Un río de dignidad y afecto

Tal era la unión de alma entre Doña Lucilia y su hijo, que ambos tenían el mismo
temperamento y modo de ser. Al recibir una carta de su madre, el Dr. Plinio, mucho
más que experimentar una alegría nueva y extraordinaria, sentía la felicidad estable
de la continuación de un río de dignidad y afecto, en el margen del cual él había vivido, en cuyas aguas cristalinas había navegado varias veces, con toda especie de encantos.

Creo que nunca pasó por el espíritu de mi madre que una carta suya destinada a mí fuese leída en un auditorio. Me pueden imaginar en París recibiendo esa misiva, en la cual se nota bien con qué extremo afecto preparé mi despedida y viendo, por la respuesta, cómo ella fue sensible a ese gesto mío.

Un mismo temperamento y modo de ser

hotel Regina

Entrada del Hôtel Régina

Alguien podría imaginarme en la portería del Hôtel Régina y el portero diciéndome:
Une lettre du Brésil pour vous. (Una carta de Brasil para Ud.).
Yo, entonces, entrando rápidamente en el primer salón, abriendo la carta, leyendo y sintiéndome dominado por una profunda impresión.
Ahora bien, no fue lo que sucedió. No me acuerdo de los pormenores de cómo llegó la carta. Pero imaginen que el portero me haya dicho eso, y que yo, subiendo el elevador “bonbonière”, de cristal y roble, hasta mi cuarto, allá la haya abierto y leído tranquilamente, sentado junto a la mesa. ¿Cuál fue la repercusión de la carta en mí? Quien imaginase que la repercusión fue intensísima, juzgaría tener una idea de la realidad. No obstante, fue plácida, tranquila y de una intensidad que yo llamaría supersónica, es decir, una cosa de tal amplitud que no repercute. Tal era mi unión de alma con Doña Lucilia, la certeza de que ella recibiría de esa manera lo que yo le enviaba y se expresaría más o menos con ese sentimiento, que yo leí como si ella me lo hubiese dicho todo por teléfono y la carta me llegase después. Independiente de que ella me dijese alguna cosa, yo tenía certeza de lo que ella sentiría. Y al tomar todas las medidas que tomé, yo tenía la certeza de cómo ella lo recibiría y lo que haría. De tal manera que hice una narración de lo que yo ya conocía. Tal era mi unión de alma con ella, que así pasaban las cosas. Era un mismo temperamento, una misma alma, el mismo modo de ser. Como si yo me contase a mí mismo la tristeza que tuve al separarme de ella. Así también era ella al contarme la tristeza que tuvo al separarse de mí. Y eso es mucho más que la sorpresa, que la emoción delante de cada palabra, que el sentirme invadido por una alegría nueva y extraordinaria; era la felicidad estable de la continuación de un río de dignidad y de afecto, en cuyos márgenes yo había vivido, en cuyas aguas cristalinas había navegado varias veces con toda clase de encantos. De manera que, para mí, si ella estuviese en la sala del lado y entrase en mi cuarto para decir eso, era absolutamente la misma cosa.
No sé si una persona puede concebir que la unión entre dos almas pueda llegar a ese punto. Era como si yo fuese hablando conmigo mismo, o ella fuese escribiendo para sí misma.

