“¡Queremos historias de tía Lucilia…!”

doña_lucilia_cTodos los jueves por la noche, la mayor parte de la familia se reunía en la residencia de doña Gabriela para una larga y ceremoniosa cena. Los niños comían en una dependencia secundaria y, naturalmente, acababan antes que sus padres y tíos. En ese momento, estando la casa llena de chiquillos, éstos llamaban a doña Lucilia:
— ¡Queremos historias de tía Lucilia, queremos historias de tía Lucilia!
Y ella, sin dejar de ser muy cariñosa, hacía valer el principio de que los mayores no deben ser interrumpidos por los jóvenes. Con lo cual, éstos no podían entrar en el comedor mientras los adultos no terminasen. Del lado de afuera, a través de la puerta entreabierta, los pequeños hacían carantoñas a doña Lucilia, para conseguir que fuese en seguida a estar con ellos. Ella no les respondía, y continuaba comiendo tranquilamente. Cuando acababa, decía muy complacida:
— Vamos al escritorio y os cuento alguna historia.
El aposento quedaba apiñado de niños, todos contentísimos…

Los maravillosos cuentos de hadas

Mientras los adultos proseguían en el comedor su conversación sobre asuntos de actualidad, doña Lucilia se recostaba en un diván del escritorio de su esposo y los pequeños literalmente se trepaban a su alrededor, incluso hasta por detrás de su cabeza.
Para doña Lucilia, preservar la inocencia de los niños no era sinónimo de mantenerlos indefinidamente en la infantilidad. Al contrario, procuraba hacer que dicha preservación les ayudara a madurar su espíritu, y con esa intención modelaba los cuentos de hadas, lo que constituía una de las principales atracciones de sus historias.

cap6_019La inocencia conduce al alma infantil a ver todo en proporciones fabulosas.
Los cuentos maravillosos son indispensables para refinar el sentido artístico, elevar el espíritu, aguzar la perspicacia y estimular sanamente la imaginación. Doña Lucilia sabía contarlos con notable tacto y buen gusto, evitando que los niños se colocaran como participantes de la trama, pero llevándolos, en cambio, a deleitarse con la felicidad ajena y a encantarse con la perfección en todos sus aspectos: moral, cultural y artística. De esa forma, al sentir el choque con la vulgaridad de la vida, entenderían que no debían olvidarse de los hermosos ejemplos de las historias de su infancia.

El Gato con Botas, el Marqués de Carabás y la Cenicienta

El fino sentido psicológico de doña Lucilia le proporcionaba un conveniente conocimiento de sus hijos y sobrinos. Tras discernir lo que más falta les hacía, lo incluía con tino en la literatura. A fuerza de quererlos, acababa ajustando los cuentos a sus mentalidades y a sus deseos. Así, por ejemplo, en el cuento del Gato con Botas, destacaba que el Marqués
de Carabás se había convertido en propietario de un inmenso y soberbio castillo. El bello carruaje que había adquirido, ornado con plumas multicolores, conducido por postillones impecablemente vestidos con la librea propia de su casa y tirado por fogosos corceles, atravesaba extensos y dorados trigales, mientras el sol, al pasar por sus abombados cristales, producía bellos reflejos. A medida que avanzaba el carruaje, una suave brisa hacía que los trigales se doblaran levemente, dando la impresión de que se inclinaban como cortesanos que querían reverenciar al marqués, su señor, al verlo pasar.
Doña Lucilia descubría a sus jóvenes oyentes la belleza de la caridad, al contarles que el marqués de Carabás llevaba consigo una bella bolsa repleta de monedas de oro para distribuirlas, con magnanimidad, entre los campesinos que respetuosamente lo saludaran por el camino. Después explicaba cómo éstos agradecían con veneración la dádiva del marqués.gato
Para Plinio, insaciable en su deseo de conocer la forma de ser, las costumbres e incluso los objetos de uso personal del noble marqués, doña Lucilia no dejaba de añadir un nuevo detalle cada vez que narraba la historia. Así, si su hijo le preguntaba.
— Mamá, ¿la bolsa del marqués tenía flecos?
— Si, filhão, los hilos eran muy finos y muy bonitos…
— Pero, mamá, ¿alguna piedra adornaba la bolsa?
— Claro que sí, hijo mío. El cierre tenía un bello topacio dorado, que contrastaba con el cuero oscuro de la bolsa.
Otra noche salía a relucir el cuento de la Cenicienta, muchacha huérfana de madre cuya madrastra era una malvada. Doña Lucilia describía los defectos morales de esa arpía, que frecuentemente golpeaba a la hijastra por envidia de sus dotes. Y estimulaba en los niños la pena por la infeliz muchachita que había perdido a su buena madre. A lo largo del cuento narraba, con abundancia de pormenores, la escena en que los servidores del príncipe le probaban a Cenicienta el zapato de cristal, mientras la envidiosa madrastra quería impedirlo… Delineaba el cuadro de una joven glorificada, después de salir de una profunda humillación.
De esta forma, doña Lucilia ayudaba a los niños a comprender las vueltas que da la vida.
Tal era el atractivo de esos cuentos que a veces un cuñado de doña Lucilia iba al escritorio y, fingiendo leer el periódico, escuchaba embelesado aquellas maravillosas narraciones que, seguramente, le causaban saudades de su lejana infancia.

