Los tres mosqueteros

cap6_044Viendo doña Lucilia que se aproximaba el final de la infancia de sus hijos, juzgó adecuado inculcarles el gusto por la literatura.
Doña Lucilia no tenía la más mínima pretensión de ser una literata. Su mayor empeño era hacer crecer el espíritu analítico de aquellos niños, en los que comenzaban a despuntar las primeras manifestaciones de preferencias o rechazos, ya propias de la adolescencia.
Las tramas que ella elaboraba siempre terminaban de modo ejemplar: el personaje era premiado por su virtud o, cuando era derrotado, lo describía en su aislamiento, en la tranquilidad majestuosa de una conciencia limpia, otro tipo de premio del cual sabía realzar con maestría los aspectos apacibles y gloriosos. Sería superfluo decir que los resúmenes hechos por doña Lucilia excluían cualquier tipo de episodios o detalles que atentaran contra la moral.
Para fijar la atención de los pequeños, en aquellos lejanos tiempos que ya prenunciaban el apogeo cinematográfico, era necesario que la historia fuera novelesca, llena de aventuras imprevistas y sensacionales. Si el tema escogido no las tenía, en seguida se desinteresaban por la narración y continuaban oyéndola con ojos distraídos y distantes. En esas circunstancias, la elección de doña Lucilia no podía recaer sobre un tema más apropiado que el de Los tres mosqueteros, una de las más famosas novelas de Alejandro Dumas.
La censura de doña Lucilia expurgaba implacablemente de esa obra las inmoralidades de todo género que en ella pululan. La historia también se desarrollaba en pleno Ancien Régime, en el reinado de Luis XIII. Doña Lucilia, rodeada de sus pequeños oyentes, les iba pintando en la imaginación, con vivos colores, a través de sus armoniosas palabras, aquella remota época como un período áureo en el que Occidente estaba a punto de alcanzar un ápice de buen gusto, de buenas maneras, de elegancia y de nobleza de actitudes.cap6_046
Contaba que el ejército francés tenía entonces un cuerpo de élite, especialmente dedicado a la protección del Rey. Que, además de espada, aquellos soldados utilizaban un arma de fuego inventada recientemente: el mosquete. De ahí que fueran conocidos por el nombre de mosqueteros.
Ella afirmaba que D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis eran los más valientes héroes entre los mosqueteros del Rey. “Todos para uno y uno para todos”, era el lema de los cuatro amigos, que pertenecían a la compañía del Señor de Tréville, hombre de buena nobleza y de confianza del Rey. Y llamaba la atención de los niños para el hecho de que el Señor de Tréville era muy paternal con sus mosqueteros, sin dejar de exigirles una perfecta disciplina. Después de la atrayente introducción, los pequeños, con su imaginación prendida, estaban ávidos de oír a doña Lucilia describir la personalidad de cada uno de los mosqueteros, con sus virtudes y defectos. Los cuatro mosqueteros eran hidalgos característicos de su tiempo, y ella procuraba, destacando ese aspecto, estimular a los niños a tomar por modelo sus cualidades caballerescas.
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Mejor que la descripción de los valientes mosqueteros era el aparente contraste entre la narradora y sus héroes: ella, suave, delicada, afable; ellos, acostumbrados a los peligros, al riesgo, a las rudezas propias de la guerra. Las palabras de doña Lucilia eran tan expresivas que despertaban en los inocentes corazones de sus oyentes el entusiasmo por los hechos heroicos, sobre todo los que se realizaban en el cuadro pintoresco y noble de la guerre en dentelles (Literalmente: “guerra con encajes”. Expresión usada por los franceses para referirse a la época en que se combatía con traje de corte.), llevada a cabo por esos insignes batalladores, también eximios en brillar en los salones, con sus reverencias, encajes y penachos.

