Un torrente de afecto como un caudal de luz

Doña Lucilia trataba a su hijo, desde su primera infancia, con mucho respeto, con una sonrisa bondadosa y un torrente de afecto. Por estar siempre vuelto hacia los aspectos más altos de las cosas, el niño Plinio era rechazado por sus compañeros y vivía aislado. Ese aislamiento profundo sólo encontraba alivio en su bondadosa madre. Doña Lucilia era su apoyo.

Si considero las gracias más antiguas que recuerdo haber recibido – entonces, un niñito de dos o tres años –, la primera impresión fue una profunda sensibilidad hacia mi madre. Una sensibilidad que se extendía desde la persona de ella hacia todo lo que fuera más o menos de la misma forma. Muy sensible, por ejemplo, a la compasión que sentía que ella tenía por mí, por el hecho de ser pequeñito, débil, muy enfermizo en mi primera infancia; después, a fuerza de tratamientos, eso cambió, gracias a Dios. Yo notaba su pena amorosa, llena de respeto, con una sonrisa bondadosa, afectuosa y una especie de torrente de afecto, que sentía casi físicamente como un caudal de una luz dulce, que entraba en mí y venía de ella.

Afecto, cortesía, respeto

Eso terminaba constituyendo una especie de regla de tres, por la cual yo me volvía muy sensible a toda especie de compasión hacia los que sufrían. Eso era un reflejo: lo que mamá sentía por mí yo lo tenía con el sufrimiento de los otros; me sensibilizaba profundamente, ponía atención, tenía mucha lástima. Esas disposiciones no eran de una compasión común. Yo tenía mucha facilidad de ver metafísicamente cómo era eso. Entonces, aplicaba a un caso concreto y de ahí pasaba a la metafísica, a la compasión, la misericordia en sí misma, vista en su aspecto más alto, y vibraba con esto profundamente.
De ahí también mucha afectividad. Yo era muy propenso a tratar a todos con afecto, cortesía, respeto, a pensar que me tratarían con esa mansedumbre también, y eso se configuraba para mí como un gozo plateado que constituía la luz de mi infancia.
También sentía una especie de caricia de las cosas bonitas, que fueran de belleza delicada, elevada, que atraían hacia un ambiente superior, hacia algo más elevado, no de un valor social, sino moral. Eso me atraía enormemente. Pero, asimismo, en los contornos de esto el valor social, en la medida en que percibía que el valor social superior exigía un cierto valor moral, sin el cual aquello era una frustración y una vergüenza. Entonces, un respeto por ese valor moral comprendido en esto.

Lo metafísico y el arquetipo de cada cosa

Se tiene una idea mejor de esto conociendo mi afinidad con Versalles. Cuando tenía casi cuatro años, me llevaron al Palacio de Versalles, donde hubo algunas escenas que ya he tenido oportunidad de relatar. Ese gesto de agarrarme al carruaje era porque todo eso representaba un valor moral relacionado con lo social. Recuerdo que en el exterior de la puerta del carruaje había una de esas escenas francesas tan apacibles; un paisajito, un pastor, una pastora, que a mi vista de niño se configuraba como la cosa más inocente posible, con aquellos colores, unas auroras, unos ríos muy delicados; la naturaleza toda muy delicada con personajes que, a su vez, tomaban actitudes muy corteses hacia los demás. Cubierta por un excelente barniz, aquella pintura tomaba un aspecto tal que mi alma se encantaba, por causa de una noción de delicadeza, que era el modo propio de mi alma. Yo pensaba: “¡Cuántas dulzuras hay en esto!” ¡Cómo está Jesucristo en todo esto!”
Así yo veía también en las cosas de la Iglesia, de la Religión, en la imagen del Corazón de Jesús de mi casa. Y creo que son fenómenos de mística ordinaria, mezclados con una ayuda de la gracia para ver el aspecto metafísico, en dosis que no sé bien cuáles son. Visto lo metafísico y
lo arquetípico, entraba una puntica de sobrenatural, de una consolación sensible asociada a todo esto.

Ver las cosas por los aspectos más elevados

Recuerdo, por ejemplo, que mamá, mi abuela, mi padre y otras personas de la familia fueron a una especie de réveillon en Paris, por el Año Nuevo. Y Doña Lucilia vino trayendo cotillons, objetos que distribuían para que las señoras los llevaran en la mano mientras bailaban. Ella no danzó, pero los trajo. Al llegar al hotel, amarró algunos cotillons al pie de mi cama. Al despertar de madrugada y percibir que algo estaba amarrado ahí, yo pensé: “¡Otra de mamá!” En este “otra de mamá” estaba la idea de una nueva expresión de su cariño. Me volví hacia el otro lado y me dormí. Cuando desperté por la mañana, vi los cotillons y concluí: “Ya veo. Aunque indispuesta, fue a hacerle compañía a mi papá, y volvió más indispuesta aún; y allá estaba pensando en mí, en medio de la fiesta, y cuando volvió tarde, cansada, estuvo de pie junto a mi cama amarrando esto y sonriéndome, a mí que dormía, recreándose con mi sorpresa a la hora de despertar.”
El cuarto de ella quedaba al lado del mío. Me levanté y fui directamente a sus habitaciones a jugar con ella, despertándola sin consciencia alguna de estarla incomodando. Había en todo eso algo a manera de un globo lleno de gas que tendía a subir, haciéndome ver las cosas por los aspectos más altos, continuamente y por cualquier motivo.

