
Prefasio del libro «En Defensa de la Acción Católica» del Nuncio Apostólico, Mons. Benito Aloisio Masella
El libro lanzado por el Dr. Plinio en junio de 1943 —en un gesto de holocausto que él mismo calificó de kamikaze — explotó como una bomba y dividió los campos, denunciando, a los ojos de los que tenía buena fe, los errores diseminados en muchos ambientes del movimiento Católico. Los elementos alcanzados por la mencionada obra, no tuvieron cómo refutar la valiente denuncia del Dr. Plinio. Apelaron entonces a la calumnia, acusándole de haber incurrido en diversos errores doctrinarios sin decir cuáles y de no ser sumiso a la autoridad de los obispos. Esto a pesar de que el libro estuviese prologado por el Nuncio Apostólico, representante del Papa en Brasil y, por lo tanto, bien visto por la Santa Sede.
Como si la detracción contra el autor no bastase, esos elementos pasaron a la persecución abierta, con la intención de neutralizar cualquier acción suya. Arrancaron de sus manos los medios de apostolado, y llegaron al extremo de perjudicarle económicamente haciéndole perder los mejores clientes de su despacho de abogado, como era el caso de la Curia Metropolitana de São Paulo y de las órdenes del Carmen y de San Benito.
El Dr. Plinio fue destituido de todos los cargos que poseía en la Archidiócesis, uno tras otro, incluso de la presidencia de la Junta Archidiocesana de la Acción Católica. Se deshicieron, así, innumerables vínculos que mantenía hasta entonces con personalidades eclesiásticas o seglares adeptas de las nuevas doctrinas. Del mismo modo, cesaron casi por completo las numerosas invitaciones para dar discursos y conferencias en reuniones católicas. En una palabra, un pesado ostracismo se abatió sobre él. Apenas le permaneció fiel el pequeño grupo de redactores del Legionário, el semanario archidiocesano del cual era director. Más tarde, las circunstancias le llevarían a renunciar también a este cargo.
“Qué contraste entre nuestra vida y la de ellas…”

Nuncio Apostólico Mons. Benito Aloisio Masella
En medio de esos acontecimientos, el Dr. Plinio invitó a almorzar en su casa a un sacerdote amigo suyo, el cual no sólo comulgaba de las mismas ideas sino que también apoyaba abiertamente al “Grupo del Legionário”. Después de la comida, dejaron la mesa y continuaron conversando sobre los últimos acontecimientos del caso En Defensa. Junto a una ventana, doña Lucilia le enseñaba principios de costura a su nieta Maria Alice, en aquel entonces ya adolescente. Aquella escena de intimidad familiar daba la impresión de una vida tranquila, de quien ignoraba la tempestad que se cernía.
Dirigiéndose al sacerdote, el Dr. Plinio comentó:
— Qué contraste entre nuestra vida y la de ellas, ¿no?
— Es para que ellas puedan continuar siendo así que nosotros conducimos esta lucha… respondió él.
Era la constatación de que, con la diseminación de los errores denunciados por En Defensa y las consecuentes transformaciones religiosas y sociales, aquella tranquilidad, o mejor, aquella concepción de la existencia familiar, toda impregnada de espíritu sobrenatural, corría el riesgo de desaparecer. Doña Lucilia, aunque consciente de la situación ¿tenía entera comprensión de lo que pasaba? Ya vimos en páginas anteriores cómo había discernido, en una diminuta noticia de periódico, la difusión de estos errores en Brasil. Vimos también cómo, desde la infancia del Dr. Plinio, ella deseaba el desarrollo y la irradiación de su personalidad y entreveía que, de alguna manera, ésta alcanzaría grandes proporciones.
Sus esperanzas sobre el futuro poco común de su hijo, alimentadas por su intuición de madre, se habían realizado en parte, cuando, todavía muy joven, él se convirtió en líder de las Congregaciones Marianas y del propio Movimiento Católico. Pero, ¿y ahora?
Doña Lucilia nota el cambio en la situación de su hijo.
Tras haber seguido paso a paso la brillante ascensión de su hijo como líder católico, doña Lucilia asistía ahora afligida a la destrucción de toda la obra a la cualbél había consagrado lo mejor de su vida, y cuyo único objetivo era la victoria debla Iglesia sobre el mal.
Al lo largo de varias conversaciones con su madre, el Dr. Plinio le iba narrandoblo que sucedía, describía las vicisitudes, así como las consecuencias que de ahí resultaban para el futuro de la Iglesia. No dejaba tampoco de ponerla al par de la difícil situación financiera en la que había sido lanzado, debido a la pérdida de su mejores clientes.
Ella veía todo eso con su habitual serenidad, sin la menor manifestación de acidez o de resentimiento en relación a aquellos que desencadenaban tal persecución contra su hijo.
