En las enfermedades, la preocupación de doña Lucilia era serena pero vigilante.
Daba preferencia a la homeopatía, cuya acción suave se adecuaba bien a su modo de ser. Cuando era necesario, tanto para ser asistida en sus dolencias como para solucionar las pequeñas incomodidades de sus hijos, consultaba a un excelente médico homeópata en el que tenía mucha confianza, el Dr. Murtinho Nobre, que atendía también a doña Gabriela y a otros familiares.
El Dr. Murtinho será médico de la familia durante casi treinta años, a lo largo de los cuales, por encima y más allá del mero servicio, se creará entre ellos un vínculo de auténtica amistad.
Habitualmente, al recibir los medicamentos recetados por el Dr. Murtinho a los niños, doña Lucilia escribía los nombres en pequeñas hojas de papel; después anotaba en otra las horas en que el enfermito debía tomarlos. Quería estar segura de no olvidarse de ninguna dosis.
A la hora debida, entraba en el cuarto sonriendo, trayendo en la mano los frasquitos. Rosée o Plinio, conforme el caso, se sentían reconfortados tan sólo con verla llegar tan afable, comunicativa, llena de promesas de que la medicina curaría, y extremamente cariñosa en el modo de administrarla.
En esas horas, era tan bondadosa con los niños que muchas veces los familiares bromeaban:
— Lucilia trata tan bien a sus hijos cuando están enfermos que no tienen ganas
de curarse.
A este conmovedor procedimiento sabía unir también otro auxilio: la exigencia en el cumplimiento de los preceptos médicos.
En determinados momentos del día entraba con el termómetro, a fin de tomarle la temperatura al joven enfermo. Por más que éste afirmase que ya estaba bien, para poder salir de la cama, doña Lucilia le colocaba la pequeña barra de vidrio bajo el brazo y, después de unos escasos minutos contados por el reloj, que parecían una eternidad al pequeño, recogía el instrumento y se acercaba a la ventana para verlo mejor. Llegaba el momento de oír el veredicto de los labios maternos, que no raramente era de condenación: la terrible columnita de mercurio había subido hasta 38 grados o más. A veces él se impacientaba, y doña Lucilia, con todo su afecto, intentaba calmarlo explicándole las razones por las cuales debería estar más tiempo en la cama. Cuando ella salía del cuarto, el ánimo del niño estaba de nuevo serenado.
Doña Lucilia notaba que sobre todo Plinio se enfadaba mucho con esa rutina: “Si no me pusiese tantas veces el termómetro, la fiebre no subiría así…”, pensaba el niño. Para evitarle ese pequeño sufrimiento, su madre se limitaba, en algunas ocasiones, a ponerle su refrescante mano en la cabeza. Al menos no tendría la desagradable sensación de que el termómetro prolongaba su enfermedad. Y si ni por eso bajaba la fiebre, algo que en él antes hervía se apaciguaba. Ese efecto se acentuaba cuando, en un tono de voz propio a inspirar confianza, su madre le recomendaba un poco más de paciencia, pues el poquito de temperatura febril terminaría por bajar.
Al desaparecer los síntomas de la enfermedad, doña Lucilia tampoco exageraba la alegría, limitándose a decir:
— Bueno, hijo mío, ya te puedes levantar.
Ayudaba al niño a salir alegremente de la cama, pero sin manifestarse demasiado contenta por recelo de que los excesos pudiesen llevarlos a imprudencias.
Constituía éste otro procedimiento en el cual el equilibrio entre el dolor y la alegría era dosificado con sabiduría e inculcado en el alma de sus hijos de forma didáctica.
En las enfermedades, una alegría que mitiga el dolor
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