Discerniendo lo que se oponía a las cosas elevadas

En ese sentido, hay otra reminiscencia de mi infancia. Una escena muy confusa, más o menos así: El barco en el que viajábamos era italiano, Duca d’Aosta. Al verlo parado,  o sé dónde, tuve la impresión de que había alguna máquina funcionando para sacar de la embarcación cantidades de agua. Yo veía aquel chorro de agua y pensaba: “La vida es así: es un agua que está saliendo, saliendo, pero al final acaba… ¡Qué bonito es ese chorro!, pero ¡cómo es bueno que comience, dure y acabe!” Había algo arquetípico al respecto, que iba más allá de la idea de un niño de cuatro o cinco años. El tiempo libre que tenía, lo reservaba para reflexiones como esa. No hablé con nadie al respecto, porque me di cuenta de que sería mal visto. Luego vino la sensación de soledad frente a lo admirable, pero mal visto por todos lados, que, por lo tanto, debería florecer, secarse y marchitarse. Y así pasaron los veranos, los inviernos, los manantiales y los otoños, sucediéndose unos a otros y agregando soledades a soledades solo en presencia de Dios. Esta idea me venía mucho al espíritu. A lo que se añadía una noción confusa de que algo no me quería, y que se presentaba por formas de trato que me agredían.
Volviendo de Génova a Brasil, en cierto momento una persona de mi familia se me acercó con aires de burla. Pensé conmigo mismo: “Ya viene este hombre aquí… ¿Pero por qué está riendo? No hay nada de chistoso”. Se acercó con risas, y yo permanecí serio. Después, me agarró y me colocó encima de un barril que estaba en la cubierta y me dijo: “Toca el acordeón”. Comencé a tocar para evitar complicaciones, pero pensando: “¿De qué se está riendo? Eso no me produce ninguna gracia; ¿por qué está burlándose de mí? Yo estoy serio aquí ¿Por qué se está riendo?” Y después me levantaba y me bajaba. Yo sentía algo que más tarde llamaría espíritu revolucionario. Así, a un discernimiento de esas cosas elevadas se unía un discernimiento más fino, relacionado con lo que se oponía a esas cosas elevadas. Era ya un despuntar de la lucha entre la Revolución y la Contra-Revolución, que comenzaba en mi plena inocencia.

Transatlántico italiano Duca D’Aosta, con el cual regresó Doña Lucilia a Brasil

Transatlántico italiano Duca D’Aosta, con el cual regresó Doña Lucilia a Brasil

Niño que raciocinaba hasta el último punto

En todo esto había alguna cosa que era la inocencia del católico que no pecó, de la gracia bautismal, y además una continua acción de la gracia extendiendo los límites de esa inocencia, haciendo notar cosas que después irían en cadena hasta ver la Revolución y la Contra-Revolución. Más o menos todo me llevaba a eso.
También sentía un abismo que comenzaba a abrirse entre los de mi edad y yo. Porque,  pesar de ser algo sensible y no lógico, era siempre conforme a la lógica; yo raciocinaba hasta el último punto. Esas cosas que veía eran premisas evidentes de las cuales yo sacaba consecuencias. Pero percibía que mis compañeros de edad no querían saber de eso, ni siquiera querían mirar, y estaban en otra clave; por tanto, yo tendría que relacionarme con ellos desde la rodilla hacia abajo, para que pudiéramos convivir.
Tentación de orgullo, gracias a Nuestra Señora no tuve. Al contrario, me sentí hasta disminuido por ser diferente de los demás, quedando medio al margen, y haciendo, pues era necesario, un acto de humildad para ser fiel a todo eso. Sin embargo, a la vez iba sintiendo el aislamiento y la necesidad de tener una profunda vida interior, pues sabía que era muy buena, muy conforme a la Religión, muy lógica, pero que no era visible a nadie. Con todo, yo pensaba lo siguiente: “Quien rechaza esas cosas podría decirse mi amigo, pero yo no acepto esa amistad, ella no es válida porque yo soy así. Y si quieren de mí un tercero que no soy yo, el niño juicioso, recto, educado, agradable, pero sin nada de todo esto – es así que tengo que mostrarme para convivir con ellos –, entonces en realidad no gustan de mí, pues tengo que usar una máscara para vivir entre ellos.” No es la máscara de la hipocresía, sino de la diplomacia.

