Operación con éxito

  Policlínica de la Real Universidad de Federico Guillermo

                               Policlínica
de la Real Universidad de Federico Guillermo

La intervención quirúrgica ponía a toda la familia en una gran expectación, a la que, evidentemente, no era ajena doña Lucilia. A pesar de ser un médico famoso, el Dr. Bier había realizado hasta aquel momento una única extracción de vesícula y ese tipo de operación era una aventura a la que raramente se lanzaba un cirujano. A esto se sumaban los relatos de muertes o, quizá peor, de serias lesiones post-operatorias que dejaban al paciente casi inválido para el resto de su vida. La técnica quirúrgica no había alcanzado aún los perfeccionamientos de hoy e incluso la anestesia era bastante arriesgada.
¿Cómo sería la intervención quirúrgica de doña Lucilia? ¿Tendría buen resultado? El día marcado, después de una mañana llena de incertidumbres, sus familiares recibieron con enorme alivio la noticia de que la operación del Dr. Bier había sido coronada de éxito.
Doña Lucilia, a pesar de tener la vida a salvo, tendría aún que soportar sufrimientos que sólo cesarían poco a poco. El post-operatorio fue doloroso y complicado, dada la falta de recursos de la medicina de entonces. Los dolores y aflicciones por los cuales pasó durante aquellos días fueron tales que le dejaron huellas para el resto de su vida. En menos de una semana aparecieron varios mechones blancos en su negro cabello.
Gracias a su espíritu de resignación encontró una manera de convivir con el dolor. Se mantenía siempre acostada, evitando cualquier esfuerzo físico, para no consumir sus últimas resistencias. Su fisonomía denotaba estar profundamente traumatizada, como la de alguien que hubiese sufrido un “terremoto” interior. A pesar de todo, cuando sus hijos se acercaban a ella, siempre los recibía con indecible cariño. La sonrisa y el afecto nunca estaban ausentes en aquella maternal intimidad. Constituían para su madre, que tan abatida se encontraba, como ventanas para el día de mañana.

Perdón para quienes la trataron mal


Después de la cirugía, doña Lucilia sólo podía tomar alimentos líquidos. Una de las primeras comidas, que le ofreció una enfermera con aires dictatoriales, fue una sopa de sesos. Pero doña Lucilia se sentía indispuesta cuando era obligada a comer ese plato, por menor que fuese la cantidad. Con su invariable suavidad y elevadas maneras preguntó de qué era aquella sopa. La enfermera, al comprender que tenía frente a sí a una paciente muy delicada, y dándose cuenta por la inflexión de su voz de la incompatibilidad con aquel alimento, evitó decirle la verdad afirmando solamente que se trataba de una comida indicada por el propio Dr. Bier.

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Doña Lucilia, sin darse por vencida, insistía:
— Quería decirle que los sesos me desagradan mucho. ¿No será de eso la sopa?
La enfermera, mirándola fijamente, afirmó sin rodeos:
— Es sopa de sesos, pero el Dr. Bier ha dado orden expresa de que se la sirviésemos.
Doña Lucilia dio renovadas muestras de desagrado sin conseguir convencer a la implacable enfermera. Poco después de haberla tomado, comenzó a sentir fuertes náuseas que dieron origen a un súbito agravamiento de su estado de salud.
No tardó mucho para que la tiranía se convirtiese en desesperación. La pobre enfermera, al ver las dramáticas consecuencias de su gesto, buscó acto continuo al médico de guardia. Sin embargo, constató que éste había saltado por la ventana para ir a una fiesta, dejando completamente abandonados a los pacientes. No sabiendo qué hacer, recurrió a un médico de otro sector para que atendiese a doña Lucilia.
Al amanecer, en la visita que hacía a sus enfermos, el Dr. Bier verificó que las condiciones de doña Lucilia eran muy malas y quiso saber con germánica exactitud qué había pasado. Sin dejar de decir la verdad en ningún momento, doña Lucilia evitó acusar a la enfermera librándola así de un justo castigo. Por detrás del cirujano, la tirana, en postura de súplica, con las manos juntas, imploraba a doña Lucilia que no le hiciese perder el empleo. Tan pronto como se vio salvada, se deshizo en manifestaciones de gratitud por el noble gesto de que había sido objeto. A pesar de todo, el Dr. Bier con espíritu investigador, receloso de alguna falta en la atención, no se dio por satisfecho y mandó llamar al médico responsable a fin de aclarar la situación.
Ese hecho dio lugar, una vez más, a que doña Lucilia volviera a practicar de manera insigne la virtud de la caridad para con el prójimo. Normalmente, hasta las personas bien educadas serían propensas a manifestar su inconformidad, tanto por el mal trato recibido por parte de la enfermera, como por la grave negligencia del médico de guardia. Merecían éstos, con razón, recibir un castigo ejemplar, que tal vez llegase hasta la expulsión de ambos de aquel hospital, sobre todo trantándose de una de las mejores instituciones europeas en el género. Si constaba tal falta en la hoja de servicios, sus carreras se verían perjudicadas de alguna manera. Tanto al médico como a la enfermera no les quedaría otra alternativa que la de trabajar en alguna de las numerosas colonias del Imperio Alemán: Namibia, África Oriental Alemana o cualquier isla perdida en medio del Pacífico.

