Un río de dignidad y afecto

Tal era la unión de alma entre Doña Lucilia y su hijo, que ambos tenían el mismo
temperamento y modo de ser. Al recibir una carta de su madre, el Dr. Plinio, mucho
más que experimentar una alegría nueva y extraordinaria, sentía la felicidad estable
de la continuación de un río de dignidad y afecto, en el margen del cual él había vivido, en cuyas aguas cristalinas había navegado varias veces, con toda especie de encantos.

Creo que nunca pasó por el espíritu de mi madre que una carta suya destinada a mí fuese leída en un auditorio. Me pueden imaginar en París recibiendo esa misiva, en la cual se nota bien con qué extremo afecto preparé mi despedida y viendo, por la respuesta, cómo ella fue sensible a ese gesto mío.

Un mismo temperamento y modo de ser

hotel Regina

Entrada del Hôtel Régina

Alguien podría imaginarme en la portería del Hôtel Régina y el portero diciéndome:
Une lettre du Brésil pour vous. (Una carta de Brasil para Ud.).
Yo, entonces, entrando rápidamente en el primer salón, abriendo la carta, leyendo y sintiéndome dominado por una profunda impresión.
Ahora bien, no fue lo que sucedió. No me acuerdo de los pormenores de cómo llegó la carta. Pero imaginen que el portero me haya dicho eso, y que yo, subiendo el elevador “bonbonière”, de cristal y roble, hasta mi cuarto, allá la haya abierto y leído tranquilamente, sentado junto a la mesa. ¿Cuál fue la repercusión de la carta en mí? Quien imaginase que la repercusión fue intensísima, juzgaría tener una idea de la realidad. No obstante, fue plácida, tranquila y de una intensidad que yo llamaría supersónica, es decir, una cosa de tal amplitud que no repercute. Tal era mi unión de alma con Doña Lucilia, la certeza de que ella recibiría de esa manera lo que yo le enviaba y se expresaría más o menos con ese sentimiento, que yo leí como si ella me lo hubiese dicho todo por teléfono y la carta me llegase después. Independiente de que ella me dijese alguna cosa, yo tenía certeza de lo que ella sentiría. Y al tomar todas las medidas que tomé, yo tenía la certeza de cómo ella lo recibiría y lo que haría. De tal manera que hice una narración de lo que yo ya conocía. Tal era mi unión de alma con ella, que así pasaban las cosas. Era un mismo temperamento, una misma alma, el mismo modo de ser. Como si yo me contase a mí mismo la tristeza que tuve al separarme de ella. Así también era ella al contarme la tristeza que tuvo al separarse de mí. Y eso es mucho más que la sorpresa, que la emoción delante de cada palabra, que el sentirme invadido por una alegría nueva y extraordinaria; era la felicidad estable de la continuación de un río de dignidad y de afecto, en cuyos márgenes yo había vivido, en cuyas aguas cristalinas había navegado varias veces con toda clase de encantos. De manera que, para mí, si ella estuviese en la sala del lado y entrase en mi cuarto para decir eso, era absolutamente la misma cosa.
No sé si una persona puede concebir que la unión entre dos almas pueda llegar a ese punto. Era como si yo fuese hablando conmigo mismo, o ella fuese escribiendo para sí misma.

El jarrón del Emperador

cap12_035Lo que me impresionó más fue el pequeño gesto delicado y muy de ella, que representaba
algo nuevo para mí: la distribución de las flores. La delicadeza de llevar flores a la capilla de nuestra sede, era un modo amable de dejar trasparecer que ella sabía que mi Movimiento era, para mí, más que el hogar. Es algo subconsciente, pero trasparece.
Enseguida, llevar flores a la imagen de mi cuarto, y por último al de ella; las sobras iban a ornar el jarrón del Emperador, en la sala de estar, porque ella sabía que a mí me gustaba mucho ese jarrón, sobre el cual, en cierta ocasión, tuvimos una afectuosa “discusión”.
Una vez tuve una pesadilla de que me había dado una neumonía fortísima y ella estaba sin dinero para pagar los gastos médicos. Entonces percibí, desde mi cuarto, que ella estaba queriendo vender el jarrón del Emperador. Y soñé que me levantaba, iba al salón donde ella se encontraba y dije:
– Mi bien, eso no. Prefiero correr cualquier riesgo, a que se venda el jarrón del Emperador.
Y ella me replicó:
– ¡Eso, nunca! Mi hijo vale más que ese jarrón.
Y respondí:
– Eso es justamente lo que yo contesto, de manera que no quiero que lo venda.
Cuando desperté, le conté a ella el sueño. Entonces ella insistió, afirmando que ciertamente vendería el jarrón del Emperador y que era bueno que yo supiese, porque ahora ella tomaría aún más cuidado, que antes de haber tenido ese sueño. La cosa terminó en nada, naturalmente, pero yo insistía en que no era el caso de vender el jarrón del Emperador.
En la carta hay una alusión al jarrón del Emperador, que quedó todo florido. Era una broma que ella hacía, pero cuán discreta; no tiene nada de una broma moderna, es otra cosa, ni comparemos.