La ferme, un regalo muy bonito

En cierta ocasión, en Navidad, recibí de un tío un regalo muy bonito. Era una caja venida de Francia, intitulada “La ferme”. Al abrirla, uno se encontraba con la escena de una hacienda común. Después, levantando otra tapa, se veía junto a la hacienda una aldeíta encantadora, francesa, con todo cuanto hay en una especie de villa cercana a una hacienda: la iglesita, los campesinos, aquellos montes de heno tan característicos, el perrito, la campesina, un riachuelo pintado en el suelo con su puentecito, pequeñas enredaderas con fruticas rojas pintadas en las ventanas de las casas…
Hasta hoy, al narrar, siento aún la repercusión del encanto que me causaron esas cosas. En el medio, había un hombre muy derecho, elegante, con un abrigo negro muy bien cortado y un sombrero de copa gris – lo que era el auge de la elegancia –, con guantes en las manos, saludando a alguien; era un saludo perpetuo, invariable e inmóvil, pero con tanta distinción y afabilidad que yo quedaba encantado. Y pensaba cómo sería bueno conocer a ese hombre y saludarlo del mismo modo, y conversar con él. Intercambiaríamos ideas sobre asuntos muy agradables, muy elevados y dulces…
Pero si yo quisiera conversar sobre eso con mis compañeros, caerían en carcajadas. De ahí, un aislamiento profundo que sólo encontraba consuelo en mamá, con quien no
hablaba de esas cosas, pero yo sabía que ella las sentía. Así, Doña Lucilia era mi apoyo.

(Extraído de conferencia de 20/6/1987)

La bondad de Doña Lucilia

En Doña Lucilia había una apetencia de espíritu de lo sobrenatural, porque ella quería tener su principal relación con Dios, y todos los otros afectos de ella provenían de este primer afecto. En el fondo, a quien ella más amaba era a Nuestro Señor Jesucristo. Su bondad la llevaba a considerar a las personas con mucha elevación, rodeándolas de dulzura y afecto.

Doña Lucilia fue la última simiente del árbol de la Edad Media que, al caer al suelo, hizo germinar el futuro. Ella es un alma profundamente medieval, pero no en cuanto a una síntesis del pasado. Era llamada a ser, sobre todo, un comienzo del futuro.

Una bondad que ultrapasa la medieval

Por ejemplo, en lo tocante a la bondad. No se puede decir que su bondad fuese estrictamente medieval. La Edad Media está allí adentro, pero es una bondad que ultrapasa la medieval, es un desarrollo de la que existía en aquel período histórico. La bondad de Doña Lucilia es hecha de una elevación de espíritu que multiplica la bondad por la bondad. Me cuesta concebir cómo es que existía en la Edad Media la bondad desde este punto de vista. En mamá había una tendencia, una apetencia del espíritu para un contacto con Dios, porque ella quería tener su principal relación con un Ser tan elevado, noble y sublime, y todos sus otros afectos eran provenientes de ese primer afecto. En el fondo, lo que ella amaba era a Nuestro Señor Jesucristo.
Esto conducía a que toda la bondad que ella tenía fuese constituida de un modo de considerar a los otros con una elevación muy alta, rodeando de dulzura y afecto la persona a quien ella consideraba. Este afecto descendía de esa eminencia, por así decir, casi raptando a la persona hacia una esfera sobrenatural muy elevada también.
Tomemos, por ejemplo, el cántico Anima Christi. Existe casi una diferencia entre las palabras y el tono de voz con aquello que debe ser cantado, por un lado, y la música, por el otro. Porque hay algo de arrebatado en el estilo ignaciano de este cántico. ¡Pero existe al mismo tiempo una ternura llevada a una elevación, a una cosa que es el extremo en su género! De la elevación de quien considera la sublimidad de Nuestro Señor Jesucristo y casi la debilidad de Él.

En el Anima Christi existe una especie de compasión con que es tratado Nuestro Señor, pero, de otro lado, un arrebatamiento. Hay en eso una mezcla de veneración muy profunda y respetuosa, y de ternura que, tomando en consideración la grandeza del Redentor, pero también como llagado, tiene casi recelo de expresarse, por miedo de tocarlo de un modo insuficientemente delicado. Pero en el fondo y en el centro está la evocación de la Persona de Él y de los sentimientos que esa Persona despierta. Así, ese cántico de algún modo lo describe.

El Sagrado Corazón de Jesús era la cima de su amor

Había todo eso en el modo de ser de mamá, por donde el Sagrado Corazón de Jesús era el ápice, la cima de su amor. Eso daba la marca medieval de ella. Porque, aunque la devoción al Sagrado Corazón de Jesús no hubiese nacido en la Edad Media, ella llevaba la ternura del medieval hacia Él hasta el último punto. Es bonito que Nuestro Señor haya aparecido en Paray-le-Monial, cuyos orígenes se remontan a la Orden de Cluny. La consideración de todo esto me llevaba a respetarla profundamente y, al mismo tiempo, a tener hacia ella una ternura la más delicada posible. Pero con la sensación de que todo cuanto yo hiciese no bastaba, pues ella estaba arriba de eso.
Cuando Doña Lucilia murió, sentí un doble lanzazo: de un lado, la noción de que una persona así acababa de ser, inexorablemente, “deshecha” por la justicia divina… Porque la muerte es eso. Los dos elementos constitutivos del ser humano, el alma y el cuerpo, son separados. Por tanto, en ese sentido deshecha. Por lo demás, si no fuese la resurrección, sería un absurdo. Me acordaba de una cancioncilla que se entonaba cuando las Hijas de María hacían procesión en la iglesia de Santa Cecilia: “Misteriosa justicia nos prende, sólo por hijos de la culpa de Adán; mas la ley quebrantada la anuló tu santa y feliz Concepción.” Es decir, realmente es una misteriosa justicia.
De otro lado, su irreparable ausencia. Porque encontrar otra persona así… Puede tener la linterna de Diógenes que no descubre nada…

