Años de grandes transformaciones

cap7_010Al finalizar la guerra en 1918, se inicia el período que los historiadores denominan «Entre las dos guerras». Los armónicos acordes del vals son sustituidos por los estridentes y cacofónicos sones del jazz; los sobrios y graves carruajes tirados por caballos son suplantados definitivamente por el automóvil, que imprime un nuevo ritmo a la existencia; y las señoras, hasta entonces reinas del hogar, dan los primeros pasos hacia la igualdad de sexos. De golpe, las faldas suben de los tobillos a las rodillas, liberando los pasos de los largos y bellos vestidos de otrora; se iniciaba así, resueltamente, una caminata cuyo término final era —todos lo presentían— el impudor.
En aras de la moda y del pragmatismo, las señoras deciden cortar sus cabellos, hasta aquel momento largos y cuidadosamente peinados, como coronas que realzaban su dignidad. Nace entonces el estilo llamado «à la garçonne» (A la muchacho). El colorete y el lápiz de labios, que la dama celosa de su honor nunca usaría, irrumpen en las costumbres, hasta entonces recatadas. La risa, que antes ocupaba un papel discreto en la vida, pasó a ser considerada símbolo necesario de la felicidad —idea ampliamente difundida por el cine de Hollywood— relegando a un segundo plano, en las reuniones sociales, a todos los que no sabían contar chistes y no tenían el pseudocarisma de provocar una constante hilaridad.cap7_008

Un pequeño y conmovedor episodio ilustrará con nitidez la resistencia que ella oponía al espíritu “moderno”.

Doña Lucilia rechaza la nueva moda

En cierta ocasión, durante una comida de la cual participaban amigos y parientes, todos intentaban convencer a doña Lucilia de que se cortara el cabello à la garçonne y se pintara, pues era la única persona de aquella rueda social que no adhería a la nueva moda. Tal vez su mansa pero inquebrantable persistencia en la fidelidad a las antiguas costumbres redundara en cierta fricción moral con los más allegados.
Mientras pudo, durante la conversación, doña Lucilia fue esquivando hábilmente el problema, para no mostrarse desagradable a los visitantes; sin embargo, éstos proseguían su incómoda insistencia. En determinado momento, notando que las presiones pasaban del límite tolerable en un asunto sólo concerniente a ella, reaccionó, como tantas veces hacía, guardando un expresivo silencio. Sentado a su lado, Plinio, entonces con aproximadamente doce años y de natural locuaz y afirmativo, asistía callado a toda la conversación; no les estaba permitido a los menores hablar en la mesa. Encantado con su madre, y notando en ella cómo su presentación externa se adecuaba al noble interior de su alma, al darse cuenta del silencio al que ella había optado decidió intervenir para sustentar la buena posición. Apartó su silla y, arrodillándose afligido ante doña Lucilia, cariñosamente imploró:
— Mamá, ¿me promete que no se cortará el pelo ni usará lápiz de labios?

Enternecida con la actitud de su hijo, se volvió hacia los presentes y, bromeando, concluyó suave y amablemente la discusión:

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…ella estaba con sus venerables cabellos plateados y sus labios, para siempre cerrados, exentos de carmín. Murió atendiendo al pedido que su hijo, aún niño y con una gran aflicción en el alma, le había hecho de rodillas.

— ¿Ven? Plinio no quiere que me corte el pelo. Entonces no me lo voy a cortar…
Un silencio general se hizo en la sala. Y nunca más ni los familiares ni las amigas trataron este asunto hasta el final de los largos días de doña Lucilia. Cuando, por última vez, sus hijos la vieron yaciente en su ataúd, ella estaba con sus venerables cabellos plateados y sus labios, para siempre cerrados, exentos de carmín. Murió atendiendo al pedido que su hijo, aún niño y con una gran aflicción en el alma, le había hecho de rodillas.

