Seculares paredes de piedra, sublimes vitrales de colores, ojivas grandiosas y columnas gastadas por los vientos de la Historia… Las campanas tocan conclamando a los fieles para la Santa Misa. Doña Gabriela y doña Lucilia transponen los umbrales de la puerta de entrada y se dirigen a los primeros asientos, próximos del altar. Están en la Iglesia de Saint-German l’Auxerrois, conocida por haber sido el lugar de donde salió el tocsin (toque de campana) que desencadenó, en 1572, los sucesos de la famosa “Noche de San Bartolomé”.
Poco antes de iniciarse la Misa, atraviesa el arco que une la sacristía con el presbiterio una distinguida dama. Durante el Santo Sacrificio, su mirada se posa diversas veces sobre doña Gabriela. Ésta, a quien tal actitud no pasó desapercibida, en determinado momento interrumpe las oraciones de su hija para susurrarle que se trata de la Princesa Isabel.
— Sí, ya la he reconocido mamá, realmente es la Princesa Isabel.
Finalizada la Santa Misa, ambas ven que se aproxima una noble señora y se presenta como la Baronesa de Muritiba, dama de honor de la Princesa. Viene a comunicarles que la Princesa se había dado cuenta de que pertenecían a la aristocracia brasileña y les manda decir que tendría mucho placer en conocerlas.
Doña Lucilia y su madre se dirigen a la sacristía a fin de saludar a la Princesa, y durante la conversación son invitadas por ésta a tomar el té junto con toda la familia en su residencia.
Llegado el día, toda la familia, inclusive los niños, se dirigió a Boulogne-sur-Seine.
Fueron recibidos por la dama de honor de la Princesa y conducidos a un salón donde, poco después, entraría la imperial anfitriona. La familia formó un semicírculo alrededor de la Princesa, mientras ésta iba saludando atentamente uno por uno; todos retribuían sus saludos de modo respetuoso. Siguió el té, en un ambiente de afabilidad y elevación, sellándose a partir de ese momento una larga amistad entre la Princesa y doña Gabriela, así como entre las respectivas familias.
La enfermedad “incurable” de una princesa rusa
Si el donaire era lo que distinguía a doña Gabriela, doña Lucilia cautivaba por la extrema delicadeza y bondad, no sólo de maneras, sino de alma, despertando la confianza de los que la conocían.
Una joven princesa rusa se hospedaba con su esposo en el mismo piso que doña Lucilia y frecuentemente se encontraban en una u otra dependencia del hotel. No pasó mucho tiempo sin que la princesa tomase la iniciativa de saludarla, manifestando su simpatía hacia ella. El pueblo ruso, tan intuitivo como el brasileño, está dotado de una percepción muy rápida no sólo de las situaciones, sino también de la psicología de las personas. Quizá esta cualidad le habrá facilitado a la princesa penetrar en el alma de doña Lucilia, dando ocasión a una confidencia sui generis.
Encontrándose ambas en el corredor, próximo al cuarto de doña Lucilia, la princesa se le acercó llorando y le dijo:
— Madame, sepa disculparme, sé que no tengo derecho de dirigirme a usted de esta manera. Ni siquiera nos conocemos. Pero por su mirada y su modo de ser, veo que usted es una persona bondadosa y compasiva. Me encuentro en una enorme aflicción y quería saber si puedo desahogarme con usted…
Siempre acogedora, doña Lucilia le abrió inmediatamente las puertas del corazón. Llena de angustia, la princesa le contó que un famoso médico de París le había diagnosticado un cáncer y que, en consecuencia, tendría que ser sometida a una operación muy dolorosa y arriesgada. Se encontraba extremamente afligida, ante la previsión de los sufrimientos y del riesgo que le esperaban. No quería morir prematuramente, necesitaba educar a sus hijos y tenía toda una vida por delante. Sollozando, dulcemente le decía:
— Hablando con usted tengo la esperanza de recibir algún consejo que me ayude a encontrar una salida para esto…
Doña Lucilia en pocos minutos la tranquilizó:
— No desanimemos, los médicos algunas veces se equivocan, no son infalibles, uno puede corregir el diagnóstico de otro. He oído que, sobre esta materia, hay en Suiza un médico muy bueno. Quien sabe, usted puede ir hasta allí, pide una consulta…
Sus palabras impregnadas de bienquerencia y su tono de voz comunicaban una profunda paz. La pobre princesa fue sintiendo penetrar en su alma, aun dentro de la tragedia, el suave bálsamo del buen consejo. Entre sollozos escuchó que doña Lucilia la estimulaba a rezar para no dejarse vencer por la desesperación.
Poco después, la princesa resolvió hablar con su esposo. Él no estuvo de acuerdo:
— El médico que te ha visto es uno de los mayores que hay sobre el tema; no se equivoca. La realidad es ésta y debes aceptar la situación…
A pesar de ese primer revés, la joven dama no se desanimó. El desacuerdo con su marido se prolongó durante varios días, hasta que acabó por convencerlo de que hiciesen el viaje a Suiza.
En el momento de la despedida, en medio de palabras de consuelo y de ánimo, doña Lucilia le dio su dirección en Brasil para que, necesitándola, no dejase de buscarla.
Pasado algún tiempo, cuando doña Lucilia ya estaba en São Paulo, recibió una carta de su confidente, en la cual le agradecía todo lo que había hecho por ella.
Contaba que el médico suizo, después de varios exámenes, había desmentido enteramente el diagnóstico de su colega parisiense. De esta manera, la princesa daba por resuelto el caso gracias a la bondadosa y sapiencial orientación de doña Lucilia.