Vuelo de la inocencia

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Lo que, en el fondo, está muy presente en la mirada de Doña Lucilia es la connaturalidad con las alturas. Es un cordero que se dejó llevar por las garras del águila y que apacienta en las alturas con la mansedumbre de una oveja en las praderas. He aquí el fruto de una entrega completa, es el vuelo de la inocencia.

La inocencia, con facilidad, lleva al cordero a ser transportado por el águila. Lo que en nosotros no se deja transportar por el águila son las partes pesadas – por así decir, abdominales – que perdieron el gusto de la inocencia. Lo que en nuestras almas se ha convertido en “abdomen”, es decir, en el deseo intemperante de los placeres de la vida, no quiere ser llevado por el águila a lo alto de los montes.

(Extraído de conferencia de 30/04/1983)

Una profunda seriedad de espíritu

Analizando el modo de ser de su madre y cómo lo atendía en esa necesidad, Plinio formó en su mente una noción que no sabía expresar por ser muy pequeño, pero que, en el fondo, se resumía en lo siguiente: «¡Madre, madre lo que se dice, para mí es ésta!»
Y de esa percepción, llegó a una conclusión: «¡Cómo ella es seria! No se tomó mi aflicción como una cosa de niñito, sino que percibió cuánto estaba sufriendo de verdad. Aquel dolor, de hecho, lo sentía. Y mamá, por haberlo notado, hizo un sacrificio serio, pues sufrió al socorrerme. Ella era tan seria que ocultó su sufrimiento y fingió

Señora de espíritu grave, serio y profundo, en cuya fisonomía transparecía gran bienquerencia

divertirse con sus propias narraciones, sólo para hacerme el bien. Ella fue seria: quería de verdad remediar mi caso. Su actitud significa mucha misericordia y, sobre todo, ¡mucho amor!» Para que comprendamos bien este espíritu de consecuencia, seriedad y gravedad de Doña Lucilia, es preciso tener en consideración el Primer Mandamiento de la Ley de Dios, que ella practicaba con extraordinaria perfección. En efecto, mucho más que simplemente no reír, la seriedad es una cualidad de alma conducente a dar a cada cosa el debido valor, teniendo una impostación27 interior por la cual el espíritu jerarquiza sus concepciones y sus quehaceres. Por tanto, habiendo dentro de la Creación tres pináculos: la figura adorable de Nuestro Señor Jesucristo, la figura venerabilísima de Nuestra Señora y, después, la figura divina de la Santa Iglesia, la virtud de la seriedad consiste, esencialmente, en dar la adecuada atención a estos tres pináculos, tributando a Dios lo que es de Dios, y a las cosas secundarias, lo secundario.
Siendo así, del amor fervoroso y lleno de llamaradas, aunque suave y calmo, de Doña Lucilia al Sagrado Corazón de Jesús y a todo lo que era conforme a Él, resultaban su intransigencia y radicalidad. Esa seriedad la llevaba también a tener una fisonomía siempre controlada, pero nunca tensa; con una sonrisa nada mundana ni superficial, y sí de profunda bienquerencia, por amor de Dios. Mirando el alma de Doña Lucilia y viendo cuánto era seria, el Dr. Plinio tuvo su primer encanto en relación con la seriedad. He aquí uno más de sus recuerdos: «Ella tenía un sentir profundo de la transcendencia de las cosas y un algo que no se sabe bien hasta qué punto hacía parte de la “transesfera” (el Dr. Plinio utilizaba el término «transesfera» para significar «la suprema y majestuosa resonancia de nuestras acciones en Dios, y la resolución paterna y solar del mismo Dios». En definitiva, hablar de «transesfera» es referirse a todo aquello que está, por así decir, «más allá de la esfera», o sea, por encima de nosotros: es el enlace que conecta el resto de la Creación a Dios o que conduce a Él), y hasta qué punto era sobrenatural; ese algo llamaba su atención con frecuencia y vivía inmersa dentro de ello. Hablaba poco respecto de este asunto, pero nunca me fue posible acercarme a ella o tener cualquier encuentro con ella, sin sentir intensamente la presencia de su espíritu en esa zona de lo “transesférico” y de lo sobrenatural; y sin dejar de notar que el modo por el cual ella veía el mundo, las relaciones humanas, los hechos que pasaban a su alrededor, la vida humana en general, era focalizado en esa región elevada. Eso me ayudó mucho en la formación de mi espíritu. Ella me formó, no a través de consejos explícitos, sino primero por un modo de ser atrayente y convincente, que auxilió enormemente a mi inocencia a discernir, en función de ella y de lo que yo sentía que eran sus pensamientos, la clave más alta de las cosas. Ella fue, por así decir, el fuego, la llama que encendió en mi alma esa visualización. La seriedad y su valor moral venían de ahí. En cualquier acción buena ella veía un mérito tan grande y, de otro lado, en cualquier acción mala, una vergüenza tan grande, que era llevada a considerar la oposición entre el bien y el mal, la verdad y el error, el pulchrum y lo feo, como un valor propio a llenar la vida. Y mucho de la seriedad de mi alma se debió a ella».
Los contactos de un hijo con su madre son incontables, y el Dr. Plinio convivió con su madre nada menos que sesenta años. Ahora bien, él afirma aquí ¡nunca haberse dado una sola ocasión en la cual se aproximase de ella y no percibiese, en su interior, la presencia de esa contemplación de un horizonte «transesférico» y sobrenatural! Analizándola con discernimiento de los espíritus, él comprendió cómo la seriedad y la sabiduría se identifican en gran medida, conforme explicitó en cierta ocasión: «La seriedad es la posición temperamental de quien, con inteligencia, fue sabio e hizo de su inteligencia lo que debía hacer; tal seriedad no es sino uno de los modos de ser de la sabiduría».