“Hijo mío, más dulzura en tus palabras”

Plinio y Rosée

                                  Plinio y Rosée

Un bello día, doña Lucilia paseaba con sus hijos por una calle de Poços de Caldas. Se acercó a ellos un grupo de leprosos a caballo, con largos bastones en cuyas puntas había unas tazas de metal con las que pedían limosna a los transeúntes.
Los niños quedaron explicablemente impresionados con el aspecto de esos infelices.
En aquel tiempo corrían muchos rumores de que los leprosos querían transmitir su enfermedad a otras personas, pues pensaban que contagiando a siete, ellos sanarían. Se decía que usaban la taza de metal de los bastones no sólo para recoger el dinero, sino también para tocar con ellas al benefactor, con esa censurable intención.
A pesar de las explicaciones, Plinio no entendió bien de qué se trataba y, creyendo en los rumores, comentó con horror el triste estado de aquellas víctimas de la terrible enfermedad, obligadas a mendigar y resignadas a su propia situación.
Ante aquel horrible espectáculo, el niño exclamó:
— ¡Mamá, no tienen derecho de ser así! ¡No se puede ser así!
Doña Lucilia, siempre materna, pero en ese momento con una nota de gravedad le reprendió:
— ¡Hijo mío! más dulzura en tus palabras. Nuestro Señor Jesucristo también redimió los pecados de esos pobres infelices. Él los aceptará en el Cielo. ¿Y tú no los aceptas?
Esas palabras, venidas del fondo del corazón de doña Lucilia, marcaron el alma del niño, que entendió mejor la causa del afecto desbordante de su madre, o sea, el amor a Dios, ya que hasta en relación a aquellos pobres leprosos cuya vista tanto espanto causaba, ella tenía sentimientos de conmiseración.

Doña Lucilia no gustaba que se burlasen de los demás

doña_luciliaDoña Lucilia se compadecía de modo muy especial de los desvalidos, a quienes dispensaba, siempre que era necesario, todo tipo de afabilidades y de consuelos.
No obstante, ella exigía respeto en relación a cualquier persona y, como norma general de conducta, jamás permitía que se burlasen de nadie.
Si por acaso escapaba de los labios de sus hijos un dicho impropio contra alguien —y los niños son fácilmente propensos a esto— ella intervenía, reprendiéndolos con dulzura, y les enseñaba que uno no debe burlarse de nadie. Intentaba mostrarles el lado bueno del infeliz nombrado, a fin de evitar que Rosée y Plinio desarrollasen en sí una tendencia contraria a la caridad verdaderamente bien entendida.
De esta manera suplía una deficiencia de la fräulein Matilde, quien, a pesar de formar muy bien a los niños, era un poco tendiente a hacer críticas.
Incluso cuando sus hijos eran ya adultos, doña Lucilia aún les amonestaba afectuosamente en circunstancias análogas.

“Mirad cómo Él está llorando por vosotros”

5011_M_fa921190aLa conformidad de doña Lucilia con el espíritu de la Iglesia la hacía eximia cumplidora de las prácticas religiosas. En aquellos tiempos, impregnados aún de la benéfica presencia de San Pío X en el Solio Pontificio, la liturgia enriquecía con todo su sacro esplendor las solemnidades religiosas conmemorativas de los principales misterios de la Fe. Los fieles se asociaban a tales celebraciones, ya por el ejercicio de las prácticas y devociones recomendadas por la Iglesia ya por la asistencia a los oficios divinos. Doña Lucilia, siempre que se lo permitía su frágil salud, comparecía a éstos piadosamente.
Sin embargo, no se limitaba a eso. En casa, procuraba crear el ambiente propio a las diferentes fiestas del calendario litúrgico. Tal era el caso, sobre todo, de la Navidad, del Viernes Santo y de la Pascua.
Durante la Semana Santa, no sólo en las iglesias sino también en los hogares —como era tradición en todas las familias católicas— se cubrían con tejidos morados las imágenes y los crucifijos, se suspendían los entretenimientos de los niños, los mayores se abstenían del juego, la mayoría de las personas se vestía de luto, y todos hablaban a media voz en señal de duelo por la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo.
Doña Lucilia congregaba a los pequeños a su alrededor y les explicaba, con mucha gravedad, cada paso de la Pasión, haciéndoles ver las funestas consecuencias del pecado. Con el objetivo de hacer que sus pequeños oyentes se compadeciesen de Nuestro Señor, les mostraba grabados piadosos y, en palabras accesibles a la comprensión infantil, les decía:
— Mirad cómo Él está llorando por vosotros. Está también llorando por los demás, porque sufrió por todos…
El Viernes Santo reunía a todos los parientes que vivían en su casa y, a las tres de la tarde, organizaba una vigilia de oraciones ante un crucifijo heredado de su recordado padre.
Doña Lucilia daba inicio al acto con la letanía al Sagrado Corazón de Jesús; seguía la letanía a la Virgen; después pedía por el alma de éste, de aquél, no había persona fallecida en la familia, por cuya alma se olvidase de rezar. Intercalaba las oraciones vocales con intervalos de oraciones en silencio, y todos permanecían en actitud de recogimiento. Nadie se atrevía a salir antes de terminar.
Tras las graves tristezas de la Semana Santa venían, a partir del mediodía del Sábado Santo, las triunfales alegrías de la Resurrección, que ella se encargaba también de transmitir a los niños. En varias esquinas de la ciudad se veía la tradicional quema de Judas, en la cual los niños vengaban la traición mil veces infame cometida contra Nuestro Señor Jesucristo.
Desde el sábado, doña Lucilia organizaba el paseo del día siguiente, donde no faltaban los manjares y golosinas tan del gusto de los niños y cuya preparación siempre dirigía.