El jarrón del Emperador

cap12_035Lo que me impresionó más fue el pequeño gesto delicado y muy de ella, que representaba
algo nuevo para mí: la distribución de las flores. La delicadeza de llevar flores a la capilla de nuestra sede, era un modo amable de dejar trasparecer que ella sabía que mi Movimiento era, para mí, más que el hogar. Es algo subconsciente, pero trasparece.
Enseguida, llevar flores a la imagen de mi cuarto, y por último al de ella; las sobras iban a ornar el jarrón del Emperador, en la sala de estar, porque ella sabía que a mí me gustaba mucho ese jarrón, sobre el cual, en cierta ocasión, tuvimos una afectuosa “discusión”.
Una vez tuve una pesadilla de que me había dado una neumonía fortísima y ella estaba sin dinero para pagar los gastos médicos. Entonces percibí, desde mi cuarto, que ella estaba queriendo vender el jarrón del Emperador. Y soñé que me levantaba, iba al salón donde ella se encontraba y dije:
– Mi bien, eso no. Prefiero correr cualquier riesgo, a que se venda el jarrón del Emperador.
Y ella me replicó:
– ¡Eso, nunca! Mi hijo vale más que ese jarrón.
Y respondí:
– Eso es justamente lo que yo contesto, de manera que no quiero que lo venda.
Cuando desperté, le conté a ella el sueño. Entonces ella insistió, afirmando que ciertamente vendería el jarrón del Emperador y que era bueno que yo supiese, porque ahora ella tomaría aún más cuidado, que antes de haber tenido ese sueño. La cosa terminó en nada, naturalmente, pero yo insistía en que no era el caso de vender el jarrón del Emperador.
En la carta hay una alusión al jarrón del Emperador, que quedó todo florido. Era una broma que ella hacía, pero cuán discreta; no tiene nada de una broma moderna, es otra cosa, ni comparemos.

Las cartas del Dr. Plinio eran leídas y releídas

3p197bCierta vez, volviendo de Europa, avisé que llegaría en tal día; pero encontré una forma de llegar en la víspera, con la intención de darle una sorpresa y evitarle el temor de que yo, durante la noche, estuviese volando a cinco mil metros de altitud y de que algo le pasase al avión. En aquel tiempo los accidentes aéreos eran mucho más frecuentes que hoy. Me acuerdo que entré en el cuarto de mañana y la encontré acostada en la cama. Ella ya estaba con la vista muy débil y, por eso, a pesar de ser de día, estaba con el abat-jour encendido bien junto a sus ojos, releyendo mi última carta. Ella me esperaba para el día siguiente.
Yo entré y la saludé:
– Mi bien, ¿cómo le va?
– ¡Oh, eres tú!
Nos abrazamos y nos besamos.
Mi padre me dijo:
– No sabes cuántas veces esa carta fue leída y releída…
Entonces, le pregunté a ella:– ¿Y por qué usted estaba leyendo otra vez esta última carta, tan sumaria?
– Cada vez que la leo, siento algo que no había sentido anteriormente.
Deja la carta, eso es asunto mío.
Eso indica muy bien cómo son diferentes las relaciones entre madre e hijo. Lo propio de la relación del hijo con la madre es el de ser totalmente confiada. Ni se le pasa por la mente que ella no retribuya enteramente el afecto que se tiene por ella. Pero de la madre para el hijo no. Cuando es una buena madre católica, ella no regatea nunca. Quiere sentir la alegría de la seguridad, palpar una vez más. Leer una vez más la carta le daba a ella esa tranquilidad.

Hija de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana

Cuando yo era pequeño, frecuentemente se daba esto: estábamos jugando todos en el jardín – mis primos, mi hermana y yo en el medio – y de repente yo desaparecía, y la Fräulein comenzaba a buscarme. Hasta que un día ella dijo: “No hay caso, cuando Plinio desaparece, ya se sabe… está con la madre.” Yo pensaba: “Mi madre tiene otra substancia, otro entretenimiento, otro afecto, otra seriedad… Yo me escapo de esa gente de cualquier forma, subo y voy a conversar con ella.”

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Plinio, Ilka y Rosée

¡Pueden imaginar cómo ella me recibía! Y cómo era el diálogo: ojos en los ojos, corazón en el corazón, lo más unido que se pueda imaginar. Hasta el momento en que viniesen por mí para ponerme en medio de los niños de nuevo, con la idea de que un niño juega con niños y no debe estar mucho tiempo con los mayores. Entonces, yo también jugaba en medio de los niños. Pero de vez en cuando me volvía a la mente: “Mi madre debe estar en tal sala: si voy corriendo ahora a decirle algo, recibo algo de ella para mí.” Ahora bien, esa actitud la inclinaba a sentirse unida a mí, evidentemente. Eso fue así desde pequeño hasta el último momento, con la gracia de Nuestra Señora.
De esa manera, mis tendencias se afinaron, por la gracia de la Santísima Virgen, con las de ella. Y su modo de ser me pareció el modo de ser natural, la posición ambiental exacta que correspondía a cierto lado de mi modo de ser, que yo deseaba que prevaleciese y venciese. Por lo tanto, para mí, eso no era apenas una consonancia, sino un programa de vida. Ese modo de ser de mi madre resultaba de sus cualidades, de su condición de hija de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, pero con lo específico de su generación y de su familia, acompañado de una carga de sobrenatural, infelizmente mucho menos densa en otras personas. Sin embargo, llevaba la marca de cierta tradición católica, que el modo de ser de su familia indicaba muy bien.

