Una institutriz para sus hijos
Poco antes de abandonar París, doña Lucilia pasó por un drama. No fue pequeña su aflicción al darse cuenta, en determinado momento, de que la institutriz alemana de los niños, fräulein Mina, había sido alcanzada por una terrible enfermedad: la tuberculosis. Incurable en aquella época, llevaba en poco tiempo a la sepultura a buena parte de sus víctimas. Es posible imaginar la aprensión de doña Lucilia hasta cerciorarse de que los niños no habían sido infectados por el mortal bacilo. ¿Qué hacer? Dado el alto grado de contagio de la enfermedad, no había otra solución: la institutriz tendría que dejar sus funciones inmediatamente.
Al despedirse, fue objeto de inigualables manifestaciones de bienquerencia por parte de doña Lucilia, en reconocimiento por los servicios prestados.
¿Quién podría, en adelante, ayudar a esta tierna y celosa madre en la formación de sus hijos? Problema aún más preocupante a respecto de Rosée, pues, según los hábitos de la época, las niñas no estudiaban en colegio sino en casa, protegidas por el recato familiar.
Por otro lado, doña Lucilia tenía el propósito de dar a Rosée y a Plinio una educación eximia. Así, pensaba: “Quiero proporcionarles todo lo que pueda. Estando a mi alcance aprimorar su inteligencia, es indispensable encontrar una institutriz de primera calidad porque ninguna universidad les será mas benéfica que una educadora con experiencia. Lo que aprendan durante la infancia les va a valer más que todo lo que puedan lograr siendo adultos”.
Sin pérdida de tiempo colocó un anuncio en los periódicos. Habiéndose presentado algunas candidatas, seleccionó con minuciosidad la que le parecía más competente. Su preferencia recayó sobre otra alemana, fräulein Matilde Heldmann, que ya había ejercido la profesión en varias casas de la nobleza y de la alta burguesía europeas. A pesar de que los honorarios que exigía eran poco accesibles, doña Lucilia decidió hacer un sacrificio contratándola.
Fräulein Matilde se revelará tan excelente profesora y educadora que será considerada una de las mejores institutrices de São Paulo en su tiempo.
Una paciencia que nunca se agotó
“A la querida tía Lucilia, mil agradecimientos de Tito”.
Cuando preparaba las maletas, el último día de su estancia en París, doña Lucilia se sorprendió al encontrar una caja de cartulina. Al abrirla, vio que contenía un fino vestido a su medida. ¡Que extraño! ¿Cómo podía ser eso si ella no había hecho ningún encargo? Buscó un poco en la caja y encontró una tarjeta de Tito, con las palabras transcritas. Evidentemente la letra no era del niño, sino de su madre, la cual manifestaba, de manera tan delicada, su reconocimiento a la inagotable paciencia de doña Lucilia con el desdichado sobrino, no solo durante la peor fase de su enfermedad, sino entre los esplendores de París. El regalo no haría crecer en nada la bondad de doña Lucilia en relación al pobre Tito, pues más era imposible…
Llorando por dejar Francia…
Doña Lucilia, sus hijos y la institutriz preparan la partida. Grandes maletas, algunos baúles, cajas, todo se apila ordenadamente en la Gare de Lyon, a la espera de embarcar en el tren que los llevará hasta Génova.
Son los últimos momentos de su permanencia en la Ciudad de la Luz. Tras despedirse de los familiares, suben a los vagones, mientras alguien se ocupa de que los cargadores metan todo el equipaje. A la hora marcada, un silbato y el tren parte… Estando los niños en manos de la institutriz, doña Lucilia, recostada junto a la ventana, contempla París que pasa y tal vez nunca más vuelva. Meditativa como siempre, comienza a pensar en todo lo que había visto en Francia, mientras algunas lágrimas le corren por las mejillas.
Poseía una acentuada propensión para discernir en el espíritu de los pueblos los aspectos más sutiles y finos, los que despiertan una afectividad penetrante y delicada; afectividad que fácilmente se transforma en cariño, en deseo de sacrificarse por el prójimo, de ayudarle y favorecerle. En su horizonte, los franceses poseían y representaban, por excelencia, esa delicadeza de sentimientos. Lo mejor de un pueblo, para doña Lucilia, radicaba en esos lados de alma más preciosos y tiernos y, por eso mismo, más expuestos a recibir los golpes de la dureza y crueldad humanas.
Notaba cómo esas cualidades eran realzadas por la cultura francesa, que hacía sobresalir la suavidad en la convivencia social, creando un elevado tipo humano y un trato perfecto. En éste, brillaba en particular el sentido de la medida, la cordialidad, la amenidad y el encanto.
Tales características eran la expresión de algo que debería florecer en el alma de todos los pueblos, pero que al final de cuentas, en el doux pays, para bien de la Civilización Cristiana, había florecido enteramente. Admirar Francia, dejarse embeber y modelar por ella, era un deber de todos los hombres, según la concepción de doña Lucilia. El tren acelera. A lo lejos, la aguja de la Torre Eiffel queda como único punto de referencia. Junto a ésta corre el Sena. La imaginación de doña Lucilia vuela hasta la otra margen, donde están la Place de l’Etoile, la Av. de Friedland, el Rond Point, l’Opéra, el Louvre, el Sacré-Coeur de Montmartre, la Sainte Chapelle, Notre Dame… “¡Ah! ¡Todo ese conjunto magnífico quedó atrás!” piensa ella pesarosa.
La familia está a camino de Roma, con la esperanza de un encuentro con el Papa, punto de honra de todo católico. En la época era, ni más ni menos, el gran San Pío X. La perspectiva de recibir la bendición de un Pontífice que, ya en vida, tenía fama de santidad, suavizaba un poco los dolores de doña Lucilia por tener que abandonar su ciudad preferida.
Si embargo, ¡oh, tristeza! llegando a Génova no fue posible continuar el viaje, porque se había propagado una epidemia en la Ciudad Eterna. Fueron obligados, en aquel puerto italiano, a coger un barco y regresar a Brasil.