Domingo de Pascua en el Parque Antárctica

Parque Antártica

Parque Antártica

Desde que salía el sol, el día se anunciaba como un inocente y feliz Domingo de Resurrección de los lejanos años de 1915 o 1916. La víspera, como todos los años, doña Lucilia llenaba una cesta de mimbre con huevos de Pascua, bebidas y bocadillos, dado que era costumbre en la familia llevar a los niños de pic-nic.
En determinado momento, se abría la puerta del palacete Ribeiro dos Santos y, bajo la vigilancia de las institutrices, salía un tropel de niños que, apiñados en taxis, iban en alegre algarabía por las calles de los Campos Elíseos, tan apacibles entonces. Junto a ellos, amparándolos con su diligente y tranquila presencia, iba doña Lucilia. En general escogía el Parque Antárctica para la fiesta al aire libre.
Llegados al lugar, daba libertad a los niños para que fuesen a jugar por las diferentes alamedas ajardinadas, cubiertas por la sombra de imponentes árboles. Mientras los pequeños se dispersaban, las institutrices, bajo la orientación de doña Lucilia, escondían entre la vegetación apetitosos sándwiches de sardinas portuguesas, lomo de cerdo, jamón y queso, con rodajas de huevos duros, además de los huevos de Pascua de chocolate o de azúcar cande, envueltos en papeles plateados. Estos últimos ofrecían la agradable sorpresa de contener bombones.

Cuando todo estaba listo, los niños acudían alegres a la voz de doña Lucilia, que los llamaba para que vinieran a descubrir aquellas delicias. Venían veloces. Plinio, nada entusiasta de carreras, se quedaba atrás, pensando consigo mismo: “Mamá me echará una mano”. Mientras los otros, con avidez, iban en busca de los tesoros culinarios escondidos, y las manifestaciones de alegría eran señal de haber sido encontrados los primeros manjares, él se acercaba a doña Lucilia, que complacida observaba toda aquella vivacidad infantil, y le preguntaba:

Parque Antártica

Parque Antártica

— Y entonces mi bien, ¿dónde están las cosas?
Cariñosamente ella respondía:
—Filhão (Se pronunciaría filión. Es el aumentativo de la palabra portuguesa filho, hijo, con la cual doña Lucilia llamaba al Dr. Plinio de manera cariñosa), ¡hay que buscarlas!
Poco después volvía a insistir:
— Pero, no sé dónde pueden estar.
Entonces, mirando en la dirección en donde había algo escondido, sonreía diciendo:
—Filhão, mira a ver si encuentras alguna cosa por allí.
Confiante en que el consejo materno siempre indicaba el camino seguro, seguía el rumbo trazado por la mirada de doña Lucilia. Ella permanecía sentada observándolo. Si tardaba en encontrar las deseadas golosinas, se levantaba e iba hacia él que, siempre muy enfático, nuevamente le decía:
— ¡Mi bien! ¡No estoy encontrando los huevos! Dígame donde están, que no
los estoy encontrando…
— ¡Busca, busca! Mira un poco por ahí.
Al final, Plinio descubría algunas delicias, que, por supuesto, eran sus predilectas, escondidas especialmente para él… En seguida abrazaba y besaba a doña Lucilia como expresión de filial agradecimiento. Seguidamente ella le ordenaba con afecto:
— Vete a jugar, hijo mío.
* * *
señoradoñalucilia_009Con su placidez y serenidad, en medio de aquella inocente alegría, doña Lucilia enseñaba a los niños a buscar la verdadera felicidad sólo en aquellas formas de placer que conservasen y desarrollasen un bienestar sólido, tranquilo, agradable, y sonriente. No valía la pena sacrificarla por nada que trajese perturbación, aun cuando esto pudiese producirles una pseudo alegría.
Era incompatible con modos de ser febriles y agitados. Ayudaba a eso el equilibrio de su temperamento, siempre recto ante la fruición y verdadero símbolo del orden. Como consecuencia de eso, su alma era ávida de todo cuanto es bello y maravilloso, creando a su alrededor una aureola de sublimidad. Testigos de entonces no dudan en afirmar haber observado en más de una ocasión que, estando doña Lucilia en alguna sala, el ambiente era uno; cuando ella salía, cambiaba completamente. Por eso los niños de la familia buscaban tanto su compañía, y para no frustrar los anhelos de los pequeños, no ahorraba esfuerzos en la preparación de las fiestas infantiles.

