
Colegio San Luis, de los PP. Jesuitas
Doña Lucilia se esmeraba por dar a sus hijos en casa la mejor educación posible. En 1919 se vio en la contingencia, no sin gran aprensión, de tener que matricular a Plinio en un colegio, por haber alcanzado la edad adecuada para ello. Naturalmente debería ser el mejor de São Paulo, que por entonces era el Colegio San Luis, de los Padres Jesuitas. Era bajo la orientación de los discípulos de San Ignacio que el niño debía continuar sus estudios; pero esto no bastaba para tranquilizar su maternal corazón. Ella poseía una noción completa de los peligros que, ya en aquel tiempo, podía acarrear la convivencia entre estudiantes.
¿Cuál sería la reacción de su hijo al entrar en choque con un mundo tan opuesto a la preservación moral, inherente a la atmósfera del hogar? ¿Resistiría o se dejaría arrastrar por las malas influencias recibidas de los nuevos compañeros? Sólo el futuro lo diría.
Un día, el propio Plinio trató el tema de los estudios con su madre. Sus primos, que ya frecuentaban aquel colegio, le habían invitado insistentemente para ir también a estudiar con ellos. Un primo más allegado, a fin de atraerlo con más facilidad, le dijo que en el patio del recreo había muchos cerezos, constituyendo uno de los pasatiempos de los alumnos el comer esas sabrosas frutas en los intervalos de las clases.
Por la tarde, cuando don João Paulo volvió del trabajo, doña Lucilia trató con él del asunto. Quedó decidido que iría al Colegio San Luis al día siguiente para hablar con el director, P. du Dréneuf, para matricular a su hijo. Todo se hizo sin la menor dificultad. El sacerdote, recibiéndolo amablemente en su sala, expuso el sistema y el horario del establecimiento, informó qué material necesitaría llevar Plinio, y en poco tiempo el asunto estaba solucionado. Se despidieron con cortesía, y cada uno volvió a sus quehaceres. El jesuita, satisfecho de recibir un alumno más; don João Paulo aliviado por tener un problema menos para resolver.

Patio del colegio San Luis
El primer día de colegio, tras una o dos clases, llegó la hora del recreo. Al salir al amplio patio, Plinio buscó a sus primos con la mirada, en medio de aquella multitud de niños gritando y corriendo de un lado para otro, pues le habían prometido presentarle a los otros compañeros. ¿Y dónde estaban los codiciados cerezos?
Por fin apareció uno de sus primos, jadeante, agitado:
— ¡Plinio! — gritó.
— Y los cerezos, ¿dónde están? — preguntó el nuevo alumno, deseoso de, ya en aquel primer intervalo, deliciarse con su manjar preferido.
— ¡Vamos a jugar al fútbol! — respondió su primo. Este deporte, que en la época aún hacía parte de las innovaciones de la modernidad, atraía la atención y la participación de los alumnos. Sin embargo, ¡qué diferencia de los serenos entretenimientos de casa!… Casi se diría que eran dos mundos opuestos.
Aprensión materna

Imagen del Buen Consejo de Genazzano, venerada en el colegio San Luis
Para Plinio comenzaba la dura batalla de la vida, con sus tragedias, desilusiones y fracasos, por la cual todo hijo de Adán tiene que pasar irremediablemente. La primera decepción fue la de no encontrar los soñados cerezos. Después, ante sus ojos, dos mundos se desarrollaban lado a lado, si bien que en constante oposición: el de los sacerdotes que, vueltos hacia lo sagrado, por su porte grave y sus trajes austeros, creaban en torno de sí un ambiente que simbolizaba la tradición y recordaba las verdades eternas; y el de los alumnos, entusiasmados, en aquella postguerra, con las “modernidades” soeces de Hollywood, y atraídos por las costumbres simples y fáciles de ahí derivadas. No era difícil distinguir aquí y allá los primerísimos gérmenes de las tendencias anarquistas y libertarias que décadas más tarde infectarían a la sociedad.
En el colegio, esas dos influencias antagónicas se alternaban naturalmente varias veces a lo largo del día. Iniciado el intervalo de las aulas, salían todos en fila y en silencio hasta la entrada del patio, y un profesor muy joven, revestido del traje eclesiástico, hacía sonar un pito. A esta señal, se diría que un torbellino se desataba sobre los niños, lanzándolos a correr en las más variadas direcciones.