Un escalón para la devoción a Nuestra Señora

La convivencia con Doña Lucilia fue para Plinio un oasis. Con ella aprendió, además de la elevación, la donación de sí mismo llevada a las últimas consecuencias. El siguiente comentario expresa cuánto ella fue de un auxilio extraordinario, sin el cual no habría llegado a la práctica de la virtud: «Un beneficio profundísimo que recibí de ella, y no sé lo que sería de mí —naturalmente Nuestra Señora es mi Madre y Ella habría de proveer por mí— si no lo hubiese recibido, fue el de creer, por haberla conocido, que sí es posible el grado de afecto y de dedicación que ella poseía. Y también el grado de desprendimiento de alma y de deseo de dirigirse hacia las cosas superiores que la caracterizaban. Quien conoció esas dos cualidades se vuelve propenso a elevar su alma ad maiora, y adquiere la convicción de que, amando de hecho a Nuestro Señor Jesucristo y a Nuestra Señora, se es capaz de una dedicación y de un afecto como el de ella. Y nada es más antiaxiológico que imaginar el mundo constituido irremediablemente por superegoístas. Además, si el alma llega a creer en el error de que eso es inevitable, la vida recibe una carga de amargura, de decepción y de non sens, de una brutalidad indecibles…»
La Providencia dio a Plinio una robusta noción del ser, así como un inusual sentido del bien y del mal; lo dotó también del discernimiento de los espíritus, del don de sabiduría y de los demás dones del Espíritu Santo en alto grado; infundió en su alma la lógica, a través de una gracia mística recibida algunos años más tarde. Sin embargo, nada de eso habría fructificado si no le hubiese sido concedida una madre que representase la bondad del Sagrado Corazón de Jesús y de Nuestra Señora. Un hecho ocurrido con Doña Lucilia demuestra bien, por la reacción que produjo en el alma del pequeño Plinio, cuál era la naturaleza de la influencia que ejercía sobre su hijo. Teniendo él siete u ocho años de edad, este episodio de tinte trágico constituyó, dentro de la «topografía de la infancia», una especie de montaña.
En un periodo en que el romanticismo del siglo XIX estaba desapareciendo y daba lugar a la vida despreocupada de la Belle Époque, el drama que será relatado tuvo aún cierta connotación romántica. Plinio estaba en casa, jugando o contemplando y, de repente, se divulgó la angustiosa noticia de que Doña Lucilia había sufrido un accidente cuando estaba fuera de casa. En efecto, había ido a un dentista de la Rua São Bento, en el mismo edificio donde quedaba el bufete de su esposo, el Dr. João Paulo, y al bajar una escalera, sedesequilibró, e intentando apoyarse en la barandilla, acabó por sufrir una luxación en el hombro.