Con resignación cristiana, doña Lucilia midió las consecuencias de esos hechos en su situación personal. Antes era la madre de aquel que había sido el diputado más joven y más votado de Brasil, polo de pensamiento de la opinión pública católica y hasta de la no católica; de aquel idealista ante el cual se había abierto la perspectiva de brillantes victorias, hasta el triunfo final de la Iglesia sobre sus enemigos. Ahora se convertía en la madre de un hombre al cual el éxito había dado la espalda y que pasaba a vivir casi completamente aislado. Sin embargo, a doña Lucilia le quedaba un consuelo, y eso era lo más importante: ya fuera en el apogeo del prestigio, ya en medio de la persecución, su querido filhão continuaba siempre siendo el mismo.
Nada puede quebrantar a Plinio
Otro sufrimiento afligía a doña Lucilia: no poder hacer nada en favor de su hijo, a no ser
auxiliarlo por medio de la oración. No obstante, algunos hechos que de vez en cuando le llegaban a los oídos por medio de ésta o aquélla persona conocida, la llenaban de consuelo, pues, le revelaban cómo, en medio de tantas tribulaciones, nada abatía el ánimo de su hijo.
Un día, por ejemplo, el Dr. Plinio volvía en balsa de Guarujá hacia Santos, con destino a São Paulo, en compañía de su cuñado, Antonio de Castro Magalhães. A pequeña distancia de ellos estaba sentado un matrimonio, de mucho realce en la sociedad paulista de aquella época. Al reconocerlo sonrieron con amabilidad, dando muestras de querer entablar conversación con él. El Dr. Plinio conocía al marido hacía mucho tiempo, pero nunca había sido presentado a la esposa, razón por la que creyó ser más atento no tomar la iniciativa de acercarse al matrimonio para saludarlo personalmente. Juzgó su deber conservar esa actitud de reserva aún cuando la esposa le saludó también de modo amable, y por eso permaneció en el lugar en que se encontraba, conversando con su cuñado. A cierta altura, el marido no se contuvo más y, dejando a la esposa, se levantó y fue alegremente a hablar con el Dr. Plinio. La gentil actitud del eminente matrimonio dejaba ver cómo se mantenía intacto en la sociedad paulista el prestigio del intrépido batallador.
Antonio notó perfectamente lo que había de reservado en la cortesía del Dr. Plinio y, al encontrarse después con doña Lucilia, le contó ese pequeño episodio.
Cuando, de noche, ella estuvo con su hijo para la “conversación” habitual, el tema fue éste. Llena de alegría, ella entonces le contó el comentario de su yerno: “¡Nada puede quebrantar a Plinio!”
Serenidad a toda prueba
En razón de ese modo de ser, ninguna circunstancia, por peor que fuese, lograba perturbar la paz de alma de doña Lucilia. Un día, en la tranquila São Paulo de aquel entonces, una tragedia conmovió a la ciudad entera. Debido al incendio de un autobús en la Avenida Angélica, murieron entre las inclementes llamas muchos de los pasajeros. El vehículo era de la línea “Avenida”, la misma que el Dr. Plinio solía tomar para ir a su despacho de abogacía.
Cuando se entero del pavoroso accidente, el primer pensamiento de doña Lucilia fue que su hijo podía ser una de las víctimas.
Si para un corazón materno no hay nada más angustioso que la perspectiva de la muerte de un hijo, fue incalculable la aflicción que se apoderó del espíritu de doña Lucilia. Pero se acogió confiante a la protección del Sagrado Corazón de Jesús, delante de cuya imagen se puso a rezar a la espera de alguna información segura. Doña Rosée, siempre muy expedita, en seguida empezó a tratar de localizar a su hermano. Telefoneó a varios amigos para averiguar si tenían noticias más exactas y les pidió que comprobaran la identidad de las víctimas. Ahora bien, justamente ese día uno de los amigos del Dr. Plinio del “Grupo del Legionário”, José Gustavo de Souza Queiroz, estaba hospitalizado con una grave enfermedad que acabaría llevándoselo de esta vida poco tiempo después.
El Dr. Plinio había abreviado sus ocupaciones en el centro de la ciudad para hacerle una larga visita. Sin embargo, se había olvidado de dejar aviso en casa. Al final, alrededor de las ocho y media de la noche, llegó sin tener la menor idea de la situación que reinaba en el hogar. Al doblar la esquina de la calle Sergipe divisó a su sobrina Maria Alice junto al portón de la casa, andando inquieta de un lado para otro. Ella y doña Rosée salieron a su encuentro y, todavía sobresaltadas, le contaron lo ocurrido.
Calculando la angustia de doña Lucilia, el Dr. Plinio entró deprisa en la casa. La encontró afligida pero tranquila, sentada en la mecedora. La abrazó y la besó como de costumbre y le preguntó cómo se sentía después de esa atroz tribulación. Con la suavidad de siempre, doña Lucilia respondió: — Hijo mío, ¡qué alegría verte de nuevo! Estaba aprensiva, pero confiaba en que no te había pasado nada… Ahora voy a acostarme, porque la preocupación
me afectó el hígado y no me estoy sintiendo bien.
Después de un día de tanto sufrimiento no partió siquiera una queja de doña Lucilia. Con el alma en paz se fue a su cuarto, dando gracias a Dios por tener a su hijo junto a sí.
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