Reveses y pruebas

Poco antes de ser acometido de diabetes (En diciembre de 1967, como consecuencia de una grave crisis de diabetes, el Dr. Plinio tuvo una gangrena en su pie derecho, siendo sometido a una cirugía en el Hospital Sirio Libanés en San Pablo, para descubrir la infección), estábamos cenando, solos ella y yo en casa. Hablábamos, pero lo mejor de la conversación era su presencia. Por tanto, yo estaba manteniendo la prosa casi por educación, pero de hecho embelesado fantásticamente con ella. Me acuerdo de haber pensado en esto: cómo sería difícil una madre y un hijo quererse tan bien en el mundo de hoy. Y me venía al espíritu la idea: “Esta salita de cenar es en el fondo, una especie de torreoncito donde Nuestra Señora aún conserva un pequeño resto, pero en mamá ¡un resto solar! ¿Será que está en los designios de la Providencia permitir que todo esto se disuelva con una anticipación relativamente grande de los acontecimientos previstos en Fátima?

Mamá fallece; de repente yo muero también, todo esto aquí es vendido, se dispersa, y es otra buena cosa más que desaparece en el mundo…”
Cuando me apareció la infección en el pie me acordé inmediatamente de lo que había pensado. Pasé los días en casa haciendo todo lo posible para que ella no percibiese la
gravedad de mi estado de salud. En cierta ocasión mamá estaba sentada junto a la mesa del comedor, yo pasé por el hall y tuve una caída sin que ella lo viese. La empleada me dijo en un tono medio atrevido y sublevado:
– Pero ¿qué es lo que tiene? ¡Cuéntele de una vez sobre el estado en que se encuentra! Yo manifesté mi disgusto y afirmé:
– ¿No está viendo que no quiero disgustarla?
– Pero así, ¿hasta ese punto?
– Hasta ese punto. Quien gradúa eso soy yo.
Entré en la sala pensando: “Lo que había previsto se está realizando. Esto que tengo aquí es una gangrena.” Mandé llamar a los médicos y entré en un túnel. Pensé: “Un vendaval me va a tomar y ella morirá por estos días…”
Quedaba transido de pena al pensar lo que podría suceder si yo muriese antes que ella. Y me ponía el siguiente problema: ¿Recomiendo que no le digan que fallecí? Porque el problema se establecía. Es decir, para que no le comunicaran que yo había muerto tenía que entrar por el camino de las mentiras. Mas ella, en el estado en que se encontraba, ¿tenía derecho a la verdad?
Pero, de otro lado, si Dios la quería probar, ¿tenía yo el derecho de ahorrarle esa prueba? Es decir… ¡una cosa tremenda!

La silla de ruedas de Doña Lucilia

Cuando me avisaron que ella estaba muriendo, yo acababa de desayunar y de leer el periódico. Me dirigí al cuarto de ella tan rápido cuanto mis condiciones físicas lo permitían y, al llegar, ella ya estaba muerta. Lloré mucho y, al fin de cuentas, fui a mi cuarto. Inexplicablemente, – creo que fue una gracia obtenida por ella – me invadió una paz, una tranquilidad que era casi una alegría.
Fui al cementerio para el entierro, pero no me atreví a ir hasta la sepultura. Al día siguiente partí a nuestra Sede, en Amparo, volviendo de allá para la Misa del séptimo día durante la cual se dio el fenómeno de un rayo de sol sobre unas orquídeas, que
tomé como siendo la señal pedida por mí a Nuestra Señora de que mamá no estaba más en el Purgatorio.

Me acuerdo, por ejemplo, de una bagatela. A mí me desagradaba mucho la silla de ruedas de ella. A mí me hubiera gustado que mamá caminase. El pasito de ella era una de las muchas cosas que me encantaban. ¡Cómo ella conseguía caminar con gravedad y con un pasito rápido! Doña Lucilia era muy grave en lo que ella hacía, pero rápida en el andar. No sé cómo ella conciliaba eso. A pesar de lo antigua y de ya no usarse más sillas de ruedas de aquel tipo, por ser más altas tenían más dignidad que las de los modelos recientes. Y yo no quería verla metida en esas sillas mucho mejores, pero menos dignas. Entonces conseguí esa misma, en la que mamá, quedaba más alta.
Cuando ella murió, mandé devolver la silla de ruedas a la Santa Casa y pagar el  alquiler. Unos cinco días después, comencé a sentir “saudades” de la silla de ruedas y ordené preguntar a la Santa Casa si podían vendérmela.
Son recuerdos que me dicen mucho. Aunque el retroceso del tiempo, en este caso, no mejore la perspectiva, ni me lleve a quererla mejor por causa de eso, por algunos lados invita a una actitud más admirativa con relación a mamá.

