Hablando casi sólo del bien, inculcaba aversión al mal

Sermón de la Montaña

Método lleno de sabiduría, utilizado por el propio Hombre-Dios en sus predicaciones, constituyendo las parábolas algunas de las páginas más bellas y ricas de los Evangelios…

Los rasgos más  característicos de la educación dada por doña Lucilia, especialmente a sus hijos, consistía en transmitir lecciones morales a través de cuentos o historias. Método lleno de sabiduría, utilizado por el propio Hombre-Dios en sus predicaciones, constituyendo las parábolas algunas de las páginas más bellas y ricas de los Evangelios, por sus divinas enseñanzas envueltas en una poesía sin igual.
En sus narrativas, doña Lucilia tenía en vista enseñar el desapego. Si fuera necesario sacrificar la posición social, la fortuna o hasta la vida a fin de cumplir enteramente con el deber, ella lo haría, y resaltaba que ésta era la única actitud propia en esas circunstancias. La vida no está hecha para el placer, sino para cargar sobre los hombros, de buen grado, la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, principio amado y puesto en práctica por ella en su vida diaria, no sólo por su resignación, sino también por su postura decidida frente a las adversidades. Al contar algún hecho ocurrido a otro, participaba de la alegría o de los dolores de las personas envueltas, virtud ésta que alimentaba su gusto en describir pequeños episodios de la vida real.
Siempre estimulaba en sus hijos el deseo de la honra y de adquirir respetabilidad a través de las virtudes personales, sin volverse ambiciosos o ávidos de dinero.
Hablaba casi exclusivamente del bien, de la verdad y de lo bello; se diría que no veía la realidad sino a través de esos prismas. Sin embargo, cuando correspondía censurar algo de malo era difícil encontrar alguien que la excediese en el desempeño de esa obligación. Por su sentido de justicia, junto al elogio de los méritos ajenos, nunca faltaba en sus labios la reprobación del mal.
A fin de inculcar a sus hijos el horror al vicio, describía lo ocurrido con personas conocidas de antaño, resaltando las tristes consecuencias de las pasiones desenfrenadas y dejando traslucir cuánto había en éstas de censurable.

Un marido robado

Uno de esos hechos sucedió en el São Paulo antiguo con uno de sus parientes lejanos, persona de buena presencia pero muy poco inteligente. Consiguió él que le dieran el cargo de juez en una comarca vecina de la Capital, probablemente debido a sus relaciones sociales. Sin embargo, debido a su incapacidad para juzgar cualquier causa cuya complejidad fuese tan sólo un poco mayor de lo normal, llevaba en ese lugar la vida apagada de quienes son nulos. Y lo peor no era la falta de dotes intelectuales, sino la pereza. No hacía ningún esfuerzo para mejorar su situación.
Había en la localidad una viuda muy rica que quería casarse con él sólo porque el joven tenía un buen físico. Pero él, como no gustaba de ella, no quería aceptar la propuesta de ningún modo. La señora, dándose cuenta de hasta qué punto era blando y cuán poca personalidad tenía, mandó que unos sicarios invadieran su cuarto por la noche y lo raptaran como se raptaba antiguamente a una muchacha.
Y él no opuso resistencia…
Cuando llegó a casa de la mujer, la encontró furiosa, resuelta a casarse con él a toda costa. Como para resistir era necesario esfuerzo… ¡entonces decidió casarse!
La seriedad de doña Lucilia al contar la historia, así como su rechazo a tanta pusilanimidad, dispensaban el empleo de adjetivos para hacer reprobables a los ojos de sus hijos la pereza y la molicie de ese hombre.
El repudiar casi instintivamente esos vicios era la reacción más saludable que despertaba en sus oyentes.

