Viendo doña Lucilia que se aproximaba el final de la infancia de sus hijos, juzgó adecuado inculcarles el gusto por la literatura.
Doña Lucilia no tenía la más mínima pretensión de ser una literata. Su mayor empeño era hacer crecer el espíritu analítico de aquellos niños, en los que comenzaban a despuntar las primeras manifestaciones de preferencias o rechazos, ya propias de la adolescencia.
Las tramas que ella elaboraba siempre terminaban de modo ejemplar: el personaje era premiado por su virtud o, cuando era derrotado, lo describía en su aislamiento, en la tranquilidad majestuosa de una conciencia limpia, otro tipo de premio del cual sabía realzar con maestría los aspectos apacibles y gloriosos. Sería superfluo decir que los resúmenes hechos por doña Lucilia excluían cualquier tipo de episodios o detalles que atentaran contra la moral.
Para fijar la atención de los pequeños, en aquellos lejanos tiempos que ya prenunciaban el apogeo cinematográfico, era necesario que la historia fuera novelesca, llena de aventuras imprevistas y sensacionales. Si el tema escogido no las tenía, en seguida se desinteresaban por la narración y continuaban oyéndola con ojos distraídos y distantes. En esas circunstancias, la elección de doña Lucilia no podía recaer sobre un tema más apropiado que el de Los tres mosqueteros, una de las más famosas novelas de Alejandro Dumas.
La censura de doña Lucilia expurgaba implacablemente de esa obra las inmoralidades de todo género que en ella pululan. La historia también se desarrollaba en pleno Ancien Régime, en el reinado de Luis XIII. Doña Lucilia, rodeada de sus pequeños oyentes, les iba pintando en la imaginación, con vivos colores, a través de sus armoniosas palabras, aquella remota época como un período áureo en el que Occidente estaba a punto de alcanzar un ápice de buen gusto, de buenas maneras, de elegancia y de nobleza de actitudes.
Contaba que el ejército francés tenía entonces un cuerpo de élite, especialmente dedicado a la protección del Rey. Que, además de espada, aquellos soldados utilizaban un arma de fuego inventada recientemente: el mosquete. De ahí que fueran conocidos por el nombre de mosqueteros.
Ella afirmaba que D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis eran los más valientes héroes entre los mosqueteros del Rey. “Todos para uno y uno para todos”, era el lema de los cuatro amigos, que pertenecían a la compañía del Señor de Tréville, hombre de buena nobleza y de confianza del Rey. Y llamaba la atención de los niños para el hecho de que el Señor de Tréville era muy paternal con sus mosqueteros, sin dejar de exigirles una perfecta disciplina. Después de la atrayente introducción, los pequeños, con su imaginación prendida, estaban ávidos de oír a doña Lucilia describir la personalidad de cada uno de los mosqueteros, con sus virtudes y defectos. Los cuatro mosqueteros eran hidalgos característicos de su tiempo, y ella procuraba, destacando ese aspecto, estimular a los niños a tomar por modelo sus cualidades caballerescas.
Mejor que la descripción de los valientes mosqueteros era el aparente contraste entre la narradora y sus héroes: ella, suave, delicada, afable; ellos, acostumbrados a los peligros, al riesgo, a las rudezas propias de la guerra. Las palabras de doña Lucilia eran tan expresivas que despertaban en los inocentes corazones de sus oyentes el entusiasmo por los hechos heroicos, sobre todo los que se realizaban en el cuadro pintoresco y noble de la guerre en dentelles (Literalmente: “guerra con encajes”. Expresión usada por los franceses para referirse a la época en que se combatía con traje de corte.), llevada a cabo por esos insignes batalladores, también eximios en brillar en los salones, con sus reverencias, encajes y penachos.
Excelente educadora, analizaba a los personajes desde el punto de vista de la moral católica. Como juez imparcial, reprobaba con severidad lo que en ellos era censurable, y exaltaba las virtudes y otros predicados dignos de alabanza. Cuando hablaba del pundonor y de la corrección de Athos, dejaba traslucir su propia integridad moral. Al pintar el coraje de D’Artagnan, lo hacía con tanta admiración que los niños creían sentir el heroico viento de la intrepidez acariciándoles el rostro.
Por otro lado, doña Lucilia procuraba mostrarles cómo era despreciable el “ideal” de un Porthos, cuya preocupación primordial consistía en el goce de la vida, y les explicaba la superioridad de la carrera intelectual, la preeminencia del espíritu sobre la materia. Finalmente, hacía relucir a los ojos de los niños lo que había de elevado en el tipo humano de un valiente Aramis, eclesiástico y guerrero.
Con la mente repleta de hechos de armas, grandes héroes, épocas de esplendor y de hidalguía, extasiados sobre todo con aquella atractiva narradora, los niños esperaban, no sin impaciencia, el próximo día en que doña Lucilia continuaría el cuento.