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Con el candor que le era tan característico, doña Lucilia se volvió hacia su famoso cirujano y sin especificar quién la había asistido, dijo:
— El médico estuvo aquí.
Así, en contra de su propio derecho, salvó la situación de aquellos que le tendrían que haber dado la atención que exigía su estado de salud. Como es evidente, el irresponsable médico de guardia también se deshizo en agradecimientos hacia su protectora.
Es imposible que no encontremos en esas actitudes los trazos de un heroico acto de virtud, fruto de una verdadera grandeza de alma. Era así que doña Lucilia se comportaba invariablemente con aquellos que, con mayor o menor gravedad, la hacían sufrir.

Tranquilízate, hijo mío

Tito, sobrino sordomudo de Doña Lucilia

Tito, sobrino sordomudo de Doña Lucilia

Tito, el sobrino de temperamento difícil, siempre aceptaba eximiamente el consejo que con frecuencia le daban: “Anda a buscar a la tía Lucilia, es la única que sabe calmarte completamente”. Durante el viaje era él una de las más frecuentes visitas de doña Lucilia, quien siempre lo recibía con ternura y paciencia, sin ahorrar esfuerzos, a fin de resolver los problemas del niño. Se comprende que haya guardado toda la vida un enorme afecto por su bienhechora.
Debido a sus males, además de no saber controlar la voz, era incapaz de medir el efecto de sus palabras al dirigirse a una persona que se encontraba en una situación tan penosa como la de doña Lucilia. Le faltaba, por su poca edad, el sentido de las circunstancias y de la oportunidad, lo que explica que le dijese casi a gritos:
— Tía Lucilia, están diciendo que usted se va a morir. ¡Y yo no quiero que se
muera!
Es posible imaginar fácilmente cuál sería la reacción de cualquier persona ante ese trágico pronóstico: seguramente llanto, desánimo u otras actitudes semejantes. Sin embargo, no fue esta la conducta de doña Lucilia. Compadeciéndose del sufrimiento del niño y dirigiéndose a él con el semblante sereno y la voz llena de dulzura, le dijo:
— Tranquilízate, hijo mío, que no voy a morirme…

En la capital del Imperio Germánico

Después de navegar bajo un tórrido clima por los mares tropicales, el vapor entró en aguas europeas. Sin hacer escala, pasó a lo largo de las costas portuguesas, españolas y francesas, atravesó el agitado Canal de la Mancha, y penetró en las brumas del Mar del Norte. Al final, atracó en el famoso puerto de Hamburgo, ciudad repleta de tradiciones medievales. La familia no pudo quedarse allí por mucho tiempo, debido al estado de doña Lucilia. En seguida, cogieron un tren para Berlín, capital del Imperio Germánico.
Doña Lucilia no tuvo oportunidad de prestar atención en los diversos aspectos de la ciudad, a pesar de que para ella la observación de los ambientes constituía uno de los lados más interesantes de la vida. Sus familiares se dirigieron hacia el bellísimo Fürstenhof (Hotel de los Príncipes), el cual ofrecía, entre costumbres ceremoniosas, todos los requintados lujos de la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial. Ella, en cambio, tuvo que ir directamente al hospital.