En las enfermedades, una alegría que mitiga el dolor

Plinio y RoséeEn las enfermedades, la preocupación de doña Lucilia era serena pero vigilante.
Daba preferencia a la homeopatía, cuya acción suave se adecuaba bien a su modo de ser. Cuando era necesario, tanto para ser asistida en sus dolencias como para solucionar las pequeñas incomodidades de sus hijos, consultaba a un excelente médico homeópata en el que tenía mucha confianza, el Dr. Murtinho Nobre, que atendía también a doña Gabriela y a otros familiares.
El Dr. Murtinho será médico de la familia durante casi treinta años, a lo largo de los cuales, por encima y más allá del mero servicio, se creará entre ellos un vínculo de auténtica amistad.
Habitualmente, al recibir los medicamentos recetados por el Dr. Murtinho a los niños, doña Lucilia escribía los nombres en pequeñas hojas de papel; después anotaba en otra las horas en que el enfermito debía tomarlos. Quería estar segura de no olvidarse de ninguna dosis.
A la hora debida, entraba en el cuarto sonriendo, trayendo en la mano los frasquitos. Rosée o Plinio, conforme el caso, se sentían reconfortados tan sólo con verla llegar tan afable, comunicativa, llena de promesas de que la medicina curaría, y extremamente cariñosa en el modo de administrarla.
En esas horas, era tan bondadosa con los niños que muchas veces los familiares bromeaban:
— Lucilia trata tan bien a sus hijos cuando están enfermos que no tienen ganas
de curarse.
SDL_casamientoA este conmovedor procedimiento sabía unir también otro auxilio: la exigencia en el cumplimiento de los preceptos médicos.
En determinados momentos del día entraba con el termómetro, a fin de tomarle la temperatura al joven enfermo. Por más que éste afirmase que ya estaba bien, para poder salir de la cama, doña Lucilia le colocaba la pequeña barra de vidrio bajo el brazo y, después de unos escasos minutos contados por el reloj, que parecían una eternidad al pequeño, recogía el instrumento y se acercaba a la ventana para verlo mejor. Llegaba el momento de oír el veredicto de los labios maternos, que no raramente era de condenación: la terrible columnita de mercurio había subido hasta 38 grados o más. A veces él se impacientaba, y doña Lucilia, con todo su afecto, intentaba calmarlo explicándole las razones por las cuales debería estar más tiempo en la cama. Cuando ella salía del cuarto, el ánimo del niño estaba de nuevo serenado.
Doña Lucilia notaba que sobre todo Plinio se enfadaba mucho con esa rutina: “Si no me pusiese tantas veces el termómetro, la fiebre no subiría así…”, pensaba el niño. Para evitarle ese pequeño sufrimiento, su madre se limitaba, en algunas ocasiones, a ponerle su refrescante mano en la cabeza. Al menos no tendría la desagradable sensación de que el termómetro prolongaba su enfermedad. Y si ni por eso bajaba la fiebre, algo que en él antes hervía se apaciguaba. Ese efecto se acentuaba cuando, en un tono de voz propio a inspirar confianza, su madre le recomendaba un poco más de paciencia, pues el poquito de temperatura febril terminaría por bajar.
Al desaparecer los síntomas de la enfermedad, doña Lucilia tampoco exageraba la alegría, limitándose a decir:
— Bueno, hijo mío, ya te puedes levantar.
Ayudaba al niño a salir alegremente de la cama, pero sin manifestarse demasiado contenta por recelo de que los excesos pudiesen llevarlos a imprudencias.
Constituía éste otro procedimiento en el cual el equilibrio entre el dolor y la alegría era dosificado con sabiduría e inculcado en el alma de sus hijos de forma didáctica.