(Extraída de conferencia de 20/4/1991)

 

La victoria es de los que sufren bien

A pesar de todos los sufrimientos, Doña Lucilia, la madre del Dr. Plinio, era
suave, tranquila, sin la menor señal de desesperación. Comprendía en toda su
extensión cuáles eran los dolores de la vida, segura de que en el fondo la victoria es de los que sufren, y tenía siempre sus ojos vueltos hacia el Sagrado Corazón de Jesús.

Doña Lucilia nació en un período muy diferente al nuestro, que en Europa tal vez ya había comenzado a declinar un poco, pero en Brasil todavía vivíamos plenamente el régimen del romanticismo.

Romanticismo y hollywoodismo

El romanticismo era una escuela de pensamiento mediocre, aunque tomó cuenta del mundo, y que erigía como principio que el sentido verdadero de la vida del hombre estaba en el dolor; si el hombre sufriese mucho realizaba su existencia. Exactamente lo contrario de un principio peor aún, que era “hollywoodiano”, según el cual la vida del hombre está en el placer: si gozase intensamente la vida, habría realizado su finalidad.
Ella nació en el último período del romanticismo y asistió a la salida del sol espurio del “hollywoodismo”.

Según la escuela del romanticismo, la persona debía examinar su propia vida y buscar en ella lo que era o podía ser una causa de sufrimiento. Los partidarios de esa escuela decían – y en eso tenían razón, pues el mal absoluto no existe – que todo hombre que examine bien sus condiciones de vida encuentra razones de sufrimiento, y debe estar atento a esas razones, comprendiendo que muchas veces no son removibles. Entonces, es necesario aceptar ese dolor reconociendo – otra cosa verdadera – que es un factor de valorización del alma.
En efecto, en lenguaje católico, el dolor es un factor de santificación y es necesario aceptarlo, aunque, siendo posible, podamos y hasta debamos procurar remover los padecimientos que vengan a nuestro encuentro, por permiso de la Providencia.
Por ejemplo, una enfermedad. La persona está enferma, pero tratándose bien puede curarse. El verdadero sentido común no es decir: “¡Dios mío, Vos me mandasteis una enfermedad; yo
abro mis brazos y me entrego!” ¡Bueno, tome un remedio! O una actitud todavía más dura: haga un régimen, pero no lloriquee por lo que usted puede remediar. Dios le envió la enfermedad, pero también el remedio y el dinero para comprarlo. Entonces compre el remedio, tómeselo y acabe con esa enfermedad y también con ese lloriqueo.
No obstante, hay enfermedades y sufrimientos que no se pueden remover. La persona debe aceptarlos: “La Providencia quiso que toda mi vida yo sufriese eso, voy a aceptar de frente, y no procurar cerrar los ojos al significado de mi dolor; por el contrario, voy a verlo por entero: todo lo que pierdo, todo cuanto sufro y aún sufriré por esa causa, y a preparar mi alma como un guerrero se prepara para la guerra.”
Y el enfrentar consiste muchas veces en trabar una lucha más dura que la propia enfermedad o la propia prueba. Por ejemplo, la persona tiene una enfermedad y padece por esa razón. La reacción podría ser: “¡Ay, ay, ay…! ¡Cómo estoy sufriendo!” La verdad no es esa: “¿Usted está sufriendo? Está bien, pero su vida no está hecha solo de sufrimiento, hay otras cosas buenas: pan con mantequilla, por ejemplo. ¡Coma pan y mantequilla, trabaje, luche, ponga su ideal donde debe estar, es decir, al servicio de la Santa Iglesia, para la derrota de satanás, y ponga el pecho!”

Dureza de alma en el trato

En el caso de Doña Lucilia, ella veía dos situaciones. En el tiempo de ese romanticismo, se daba una importancia muy grande a la belleza física femenina, y que la hermosura del rostro tenía una importancia mucho mayor que la del cuerpo. La mujer podía ser una “ballena”; pero si tenía un rostro fantástico, todo estaba aprobado. Pero si ella no era muy bonita de cara, pasaba al último lugar.
En cada familia, la joven querida, admirada, apreciada, era la hija bonita. Y la hija que tuviese un rostro común, por más amable, gentil y cortés que fuese, por más que tuviese buen gusto en el modo de vestirse, no siendo bonita pasaba a un segundo plano. Ahora bien, Doña Lucilia no era considerada bonita por sus contemporáneos, y por esa causa, en el plano de las jóvenes de sociedad, ella pasaba a un segundo lugar. Entonces, en los afectos, en los cariños – no diré de los padres y de los hermanos, sino
del resto de las relaciones – ella pasaba a un plano secundario, y en el primero quedaban las otras.
La estupidez de ese procedimiento, el modo agudo como eso se hacía sentir muchas veces, se mostraban en lo que para ella era el verdadero sufrimiento: la dureza de alma de los otros, y no el hecho de que ella quedase en un segundo plano.