Excelente educadora, analizaba a los personajes desde el punto de vista de la moral católica. Como juez imparcial, reprobaba con severidad lo que en ellos era censurable, y exaltaba las virtudes y otros predicados dignos de alabanza. Cuando hablaba del pundonor y de la corrección de Athos, dejaba traslucir su propia integridad moral. Al pintar el coraje de D’Artagnan, lo hacía con tanta admiración que los niños creían sentir el heroico viento de la intrepidez acariciándoles el rostro.
Por otro lado, doña Lucilia procuraba mostrarles cómo era despreciable el “ideal” de un Porthos, cuya preocupación primordial consistía en el goce de la vida, y les explicaba la superioridad de la carrera intelectual, la preeminencia del espíritu sobre la materia. Finalmente, hacía relucir a los ojos de los niños lo que había de elevado en el tipo humano de un valiente Aramis, eclesiástico y guerrero.
Con la mente repleta de hechos de armas, grandes héroes, épocas de esplendor y de hidalguía, extasiados sobre todo con aquella atractiva narradora, los niños esperaban, no sin impaciencia, el próximo día en que doña Lucilia continuaría el cuento.cap6_048

“Yo también rezo tanto por ti…”

Imagen del Sagrado Corazón perteneciente a Doña Lucilia

Imagen del Sagrado Corazón perteneciente a                          Doña Lucilia

No era sólo por razones naturales que doña Lucilia les dedicaba a sus hijos tan intenso afecto. La raíz más profunda de éste era su elevada devoción al Sagrado Corazón de Jesús, a quien tanto rezaba, como relataría años más tarde, en una carta a Plinio, con palabras llenas de unción:

¡Me agradó inmensamente saber que cuando me
echas de menos, rezas delante de mi oratorio! Yo también
rezo tanto por ti; ¡el Sagrado Corazón de Jesús,
nuestro amor, será tu salvaguarda y protector!, hijo
querido de mi corazón.

Tal devoción unida a la atmósfera de recogimiento que doña Lucilia mantenía en el hogar, lo hacía propicio a la oración y a la contemplación. El Dr. Plinio recuerda que, muchas veces, al volver de algún paseo o fiesta infantil, encontraba la casa inmersa en un ambiente que le hacía evocar el sonido grave, noble y suave del carillón de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Eso contrastaba con la superficialidad y disipación que, ya en los remotos años veinte, iban marcando cada día más a la sociedad de nuestro siglo, haciéndole entender mejor el modo de ser, invariable y profundo, de doña Lucilia. “Fue por ese motivo que tomé una resolución: por mi parte, ¡también voy a vivir así!” concluyó el Dr. Plinio.
En el fondo, iba enseñando a sus hijos a vivir de manera virtuosa, pues era su más ardiente deseo. De ahí su gran empeño en darles una esmerada formación religiosa. A una excelente observadora como ella no le fue necesario mucho tiempo para notar que la fräulein Matilde, a pesar de ser una eximia educadora, no tenía la atención tan volcada hacia lo sobrenatural como sería de desear. Tanto mejor para sus hijos, pues su propia madre asumirá esta tarea tan alta.
Doña Lucilia también estimulaba en Rosée y Plinio la piedad en relación a las imágenes colocadas por ella en sus cuartos, y a veces las besaba cuando entraba allí.
Dr._plinioEl Dr. Plinio, ya octogenario, se acordaba de aquellos tiempos en que tenía seis, tal vez siete años de edad, época en que profundizó sus consideraciones sobre Nuestro Señor Jesucristo, al contemplar sus imágenes en casa y en la iglesia, o leyendo libritos para niños:
“Ya en mis primeros años, tenía la convicción de que Él era el Hombre-Dios, porque mamá lo dejaba clarísimo en las narraciones de Historia Sagrada”.
Tan rica y penetrante fue la influencia que tenía sobre sus hijos que Plinio, con tan sólo cuatro años, de pie sobre una mesa, llegó a dar clases de catecismo a los La educación de sus hijos  criados de la casa, transmitiéndoles lo que había oído de los piadosos labios maternos.
Por otra parte, a los niños les impresionaba vivamente ver el completo rechazo de doña Lucilia al demonio, el adversario del género humano. Tenía repugnancia hasta de su nombre, que no pronunciaba sino cuando era indispensable, y así mismo con expresión discretamente desagradada. Opinaba con toda razón que el simple hecho de mencionar a tan abyecto ente, sin absoluta necesidad, podía ser interpretado como si se le invocara.