Las cartas del Dr. Plinio eran leídas y releídas

3p197bCierta vez, volviendo de Europa, avisé que llegaría en tal día; pero encontré una forma de llegar en la víspera, con la intención de darle una sorpresa y evitarle el temor de que yo, durante la noche, estuviese volando a cinco mil metros de altitud y de que algo le pasase al avión. En aquel tiempo los accidentes aéreos eran mucho más frecuentes que hoy. Me acuerdo que entré en el cuarto de mañana y la encontré acostada en la cama. Ella ya estaba con la vista muy débil y, por eso, a pesar de ser de día, estaba con el abat-jour encendido bien junto a sus ojos, releyendo mi última carta. Ella me esperaba para el día siguiente.
Yo entré y la saludé:
– Mi bien, ¿cómo le va?
– ¡Oh, eres tú!
Nos abrazamos y nos besamos.
Mi padre me dijo:
– No sabes cuántas veces esa carta fue leída y releída…
Entonces, le pregunté a ella:– ¿Y por qué usted estaba leyendo otra vez esta última carta, tan sumaria?
– Cada vez que la leo, siento algo que no había sentido anteriormente.
Deja la carta, eso es asunto mío.
Eso indica muy bien cómo son diferentes las relaciones entre madre e hijo. Lo propio de la relación del hijo con la madre es el de ser totalmente confiada. Ni se le pasa por la mente que ella no retribuya enteramente el afecto que se tiene por ella. Pero de la madre para el hijo no. Cuando es una buena madre católica, ella no regatea nunca. Quiere sentir la alegría de la seguridad, palpar una vez más. Leer una vez más la carta le daba a ella esa tranquilidad.

Hija de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana

Cuando yo era pequeño, frecuentemente se daba esto: estábamos jugando todos en el jardín – mis primos, mi hermana y yo en el medio – y de repente yo desaparecía, y la Fräulein comenzaba a buscarme. Hasta que un día ella dijo: “No hay caso, cuando Plinio desaparece, ya se sabe… está con la madre.” Yo pensaba: “Mi madre tiene otra substancia, otro entretenimiento, otro afecto, otra seriedad… Yo me escapo de esa gente de cualquier forma, subo y voy a conversar con ella.”

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Plinio, Ilka y Rosée

¡Pueden imaginar cómo ella me recibía! Y cómo era el diálogo: ojos en los ojos, corazón en el corazón, lo más unido que se pueda imaginar. Hasta el momento en que viniesen por mí para ponerme en medio de los niños de nuevo, con la idea de que un niño juega con niños y no debe estar mucho tiempo con los mayores. Entonces, yo también jugaba en medio de los niños. Pero de vez en cuando me volvía a la mente: “Mi madre debe estar en tal sala: si voy corriendo ahora a decirle algo, recibo algo de ella para mí.” Ahora bien, esa actitud la inclinaba a sentirse unida a mí, evidentemente. Eso fue así desde pequeño hasta el último momento, con la gracia de Nuestra Señora.
De esa manera, mis tendencias se afinaron, por la gracia de la Santísima Virgen, con las de ella. Y su modo de ser me pareció el modo de ser natural, la posición ambiental exacta que correspondía a cierto lado de mi modo de ser, que yo deseaba que prevaleciese y venciese. Por lo tanto, para mí, eso no era apenas una consonancia, sino un programa de vida. Ese modo de ser de mi madre resultaba de sus cualidades, de su condición de hija de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, pero con lo específico de su generación y de su familia, acompañado de una carga de sobrenatural, infelizmente mucho menos densa en otras personas. Sin embargo, llevaba la marca de cierta tradición católica, que el modo de ser de su familia indicaba muy bien.