Falsa filosofía de la vida

Voy a contar un pequeño caso ocurrido con una familia determinada, y que hace sentir el asunto vivamente.
Un abogado con una gran oficina en São Paulo ganaba muy buen dinero, y tenía una cliente que le daba muy buenas causas. Era una viuda – o una solterona, no recuerdo bien ese pormenor –, muy rica. Esa señora tenía ya unos sesenta años o más y se enfermó, y no había quien la cuidase. Entonces ese abogado se puso de acuerdo con su esposa y convidaron a esa señora a ir a tratarse en la casa de ellos. Entraba caridad y, probablemente, los negocios de la oficina también.
Mi madre frecuentaba asiduamente esa casa, y, habiendo quedado con mucha pena de esa persona enferma, la trataba con todo cuidado, siendo muy amable y gentil. En esa casa vivía una joven muy bonita que decía:
– Lucilia, tú haces el papel de boba. ¿Por qué la tratas con tanto cariño, le llevas flores, le muestras libros con grabados y tantas cosas para distraerla, cuando ella en el fondo no te quiere? Ella me quiere muy bien a mí.
– Tengo pena de ella – respondió mi madre.
La otra dio una carcajada:
– ¡Tú eres boba! La pena no existe, lo que existe es el interés. La otra tiene interés en agradarme y no en agradarte a ti. Mientras ella esté enferma, va a recibir muy bien tus caricias. Pero si estás aquí presente cuando ella se vaya, vas a ver la manera como ella me agradece a mí y ti. A mí, que una vez por día me acerco a ella, converso con ella algunos minutos y me voy, verás los besos que me va a dar. En cuanto a ti: “Lucilia, muchas gracias”.
A mi madre le pareció improbable tal actitud. En la hora de la despedida, ella estaba allá. La señora enferma le dijo a la joven bonita:
– Muchas gracias por todo lo que hiciste por mí, te estoy muy agradecida, dame un beso, y uno más; jamás me olvidaré de tus caricias.
Después le dijo a mi madre, que estaba al lado de la otra:
– Lucilia, te estoy agradecida, tú fuiste muy gentil conmigo.
¡Esa es la vida, eh! No sé si en la época dura en que estamos es necesario explicar que la vida es así, pues da la impresión de que eso no es una novedad para nadie.
Lo que estaba implícito en el modo como la joven bonita lo decía era: “Yo soy bonita y tú eres fea. Por lo tanto, a ti nadie te da importancia. Tú no consigues nada con nadie, porque bonita soy yo”.
Eso constituye una filosofía de la vida falsa y pésima. Pero, quiérase o no, es una filosofía de la vida.

Fuente de toda consolación

Fons totius consolationis

Fons totius consolationis

Por otro lado, Doña Lucilia fue comprendiendo que en la época en la cual ella vivía las relaciones ya no se movían a no ser por interés, y que el afecto desinteresado hacía parte del tiempo expirante del romanticismo. Con la modernidad había entrado la brutalidad, el interés personal, el poco caso por los otros que sufren, y el desprecio. Eso marcó una gran tristeza en su vida, por comprender que todo no era sino aislamiento, pues todo el mundo era así y ella no tendría posibilidad de encontrar quien tuviese para con ella la forma de afecto y de unión de alma que ella querría tener con tantas personas. De ahí resultaba entonces un problema axiológico: “¿Cómo es la vida? ¿Cómo debo hacer? ¿Cómo debo entender las cosas?” Donde entraba una profunda decepción y un modo muy severo, enteramente real y exacto, de ver a los otros.
Yo ya he visto personas que elogian un examen médico con estas palabras: “Tal doctor hizo un examen médico severísimo”. Evidentemente eso es un elogio, porque es para saber si se está enfermo o no. No se hace un examen flojo para que la enfermedad pase desapercibida. Si es para curar verdaderamente, el examen tiene que ser severísimo.
Antiguamente se usaba mucho esta expresión: “El médico exigió una radiografía”. Es decir, los enfermos no querían dejarse sacar la radiografía, porque la radiografía a veces da susto, y le sacaban el cuerpo, pero no podían, pues “el médico exigió”, o sea, quería decir: “no me siento seguro y no voy a cargar un diagnóstico equivocado en mi espalda; por lo tanto, hágase una radiografía, que yo la analizo y trato su problema, de lo contrario, no lo haré.” Ahora bien, Doña Lucilia hizo un examen severísimo de la vida. Con su sentido común y su rectitud moral, ella hizo una radiografía de la existencia y comprendió cómo era. De ahí resultaba una gran decepción, y también un enorme consuelo, pues se ve bien todo lo que en ella confluía hacia el Sagrado Corazón de Jesús, que es exactamente Fons totius consolationis, según una de las invocaciones de las Letanías del Sagrado Corazón de Jesús: Fuente de todas las consolaciones. Es verdad que, si en la vida encontramos solo decepciones, lo encontraremos a Él, que es la Fuente de toda consolación.