Policlínicade la Real Universidad de Federico Guillermo

                                    Policlínica
de la Real Universidad de Federico Guillermo

Doña Lucilia sería operada durante los primeros días de julio en la Policlínica de la Real Universidad de Federico Guillermo, la niña de los ojos del Káiser.
Dedicada no sólo al tratamiento de las más variadas enfermedades sino también a la investigación científica, esa institución hospitalaria era mantenida con un cuidado extraordinario. El orden se hacía presente hasta en los menores detalles, de tal manera que las mismas piedras de los patios estaban pintadas de blanco.
Aquella blancura en medio de unos jardines eximiamente arreglados, proporcionará a doña Lucilia algo de alivio en los sinsabores que tendrá que soportar durante su convalecencia.
Diariamente, después del desayuno, doña Gabriela y don João Paulo dejaban a los niños con la institutriz y se dirigían al hospital para hacer compañía a doña Lucilia. Los demás familiares iban también a verla siempre que podían. Nos ha sido posible recoger la narración de una de esas visitas, realizada por su madre, esposo e hijos. Al encontrar a doña Lucilia acostada en la cama, la primera impresión que se tenía era la de ver una estatua más que un ser vivo: los cabellos sueltos, largos y negros cayendo por detrás de la almohada formaban una cortina, los ojos vueltos hacia el techo, absortos en pensamientos, los brazos extendidos a lo largo del cuerpo.

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A pesar de su estado, toda su actitud era de firmeza, estabilidad, continuidad, decisión ante el riesgo que estaba por venir. Ella no cambiaba, sino que avanzaba en línea recta. Era una deliberación serena, imperturbable y suave, como quien dice: “Ha de ser así y lo será; Dios proveerá”.
Cuando se daba cuenta de la presencia de los suyos, doña Lucilia procuraba manifestarles el cariño de siempre, mas con un fondo de gravedad y tristeza.

En las idas a Santos, doña Lucilia se extasiaba con el paisaje

lucilia_1En las idas a Santos, doña Lucilia se extasiaba con el paisaje Cuando el tren comenzaba a bajar la Serra do Mar, algunas veces se ponía de pie junto a la ventana y, en silencio, contemplaba extasiada aquel paisaje en el cual sobresalían los manacás floridos.
Su mirada se fijaba, sobre todo, en lo más alto de la montaña, donde monumentales rocas desafiaban a los cielos y a las nubes y de donde partían plateados hilos de agua que se desdoblaban en una especie de cortina luminosa, corriendo sobre las oscuras piedras hasta lanzarse espumando en un estanque rocoso cavado por su propia caída. Cuanto más alta estaba la naciente, tanto mayor era la pureza del agua y la energía con que abajo chocaba y se mezclaba con las otras aguas.
Cuando contemplaba el panorama de la sierra, sea en su mirada, sea en la seriedad de su rostro, sea en el sereno entusiasmo que manifestaba, se le notaba aquella inconfundible dulzura que partía de sus elevadas consideraciones. No eran pensamientos de filosofía pura, sino de gran repercusión afectiva a respecto de la obra de Dios, de lo grandioso del paisaje que se abría delante de sus ojos.Doña_Lucilia_matrimonio
Reflexiones como éstas poblaban su rico interior. Y, precisamente porque su alma habitaba en aquellos páramos, cuando llegaba la hora de inclinarse para cuidar, por ejemplo, de un hijo, aquella dulzura se hacía sentir aún más. Era esto lo que cautivaba de forma especial cuando se trataba con ella: una mezcla de elevación que sabe volverse con ternura hacia el inferior, y con veneración y respeto hacia quien es superior. Poseía, en grado excelente, una forma de presencia que irradiaba esa ordenación de espíritu de ella.