Vocabulario elevado, timbres de voz agradables de oír

Dr._plinioEl modo de ser general en la generación de Doña Lucilia y de su madre era, ante todo, muy ceremonioso, pero muy íntimo. Conversaban sobre cosas bastante simples con mucha intimidad y naturalidad, pero el tiempo entero con muchísima cortesía. De manera que, por ejemplo, en mi tiempo de niño, nunca presencié una pelea entre los mayores. Ni siquiera un levantar de voz, un género de respuesta ácido, nunca vi eso. Puede ser que cuando estuviesen solos tuviesen algún roce. El asunto transcurría en un manso lago azul. Se expresaban muy bien, con un vocabulario bonito, no frecuente en cualquier lugar, habitualmente con timbres de voz agradables de oír. Nadie tenía la voz muy nasal o estridente, nada de eso. Eran timbres que causaban la impresión de que la voz de uno comentaba la del otro. Daba más la impresión de las diferentes notas de un mismo teclado, que propiamente de aparatos diferentes que estuviesen tocando.
La ocasión en que la familia estaba junta era la hora de las comidas, unos minutos antes y algún tiempo después. En la mesa también surgían, a veces, temas muy elevados: política, discusión de religión; y cuando el asunto era elevado, la conversación tendía ligeramente al discurso y a la conferencia. Cuando el tema bajaba, pasaba a ser completamente casero, pero siempre con un vocabulario elevado. Además, con una cosa que mi generación y las posteriores ya no conocieron, que es la vida sin prisa. Aquel era un género de gente que no
se movía con dificultad, no era lenta, pero no hacía nada corriendo. A no ser una cosa: a la hora de tomar el tren, la familia siempre fue un poco atrasada en los horarios. Entonces, había “epopeyas” contadas como hechos graciosos, de trenes que alguien había tomado de tal forma, a última hora, con esos y aquellos episodios. Un tío que fue a coger un tren en la Estación de la Luz, la taquilla estaba cerrada y ya no se podía pasar. Él vio que un elevador de carga iba llevando cosas hacia abajo, guiado por un hombre. Estaba prohibido a los pasajeros bajar por el elevador de carga. Y él estaba lejos y no alcanzaba el elevador. Entonces dio un grito tan imponente, que el conductor paró instintivamente el elevador y élSDL03
entró sin decir nada. El hombre quedó tan tonto, que llevó a mi tío hasta abajo y él cogió el último vagón del tren. Era la única forma de prisa que tenía ciudadanía entre ellos. El resto era lento.
Habla lenta, cada palabra pronunciada enteramente y, durante la conversación, con un poco de pausa. Cuando el tema llegaba a una altura mayor o a una parte más enfática, se hablaba más lento que deprisa y se hacía una fisionomía para el caso. De manera que, por ejemplo, uno está contando una conversación delicada que tuvo con alguien sobre tal cosa: “Bien… bien… puedes imaginar mi apuro.”
Un gesto y una pequeña pausa, actitud para completar el ambiente. Después la narración continuaba. Despedida o saludo en la entrada: con calma. Nadie entraba o salía corriendo. Todos los hechos de la vida transcurridos con densidad; nadie estaba atado o amarrado, ni en correrías. Había un reloj de pared en el comedor, que parecía dar el ritmo a la atmósfera de la casa: “tem, tem, tem”.
Todo eso, que estaba muy en consonancia con Doña Lucilia, ella lo había llevado a una especie de auge, a su punto más característico. Pero con la nota católica muy presente. Era la tradición católica, donde la piedad personal de alguien – en este caso, de mi madre – había puesto la nota católica nuevamente tonificada, reavivada por su acción.

(Extraído de conferencia del 7/7/1979)

Intérprete incomparable de la Santa Iglesia

El hombre, por ser un animal racional, necesita símbolos para poder llegar al conocimiento de las cosas; de lo contrario, no las consigue entender. Una escuela que forme a sus alumnos de manera totalmente teórica, enseñando únicamente la doctrina pura, no obtendrá buenos resultados.

