad de garabatos —la mayoría destinada ¡hélas! a [otra persona] — para que usted mate las saudades. Tuve necesidad de hacer una rápida inmersión en Alemania, de la cual he regresado archicansado. En el Rin y en Colonia me acordé mucho de que ya la visitamos juntos. ¿Por qué nadie de ahí —ni usted— me escribe? (…) Puede ir comprando el feijão bien negro, mi amor: dentro de dos días iremos a Lourdes, si Dios quiere, y, de allí, a Roma. En fin, se aproxima el día en que estaré en los brazos de Lú! París es algo indecible. No puedo decirle cuánto me gusta.
Gracias a Dios, mis asuntos van bien. Mande esta carta a Rosée, a quien le escribí hace días. Desde Roma le escribiré. Muchos recuerdos a las tías, a Tío Néstor, a toda la familia (…); y a mi pueblo del 6º piso. Para usted, mi bien, millones de besos saudosísimos, todo el cariño y todo el respeto de su Pimbinchen… de 41 años!

Como los granos de un reloj de arena, cada día del mes de mayo va pasando lentamente en el calendario materno. Junio, con la perspectiva del regreso del Dr. Plinio, tal vez pase más de prisa. Por el momento se suceden las cartas portadoras de algo de su presencia, aliviando un poco al menos la pena de la separación. La del 24 de mayo, la responde al día siguiente, enviándole muchas y variadas noticias, a las cuales se mezclan las aprensiones del momento. En aquellos días, la llamada “guerra fría” llenaba con sus fragores las páginas de los diarios. Se hablaba frecuentemente de una posible invasión de Europa Occidental por las tropas rusas y la consecuente implantación del comunismo en los territorios ocupados, así como había ocurrido en los desgraciados países de la parte oriental del Viejo Continente. Teniendo en mente esa posibilidad, dice doña Lucilia en su carta que la Europa “que venga después del Año Santo no será para desear ser vista”, a menos que “nuestra religión católica” sea victoriosa en la lucha contra los rusos invasores. Se nota, por sus palabras, cómo para ella el asunto comunismo-anticomunismo era una guerra religiosa, en la que estaban en juego los más altos intereses de la Santa Iglesia.

Notre Dame de Paris

                                                              Notre Dame de Paris

S. Paulo 25-V-50
¡Hijo querido de mi corazón!
¡Me has dado a entender que has recibido pocas cartas mías! (…) Debes tener cartas mías en Madrid, algunas en el consulado de Lisboa y otras (…) en el Colegio Pío Latino. ¡Pensar que yo haya podido escribirte poco! ¡Mandé también dos al hotel Regina!

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¿Adolphinho ha recibido mi carta? ¿Será posible que hayáis ido a Baviera sin ir a Munich? “München wie schon!” (¡Qué bonita es Munich!), decían los alemanes otrora y ¿cómo estará hoy? ¿Habéis visto a Teresa Neumann? (Mística alemana, entonces de gran renombre). Escribidme en seguida desde Roma, ¡sobre todo después de que hayas visto al Papa! Es muy natural que en Italia ya te sientas (con pesar) cercano del regreso, pero, hijo mío, no te entristezcas, no… Acuérdate, y demos gracias a Dios, de que este poco tiempo, para mi tan largo, ha sido suficiente para darte “un aperçu” (Una visión de conjunto) de lo que fue la Europa antigua, de la [ Edad] Media. Y, la que venga después del Año Santo,… no será para desear ser vista, y podrás, entonces, de un modo u otro, verla más tranquilamente y a gusto, principalmente, si por la misericordia de Dios y la intercesión de la Santísima Virgen, fuesen disipados los malos presagios, y nuestra religión católica, saliese victoriosa.
Me ha gustado mucho la postal con la imagen de Ntra. Sra. de Fátima. ¿Cuándo recibiré una de Lourdes? Este es el mes de María y estoy con la imagen adornada de flores y una vela que, como bien sabes, arreglo en mi cuarto. Y más que nunca, persevero en las letanías y en mi “rosario de coquito” (
Coquito: En Brasil se llama coquinho (se pronuncia coquiño) a un pequeño fruto redondo que dan algunas palmeras, con cuya semilla es frecuente hacer rosarios ),con el que rezo siempre por mi hijo tan querido, hoy tan distante. ¡Cómo me parece largo, largo, este mes de mayo!… en el de junio,si Dios quiere, ya comienzo a esperarte. Quince de junio, me has dicho; ¿no es verdad? Rosée me ha escrito constantemente y pretende llegar el día 29 ó 30. Estoy ansiosa de que lleguen. Tus tías aún no han recibido cartas tuyas. Bien, querido mío, la charla es agradable pero me siento muy cansada, por eso termino. Y para ti, filhão, sólo el corazón lleno de saudades de tu madre extremosa y sus bendiciones,
Lucilia

Los días seguían transcurriendo con lentitud, ora mayor ora menor. Ya próximo el fin de mayo, una auspiciosa postal enviada desde la Ciudad Eterna, que desgraciadamente se había extraviado, interrumpe el silencio epistolar de dos semanas y anuncia que el viaje se acerca a su término.