Vocabulario elevado, timbres de voz agradables de oír

Dr._plinioEl modo de ser general en la generación de Doña Lucilia y de su madre era, ante todo, muy ceremonioso, pero muy íntimo. Conversaban sobre cosas bastante simples con mucha intimidad y naturalidad, pero el tiempo entero con muchísima cortesía. De manera que, por ejemplo, en mi tiempo de niño, nunca presencié una pelea entre los mayores. Ni siquiera un levantar de voz, un género de respuesta ácido, nunca vi eso. Puede ser que cuando estuviesen solos tuviesen algún roce. El asunto transcurría en un manso lago azul. Se expresaban muy bien, con un vocabulario bonito, no frecuente en cualquier lugar, habitualmente con timbres de voz agradables de oír. Nadie tenía la voz muy nasal o estridente, nada de eso. Eran timbres que causaban la impresión de que la voz de uno comentaba la del otro. Daba más la impresión de las diferentes notas de un mismo teclado, que propiamente de aparatos diferentes que estuviesen tocando.
La ocasión en que la familia estaba junta era la hora de las comidas, unos minutos antes y algún tiempo después. En la mesa también surgían, a veces, temas muy elevados: política, discusión de religión; y cuando el asunto era elevado, la conversación tendía ligeramente al discurso y a la conferencia. Cuando el tema bajaba, pasaba a ser completamente casero, pero siempre con un vocabulario elevado. Además, con una cosa que mi generación y las posteriores ya no conocieron, que es la vida sin prisa. Aquel era un género de gente que no
se movía con dificultad, no era lenta, pero no hacía nada corriendo. A no ser una cosa: a la hora de tomar el tren, la familia siempre fue un poco atrasada en los horarios. Entonces, había “epopeyas” contadas como hechos graciosos, de trenes que alguien había tomado de tal forma, a última hora, con esos y aquellos episodios. Un tío que fue a coger un tren en la Estación de la Luz, la taquilla estaba cerrada y ya no se podía pasar. Él vio que un elevador de carga iba llevando cosas hacia abajo, guiado por un hombre. Estaba prohibido a los pasajeros bajar por el elevador de carga. Y él estaba lejos y no alcanzaba el elevador. Entonces dio un grito tan imponente, que el conductor paró instintivamente el elevador y élSDL03
entró sin decir nada. El hombre quedó tan tonto, que llevó a mi tío hasta abajo y él cogió el último vagón del tren. Era la única forma de prisa que tenía ciudadanía entre ellos. El resto era lento.
Habla lenta, cada palabra pronunciada enteramente y, durante la conversación, con un poco de pausa. Cuando el tema llegaba a una altura mayor o a una parte más enfática, se hablaba más lento que deprisa y se hacía una fisionomía para el caso. De manera que, por ejemplo, uno está contando una conversación delicada que tuvo con alguien sobre tal cosa: “Bien… bien… puedes imaginar mi apuro.”
Un gesto y una pequeña pausa, actitud para completar el ambiente. Después la narración continuaba. Despedida o saludo en la entrada: con calma. Nadie entraba o salía corriendo. Todos los hechos de la vida transcurridos con densidad; nadie estaba atado o amarrado, ni en correrías. Había un reloj de pared en el comedor, que parecía dar el ritmo a la atmósfera de la casa: “tem, tem, tem”.
Todo eso, que estaba muy en consonancia con Doña Lucilia, ella lo había llevado a una especie de auge, a su punto más característico. Pero con la nota católica muy presente. Era la tradición católica, donde la piedad personal de alguien – en este caso, de mi madre – había puesto la nota católica nuevamente tonificada, reavivada por su acción.