Así, por ejemplo, no se debe enseñar el catecismo a un niño sólo a base de leerle textos y haciéndole memorizar los artículos de la Fe. Es necesario, además, explicarle las verdades a través de un lenguaje parabólico, poniendo a su disposición símbolos, es decir, modelos. Sin ellos, el hombre no penetra en el sentido de los conceptos ni tiene fuerzas para practicar la virtud.
El mismo Dr. Plinio conversando con el Autor, en 1979, profundizó más sobre esta temática: él comentaba que debería haber, además de los principios, ceremonias que los simbolicen. Pero incluso esto sería insuficiente para convencer y atraer a otros. Las ceremonias y los principios sólo echan raíces en las almas cuando hay un hombre representativo que signifique tales principios y tales ceremonias. Como en un trípode, cada una de las tres patas es indispensable porque si una de ellas falta se cae el armazón. Y continuaba: «Ahí están constituidas las condiciones normales de la Fe Católica. Porque el espíritu humano puede concebir algo doctrinalmente, pero necesita tener símbolos que completen en él la acción de la doctrina; y necesita conocer ejemplos vivos que lo lleven a una mejor comprensión de esa doctrina».
En la educación actual, los niños tienen todo su tiempo ocupado por los estudios del colegio y otras actividades, como clases de inglés, guitarra, natación, kárate o judo, o, si se trata de una niña, clases de ballet. A estas ocupaciones se le suman cursos de informática, videojuegos y ¡horas desperdiciadas frente a la pantalla del ordenador, de la televisión y del teléfono móvil! Sin embargo, según recientes investigaciones científicas, se han multiplicado en el mundo infantil ciertos fenómenos que no existían en el pasado, como el de niños que empiezan a engordar exageradamente, y otros que
padecen problemas nerviosos o trastornos del sueño. Y llegaron a la conclusión de que los horarios excesivamente apretados les embota la cabeza, haciéndolos perder lo más importante para la formación de un hombre: la convivencia.
El niño posee los sentidos de la verdad, del bien, de lo bello y del unum; con el contacto con el mundo exterior, estos principios se van desarrollando, lo que le permite adquirir una visión respecto del universo. Este desarrollo será mayor cuanto mayor sea el trato con los demás, y el niño aprenderá mucho más en una conversación de media hora con sus padres o hermanos mayores, por la noche antes de acostarse, que en un día entero de investigaciones y especulaciones abstractas, pues la conversación familiar está más proporcionada a la capacidad que el niño tiene de conocer. Así debe ser la verdadera educación.Ahora bien, si éste es el proceso humano de cualquier niño, a fortiori también lo fue del Dr. Plinio. ¿Cómo fue aprendiendo? ¿Estudiando o buscando en los libros la definición de las virtudes? Por ejemplo, ¿de dónde bebió para tener la fe robusta y esa convicción sobre la infalibilidad e inmortalidad de la Iglesia?
Fue introducido en las vías del Evangelio y en los magníficos panoramas de la Religión

Plinio en el día de su Primera Comunión

¿Cómo fue aprendiendo? ¿Estudiando o buscando en los libros la definición de las virtudes?

Católica por un ejemplo vivo, presente en casa, delante de sí: Doña Lucilia. En este «libro» aprendió lo que es la inocencia y la santidad, la intransigencia, la prudencia y la sabiduría; ¡en su madre comprendió mejor lo que era el Cielo!
«Ella me transmitía lo que había de católico en su alma. […] De manera que yo encontraba consonancias tan profundas con lo que era la gracia que recibía a través de ella con la gracia oriunda de otras fuentes, que se diría que eran dos instrumentos tocando la misma música, encontrándose perfecta y enteramente. Unas veces sentía apetencia por lo que ella podía darme; otras veces era ella, o más bien la gracia por medio de ella, la que me hacía desear lo que la propia gracia me proporcionaría de forma directa. Todo constituía un solo circuito».
Así, el Dr. Plinio percibía toda la consonancia que tenía Doña Lucilia con lo que él recibía a través de la Iglesia, sin intermediarios. La Santa Iglesia y su madre eran como dos instrumentos, podríamos suponer un clavecín y un violín ejecutando la misma armonía en su alma. La madre era, para él, la voz de la gracia, ¡y la voz de la gracia era la voz de la madre!
Con todo, cabe preguntarse: ¿cómo transmitió Doña Lucilia su catolicidad al Dr. Plinio? ¿Le dio unas instrucciones o algunas clases? ¿Le explicó qué significa pertenecer a la Iglesia? ¡No! A semejanza de un vitral sobre el que incide la luz del sol, las gracias se iban sobreponiendo a la naturaleza y penetraban en su modo de ser, acrecentando un nuevo brillo a sus cualidades naturales. Estando cerca de ella y al ver

Fue introducido en las vías del Evangelio y en los magníficos panoramas de la Religión Católica por un ejemplo vivo, presente en casa, delante de sí: Doña Lucilia.