Un camino sembrado de espinas

Eso se aplica también al apostolado. Se entra a la vida de católico militante y se renuncia a una serie de bagatelas para darse enteramente al Sol de Justicia, que es Nuestro Señor Jesucristo, para que la vida transcurra bajo la dulce luz de Nuestra Señora, pulchra ut luna, electa ut sol, terribilis ut castrorum acies ordinata – bella como la luna, electa como el sol y terrible como un ejército en orden de batalla.
Se piensa: “¡Oh, qué legión de amigos magníficos me aguarda allá! Todos tan buenos, renunciaron a tantas cosas, el corazón de ellos es movido, como el mío, por la gracia de Dios y por los mismos ideales, ¡qué maravilla!”
A partir de determinado momento aparece una decepción, después otra, y se ve que todo no es una maravilla… Ora es un compañero de apostolado que está en crisis, y comienza a atormentarnos y a ejercitar nuestra paciencia; otro hace no sé qué, y comprendemos que entramos en un camino como el Víacrucis de Nuestro Señor Jesucristo: sacrosanto, lindo, pero cuyo suelo está sembrado de espinas, las cuales, a veces, nos atraviesan el cuerpo de lado a lado.
Cuando eso sucede, la persona deberá decir: “Yo conocía ese camino, no me dejaron hacerme ilusiones y no las tuve. Ahora llegó la hora.” Y paga el precio. Este es el precio del Cielo.
Quien piensa así puede estar acribillado de sufrimientos, pero su alma es como un cielo azul en un día límpido, pues ella está limpia, libre de desesperación.
Por ejemplo, en los ojos claros y serenos de Jesús moribundo no hay la menor señal de desesperación. ¡Nada! Tranquilos y certísimos del Cielo. Él le dijo al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso.” Lo que quiere decir: “Yo voy a estar en el Paraíso, y dentro de poco.” Los dolores están aumentando, la liquidación de su cuerpo
lo tritura, Él comprende que ha llegado el fin y que Longinos ya se encuentra afilando su lanza para atravesar bárbaramente su Corazón, símbolo del amor que Él nos tiene. Jesús conoce todo eso, pero sabe también que cuanto más avanzan esos acontecimientos, más Él se aproxima del Cielo.

En la hora de la muerte, una gran señal de la Cruz

De ahí aquella palabra final, que indica todas sus esperanzas: Consummatum est. El precio fue pagado por entero, sufrí todo, ahora el Cielo está delante de mí. Eso explica también por qué un alma como la de mi madre, habiendo sufrido mucho, era suave, tranquila, sin la menor señal de desespero, de destrozo interior, sumisa al dolor, pero comprendiendo en toda su extensión cuáles eran los dolores de la vida, y segura de que en el fondo la victoria sería de los que sufren.
Nada más característico que el momento en que ella sufrió el dolor de la muerte. Ya había amanecido, por lo tanto, ella me podría mandar a llamar para asistir a sus últimos momentos, tanto más cuanto yo estaba en el cuarto del lado. Mi madre percibía su respiración cada vez más corta y sabía que tenía un problema del corazón, propio de personas con la avanzadísima edad que ella había alcanzado, y no podía tener duda de que la hora del consummatum est estaba llegando. ¡Ella ni siquiera quiso incomodarme en esa hora y por eso no me mandó a llamar! Apenas cuando llegó el momento, hizo una gran señal de la cruz, et flavit spiritum (Del latín: expiró).

(Extraído de conferencia del Dr. Plinio 8/2/1995)

 

Manifestación de acogida, gentileza y bondad

Doña Lucilia tenía una noción muy profunda de la maldad del género humano, que se reflejaba en las personas con quien ella trataba y le causaban decepciones. Pero ella las acogía sin ninguna acrimonia, acidez, ni recriminación; era llena de perdón y de bondad. No obstante, en ella no había ni una gota de ilusión a ese respecto.

e vez en cuando me vuelve al espíritu la actitud de Doña Lucilia con relación al proceso revolucionario, con la curiosidad de recoger pequeñas reminiscencias que me permitan ver y describir mejor cómo era ese asunto.

Noción profunda de la maldad del género humano

Hay ciertas nociones preliminares que, aunque estén al margen del asunto, deben ser consideradas. Una persona del siglo XIX era mucho más atenta a los propios dramas interiores, que una persona posterior a la Primera Guerra Mundial.
Si hay una cosa poco desarrollada en las atmósferas marcadas por el “hollywoodismo” es la sensación, la idea del drama interior, de un elemento que le falta a un alma para que se complete, aquello que la hace sufrir. Esas cosas que el romanticismo del siglo XIX consideró con un lente de aumento, el siglo posterior las comprimió al máximo posi
D ble. Una persona dramatizaba mucho más ciertas situaciones infelices en el siglo XIX, porque las tomaba mucho más en serio, llevándolas con cierta tendencia a la exageración.

En mi madre no noté una tendencia a la exageración, pero ella era muy seria. La fotografía de ella muy joven indica mucho eso. Ella llevaba la seriedad hasta el último límite. Y por esa causa, Doña Lucilia consideraba ciertas situaciones interiores sobre todo bajo el siguiente aspecto: ella notaba que en un mundo feliz – los hermanos, la familia en general, bien instalados – ella era infeliz, porque había sufrido enormemente con la operación realizada en Alemania, en 1912. Además, con sinsabores que también la habían hecho sufrir mucho cuando joven. Le quedaba, entonces, una idea de que ella estaba muy marcada por el sufrimiento y que la Providencia la había escogido para eso.
Por otro lado, la idea de que la transformación que ella observaba en su entorno, que repercutía dentro de ella, resultaba de una profunda maldad del género humano. Ella tenía una noción muy profunda de esa maldad, sin acidez, sin recriminación, llena de perdón y de bondad, pero en la cual no había ni una gota de ilusión. Eso con respecto al conjunto de la humanidad y que, por lo tanto, reflejaba en las personas con quien ella trataba y con quien tenía decepciones, aunque sin ninguna acrimonia.