Su figura serena, afable, compasiva, pero intransigente en el cumplimiento del deber, piadosa y llena de virtudes, nos hace recordar un luminoso comentario del P. Antonio Royo Marín, O.P., que bajo tantos aspectos parece describir sus trazos morales:

¿Habéis entrado ya en uno de esos hogares benditos en el cual impera una reina serena?
Eternamente calma en sus fuerzas, perpetuamente graciosa y sonriente en el resplandor de su alta virtud, la reina de la serenidad no se turba ni por las inoportunidades de sus niños ni por los accidentes de la salud o las preocupaciones de la casa, ni por las vicisitudes incesantemente móviles de la existencia. El deber es su estrella. Marcha como los reyes antiguos, porque sabe, lo mismo que ellos, que Dios es el motor; Dios, sobre quien ella se apoya; Dios, que nunca le ha faltado; Dios, que tiene en sus manos paternales todos los acontecimientos de su vida de madre y esposa, de ama de casa y de mujer de trabajo.
Su hogar es el reino de la paz, casi del silencio. Si las voces se elevan, es para mezclarse unas a otras en notas de un concierto de alegría. Todo en esa familia funciona como la regularidad del gran péndulo del reloj de la escalera, donde el tac responde al tic con regularidad y cuya oscilación no es más precipitada en la noche que en la mañana.
¿El secreto de la reina de la serenidad? ¡Ah!, ¿quisierais conocerlo? ¿Por qué es tan diferente de tantas otras esta madre, esta ama de casa? Porque ella es… dueña de sí misma (Antonio Royo Marín, O.P., Espiritualidad de los seglares, BAC, Madrid, 1967, pp. 612-613).

La Navidad con Doña Lucilia

Las conmemoraciones de Navidad, en que el Divino Infante toca particularmente con sus gracias a los limpios de corazón, era objeto de un especial empeño de Doña Lucilia. 

sao paulo - brazilEn una sala donde los niños tenían vedada la entrada, un pino, cuyo tamaño los impresionaba porque llegaba hasta el techo, era hábilmente transformado en árbol de Navidad por doña Lucilia. Colgaba en sus ramas diferentes adornos, como figuras de angelitos de papel, además de caramelos de licor, de colores variados, rosquillas de pan de miel y otras golosinas. En las cuatro esquinas de la sala había muchos tipos de dulces, comprados y arreglados por ella.
Los niños esperaban junto a las institutrices en una sala del piso superior. Al sonar las campanadas de medianoche, bajaban en fila hasta el jardín por una escalera externa, dándose las manos unos a otros y cantando músicas alemanas de Navidad. Cuando la puerta de la sala se abría, entraban todavía agarrados de las manos y contemplaban el árbol que, con innumerables velitas encendidas, traía cada año una sorpresa. A dos pasos de él, doña Lucilia —encantada con la inocencia infantil— sonreía a los niños que iban llegando. Era como si tuviera en el corazón un árbol de Navidad para cada uno. Era ella quien dirigía la fiesta, realzando su carácter fundamentalmente religioso. Tras haber entrado todos los niños, doña Lucilia mandaba que guardaran silencio y se arrodillaba, seguida de los demás, delante del pesebre que había montado junto al árbol de Navidad. Rezaba una oración al Niño Jesús, que todos repetían. Concluida ésta, los niños se levantaban y, nuevamente dándose las manos, daban vueltas dos o tres veces alrededor del árbol, cantando Noche de Paz. Después, iban corriendo hacia las mesas cargadas de delicias y recibían los regalos traídos por San Nicolás… Doña Lucilia opinaba que era demasiado laico hablar de Papá Noel.Lucilia_correade_oliveira_021
Toda aquella atmósfera navideña de entonces, a la cual ella le daba un toque propio, ayudaba a hacer notar una gracia que envolvía el ambiente, venida de lo más alto de los Cielos, induciendo a los asistentes a dos disposiciones de espíritu: el maravillamiento recogido y humilde ante lo sublime; y la gratitud llena de dulzura de quien recibe una misericordia sin límites.

La reversibilidad en el espíritu de doña Lucilia era una de sus más notables cualidades. En medio del inocente júbilo de la Navidad existía siempre en ella un fondo de tristeza,  pues veía despuntar a lo lejos el drama de la Pasión. En sentido opuesto, al considerar la Muerte de Nuestro Señor, algo en su alma denotaba ya las alegrías triunfales de la Resurrección.