“¡Queremos historias de tía Lucilia…!”

doña_lucilia_cTodos los jueves por la noche, la mayor parte de la familia se reunía en la residencia de doña Gabriela para una larga y ceremoniosa cena. Los niños comían en una dependencia secundaria y, naturalmente, acababan antes que sus padres y tíos. En ese momento, estando la casa llena de chiquillos, éstos llamaban a doña Lucilia:
— ¡Queremos historias de tía Lucilia, queremos historias de tía Lucilia!
Y ella, sin dejar de ser muy cariñosa, hacía valer el principio de que los mayores no deben ser interrumpidos por los jóvenes. Con lo cual, éstos no podían entrar en el comedor mientras los adultos no terminasen. Del lado de afuera, a través de la puerta entreabierta, los pequeños hacían carantoñas a doña Lucilia, para conseguir que fuese en seguida a estar con ellos. Ella no les respondía, y continuaba comiendo tranquilamente. Cuando acababa, decía muy complacida:
— Vamos al escritorio y os cuento alguna historia.
El aposento quedaba apiñado de niños, todos contentísimos…

Los maravillosos cuentos de hadas

Mientras los adultos proseguían en el comedor su conversación sobre asuntos de actualidad, doña Lucilia se recostaba en un diván del escritorio de su esposo y los pequeños literalmente se trepaban a su alrededor, incluso hasta por detrás de su cabeza.
Para doña Lucilia, preservar la inocencia de los niños no era sinónimo de mantenerlos indefinidamente en la infantilidad. Al contrario, procuraba hacer que dicha preservación les ayudara a madurar su espíritu, y con esa intención modelaba los cuentos de hadas, lo que constituía una de las principales atracciones de sus historias.

cap6_019La inocencia conduce al alma infantil a ver todo en proporciones fabulosas.
Los cuentos maravillosos son indispensables para refinar el sentido artístico, elevar el espíritu, aguzar la perspicacia y estimular sanamente la imaginación. Doña Lucilia sabía contarlos con notable tacto y buen gusto, evitando que los niños se colocaran como participantes de la trama, pero llevándolos, en cambio, a deleitarse con la felicidad ajena y a encantarse con la perfección en todos sus aspectos: moral, cultural y artística. De esa forma, al sentir el choque con la vulgaridad de la vida, entenderían que no debían olvidarse de los hermosos ejemplos de las historias de su infancia.

El Gato con Botas, el Marqués de Carabás y la Cenicienta

El fino sentido psicológico de doña Lucilia le proporcionaba un conveniente conocimiento de sus hijos y sobrinos. Tras discernir lo que más falta les hacía, lo incluía con tino en la literatura. A fuerza de quererlos, acababa ajustando los cuentos a sus mentalidades y a sus deseos. Así, por ejemplo, en el cuento del Gato con Botas, destacaba que el Marqués
de Carabás se había convertido en propietario de un inmenso y soberbio castillo. El bello carruaje que había adquirido, ornado con plumas multicolores, conducido por postillones impecablemente vestidos con la librea propia de su casa y tirado por fogosos corceles, atravesaba extensos y dorados trigales, mientras el sol, al pasar por sus abombados cristales, producía bellos reflejos. A medida que avanzaba el carruaje, una suave brisa hacía que los trigales se doblaran levemente, dando la impresión de que se inclinaban como cortesanos que querían reverenciar al marqués, su señor, al verlo pasar.
Doña Lucilia descubría a sus jóvenes oyentes la belleza de la caridad, al contarles que el marqués de Carabás llevaba consigo una bella bolsa repleta de monedas de oro para distribuirlas, con magnanimidad, entre los campesinos que respetuosamente lo saludaran por el camino. Después explicaba cómo éstos agradecían con veneración la dádiva del marqués.gato
Para Plinio, insaciable en su deseo de conocer la forma de ser, las costumbres e incluso los objetos de uso personal del noble marqués, doña Lucilia no dejaba de añadir un nuevo detalle cada vez que narraba la historia. Así, si su hijo le preguntaba.
— Mamá, ¿la bolsa del marqués tenía flecos?
— Si, filhão, los hilos eran muy finos y muy bonitos…
— Pero, mamá, ¿alguna piedra adornaba la bolsa?
— Claro que sí, hijo mío. El cierre tenía un bello topacio dorado, que contrastaba con el cuero oscuro de la bolsa.
Otra noche salía a relucir el cuento de la Cenicienta, muchacha huérfana de madre cuya madrastra era una malvada. Doña Lucilia describía los defectos morales de esa arpía, que frecuentemente golpeaba a la hijastra por envidia de sus dotes. Y estimulaba en los niños la pena por la infeliz muchachita que había perdido a su buena madre. A lo largo del cuento narraba, con abundancia de pormenores, la escena en que los servidores del príncipe le probaban a Cenicienta el zapato de cristal, mientras la envidiosa madrastra quería impedirlo… Delineaba el cuadro de una joven glorificada, después de salir de una profunda humillación.
De esta forma, doña Lucilia ayudaba a los niños a comprender las vueltas que da la vida.
Tal era el atractivo de esos cuentos que a veces un cuñado de doña Lucilia iba al escritorio y, fingiendo leer el periódico, escuchaba embelesado aquellas maravillosas narraciones que, seguramente, le causaban saudades de su lejana infancia.