Años de grandes transformaciones

cap7_010Al finalizar la guerra en 1918, se inicia el período que los historiadores denominan «Entre las dos guerras». Los armónicos acordes del vals son sustituidos por los estridentes y cacofónicos sones del jazz; los sobrios y graves carruajes tirados por caballos son suplantados definitivamente por el automóvil, que imprime un nuevo ritmo a la existencia; y las señoras, hasta entonces reinas del hogar, dan los primeros pasos hacia la igualdad de sexos. De golpe, las faldas suben de los tobillos a las rodillas, liberando los pasos de los largos y bellos vestidos de otrora; se iniciaba así, resueltamente, una caminata cuyo término final era —todos lo presentían— el impudor.
En aras de la moda y del pragmatismo, las señoras deciden cortar sus cabellos, hasta aquel momento largos y cuidadosamente peinados, como coronas que realzaban su dignidad. Nace entonces el estilo llamado «à la garçonne» (A la muchacho). El colorete y el lápiz de labios, que la dama celosa de su honor nunca usaría, irrumpen en las costumbres, hasta entonces recatadas. La risa, que antes ocupaba un papel discreto en la vida, pasó a ser considerada símbolo necesario de la felicidad —idea ampliamente difundida por el cine de Hollywood— relegando a un segundo plano, en las reuniones sociales, a todos los que no sabían contar chistes y no tenían el pseudocarisma de provocar una constante hilaridad.cap7_008

Un pequeño y conmovedor episodio ilustrará con nitidez la resistencia que ella oponía al espíritu “moderno”.

Doña Lucilia rechaza la nueva moda

En cierta ocasión, durante una comida de la cual participaban amigos y parientes, todos intentaban convencer a doña Lucilia de que se cortara el cabello à la garçonne y se pintara, pues era la única persona de aquella rueda social que no adhería a la nueva moda. Tal vez su mansa pero inquebrantable persistencia en la fidelidad a las antiguas costumbres redundara en cierta fricción moral con los más allegados.
Mientras pudo, durante la conversación, doña Lucilia fue esquivando hábilmente el problema, para no mostrarse desagradable a los visitantes; sin embargo, éstos proseguían su incómoda insistencia. En determinado momento, notando que las presiones pasaban del límite tolerable en un asunto sólo concerniente a ella, reaccionó, como tantas veces hacía, guardando un expresivo silencio. Sentado a su lado, Plinio, entonces con aproximadamente doce años y de natural locuaz y afirmativo, asistía callado a toda la conversación; no les estaba permitido a los menores hablar en la mesa. Encantado con su madre, y notando en ella cómo su presentación externa se adecuaba al noble interior de su alma, al darse cuenta del silencio al que ella había optado decidió intervenir para sustentar la buena posición. Apartó su silla y, arrodillándose afligido ante doña Lucilia, cariñosamente imploró:
— Mamá, ¿me promete que no se cortará el pelo ni usará lápiz de labios?

Enternecida con la actitud de su hijo, se volvió hacia los presentes y, bromeando, concluyó suave y amablemente la discusión:

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…ella estaba con sus venerables cabellos plateados y sus labios, para siempre cerrados, exentos de carmín. Murió atendiendo al pedido que su hijo, aún niño y con una gran aflicción en el alma, le había hecho de rodillas.

— ¿Ven? Plinio no quiere que me corte el pelo. Entonces no me lo voy a cortar…
Un silencio general se hizo en la sala. Y nunca más ni los familiares ni las amigas trataron este asunto hasta el final de los largos días de doña Lucilia. Cuando, por última vez, sus hijos la vieron yaciente en su ataúd, ella estaba con sus venerables cabellos plateados y sus labios, para siempre cerrados, exentos de carmín. Murió atendiendo al pedido que su hijo, aún niño y con una gran aflicción en el alma, le había hecho de rodillas.

El encuentro con la Princesa Isabel y una Princesa Rusa

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Iglesia de Saint-German l’Auxerrois