Una gracia que no existe fuera de la Iglesia Católica

Uno de los aspectos de su alma que más me encantó fue verla, a lo largo de su vida, sufrir muchas cosas midiendo hasta el fondo cada sufrimiento, sin hacerse ninguna ilusión. Y después tratar todo con bondad, con un perdón que me hacía recordar a la Iglesia del Corazón de Jesús, en São Paulo, y aquella atmósfera de innegable perdón que allá existe.
Ella parecía muy modelada por eso. Por esa razón ella me llevó a considerar muy desconfiadamente el género humano. La cuestión se ponía así:
hasta las mejores personas, a quien razonablemente más se quiere, en el fondo, desilusionan. Y si no desilusionaban a todos, por lo menos, la desilusionaban a ella. Y al desilusionarla indicaban que tenían aspectos malos. Ese era, entonces, un aspecto triste y hasta desolador de la existencia humana, considerado, no obstante, con mucha suavidad, pero dejando trasparecer en la mirada una perplejidad: “Veo claramente cómo es eso, pero, ¡qué cosa asombrosamente pésima!”
Por la fotografía se nota que no hay acrimonia, ninguna acusación, ninguna recriminación. Apenas existe una especie de perdón como quien dice: “Deje que eso sea así, yo voy a seguir siendo buena. Eso se explica en Jesucristo Nuestro Señor y no de otra forma, pero se explica realmente”.
Si hay algo que no es natural, es eso. Es decir, es una gracia sobrenatural recibida en el Bautismo, que no existe fuera de la Iglesia Católica y dentro de ella no es frecuente. Fuera de la Iglesia Católica es inútil buscar, porque no existe. Es una gracia que forma la persona en Nuestro Señor Jesucristo.
Hay una jaculatoria dirigida a Nuestro Señor: “¡Jesús, manso y humilde de Corazón, haced nuestro corazón semejante al vuestro!”. Es una gran gracia. A propósito, fue lo que Nuestro Señor nos enseñó durante toda su vida. La actitud de Él con nosotros durante la Pasión, por ejemplo, fue esa todo el tiempo.

Un torbellino de afecto, de comprensión y de cariño

Nuestro Señor vio el mal, claro. Pero a Él no se le muestra así. Se presenta su tristeza, pero no se llega a decir tajantemente que esa tristeza se debe a que Jesús veía el mal en los otros.

Imagen del Sagrado Corazón ofrecida a Doña Lucilia por su padre


Hay un trecho del Evangelio en el cual el evangelista hace este comentario: “Habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el extremo”
(Jn 13, 1). Doña Lucilia daba prueba de ese amor hasta el fin. Yo creo que esa es propiamente la expresión, la irradiación de Nuestro Señor, y también de Nuestra Señora: Salve Regina, Mater misericordiæ y todo el resto, muestran la posición hacia el pecador.
De ahí resulta su devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Y eso modelaba su alma de tal manera que, al final de su vida, habiendo sufrido todo lo que sufrió, cuando comenzaron a aproximarse a ella algunos de mis jóvenes seguidores, noté que ella se dejó tocar por ese afecto, creyendo en él enteramente. Por tanto, ella ni siquiera había perdido ese frescor de alma por el cual la persona está dispuesta a creer y a esperar una vez más, aunque haya tenido mil decepciones.
De repente apareció en su vida, a punto de terminar, un torbellino de afecto, de comprensión y de cariño al cual ella se entregó con toda bondad.
Ahora bien, la reacción “normal” sería: “Yo estoy por morir, no voy a embarcarme en la milésima decepción de mi vida. Le cierro la puerta.”
Eso corresponde a una forma conmovedora de perdón. No de un perdón bobo, sino con un profundo discernimiento.
Para utilizar una imagen, era más o menos como cierta hierba cuando es pisada; el pie del hombre dobla la hierba, pero poco a poco ella vuelve a su estado natural. Así era Doña Lucilia. Minutos después de recibir la ofensa, ella estaba con la misma bondad,  nclusive con la misma persona que la había hecho sufrir. Hay almas que, a fuerza de sufrir, quedan como alguien que, debido a un reumatismo, tienen rígidas todas las articulaciones del cuerpo, y por eso les cruje y les duele cualquier movimiento. Es horrible, es triste. Si hay alguien que no era así, fue mi madre. Arquetípicamente no era
así. Ella manifestaba, a cualquier momento, una acogida, una gentileza, una bondad, asombrosa. Era la actitud de un alma consciente de toda la maldad del hombre, pero sabía que podían existir, axiológicamente, criaturas humanas que correspondiesen. Y ella llevó esa certeza tranquilamente hasta el fin.

(Extraído de conferencia de 31/8/1985)