Entre ellos, algunos más agitados se reunían en un punto ya acostumbrado en el recreo para contar cierto género de chistes o para criticar y ridiculizar a determinados profesores; otros para tramar alguna pequeña sedición contra una norma disciplinar incómoda. La gran mayoría era arrastrada por sus pequeños líderes, siguiendo la ola de los nuevos tiempos. En aquel diminuto mundo, ya se decidían los rumbos del futuro, pues los niños, al repetir lo que escuchaban en las conversaciones de los adultos, discutían entre sí los grandes temas del momento: monarquía y república, igualdad y desigualdad, tradición y progreso, existencia o no de Dios, y así otros tantos.
Por más que aquellos buenos y piadosos sacerdotes jesuitas predicasen la doctrina ortodoxa durante meses seguidos, al reunirse los alumnos en el recreo, un argumento o un chiste, lanzado por un niño en una conversación de cinco minutos, podía reducir a nada todo el esfuerzo desarrollado por los maestros durante horas y horas de clase.
Plinio no se dejó dominar por el ambiente y, aunque su apariencia física —tez muy blanca, cabello rubio y cuerpo delgado— no fuera apropiada para intimidar a sus interlocutores, decidió enfrentar la situación. En el fondo, optó por la lucha, a fin de preservar en su alma aquella inocencia que doña Lucilia con tanto celo había protegido y cultivado en su primera infancia. Ahora le cabía, y sólo a él, mantener intacta e inmaculada la vestidura blanca que había recibido en el bautismo: la fe y la castidad.
Doña Lucilia observaba discretamente las mínimas reacciones de su hijo para ver si estaba resistiendo a las malas influencias o si, de modo imperceptible, se iba dejando llevar por ellas. Por la manera de Plinio hablar, gesticular, tratar a los otros y, sobre todo, por aquel “sexto sentido” que sólo el desvelo materno da, ella procuraba descubrir en él los eventuales síntomas de adaptación a los nuevos padrones.
Cuando se acercaba la hora en que Plinio volvía de clase, al final de la tarde, doña Lucilia salía a la terraza para esperarlo. Quería verle a lo lejos para observar los vestigios que ambientes tan diversos como el colegio, la calle y la casa familiar, tal vez hubiesen dejado en el espíritu y en el modo de ser de su hijo. Observaba su entrada desde una ventana. Lo veía abrir y cerrar el pesado portón del jardín, llegar juiciosamente hasta escalera que conducía a la morada y tocar el timbre. Lo esperaba en una sala, lo abrazaba, lo besaba y le daba su bendición. Se tranquilizaba al notar que su hijo seguía siendo el mismo, como el primer día de clase.
“Ya está igual que los otros. Está totalmente transformado”
Cierta vez, sin embargo, notó un brusco cambio. Plinio llegó con una pila de libros y de cuadernos debajo de cada brazo. El portón del jardín tenía el cerrojo abierto. Le dio un puntapié y, después de entrar, lo empujó con el hombro para cerrarlo; atravesó el jardín con paso rápido y fuerte, y subió la escalera corriendo, saltando los escalones de dos en dos. Doña Lucilia, que observaba desde la ventana, sacó en un instante todas las conclusiones de lo que había visto, pensando consigo: “Ya está igual que los otros. Está totalmente transformado”.
A pesar de esta aprensión que se le clavaba en el alma, lo recibió con el mismo afecto de siempre, ese día tal vez más de lo normal, limitándose apenas a preguntarle:
— Filhão (Se pronunciaría filión. Es el aumentativo de la palabra portuguesa filho, hijo, con la cual doña Lucilia llamaba al Dr. Plinio de manera cariñosa) ¿cómo han ido las clases?
Escuchó la respuesta que Plinio habitualmente le daba, pues era un óptimo alumno:
— ¡Muy bien mãezinha!(Diminutivo de la palabra mãe, que significa madre).
Y hasta el final del curso, todo transcurrió igual en el trasformado modo de ser de Plinio, hasta que años después su madre y él hablaron sobre el asunto. Al principio, Plinio fue muy afable y ceremonioso en el colegio, fiel a la educación que había recibido, mientras que algunos de sus compañeros usaban maneras “deportivas”, tenidas por varoniles. En poco tiempo, notó que, para hacerse respetar por los demás alumnos, tenía que mostrarse enérgico en el trato e imponerse casi por la fuerza, cuando los argumentos de la razón no fuesen suficientes. Decidió por ello ensayar el modo de ser “deportivo”, que realmente le granjearía la simpatía de ciertos compañeros. En ese diálogo explicativo entre madre e hijo, Plinio le hizo ver a doña Lucilia que, a pesar de esa transformación, toda exterior y guiada por el sentido práctico, de ninguna manera había cambiado en sus principios y en su fidelidad a la educación recibida en casa. Lo que su cariñosa madre reconoció con facilidad y de buen grado.
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