En las enfermedades, una alegría que mitiga el dolor

Plinio y RoséeEn las enfermedades, la preocupación de doña Lucilia era serena pero vigilante.
Daba preferencia a la homeopatía, cuya acción suave se adecuaba bien a su modo de ser. Cuando era necesario, tanto para ser asistida en sus dolencias como para solucionar las pequeñas incomodidades de sus hijos, consultaba a un excelente médico homeópata en el que tenía mucha confianza, el Dr. Murtinho Nobre, que atendía también a doña Gabriela y a otros familiares.
El Dr. Murtinho será médico de la familia durante casi treinta años, a lo largo de los cuales, por encima y más allá del mero servicio, se creará entre ellos un vínculo de auténtica amistad.
Habitualmente, al recibir los medicamentos recetados por el Dr. Murtinho a los niños, doña Lucilia escribía los nombres en pequeñas hojas de papel; después anotaba en otra las horas en que el enfermito debía tomarlos. Quería estar segura de no olvidarse de ninguna dosis.
A la hora debida, entraba en el cuarto sonriendo, trayendo en la mano los frasquitos. Rosée o Plinio, conforme el caso, se sentían reconfortados tan sólo con verla llegar tan afable, comunicativa, llena de promesas de que la medicina curaría, y extremamente cariñosa en el modo de administrarla.
En esas horas, era tan bondadosa con los niños que muchas veces los familiares bromeaban:
— Lucilia trata tan bien a sus hijos cuando están enfermos que no tienen ganas
de curarse.
SDL_casamientoA este conmovedor procedimiento sabía unir también otro auxilio: la exigencia en el cumplimiento de los preceptos médicos.
En determinados momentos del día entraba con el termómetro, a fin de tomarle la temperatura al joven enfermo. Por más que éste afirmase que ya estaba bien, para poder salir de la cama, doña Lucilia le colocaba la pequeña barra de vidrio bajo el brazo y, después de unos escasos minutos contados por el reloj, que parecían una eternidad al pequeño, recogía el instrumento y se acercaba a la ventana para verlo mejor. Llegaba el momento de oír el veredicto de los labios maternos, que no raramente era de condenación: la terrible columnita de mercurio había subido hasta 38 grados o más. A veces él se impacientaba, y doña Lucilia, con todo su afecto, intentaba calmarlo explicándole las razones por las cuales debería estar más tiempo en la cama. Cuando ella salía del cuarto, el ánimo del niño estaba de nuevo serenado.
Doña Lucilia notaba que sobre todo Plinio se enfadaba mucho con esa rutina: “Si no me pusiese tantas veces el termómetro, la fiebre no subiría así…”, pensaba el niño. Para evitarle ese pequeño sufrimiento, su madre se limitaba, en algunas ocasiones, a ponerle su refrescante mano en la cabeza. Al menos no tendría la desagradable sensación de que el termómetro prolongaba su enfermedad. Y si ni por eso bajaba la fiebre, algo que en él antes hervía se apaciguaba. Ese efecto se acentuaba cuando, en un tono de voz propio a inspirar confianza, su madre le recomendaba un poco más de paciencia, pues el poquito de temperatura febril terminaría por bajar.
Al desaparecer los síntomas de la enfermedad, doña Lucilia tampoco exageraba la alegría, limitándose a decir:
— Bueno, hijo mío, ya te puedes levantar.
Ayudaba al niño a salir alegremente de la cama, pero sin manifestarse demasiado contenta por recelo de que los excesos pudiesen llevarlos a imprudencias.
Constituía éste otro procedimiento en el cual el equilibrio entre el dolor y la alegría era dosificado con sabiduría e inculcado en el alma de sus hijos de forma didáctica.