la calma, la tranquilidad y la serenidad con que realizaba las acciones más comunes de la existencia como, por ejemplo, peinarse el cabello, mover las manos o incluso adormecerse en un sillón, la gracia invitaba al pequeño Plinio para aceptar y amar todas las virtudes. Especialmente le llamaba la atención la solemnidad, la compostura, la seriedad… haciéndole exclamar: «¡Qué bonito es ser así! ¡Cómo ella es buena, afable y está dispuesta a ayudar! ¡Con ella lo puedo todo!» Consideremos sus propias palabras: «Yo eminentemente aprendí con ella. ¿Cómo? Era una mirada, una inflexión de voz, una caricia… Por ejemplo, el estar sentado cerca de ella. ¡Me acuerdo con enormes saudades de sus manos! Me quedaba mirando sus manos y, confusamente, porque era un niño, pensaba: “¡Qué alma! ¡Qué corazón!”»
«En última instancia, ¿qué veía en ella? Era una unión de cualidades, que evidentemente no son antitéticas porque no hay una antítesis entre una cualidad y otra, pero que son casi paradójicas. Es decir, sin oposición, pero formando algo parecido a una contradicción debido a una ilusión de la vista. Ante todo, ¿qué era entonces lo que veía en ella? Era una gran elevación de alma, de manera que su espíritu no sólo se reportaba muy fácilmente a las regiones más altas, sino que vivía en esas regiones. Al mismo tiempo, era lo contrario de una soñadora, de una pura teórica o de una persona que vive enredada en preocupaciones sin base en la realidad. Ella estaba por entero dentro de su simple realidad: cuidando de todo, arreglándolo todo, haciéndolo todo, amando esta realidad concreta y participando de la vida con intensidad, aunque el espíritu estuviese en esa región más alta. Esto no se daba con una dilaceración artificial e incómoda, sino mediante una especie de ubicuidad cómoda que la llevaba a habitar enteramente a gusto y por completo en los dos planos, conociendo al mismo tiempo todas las correlaciones que hay entre ellos».

 

Cuando comencé a abrir los ojos para la Iglesia Católica, veía innúmeras veces, afinidades entre el alma de mamá y el espíritu de la Iglesia…

Innúmeras fueron las ocasiones en que el Dr. Plinio explicitó el gran papel de Doña Lucilia en cuanto símbolo de la Iglesia, para la formación de su sentido católico. Cuando tomó contacto con la Iglesia, no tuvo ninguna sorpresa, puesto que mucho de ella, de lo sobrenatural y de la misma Santísima Virgen, ya lo había conocido en el alma de la madre.
Vayamos una vez más, a los recuerdos del Dr. Plinio: «Cuando comencé a abrir los ojos para la Iglesia Católica, veía innúmeras veces, afinidades entre el alma de mamá y el espíritu de la Iglesia, de manera que pude comprender muchas cosas de la Iglesia por conocer a mamá. Y después, naturalmente, iba a ver si la Iglesia pensaba así, porque pronto se hizo claro para mi espíritu que mamá no era el padrón de la verdad, sino la Iglesia. Muchas veces, ciertos puntos de la doctrina de la Iglesia los entendía más fácilmente porque los interpretaba a la luz de lo que veía en ella, de lo que aprendía de ella… ¡Ella fue para mí una intérprete incomparable de la Iglesia! ¡Ella era, a mi ver, la madre ideal y me preparó de un modo eximio para recibir esta Fe!».
«Recuerdo el momento en que leí por primera vez la expresión “Santa Madre Iglesia”. Me quedé conmovido y pensé: “¡Es verdad! Tengo una madre muy buena pero la Iglesia es más Madre mía que ella”. Y así será hasta el fin de mi vida, si Dios quiere. En cierto momento, comencé a darme cuenta de qué manera mamá era un magnífico ejemplo de cómo alguien puede ser conforme a la Santa Iglesia. Ella fue para mí como una prefiguración de la Iglesia».

¡Ella fue para mí una intérprete incomparable de la Iglesia! ¡Ella era, a mi ver, la madre ideal y me preparó de un modo eximio para recibir esta Fe! Ella fue para mí como una prefiguración de la Iglesia…