(Extraído de conferencia del 7/7/1979)

Auténtica luchadora

Doña Lucilia poseía convicciones firmes, y lo que ella consideraba como verdadero provenía de una reflexión calmada y minuciosa, tras haber visto y examinado en las cosas de la vida hasta qué punto aquello correspondía a grandes horizontes y era opuesto al mal.

Si mi formación como luchador, y todo cuanto pueda haber en mí de bueno, se debe a algo en lo que la acción profundamente católica de mi madre estuvo presente, entonces debo narrar un poco como era ella en cuanto luchadora.

Distancia calmada, fría y cortés con los malos…

La idea que generalmente se tiene del luchador es la de un individuo rabioso: Ve algo con lo que no está de acuerdo y enseguida estalla de ira. Y cuando está realmente ardiendo de ira, es que está en el auge de su condición de luchador. Entonces entra en
la lucha por impulso, por atracción, y encuentra el deleite de ser un luchador en el hecho de dar rienda suelta a la rabia que lo domina. Todo esto era lo contrario del modo de ser de Doña Lucilia como luchadora.
Ella era una persona de convicciones firmes. Es decir, lo que mamá tenía como algo verdadero era fruto de una reflexión tranquila y minuciosa después de haber visto – al examinar las cosas de la vida – en qué medida eso correspondía a grandes horizontes y era opuesto al mal. Así como ella amaba el bien y quería que todo mundo lo practicara, detestaba el mal y deseaba que todo mundo lo evitara.
Cuando una persona era adepta al mal o secuaz de él, ella no hervía de ira contra ella, pero consideraba el mal que había en esa persona con toda lógica: “Tal persona hizo esto o piensa de esa manera. Lo que hizo, dice o piensa es malo por estas y estas otras razones tomadas de la doctrina católica, de la experiencia de la vida, etc. Si esto es así, tengo una posición opuesta a esa persona, y absolutamente no voy a establecer
relaciones próximas con ella, no la haré mi amiga, pero viviré a una distancia calmada, fría y cortés de esa persona. “Evitaré altercados y discusiones, a no ser cuando mi obligación sea luchar e indicar lo que está errado. Entonces hablaré y estableceré la discusión. De lo contrario me mantendré en una calma perfecta, pero a mi alrededor haré todo cuanto pueda para que tal idea no sea aceptada, tal ejemplo no sea aprobado, tal modo de proceder no se repita, pero hablando con calma respecto de esa persona: Ella tiene tales cualidades, pero, pobrecito, posee tal defecto. Y ese defecto tiene tales y tales consecuencias, por lo que ocurre que él está expuesto, de un momento para otro, a hacer tal o cual acto ilícito”.
 “Como no se puede hacer una acción ilícita ni desear el mal, tengo que mantenerme apartada de esa persona. La saludaré amable y cortésmente, no la maltrataré, pero estableceré una distancia fría. Si se quiere, una distancia como la luz de neón que ilumina pero no acalora. Y entre esa persona y yo queda un espacio, pero un espacio
frío que demuestra distancia y dentro del cual se lee por todos los lados la palabra no, no y no”.
Ese era el sistema que ella empleaba y yo me habitué desde muy temprano a ver ese sistema.