Plinio y Rosée

La aflicción del pequeño Plinio pronto desapareció con las caricias de la madre

Plinio se sobresaltó enormemente cuando le susurraron al oído que Doña Lucilia iba a llegar bajo los efectos del cloroformo, lo que dejaba a la persona un tanto anestesiada, pues colocar el hombro en su lugar era un proceso extremamente doloroso. Por eso, además, sería trasladada en ambulancia. En una época en que todavía se usaban mucho los caballos, bien se puede imaginar el drama que sería, para un niño inocente, verla llegar en aquel vehículo extraño. Enseguida, los familiares lo dejaron a solas y comenzaron a arreglar el cuarto, andando de un lado para otro, con mucha prisa.
Por teléfono llegaban las noticias: «¡Ya salió del hospital!» «¡Ya debe estar llegando!» Y Plinio, en vez de tranquilizarse porque ya estaba viniendo, se afligía cada vez más. Para él significaba una verdadera desdicha; caso ella llegase a fallecer, sería literalmente el fin del mundo, o peor, ¡porque se quedaría en un mundo del cual ella habría desaparecido! Y tal fue la dilaceración nerviosa por la que pasó, que varias veces, mientras esperaba, salía corriendo desde el fondo de la sala donde estaba, daba un salto y un puntapié en la puerta y volvía corriendo. Puede imaginarse la fisonomía de consternación que tendría ante lo sucedido, pues alguien le llegó a decir:— No aparezca así, porque, si su madre le ve con esa cara de angustia, va a sufrir más aún.