Plinio, por el discernimiento de los espíritus, al analizar a Doña Lucilia percibía que había entre ella y la Santa Iglesia una perfecta armonía, constituyendo para él una sola gracia y llevándolo a establecer una relación inmediata entre ambas: por un lado, veía en ella el espíritu de la Santa Iglesia; por otro, la veía dentro del espíritu de la Santa Iglesia. Todo lo que había de bueno en el alma de su madre tenía origen en la Iglesia, y la gracia que notaba en el Santuario del Sagrado Corazón de Jesús parecía concentrarse en el alma de Doña Lucilia. Entonces, era una sola línea: Iglesia-Doña Lucilia, Doña Lucilia-Iglesia, hasta el nacimiento en su alma de la devoción a Nuestra Señora, que también pasó a coronar este circuito de reversibilidades.
«Nunca habría conocido enteramente la Iglesia si no hubiese visto este modelo materno. Doy gracias a la Santísima Virgen por haberme dado esta madre, cuyo gran mérito fue haber encaminado mi alma hacia otra Madre: la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana. El alma de esta otra Madre, que es la Santa Iglesia, tiene un trono para una tercera Madre: María Santísima. A través de una, caminé hacia las otras. Esta
triple maternidad, una físico-espiritual y dos espirituales y sobrenaturales, alienta mi ánimo y mi piedad».

Cfr. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El Don de Sabiduría en la mente, vida y obra en Plinio Corrêa de Oliveira. Editrice Vaticana 2016 Parte I pp. 152 ss.

El último día de vida, pasado en la calma y en la tranquilidad

lucilia004Aquellas fotografías fueron sacadas el 18 de marzo de 1968. El día 22 de abril doña Lucilia debería cumplir 92 años. A pesar de su avanzada edad daba la impresión, por el conjunto de su fisonomía, de que podría vivir aún mucho tiempo, tanto más que era frecuente en su familia la longevidad. Nadie imaginaba que, en breve, ella partiría de este mundo rumbo a la eternidad.
Cerca de un mes después de haber sido sacadas las fotografías, se produjo un súbito agravamiento de su salud. Habían llegado sus últimos días. “Me acuerdo —cuenta el Dr. Plinio— que el día 20 de abril, víspera de la muerte de mamá, vi que estaba mucho peor del corazón, y pasé, literalmente, el día entero en su cuarto. Si tenía que salir, volvía en seguida. Ella estaba tan oprimida por la falta de respiración que no podía conversar, y sentía la agonía, el malestar que la falta de respiración naturalmente trae consigo. Pero permanecía
tranquila, serena.”

Pedidos de un hijo estremecido

1p31-3Continúa el Dr. Plinio: “Poco antes, le había pedido a Nuestra Señora que tuviese la bondad maternal de hacer sobrevenir el fallecimiento de mamá en el momento que fuese menos doloroso para ella y para mí. Me parecía un pedido razonable, que Nuestra Señora tomaría a bien. “Me pregunté cuáles serían las condiciones más favorables para ello. Evidentemente, mi deseo era que su muerte fuese tranquila, serena, con aquella grandeza que, en medio de tanta bondad, no la abandonó en ningún momento; y con todas las señales de que moría enteramente unida al Sagrado Corazón de Jesús, al Corazón Inmaculado de María y a la Santa Iglesia Católica. “Pedí también que, durante la noche, no fuese yo sobresaltado con la noticia de su fallecimiento, sino que el desenlace ocurriese durante el día, y así no tuviese el terrible choque de ser despertado en plena madrugada por alguien que me dijese:
“— Doña Lucilia se está muriendo… “Sería horroroso. Me gustaría que eso me fuese evitado.
“Llegué a expresarle a Nuestra Señora otro deseo más: caso mamá muera por la mañana, me gustaría que fuese a una hora en la que yo ya hubiese leído el periódico, porque después de su muerte no tendría fuerzas para ello, y se me podría escapar alguna noticia importante para la causa católica. “Fue exactamente de esta manera que sucedió todo. Cuando terminé la lectura del periódico, entró el enfermero en mi cuarto y me dijo:
“— Doña Lucilia se está muriendo, venga deprisa.
“Meticulosamente, todo lo que pedí se realizó, excepto en un punto: yo querría haber asistido a los últimos instantes de su vida. Pero hasta en eso Nuestra Señora fue bondadosa, ahorrándome algo que me sería en extremo doloroso. A mamá, la Providencia le pidió una última prueba: la ausencia de su hijo en aquel momento supremo de su vida”.