Echo de menos las reprimendas de mamá

Echo de menos las reprimendas de mamá

Echo de menos las reprimendas de mamá

Siempre que la fräulein u otra persona se daba cuenta de alguna travesura practicada por los niños, doña Lucilia mandaba a un criado que llamara al infractor.
Éste, localizado sin tardanza por el empleado, recibía el aviso. La conciencia pesada por la falta cometida ya le hacía entrever el motivo de la convocatoria, asaltándole en seguida un estremecimiento de congoja por no encontrar ningún atenuante para el acto practicado.
Doña Lucilia, intransigente en exigir el cumplimiento del deber, sabía, sin embargo, templar esa noble virtud con una dulzura de alma que llevaba a sus hijos a aceptar con amor las obligaciones que les imponía.
Como sufría mucho del hígado y necesitaba bastante reposo pasaba buena parte del tiempo en su cuarto, en un diván, con las venecianas entrecerradas, lo que le daba al ambiente un recogimiento muy afín con su alma. Era ahí donde el niño la encontraba. Introducido en esa corte de justicia, al mismo tiempo grave y dulce, se sentía conquistado por la bienquerencia de doña Lucilia, disipándosele todas las anteriores turbaciones al contemplar la fisonomía pensativa de su madre. Doña Lucilia lo reconvenía, dejando traslucir en la voz una mezcla de tristeza, gravedad y afecto.
Cuando su hijo se aproximaba temeroso del merecido castigo, del cual, con certeza, no escaparía, era tomado en seguida por el encanto del trato materno. Frecuentemente le pasaba el brazo alrededor de la cintura, lo miraba fijamente al fondo de los ojos, incentivando de modo irresistible al pequeño y querido reo a confesar su culpa, y le preguntaba:
— ¿Has hecho eso?
— Sí señora… lo hice.
— ¿No te dije que no deberías hacerlo?
— Sí señora, me lo dijo.
A cada pregunta quedaba el niño más tímido, agobiado por el disgusto de haber contrariado a tan bondadosa madre.
— Dime, ¿cómo has podido hacerlo?
— Tenía ganas de… — intentaba explicarse, convencido de que no atenuaría su culpa.
Doña Lucilia enumeraba en seguida los agravantes del delito, dejando, sin embargo, entrever una salida ingeniosa para el caso:
— Pero no tenías derecho a hacer eso, ¿no habría sido mejor haber buscado a tu madre y decirle: “Mamá, he desobedecido, perdón”? Yo te daría una bendición y, después de un beso, estaría todo solucionado.
Cuando se daba cuenta de que sus palabras habían vencido cualquier resistencia, induciendo a su hijo a un proporcionado arrepentimiento, concluía:
— Está bien. ¿Me prometes que no lo harás más?
Él, entonces, respondía “sí”, ya enteramente persuadido.
Llegaba la hora de la misericordia. Doña Lucilia cambiaba de actitud.
— Está bien. ¿Le pides perdón a mamá?
Formulada la petición, ella pasaba de la reprensión severa, nunca irritada, a un afecto desbordante. Entraba tanta armonía y entendimiento recíproco, que Plinio siempre salía inundado de admiración y de contento, de tal manera que, muchos años después de su muerte, afirmaría: “Aún tengo saudades de los regaños de mamá”.
En sus últimos años de vida, al serle recordada por un amigo esa afirmación, exclamó: “Las tengo de veras”.