…que se vengaban de ella aislándola

Ella llamaba mi atención respecto de aquel o de aquel otro, para irme formando con el fin de que yo comprendiera cómo eran las cosas. En el modo de ella hablar yo comprendía la calma que debería tener ante el mal, pero también la irreductible frialdad y hostilidad ante quien no se convierte y no cambia de conducta. Y debido a eso también una distancia, que ponía entre esa persona y yo un vacío. Y ese vacío hacía que el otro quedase enemigo mío.
Doña Lucilia, siendo una señora –la vida de las señoras en aquel tiempo era muy ceremoniosa y más reverente – no era inclinada a polémicas y vivía en la tranquilidad de la vida de familia, pero la venganza de los malos contra ella era el aislamiento.
Entonces, cuando ella tomaba una actitud sistemática contra un defecto, las personas que tenían aquel defecto se aislaban de ella, retribuyendo así del mismo modo la actitud de ella. Esto mi madre lo veía perfectamente pero le parecía enteramente normal.
Si ella estaba de un lado y el otro se ponía en el lado opuesto sin derecho ni razón para hacerlo, pero lo hizo, ella como que decía “quédese allá que yo permanezco aquí y serviré a Dios de este lado, y usted servirá al demonio del lado de allá”.
Obsérvese la fotografía de ella que fue tomada en París, en la que está relativamente joven, sentada en un banco de jardín y posando levemente su rostro sobre la mano. Doña Lucilia está pensativa, haciéndose un juicio respecto a alguna cosa o sobre alguien. Está entre un sí y un no, un rechazo o una aceptación. Va a concluir algo y a trazarse una norma para su vida. Nótese la serenidad con que está ahí, la tranquilidad, la dignidad. Pero también la intransigencia: no cambiará. La resolución tomada por una razón precisa la conservará durante la vida entera. Fue así como yo la conocí hasta el
fin de sus queridos e inolvidables noventa y dos años de vida.

Poner a los adversarios en el suelo de manera amable

Por temperamento no soy una persona violenta; soy muy tranquilo e incluso afectuoso. Pero tuve que aprender de ella que, aunque afectuoso, es necesario ser irreductible. Y eduqué mi temperamento calmado en la batalla de quien se dedicó a un ideal, que vive para él, lucha contra quien lo ataque y hace todo a favor de quien lo apoye; el mundo se divide entre buenos y malos, acertados y desacertados, católicos y anticatólicos. Y es necesario tomar posición y después enfrentar. Pero enfrentar con amabilidad siempre que sea posible; y si no se puede enfrentar con amabilidad, enfrentar con fortaleza, lo que naturalmente, en mis tiempos de niño, de estudiante y posteriormente de hombre ya maduro se hacía con mucho más vigor del que se usaba entre señoras.
¿Y a través de qué medio? Aprendiendo a ser lógico, a raciocinar de tal manera que, puesto un raciocinio, el adversario no sepa cómo refutarlo.
He escrito innumerables cosas en mi vida y, con cierta frecuencia, las personas con las que entro en desacuerdo me responden, pero muchas veces ni siquiera entran en la discusión porque pronto se dan cuenta de que van a ser derrotadas. Y si comienzan a discutir, yo, con mucha calma, de un modo siempre amable, invoco el buen sentido. Supe recientemente que una alta personalidad del mundo católico brasileño, queriendo decir que yo le hacía una zancadilla, afirmó: “Plinio es así. Escribe un artículo contra una persona que comienza a leerlo. Un artículo tan amable que ella hasta se siente agradada. Pero cuando llega al final, la persona está postrada en el suelo porque se quedó sin argumentos. Él serruchó el piso debajo de nuestros pies. Y no queda otra alternativa que quedarse quietos porque ya no hay nada qué argumentar”.
Me parece que es el modelo perfecto de la cortesía y la combatividad. Echar al suelo de modo amable, y asunto terminado.

(Extraído de conferencia de 26/2/1994)

El último día de vida, pasado en la calma y en la tranquilidad

lucilia004Aquellas fotografías fueron sacadas el 18 de marzo de 1968. El día 22 de abril doña Lucilia debería cumplir 92 años. A pesar de su avanzada edad daba la impresión, por el conjunto de su fisonomía, de que podría vivir aún mucho tiempo, tanto más que era frecuente en su familia la longevidad. Nadie imaginaba que, en breve, ella partiría de este mundo rumbo a la eternidad.
Cerca de un mes después de haber sido sacadas las fotografías, se produjo un súbito agravamiento de su salud. Habían llegado sus últimos días. “Me acuerdo —cuenta el Dr. Plinio— que el día 20 de abril, víspera de la muerte de mamá, vi que estaba mucho peor del corazón, y pasé, literalmente, el día entero en su cuarto. Si tenía que salir, volvía en seguida. Ella estaba tan oprimida por la falta de respiración que no podía conversar, y sentía la agonía, el malestar que la falta de respiración naturalmente trae consigo. Pero permanecía
tranquila, serena.”