1p29

Salón Rosa, donde fue velado el cuerpo de Doña Lucilia

“Hasta en la hora extrema, sustentada por la confianza en Dios…”

“Ella conservó, en el extremo de la debilidad, la seguridad de tener en orden el espíritu, la inteligencia, una buena conciencia” —continúa el Dr. Plinio. “Se adentró en las sombras de la muerte con toda serenidad…” “Hasta sus postreros instantes, fue sustentada por la confianza, que hizo que no perdiera la certeza de alcanzar aquello para lo que parecía estar volcada toda su vida: almas que se abriesen a ella y se dejasen envolver totalmente por su bondad. “Un poco de esta luz se levantó para mamá ya cerca del fin, cuando tomó contacto con los numerosos jóvenes que iban a mi casa un tanto para visitarme, y más aún para verla y hablar con ella, especialmente algunos que con ella convivieron más. Fue también en esa ocasión que irradió, más que en todo su pasado, aquella dulzura y bondad cristianas que desbordaban de su corazón. Fue el ápice. “Durante aquellos días, yo tenía una idea confusa de que ella conversaba con las personas que esperaban para hablar conmigo. Yo no imaginaba, sin embargo, que había sido tan grande el entendimiento entre ella y ellos. La veía entrar en el despacho o en mi cuarto, con la fisonomía animada y alegre, y me preguntaba: “¿Por qué será?” Sólo después de su fallecimiento, al hablar con uno u otro, supe que conversaban con ella, la interrogaban, sacaban fotografías…
“Entonces le di gracias a Nuestra Señora, porque sus últimos días estuvieron cercados de un especial cariño, marco inicial de una relación que continuó, después, junto a su sepultura…”

Gloria, luz y alegría

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Cementerio de la Consolación donde reposan los restos mortales de Doña Lucilia

Por cierto, en aquel 21 de abril de 1968, suave crepúsculo de una larga y hermosa vida, doña Lucilia lanzó sobre su extenso pasado una mirada llena de dulzura, calma, bondad, sentido de observación y de algo de tristeza.
Ella lo enfrentó todo. Vivió, sufrió, luchó contra las adversidades de la vida sin conservar resentimientos ni acidez, sin hacer recriminaciones, pero sin transigir ni ceder. Era el fin y el ápice de una serena ascensión en línea recta. Quien la observase en su lecho de muerte tendría la impresión de que, en un nivel propio al ama de casa que era, un poco de la gloria celestial iluminaba ya su fisonomía tan afable, tan amable y tan pacífica hasta el fin.
Era la tranquilidad de quien se sentía protegida por la Providencia y sabía que sólo le restaba entregar el alma a Dios, junto al cual le estaría reservada esta triple ventura: gloria, luz y alegría.
Así, en la mañana del 21 de abril, con los ojos bien abiertos, dándose entera cuenta del solemne momento que se aproximaba, hizo una gran señal de la cruz y, con entera paz de alma y confianza en la misericordia divina, adormeció en el Señor…
Beati mortui qui in Domino moriuntur (Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor -Apoc. 14, 13-).

Los funerales de los recuerdos

Lucilia028Cierto día, doña Lucilia permaneció en su cuarto por largo tiempo, revisando papeles guardados en una gaveta del tocador. Sin que ella se diese cuenta, el Dr. Plinio la observaba. Con dificultad, debido a las cataratas, examinaba cada uno de los papeles, los juntaba melancólicamente y, en seguida, los rompía. Habiendo tomado la resolución de nunca disgustarla, el Dr. Plinio no hizo nada para impedir esa destrucción. Se trataba de escritos diversos, muchos de los cuales doña Lucilia había conservado toda su vida. Presintiendo que entregaría brevemente su alma a Dios, quiso ella misma poner en orden sus cosas. Era una acción inspirada por el deseo de no dar trabajo a otros después de su fallecimiento, y por una lealtad y firmeza de alma, fruto seguramente de un pensamiento como este: “La muerte se aproxima y, vista de frente, es razonable que mi conducta sea ésta”.
De este modo, procedía a los funerales de sus recuerdos antes de sus propias exequias.
Días después de su muerte, se comprobó que había dejado solamente lo esencial. El Dr. Plinio notó entonces que su madre había tirado muchos papeles que a él le hubiera gustado enormemente conservar, como, por ejemplo, varias agendas en las que ella anotaba, con escrupulosa precisión, los gastos de la casa, la contabilidad hecha siempre con esmero, y cuántos otros recuerdos…
Deshacerse tranquilamente de todos aquellos papeles, cuyo contenido nos habría hecho conocer otros aspectos de su hermosa alma, era, de su parte, una señal de la serenidad con la que iba a transponer los umbrales de la eternidad.