Por fin, ella llegó. Plinio de hecho, no apareció, y esto fue más pungente y aumentó más su tormento; si la hubiese visto, se habría calmado. Pero solamente oyó la agitación de la ambulancia y, a cierta distancia, los pasos de los que la llevaban por el pasillo. Después vio a los médicos, con aquellos grandes bigotes, aún de la época del Káiser, pidiendo yeso y agua caliente… ¡Todo daba la impresión de tragedia! Al final, autorizaron a Plinio a visitarla. Él se acordaría siempre de aquel contacto que tuvo con Doña Lucilia. Le habían dicho que tomase mucho cuidado al abrazarla y que no se lanzase sobre ella, pues todavía se estaba sintiendo mal y sufría un dolor insoportable.
Fue, entonces, introducido silenciosamente en el cuarto y apenas conseguía verla a distancia, desde la puerta: ella estaba acostada en la cama sobre su lado derecho, teniendo el otro enyesado, y con la cabeza puesta en la almohada, muy pálida, pero con una resignación completa. Había una lamparita azul en la cabecera y él escuchó un gemido, tan suave y tan ordenado, que era como la pulsación de un corazón. Y pensó: «¡Qué orden y qué dulzura!»
Cuando ella percibió, en medio de aquella penumbra azul, la presencia del niño, extendió el brazo e hizo una señal:
— Filhão (Desde que el Dr. Plinio era pequeño, Doña Lucilia acostumbraba a llamarlo con el cariñoso título de filhão, derivado de filho, que significa, en castellano, hijo), ¿eres tú?
Él se acercó a la cama y la besó en el rostro muchas veces, mientras ella lo abrazaba y acariciaba. Después, antes de que él pudiese preguntarle cualquier cosa, ella se adelantó para indagarle:
— Hijo mío, ¿estás mejor de tu resfriado? ¿Estás teniendo cuidado con el relente y las bebidas frías?
Entonces, Plinio se dio cuenta de que, en medio de aquel dolor, ¡su madre todavía encontraba la serenidad suficiente para preocuparse más con su estado de salud que consigo misma! Era, por lotanto, una bienquerencia sin pretensión, nada egoísta, realizada, eso sí, ¡en función del amor de Dios! Aquel trato sublime marcó el alma de Plinio y, mientras se retiraba, pensaba: «¡Hay entre ella y yo una interpenetración profunda! ¡Mi alma está en la más íntima unión y afinidad con la suya! Lo que le afecta a ella, me afecta a mí, porque yo soy una prolongación suya; lo que golpea allí, duele allí y aquí, ¡pues yo lo siento como si fuese en mí!»
Se observa en todos estos episodios de su primera infancia, que ella había sido creada para ser, junto a su hijo, una especie de escalón para llegar hasta Dios y, al mismo tiempo, un soporte para que él comprendiese después con facilidad la devoción a Nuestra Señora. Era como la orla del manto de Nuestra Señora que llegaba hasta el niño. Así, cuando a los doce años, en una época difícil de su vida, se arrodilló a los pies de la imagen de Nuestra Señora Auxiliadora, diciendo: «¡Sálvame, Reina de misericordia!», aquella confianza plena tenía como base el amor y la comprensión que había tenido del espíritu materno de Doña Lucilia: «Si mi madre es como es: ésta, que es la Madre de las madres, la Madre de toda la humanidad, ¡¿cómo será?!» «El hecho de experimentar esta paciencia de mi madre me estaba preparando algo muchísimo mayor: la devoción a la Santísima Virgen. Y cuando rezo la Salve Regina o el Memorare, tengo la impresión de hacer con Ella un poco lo que hacía con mamá. No en el sentido físico de la palabra, sino diciéndole cosas que abran su misericordia como mis dedos abrían los ojos de mi madre, convencido de que la súplica de un hijo afligido es oída y que puedo explicarle mis problemas con confianza, pues nunca seré mal recibido. De una manera o de otra, en los días siguientes a estos hechos, yo iba haciendo comparaciones entre mis padres y las personas mayores que veía, y pensaba: “Como ella, nadie. Si yo soy bueno, ¡ella será para mí un mar de bondad! Pero esa bondad, ¿viene de ella? ¡No! Veo que esto también existe, a la manera de relámpagos, en otras personas, pero en ella permanece de modo estable. Si existe en varias personas, significa que la fuente de la bondad no está en ella. Entonces, ¡necesito descubrirla!” Y me venía una cierta idea confusade que mamá era apenas una gota de agua dentro de un océano… Después comprendí que esa fuente era Nuestro Señor Jesucristo».
Por el contrario, un niño que se desarrolla en un ambiente en el cual son frecuentes los choques y las cargas temperamentales de indignación, al ser tratado con violencia adquiere, ya antes del uso de razón, una serie de instintos y costumbres embrutecidos que hace que a partir del momento en que toma conciencia de sí, concluya que es necesario reaccionar contra todo aquello: «Pero… ¡qué cosa más absurda! ¿La humanidad es esto? Voy a tener que defenderme y ser bruto también, porque si no, llevaré las de perder».Y así, a medida que el niño va creciendo, empieza a proyectar en cualquier autoridad aquella fisonomía de cólera que manifestaba su padre o su madre, creando así, la idea de un Dios irascible y sin razón. Más tarde, si comete una falta, tendrá una dificultad enorme en dirigirse a la Santísima Virgen pues, si su propia madre es una persona violenta, con repentes turbulentos, ¿qué idea se hará de Nuestra Señora? Y a continuación se dejará llevar por la siguiente idea: «Me da miedo rezarle, no sea que me caiga un rayo de allí arriba… Ya no tengo más solución, ¡todo está acabado!» Y, sin embargo, ¡la verdadera solución se encuentra precisamente en confiar en la Santísima Virgen y en Nuestro Señor Jesucristo!