Pedidos de un hijo estremecido

1p31-3Continúa el Dr. Plinio: “Poco antes, le había pedido a Nuestra Señora que tuviese la bondad maternal de hacer sobrevenir el fallecimiento de mamá en el momento que fuese menos doloroso para ella y para mí. Me parecía un pedido razonable, que Nuestra Señora tomaría a bien. “Me pregunté cuáles serían las condiciones más favorables para ello. Evidentemente, mi deseo era que su muerte fuese tranquila, serena, con aquella grandeza que, en medio de tanta bondad, no la abandonó en ningún momento; y con todas las señales de que moría enteramente unida al Sagrado Corazón de Jesús, al Corazón Inmaculado de María y a la Santa Iglesia Católica. “Pedí también que, durante la noche, no fuese yo sobresaltado con la noticia de su fallecimiento, sino que el desenlace ocurriese durante el día, y así no tuviese el terrible choque de ser despertado en plena madrugada por alguien que me dijese:
“— Doña Lucilia se está muriendo… “Sería horroroso. Me gustaría que eso me fuese evitado.
“Llegué a expresarle a Nuestra Señora otro deseo más: caso mamá muera por la mañana, me gustaría que fuese a una hora en la que yo ya hubiese leído el periódico, porque después de su muerte no tendría fuerzas para ello, y se me podría escapar alguna noticia importante para la causa católica. “Fue exactamente de esta manera que sucedió todo. Cuando terminé la lectura del periódico, entró el enfermero en mi cuarto y me dijo:
“— Doña Lucilia se está muriendo, venga deprisa.
“Meticulosamente, todo lo que pedí se realizó, excepto en un punto: yo querría haber asistido a los últimos instantes de su vida. Pero hasta en eso Nuestra Señora fue bondadosa, ahorrándome algo que me sería en extremo doloroso. A mamá, la Providencia le pidió una última prueba: la ausencia de su hijo en aquel momento supremo de su vida”.

1p29

Salón Rosa, donde fue velado el cuerpo de Doña Lucilia

“Hasta en la hora extrema, sustentada por la confianza en Dios…”

“Ella conservó, en el extremo de la debilidad, la seguridad de tener en orden el espíritu, la inteligencia, una buena conciencia” —continúa el Dr. Plinio. “Se adentró en las sombras de la muerte con toda serenidad…” “Hasta sus postreros instantes, fue sustentada por la confianza, que hizo que no perdiera la certeza de alcanzar aquello para lo que parecía estar volcada toda su vida: almas que se abriesen a ella y se dejasen envolver totalmente por su bondad. “Un poco de esta luz se levantó para mamá ya cerca del fin, cuando tomó contacto con los numerosos jóvenes que iban a mi casa un tanto para visitarme, y más aún para verla y hablar con ella, especialmente algunos que con ella convivieron más. Fue también en esa ocasión que irradió, más que en todo su pasado, aquella dulzura y bondad cristianas que desbordaban de su corazón. Fue el ápice. “Durante aquellos días, yo tenía una idea confusa de que ella conversaba con las personas que esperaban para hablar conmigo. Yo no imaginaba, sin embargo, que había sido tan grande el entendimiento entre ella y ellos. La veía entrar en el despacho o en mi cuarto, con la fisonomía animada y alegre, y me preguntaba: “¿Por qué será?” Sólo después de su fallecimiento, al hablar con uno u otro, supe que conversaban con ella, la interrogaban, sacaban fotografías…
“Entonces le di gracias a Nuestra Señora, porque sus últimos días estuvieron cercados de un especial cariño, marco inicial de una relación que continuó, después, junto a su sepultura…”