Los “bolos” con el cepillo de plata

plinio_doñalucilia

Los «bolos» con el cepillo de plata

A veces era necesario un castigo mayor. En el caso del niño, la reprimenda se hacía con el auxilio de un cepillo de plata de cerdas duras. Al reprenderle decía doña Lucilia:
— Hijo mío, has actuado mal por causa de …
La explicación era dada con seriedad y dulzura.
— ¿Has entendido?
— Sí señora, lo he entendido.
— ¡Extiende la mano!
Cogía el cepillo y le golpeaba repetidas veces. Esta operación era denominada “bolo”:— ¡Vas a recibir tantos “bolos” (“Bolo” en portugués significa pastel, torta) por lo que has hecho!Lo que el niño más temía no eran los golpes en la mano, sino la severa mirada de su madre mientras le castigaba y censuraba diciendo.
— Esto está muy mal hecho.
A veces interrumpía un momento el castigo.
— Dándote “bolos” tu madre está sufriendo más que tú; pero sufro por ti y tú mereces sufrir. — Y continuaba. Terminados los palmetazos, le decía:
— Ahora, pídele perdón a tu madre.
— Mamá, ¿me perdona?
— ¡Te perdono!
Había llegado el momento que ella más ansiaba, acabando por abrazar y besar tiernamente a su hijo.
De tal modo traslucía en su proceder el amor materno que, incluso en las circunstancias en las que sobresalía la inflexibilidad, era imposible que sus hijos no salieran encantados con ella, casi que teniendo ganas de pedirle otro castigo.
Hasta el fin de su vida, el Dr. Plinio guardó, con cariñosa veneración, el instrumento de justicia de su madre: el cepillo de plata.
En el armonioso conjunto de sus virtudes, doña Lucilia pasaba de un extremo a otro sin la menor dificultad. Bastaba que uno de sus hijos enfermase para que brillara de modo especial su benignidad, que redundaba en cuidados y desvelos inimaginable.

Visita a un gran hombre de Estado del Imperio

Consejero João Alfredo Corrêa de Oliveira

Consejero João Alfredo Corrêa de Oliveira

Doña Lucilia, por pertenecer a preclaras estirpes —así como don João Paulo— siempre que se presentaba una oportunidad adecuada, llamaba la atención de sus hijos para el deber de seguir los ejemplos de sus mayores, algunos de los cuales se habían destacado por los relevantes servicios prestados al país. Lo hacía con su amenidad habitual, contándoles innumerables historias de familia que constituían el encanto de los niños y hacían cortas las largas veladas de entonces.
Uno de los más célebres entre estos era el Consejero João Alfredo Corrêa de Oliveira, tío de su esposo, cuyas cualidades de gran estadista de la Monarquía lo elevaron a los más altos cargos del Estado. Habiéndosele presentado a doña Lucilia la ocasión de ir con sus hijos a Río de Janeiro, donde vivía el Consejero, ya de edad avanzada, no quiso que perdiesen la oportunidad de estar con él personalmente. Tal encuentro —juzgaba ella—
perduraría en el recuerdo de los niños para toda la vida, constituyendo un estímulo para seguir la ilustre vía del tío abuelo que habían conocido durante la infancia.
La visita transcurrió con gran cordialidad y causó una profunda impresión en la mente de los pequeños. Poco después, Plinio, por ocasión del 82º cumpleaños de su tío abuelo, le envió un saludo por escrito. En respuesta, con la gentileza de los viejos tiempos, el hombre de Estado escribió en una tarjeta estas palabras:
Río, 15 de marzo de 1918
Querido Plinio,
Recibí y guardo como precioso regalo de cumpleaños las bien trazadas
líneas de tu caligrafía y efusiva redacción, expresándome un dulce
afecto que me tocó el corazón de octogenario.
¡Muy bien! Hago votos para que dé muchos frutos la flor de esperanzas
que se manifiesta en ti. ¡Fe y trabajo! Tienes en tu familia materna
un gran modelo a imitar: don Gabriel Rodrigues dos Santos (D. Gabriel Rodrigues dos Santos, abuelo de doña Lucilia.). Su sangre es prometedora, y Dios bendecirá tu esfuerzo para que la promesa arraigue en hechos ilustres. De tu tío abuelo muy amigo
João Alfredo
No fueron vanos los anhelos que aquel niño suscitó en el atardecer de la vida del ilustre consejero…
Encuentros así, revestidos de las formalidades exigidas por la vida social de entonces —restos preciosos de los esplendores de antaño— eran muy frecuentes.
Hacían parte de la existencia diaria entre las personas de buena familia, que el parentesco, las uniones matrimoniales y los negocios terminaban por relacionar entre sí.