Cfr. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El Don de Sabiduría en la mente, vida y obra en Plinio Corrêa de Oliveira. Editrice Vaticana 2016 Parte I pp. 124 ss.

La «Tabla de la Ley» que lo sustentó en la vida espiritual

Fue realmente un designio de Dios, y hasta un milagro de la gracia, la preparación que  el Dr. Plinio recibió de su madre, pues fundamentó tanto su inocencia que, si no hubiese sido por la fidelidad de Doña Lucilia, él no habría tenido aquello que constituyó el punto de partida del don de sabiduría en su alma. Doña Lucilia fue la cuna que fluctuó sobre las aguas de la Revolución y que salvó a su hijo Plinio.

La primera persona a quien recuerdo haber analizado fue a mamá. Me acuerdo de que mirándola veía su alma y pensaba: «¡Cómo es buena! ¡Qué bondad, qué equilibrio, qué bienquerencia! ¡Cómo ella me quiere profundamente, con entero desprendimiento!»

En el Dr. Plinio ya estaba presente desde su más tierna infancia, el don del  discernimiento de los espíritus que conservó hasta el último momento de su existencia. El Autor (Mons. Joao S. Clá Dias) se acuerda de haberle preguntado en una ocasión:
— Dr. Plinio, ¿cuándo fue que floreció en usted el discernimiento de los espíritus?
Con toda naturalidad y modestia, dijo:
— Yo no me acuerdo de ningún momento en que me hubiese dado cuenta de que poseía este don; cuando desperté para el uso de la razón, yo raciocinaba ya con el discernimiento de los espíritus.
— Mas, ¿en quién aplicó usted por primera vez este discernimiento?
— La primera persona a quien recuerdo haber analizado fue a mamá. Me acuerdo de que mirándola veía su alma y pensaba: «¡Cómo es buena! ¡Qué bondad, qué equilibrio, qué bienquerencia! ¡Cómo ella me quiere profundamente, con entero desprendimiento!»
De estas afirmaciones concluimos que, cuando brillaron las primeras centellas de la razón, su inteligencia se concentró en comprender a su madre, Doña Lucilia, pero, concomitantemente, por una gracia inmensa, brillaba el don de discernimiento de los espíritus, por lo que, al fijarse en ella, pudo ver más el alma que el cuerpo. Sólo después de penetrar con acuidad en el fondo de su alma, prestó atención en la fisonomía e hizo una comparación entre lo que había considerado en el alma y lo que observaba en el rostro, advirtiendo cómo éste era un reflejo de aquella. Declaraba él: «Lo que le debo a ella en este orden de ideas es inimaginable. Mis primeras penetraciones psicológicas, se las debo a ella. Me acuerdo de mí mismo, pequeñito, no apenas mirándola y tratando de entenderla, ¡sino entendiéndola y con deseos de entenderla todavía más!»