Para que su hijo no sintiese tanto su muerte

Además de disponer sus cosas para el último viaje, doña Lucilia deseaba también preparar a su hijo para la dolorosa separación. Alguien le dijo que el Dr. Plinio quedaría chocadísimo con su muerte y le aconsejó que disminuyese las manifestaciones de afecto hacia él, para que no sintiese tanto su falta. Doña Lucilia se dejó convencer por el argumento y, dominando su enorme bienquerencia, disminuyó un poco sus cariños. Esa resolución la cumplió con una precisión conmovedora. ¡A ese auge de abnegación llegó su alma maternal! Solamente poco antes de morir le contó al Dr. Plinio que estaba actuando de esa manera a raíz del consejo recibido. En esta actitud, ¡cuánta tranquilidad! Las tempestades que le habían asaltado no habían entrado absolutamente en su tabernáculo interior; ella se estaba preparando para el Cielo.

“¿Cuál es el designio de la Providencia sobre nosotros dos?”

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A pesar de la edad nunca perdía la compostura o la dignidad; por el contrario, mantenía en el porte una impresionante y admirable distinción…

A finales de 1967, doña Lucilia, contando ya 91 años, se vio obligada a moverse en silla de ruedas debido al reumatismo. Una tenue niebla le enturbiaba la mente en lo que se refería a los asuntos prácticos o concretos, pero no le había perjudicado en nada su increíble lucidez sobre los temas elevados. A pesar de la edad nunca perdía la compostura o la dignidad; por el contrario, mantenía en el porte una impresionante y admirable distinción, como nos lo muestran sus últimas fotografías. En cualquier posición que estuviese, mantenía la cabeza siempre firme. Su dulce mirada conservaba toda su luminosidad. En el modo de hablar, con su inconfundible timbre de voz, suave, respetuoso y aristocrático, estaba presente de modo constante la dama paulista de familia de 400 años.
Su vida cotidiana era dedicada casi toda a prolongadas oraciones, principalmente al Sagrado Corazón de Jesús y a Nuestra Señora. En las horas de contemplación, su actitud era de quien decía: “Hay muchas cosas que me hacen sufrir, pero en mi alma hay tanta paz, tanto orden, ese orden es tan bueno y de tal manera mi espíritu lo venera que, aunque todo me faltase, yo conservaría intacta mi paz interior”.
Cuando estaba sola, sin darse cuenta de que la observaban, daba la impresión de estar inundada de una dulzura resultante de incontables actos de resignación, ligada a un gran sentido sobrenatural y a una superior dignidad, sin nada en común con una paciencia deformada por concepciones románticas y sentimentales.

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“¿Cuál es el designio de la Providencia sobre nosotros dos?”

Un día en que el Dr. Plinio cenaba solo con su madre, encantándose con sus palabras, con sus gestos y su actitud, una consideración singular le pasó por el espíritu. Emocionado, aún hoy recuerda: “Lo mejor no estaba en la conversación… ¡Estaba en su presencia! Por eso, yo mantenía la conversación casi que por educación, para poder degustar su presencia. Me pasó por la cabeza de repente este pensamiento: ¡cómo las circunstancias del mundo de hoy tienden a hacer cada vez más raro que haya una madre y un hijo que se quieran tanto como nosotros dos! ¡Y qué difícil es encontrar una madre como ella! “Me acordé entonces de las veces que habíamos estados juntos en aquella sala. Siendo tan raro encontrar una relación, un ambiente como ése, me vino naturalmente al espíritu lo siguiente: ¿cuál será el designio de la Providencia sobre nosotros dos? He aquí una sala donde estamos solos una madre anciana y su hijo, hombre ya maduro. De la madurez se llega rápidamente a la vejez y de allí, a la muerte. El tiempo lo devora todo. ¿No será que antes del tiempo normal la Providencia determina llevarnos, sacarnos de esta vida, a ella y a mí?; ¿y si así sucediesen
los hechos como si un huracán entrase en este comedor y nos arrastrase? “Entonces se extinguiría este último terrón donde, como en pocos lugares del mundo de hoy, había un hijo que quería a su madre tanto cuanto podía y la madre lo merecía con una abundancia y una amplitud difíciles de calcular… y una madre que quería a su hijo con todo su corazón. “Este comedor es uno de los pocos pedazos de tierra en que Nuestra Señora todavía conserva un resto de su reino sobre los corazones. En este mundo en el que todo lo que es de Ella está siendo corroído, ¿será que la Providencia permitirá que se disuelva al viento también este pequeño terrón?… “En fin, pensamientos más o menos melancólicos como esos me pasaban por la cabeza, y para los cuales yo no tenía respuesta…”