Aquellas fotografías fueron sacadas el 18 de marzo de 1968. El día 22 de abril doña Lucilia debería cumplir 92 años. A pesar de su avanzada edad daba la impresión, por el conjunto de su fisonomía, de que podría vivir aún mucho tiempo, tanto más que era frecuente en su familia la longevidad. Nadie imaginaba que, en breve, ella partiría de este mundo rumbo a la eternidad.
Cerca de un mes después de haber sido sacadas las fotografías, se produjo un súbito agravamiento de su salud. Habían llegado sus últimos días. “Me acuerdo —cuenta el Dr. Plinio— que el día 20 de abril, víspera de la muerte de mamá, vi que estaba mucho peor del corazón, y pasé, literalmente, el día entero en su cuarto. Si tenía que salir, volvía en seguida. Ella estaba tan oprimida por la falta de respiración que no podía conversar, y sentía la agonía, el malestar que la falta de respiración naturalmente trae consigo. Pero permanecía
tranquila, serena.”
Pedidos de un hijo estremecido
Continúa el Dr. Plinio: “Poco antes, le había pedido a Nuestra Señora que tuviese la bondad maternal de hacer sobrevenir el fallecimiento de mamá en el momento que fuese menos doloroso para ella y para mí. Me parecía un pedido razonable, que Nuestra Señora tomaría a bien. “Me pregunté cuáles serían las condiciones más favorables para ello. Evidentemente, mi deseo era que su muerte fuese tranquila, serena, con aquella grandeza que, en medio de tanta bondad, no la abandonó en ningún momento; y con todas las señales de que moría enteramente unida al Sagrado Corazón de Jesús, al Corazón Inmaculado de María y a la Santa Iglesia Católica. “Pedí también que, durante la noche, no fuese yo sobresaltado con la noticia de su fallecimiento, sino que el desenlace ocurriese durante el día, y así no tuviese el terrible choque de ser despertado en plena madrugada por alguien que me dijese:
“— Doña Lucilia se está muriendo… “Sería horroroso. Me gustaría que eso me fuese evitado.
“Llegué a expresarle a Nuestra Señora otro deseo más: caso mamá muera por la mañana, me gustaría que fuese a una hora en la que yo ya hubiese leído el periódico, porque después de su muerte no tendría fuerzas para ello, y se me podría escapar alguna noticia importante para la causa católica. “Fue exactamente de esta manera que sucedió todo. Cuando terminé la lectura del periódico, entró el enfermero en mi cuarto y me dijo:
“— Doña Lucilia se está muriendo, venga deprisa.
“Meticulosamente, todo lo que pedí se realizó, excepto en un punto: yo querría haber asistido a los últimos instantes de su vida. Pero hasta en eso Nuestra Señora fue bondadosa, ahorrándome algo que me sería en extremo doloroso. A mamá, la Providencia le pidió una última prueba: la ausencia de su hijo en aquel momento supremo de su vida”.
“Hasta en la hora extrema, sustentada por la confianza en Dios…”
“Ella conservó, en el extremo de la debilidad, la seguridad de tener en orden el espíritu, la inteligencia, una buena conciencia” —continúa el Dr. Plinio. “Se adentró en las sombras de la muerte con toda serenidad…” “Hasta sus postreros instantes, fue sustentada por la confianza, que hizo que no perdiera la certeza de alcanzar aquello para lo que parecía estar volcada toda su vida: almas que se abriesen a ella y se dejasen envolver totalmente por su bondad. “Un poco de esta luz se levantó para mamá ya cerca del fin, cuando tomó contacto con los numerosos jóvenes que iban a mi casa un tanto para visitarme, y más aún para verla y hablar con ella, especialmente algunos que con ella convivieron más. Fue también en esa ocasión que irradió, más que en todo su pasado, aquella dulzura y bondad cristianas que desbordaban de su corazón. Fue el ápice. “Durante aquellos días, yo tenía una idea confusa de que ella conversaba con las personas que esperaban para hablar conmigo. Yo no imaginaba, sin embargo, que había sido tan grande el entendimiento entre ella y ellos. La veía entrar en el despacho o en mi cuarto, con la fisonomía animada y alegre, y me preguntaba: “¿Por qué será?” Sólo después de su fallecimiento, al hablar con uno u otro, supe que conversaban con ella, la interrogaban, sacaban fotografías…
“Entonces le di gracias a Nuestra Señora, porque sus últimos días estuvieron cercados de un especial cariño, marco inicial de una relación que continuó, después, junto a su sepultura…”
Gloria, luz y alegría
Por cierto, en aquel 21 de abril de 1968, suave crepúsculo de una larga y hermosa vida, doña Lucilia lanzó sobre su extenso pasado una mirada llena de dulzura, calma, bondad, sentido de observación y de algo de tristeza.
Ella lo enfrentó todo. Vivió, sufrió, luchó contra las adversidades de la vida sin conservar resentimientos ni acidez, sin hacer recriminaciones, pero sin transigir ni ceder. Era el fin y el ápice de una serena ascensión en línea recta. Quien la observase en su lecho de muerte tendría la impresión de que, en un nivel propio al ama de casa que era, un poco de la gloria celestial iluminaba ya su fisonomía tan afable, tan amable y tan pacífica hasta el fin.
Era la tranquilidad de quien se sentía protegida por la Providencia y sabía que sólo le restaba entregar el alma a Dios, junto al cual le estaría reservada esta triple ventura: gloria, luz y alegría.
Así, en la mañana del 21 de abril, con los ojos bien abiertos, dándose entera cuenta del solemne momento que se aproximaba, hizo una gran señal de la cruz y, con entera paz de alma y confianza en la misericordia divina, adormeció en el Señor…
Beati mortui qui in Domino moriuntur (Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor -Apoc. 14, 13-).