La «Tabla de la Ley» que lo sustentó en la vida espiritual

La «Tabla de la Ley» que lo sustentó en la vida espiritual

Siendo así, en aquella primera mirada consciente y racional que, según la Filosofía y la Teología, contiene todas las demás, Plinio contempló un verdadero panorama de virtud. ¿Qué es lo que vio en el alma de su madre? Vio un espejo de limpidez, de honestidad y de inocencia, una representación de la pureza, de la virginidad de espíritu, de la bondad, de la rectitud, de la lealtad. Todos los dones, gracias y beneficios que llevan a un alma a ser perfecta, antes de nada, él alcanzó a discernirlos ¡en ella! Y ya, en aquel comienzo, ¡tuvo, por obra de Dios, su primer arrebatamiento! Para él fue una especie de paraíso, pues se sentía enteramente seguro al mirar a su madre. Doña Lucilia fue el parámetro, los raíles, la «Tabla de la Ley» que lo sustentó en la vida espiritual: percibió desde muy pequeño, sin conocer aún la palabra santidad, cómo debía caminar rumbo a ésta, teniendo por modelo a su madre. Asegura el Dr. Plinio: «Pasé la vida entera analizándola, embebiéndome de su espíritu y haciéndome
semejante a ella en toda la medida de lo posible. Hasta qué punto fue ella alimento para mi inocencia primigenia, no lo sé decir, pero intento, de este modo, expresar un respeto que no tengo palabras para describir, junto con mi veneración y mi agradecimiento».

Y, en otra ocasión contaría él: «Las primeras gracias que recuerdo haber recibido, a los dos o tres años de edad, fueron de tener una gran sensibilidad en relación a mamá. Ella me impresionaba mucho más por lo que yo percibía de su alma que por sus palabras. Su presencia ejercía en mí un efecto profundo; yo prestaba atención y consideraba seriamente lo que ella decía o hacía. Incluso estando lejos de mamá, sabía qué es lo que querría o no querría, y me desagradaba contrariar su voluntad».
Por otro lado, en determinado momento el pequeño Plinio aplicó el discernimiento de los espíritus no sólo en relación a su madre, sino también a las demás personas de la familia, al ambiente que le rodeaba y al resto del mundo. Analizando las almas bien a fondo, con sus cualidades y defectos, pudo desde niño, auxiliado por una gracia especial, hacer una comparación entre lo que percibía en contacto con su madre y lo que percibía con las otras personas, y comenzar a formar un juicio respecto de cada uno, hasta el punto de ver cuánto ella era diferente, pues en ella existía algo mucho más excelso y elevado de lo que había en los otros parientes. Por lo tanto, a los cuatro años de edad, tuvo perfecta noción del papel que Doña Lucilia ocupaba dentro de la familia y, encantado con ella desde entonces, la amó con preferencia.

Cfr. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El Don de Sabiduría en la mente, vida y obra en Plinio Corrêa de Oliveira. Editrice Vaticana 2016 Parte I pp. 116 ss.

El Carnaval, según Doña Lucilia

En el Carnaval, dos pequeños marqueses

plinio_marques¡Cuán recatados eran aquellos festejos, llenos de colorido y de alegría, del lejano. 1915, tan contrarios a los de hoy, en los que imperan el frenesí y la inmoralidad! Una de las principales distracciones eran los famosos corsos, tradicionales desfiles de carrozas en los que iban personas disfrazadas. Eran tres los corsos: el de la avenida Paulista, el del Centro —“corso del Triángulo”— y el del Bras. En el primero —más representativo, por recorrer calles tenidas por más aristocráticas en la São Paulo de entonces— los automóviles subían la avenida Angélica, entraban en la Paulista y bajaban por la Brigadeiro Luis Antonio hasta el Largo de São Francisco, volviendo en sentido inverso al punto de partida. Así se formaban dos filas paralelas de automóviles dislocándose en direcciones opuestas, lo que daba ocasión a que los conocidos se saludasen durante el recorrido.

