No era sólo por razones naturales que doña Lucilia les dedicaba a sus hijos tan intenso afecto. La raíz más profunda de éste era su elevada devoción al Sagrado Corazón de Jesús, a quien tanto rezaba, como relataría años más tarde, en una carta a Plinio, con palabras llenas de unción:
¡Me agradó inmensamente saber que cuando me
echas de menos, rezas delante de mi oratorio! Yo también
rezo tanto por ti; ¡el Sagrado Corazón de Jesús,
nuestro amor, será tu salvaguarda y protector!, hijo
querido de mi corazón.
Tal devoción unida a la atmósfera de recogimiento que doña Lucilia mantenía en el hogar, lo hacía propicio a la oración y a la contemplación. El Dr. Plinio recuerda que, muchas veces, al volver de algún paseo o fiesta infantil, encontraba la casa inmersa en un ambiente que le hacía evocar el sonido grave, noble y suave del carillón de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Eso contrastaba con la superficialidad y disipación que, ya en los remotos años veinte, iban marcando cada día más a la sociedad de nuestro siglo, haciéndole entender mejor el modo de ser, invariable y profundo, de doña Lucilia. “Fue por ese motivo que tomé una resolución: por mi parte, ¡también voy a vivir así!” concluyó el Dr. Plinio.
En el fondo, iba enseñando a sus hijos a vivir de manera virtuosa, pues era su más ardiente deseo. De ahí su gran empeño en darles una esmerada formación religiosa. A una excelente observadora como ella no le fue necesario mucho tiempo para notar que la fräulein Matilde, a pesar de ser una eximia educadora, no tenía la atención tan volcada hacia lo sobrenatural como sería de desear. Tanto mejor para sus hijos, pues su propia madre asumirá esta tarea tan alta.
Doña Lucilia también estimulaba en Rosée y Plinio la piedad en relación a las imágenes colocadas por ella en sus cuartos, y a veces las besaba cuando entraba allí.
El Dr. Plinio, ya octogenario, se acordaba de aquellos tiempos en que tenía seis, tal vez siete años de edad, época en que profundizó sus consideraciones sobre Nuestro Señor Jesucristo, al contemplar sus imágenes en casa y en la iglesia, o leyendo libritos para niños:
“Ya en mis primeros años, tenía la convicción de que Él era el Hombre-Dios, porque mamá lo dejaba clarísimo en las narraciones de Historia Sagrada”.
Tan rica y penetrante fue la influencia que tenía sobre sus hijos que Plinio, con tan sólo cuatro años, de pie sobre una mesa, llegó a dar clases de catecismo a los La educación de sus hijos criados de la casa, transmitiéndoles lo que había oído de los piadosos labios maternos.
Por otra parte, a los niños les impresionaba vivamente ver el completo rechazo de doña Lucilia al demonio, el adversario del género humano. Tenía repugnancia hasta de su nombre, que no pronunciaba sino cuando era indispensable, y así mismo con expresión discretamente desagradada. Opinaba con toda razón que el simple hecho de mencionar a tan abyecto ente, sin absoluta necesidad, podía ser interpretado como si se le invocara.