En las enfermedades, una alegría que mitiga el dolor

Plinio y RoséeEn las enfermedades, la preocupación de doña Lucilia era serena pero vigilante.
Daba preferencia a la homeopatía, cuya acción suave se adecuaba bien a su modo de ser. Cuando era necesario, tanto para ser asistida en sus dolencias como para solucionar las pequeñas incomodidades de sus hijos, consultaba a un excelente médico homeópata en el que tenía mucha confianza, el Dr. Murtinho Nobre, que atendía también a doña Gabriela y a otros familiares.
El Dr. Murtinho será médico de la familia durante casi treinta años, a lo largo de los cuales, por encima y más allá del mero servicio, se creará entre ellos un vínculo de auténtica amistad.
Habitualmente, al recibir los medicamentos recetados por el Dr. Murtinho a los niños, doña Lucilia escribía los nombres en pequeñas hojas de papel; después anotaba en otra las horas en que el enfermito debía tomarlos. Quería estar segura de no olvidarse de ninguna dosis.
A la hora debida, entraba en el cuarto sonriendo, trayendo en la mano los frasquitos. Rosée o Plinio, conforme el caso, se sentían reconfortados tan sólo con verla llegar tan afable, comunicativa, llena de promesas de que la medicina curaría, y extremamente cariñosa en el modo de administrarla.
En esas horas, era tan bondadosa con los niños que muchas veces los familiares bromeaban:
— Lucilia trata tan bien a sus hijos cuando están enfermos que no tienen ganas
de curarse.
SDL_casamientoA este conmovedor procedimiento sabía unir también otro auxilio: la exigencia en el cumplimiento de los preceptos médicos.
En determinados momentos del día entraba con el termómetro, a fin de tomarle la temperatura al joven enfermo. Por más que éste afirmase que ya estaba bien, para poder salir de la cama, doña Lucilia le colocaba la pequeña barra de vidrio bajo el brazo y, después de unos escasos minutos contados por el reloj, que parecían una eternidad al pequeño, recogía el instrumento y se acercaba a la ventana para verlo mejor. Llegaba el momento de oír el veredicto de los labios maternos, que no raramente era de condenación: la terrible columnita de mercurio había subido hasta 38 grados o más. A veces él se impacientaba, y doña Lucilia, con todo su afecto, intentaba calmarlo explicándole las razones por las cuales debería estar más tiempo en la cama. Cuando ella salía del cuarto, el ánimo del niño estaba de nuevo serenado.
Doña Lucilia notaba que sobre todo Plinio se enfadaba mucho con esa rutina: “Si no me pusiese tantas veces el termómetro, la fiebre no subiría así…”, pensaba el niño. Para evitarle ese pequeño sufrimiento, su madre se limitaba, en algunas ocasiones, a ponerle su refrescante mano en la cabeza. Al menos no tendría la desagradable sensación de que el termómetro prolongaba su enfermedad. Y si ni por eso bajaba la fiebre, algo que en él antes hervía se apaciguaba. Ese efecto se acentuaba cuando, en un tono de voz propio a inspirar confianza, su madre le recomendaba un poco más de paciencia, pues el poquito de temperatura febril terminaría por bajar.
Al desaparecer los síntomas de la enfermedad, doña Lucilia tampoco exageraba la alegría, limitándose a decir:
— Bueno, hijo mío, ya te puedes levantar.
Ayudaba al niño a salir alegremente de la cama, pero sin manifestarse demasiado contenta por recelo de que los excesos pudiesen llevarlos a imprudencias.
Constituía éste otro procedimiento en el cual el equilibrio entre el dolor y la alegría era dosificado con sabiduría e inculcado en el alma de sus hijos de forma didáctica.