A lo largo del trayecto, las residencias, sus parques y jardines, eran adornadas con lámparas multicolores y, junto a los muros, se montaban pequeños palenques para que las familias viesen pasar el corso. Los disfraces procuraban manifestar más el buen gusto que el deseo de provocar hilaridad y hacer chistes. ¿Inmoralidad?, ¡ni pensarlo! En fin, era un carnaval muy paulista, grave, familiar y aristocrático, en el que la mentalidad optimista difundida poco después por el cine americano, aún no había entrado. Para las personas de aquel tiempo la alegría no era sinónimo de carcajada, aunque la risa tuviese su discreto papel en la vida. Doña Lucilia nunca dejaba de mandar hacer disfraces para los niños. Ella misma los ideaba, procurando representar personajes míticos, como los de las “Mil y una Noches” —marajás, guerreros griegos o romanos, potentados persas, princesas cubiertas de joyas (falsas, claro está)— prefiriéndolos a personajes burlescos, aunque no faltasen: pierrots, arlequines, trovadores y otros tantos. A veces se inspiraba en trajes franceses del Ancien Régime.rosee_024 En una ocasión, disfrazó a Rosée y a Plinio de nobles del siglo XVIII, intentado aproximarse lo más posible de la realidad hasta en los mínimos detalles. No se empeñaba apenas en la confección de las ropas, hechas de tejidos importados de buena calidad, sino, sobre todo, en que ellos tomasen una actitud acorde con el traje. El niño, con la peluca empolvada, sombrero de dos picos, encajes en los puños, tomaba el aspecto distinguido y fino de un marqués; la niña, con la falda llena de encajes y tocado de marquesa, hacía elegantes reverencias. Ciertamente, mientras andaban con aquellos bonitos trajes, los niños se acordaban más particularmente de los personajes de aquellas maravillosas historias de Dumas contadas por doña Lucilia…

El marajá y la princesa persa, en la imaginación de doña Lucilia

Para el carnaval de 1917, doña Lucilia escogió para sus hijos los trajes de marajá y de princesa persa, y ellos, en seguida, quisieron saber de qué se trataba. Con su fino sentido de los matices, ella les explicó pormenorizadamente que los marajás eran príncipes de la India que, como las princesas de Persia, habitaban en fabulosos palacios, envueltos en las míticas brumas de un mundo lejano y misterioso. Decía esto para convidar discretamente a los niños a ponerse en los papeles de marajá y de princesa persa, y a vivirlos durante algunos días.plinio_maraja El disfraz de Plinio consistía en un vistoso turbante, que parecería un tanto pesado si no tuviese como adorno una delicada aigrette (Plumas de la cabeza de la garza real, que se comercializan especialmente para hacer penachos con pedrerías). Ésta, a su vez, estaba fijada en una joya rutilante, que marcaba todavía más la nobleza del conjunto. En el traje de Rosée sobresalía la levedad del tocado de seda, ornado con varias hileras de perlas, tres de las cuales, bastante largas, colgaban a manera de collares. Una fina aigrette daba aún más elevación al conjunto. Los bordados de la blusa, las pulseras y anillos, recordaban la suntuosidad oriental, y un vaporoso tul traía a la memoria todo el aspecto soñador del grandioso Imperio Persa. Los trajes de ambos, de seda preciosa, eran realzados por bellos cinturones. Y los zapatos, revestidos de satén lila, tenían las puntas hacia arriba, recordando el ambiente exótico de los maravillosos palacios de Oriente, lo que los niños encontraron de rara belleza, pues estas puntas parecían estar moldeadas como queriendo alzarse de la vulgaridad del suelo.

Un mago que nada tenía de demoníaco

En 1918 doña Lucilia quiso que su hijo representase un papel que le exigía una visión muy diferente: la de mago. Según la idea clásica, un hombre que busca mostrarse cargado de los misterios de Oriente y trayendo, en el fondo de sus indagaciones y de sus experiencias místicas, no se sabe qué simulaciones de secretos y de poder. Entre sorprendido y desconfiado, Plinio, en la época con nueve años, le preguntó a doña Lucilia si los magos no tenían parte con el demonio. Ella lo tranquilizó, diciéndole que podía estar seguro de que el disfraz nada tenía que ver con el padre de las tinieblas. A fin de cuentas los Reyes venidos de Oriente para adorar al Niño Jesús en la gruta de Belén eran también magos. Así, en la colección de fotografías de doña Lucilia, vemos a su hijo con un sombrero cónico, una varita mágica en la mano, fisonomía misteriosa y pensativa, tanto cuanto conseguía imaginar.

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