Gloria, luz y alegría

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Cementerio de la Consolación donde reposan los restos mortales de Doña Lucilia

Por cierto, en aquel 21 de abril de 1968, suave crepúsculo de una larga y hermosa vida, doña Lucilia lanzó sobre su extenso pasado una mirada llena de dulzura, calma, bondad, sentido de observación y de algo de tristeza.
Ella lo enfrentó todo. Vivió, sufrió, luchó contra las adversidades de la vida sin conservar resentimientos ni acidez, sin hacer recriminaciones, pero sin transigir ni ceder. Era el fin y el ápice de una serena ascensión en línea recta. Quien la observase en su lecho de muerte tendría la impresión de que, en un nivel propio al ama de casa que era, un poco de la gloria celestial iluminaba ya su fisonomía tan afable, tan amable y tan pacífica hasta el fin.
Era la tranquilidad de quien se sentía protegida por la Providencia y sabía que sólo le restaba entregar el alma a Dios, junto al cual le estaría reservada esta triple ventura: gloria, luz y alegría.
Así, en la mañana del 21 de abril, con los ojos bien abiertos, dándose entera cuenta del solemne momento que se aproximaba, hizo una gran señal de la cruz y, con entera paz de alma y confianza en la misericordia divina, adormeció en el Señor…
Beati mortui qui in Domino moriuntur (Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor -Apoc. 14, 13-).

Una enfermedad interminable

Fue grande su solicitud cuando Plinio se vio atacado por una de esas enfermedades comunes en la infancia y en la adolescencia, no exenta por cierto de riesgos: las paperas.

Esta enfermedad fue especialmente penosa para él, no tanto por la gravedad del mal sino por la lenta convalecencia, verdadero tormento para un niño. Plinio no sabía que las paperas podían pasar de una parte a otra del organismo. Cuando se juzgaba cercana su curación pues los síntomas ya iban disminuyendo progresivamente y comenzaba ya a hacer planes para jugar en el jardín, todo empezaba de nuevo, para su desconsuelo, con la reaparición de las mismas incomodidades. Entonces era la hora del suave bálsamo de la resignación que sólo doña Lucilia sabía aplicar:
cap7_024— Hijo, ten paciencia, esto se pasa, como ya se ha pasado de este lado de la garganta.
Cuando estaba casi sano de la garganta, Plinio sintió una fuerte indisposición.
Su cuarto estaba al lado del de doña Lucilia y la llamó:
— Mamá, por favor.
Ella vino, afable y sonriente, y él le explicó qué era lo que estaba sintiendo.
— Hijo, —le dijo con una voz encantadora— las paperas se han pasado al aparato digestivo.
Él de nuevo tuvo dificultades para mantener la paciencia:
— Y, ¿para dónde más va a pasar esto? ¿Para los ojos, para la lengua?
— No, quédate tranquilo. Ahora es ya de verdad la última vez. Consuélate, voy a conseguirte un juguete. ¡Ten confianza!
Si otra persona le dijese “ten confianza, esto pasa”, él ciertamente no aceptaría el consejo con la misma resignación. Pediría que llamasen al médico, se quedaría inconforme. Pero ese “ten confianza”, dicho por ella, le transmitía de hecho una dulce serenidad de espíritu que lo tranquilizaba. El efecto comunicativo del timbre de voz materno ejercía una profunda influencia sobre el hijo.

Huellas de una caricia

Cierta vez, en el transcurso de una comida en casa de doña Gabriela, uno de los comensales notó que doña Lucilia tenía en el brazo izquierdo un pequeño moretón, fruto evidente de una contusión, mal disfrazada por una pulsera de marfil con incrustaciones de bronce. Al preguntarle la causa de la inusitada señal, doña Lucilia respondió con dulzura:
— Fue una caricia de Plinio.
Todos dieron una carcajada, y ella también se rió. Alguien le preguntó entonces por qué permitía por parte de su hijo tan truculenta prueba de cariño. Ella respondió:
— Rechazar una caricia de un hijo mío, nunca lo haré en la vida. Desde que no sea el mal, Plinio puede hacer lo que quiera