Educando para la vida social

Las señoras reservaban las tardes de algunos días de la semana para hacer visitas.
Éstas obedecían siempre a un pequeño ceremonial, religiosamente respetado hasta que la informalidad populachera, traída por el cine de Hollywood, devastase ampliamente las buenas maneras.
Como tradicional dama paulista, doña Lucilia sabía conjugar, a la perfección, la indispensable rigidez de las reglas de cortesía con la amenidad de una conversación agradable y de un trato impregnado de afecto. No siempre era fácil, pues las relaciones sociales a veces imponían la tarea de recibir a personas con las cuales se podía no simpatizar, sin exteriorizar ningún desagrado o impaciencia. En esta escuela eran educados los niños por la fräulein Matilde, de acuerdo con los padrones de la cortesía europea, bajo la benévola mirada de doña Lucilia.

Muy meticulosa en los trajes

pliniopqequñoTal vez nos sea difícil evaluar hoy en día la importancia dada por las personas de aquella época al modo de vestir. Por ser una sociedad jerarquizada, era normal, e incluso obligatorio, que todos se presentaran condignamente, según su categoría social.
Siempre eximia en todo, doña Lucilia se amoldaba a ese deber con amor, tanto en lo que respecta a sí como a sus hijos. Tenía una noción clara de cómo este proceder ayudaría a crear a su alrededor un ambiente que invitase a la elevación de espíritu y al rechazo de la vulgaridad.
Además, el “age quod agis” ( Haz bien lo que haces) —la regla de todas las obras de doña Lucilia— estaba presente en sus pensamientos, palabras y actos, no con ansiedad sino con suave y decidido empeño. Es bajo este prisma que se entiende su cuidado en el
bien vestir, a fin de respetar los reflejos de Dios presentes en la dignidad humana, pues aquello que San Pablo afirma del apóstol se aplica a todas las personas:
“Estamos hechos para servir de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres”(I Cor. 4,9).
“Asistí muchas veces al final de su toilette”, contaba el Dr. Plinio algunos años después del fallecimiento de su querida madre. “Recuerdo verla ya lista, sentada delante de la peinadora. En cierto momento, se levantaba y se arreglaba un poco.
Se colocaba delante de un espejo mayor y se miraba detenidamente, con mucho detalle, pero sin presunción. Sin dejar de prestar atención en lo que hacía, mantenía sus pensamientos en altos pináculos. La miraba y pensaba: ¡Qué perfección!” En aquel tiempo en que los buenos trajes nunca se vendían ya hechos, vestir bien constituía, a su manera, un arte que exigía no poco esmero. Doña Lucilia, imaginativa y con muy buen gusto, escogía los tejidos y diseñaba sus propios vestidos, bien como los de Rosée, inspirándose en modelos franceses. Después llamaba a una costurera para hacer las pruebas, lo que no dejaba de ser un pequeño acontecimiento en la rutina doméstica.