Seculares paredes de piedra, sublimes vitrales de colores, ojivas grandiosas y columnas gastadas por los vientos de la Historia… Las campanas tocan conclamando a los fieles para la Santa Misa. Doña Gabriela y doña Lucilia transponen los umbrales de la puerta de entrada y se dirigen a los primeros asientos, próximos del altar. Están en la Iglesia de Saint-German l’Auxerrois, conocida por haber sido el lugar de donde salió el tocsin (toque de campana) que desencadenó, en 1572, los sucesos de la famosa “Noche de San Bartolomé”.
Poco antes de iniciarse la Misa, atraviesa el arco que une la sacristía con el presbiterio una distinguida dama. Durante el Santo Sacrificio, su mirada se posa diversas veces sobre doña Gabriela. Ésta, a quien tal actitud no pasó desapercibida, en determinado momento interrumpe las oraciones de su hija para susurrarle que se trata de la Princesa Isabel.
— Sí, ya la he reconocido mamá, realmente es la Princesa Isabel.
Finalizada la Santa Misa, ambas ven que se aproxima una noble señora y se presenta como la Baronesa de Muritiba, dama de honor de la Princesa. Viene a comunicarles que la Princesa se había dado cuenta de que pertenecían a la aristocracia brasileña y les manda decir que tendría mucho placer en conocerlas.
Doña Lucilia y su madre se dirigen a la sacristía a fin de saludar a la Princesa, y durante la conversación son invitadas por ésta a tomar el té junto con toda la familia en su residencia.

Princesa Isabel

Princesa Isabel

Llegado el día, toda la familia, inclusive los niños, se dirigió a Boulogne-sur-Seine.
Fueron recibidos por la dama de honor de la Princesa y conducidos a un salón donde, poco después, entraría la imperial anfitriona. La familia formó un semicírculo alrededor de la Princesa, mientras ésta iba saludando atentamente uno por uno; todos retribuían sus saludos de modo respetuoso. Siguió el té, en un ambiente de afabilidad y elevación, sellándose a partir de ese momento una larga amistad entre la Princesa y doña Gabriela, así como entre las respectivas familias.

La enfermedad “incurable” de una princesa rusa

capV090Si el donaire era lo que distinguía a doña Gabriela, doña Lucilia cautivaba por la extrema delicadeza y bondad, no sólo de maneras, sino de alma, despertando la confianza de los que la conocían. 
Una joven princesa rusa se hospedaba con su esposo en el mismo piso que doña Lucilia y frecuentemente se encontraban en una u otra dependencia del hotel. No pasó mucho tiempo sin que la princesa tomase la iniciativa de saludarla, manifestando su simpatía hacia ella. El pueblo ruso, tan intuitivo como el brasileño, está dotado de una percepción muy rápida no sólo de las situaciones, sino también de la psicología de las personas. Quizá esta cualidad le habrá facilitado a la princesa penetrar en el alma de doña Lucilia, dando ocasión a una confidencia sui generis.
Encontrándose ambas en el corredor, próximo al cuarto de doña Lucilia, la princesa se le acercó llorando y le dijo:
— Madame, sepa disculparme, sé que no tengo derecho de dirigirme a usted de esta manera. Ni siquiera nos conocemos. Pero por su mirada y su modo de ser, veo que usted es una persona bondadosa y compasiva. Me encuentro en una enorme aflicción y quería saber si puedo desahogarme con usted…
Siempre acogedora, doña Lucilia le abrió inmediatamente las puertas del corazón. Llena de angustia, la princesa le contó que un famoso médico de París le había diagnosticado un cáncer y que, en consecuencia, tendría que ser sometida a una operación muy dolorosa y arriesgada. Se encontraba extremamente afligida, ante la previsión de los sufrimientos y del riesgo que le esperaban. No quería morir prematuramente, necesitaba educar a sus hijos y tenía toda una vida por delante. Sollozando, dulcemente le decía:
— Hablando con usted tengo la esperanza de recibir algún consejo que me ayude a encontrar una salida para esto…
Doña Lucilia en pocos minutos la tranquilizó:
— No desanimemos, los médicos algunas veces se equivocan, no son infalibles, uno puede corregir el diagnóstico de otro. He oído que, sobre esta materia, hay en Suiza un médico muy bueno. Quien sabe, usted puede ir hasta allí, pide una consulta…
Sus palabras impregnadas de bienquerencia y su tono de voz comunicaban una profunda paz. La pobre princesa fue sintiendo penetrar en su alma, aun dentro de la tragedia, el suave bálsamo del buen consejo. Entre sollozos escuchó que doña Lucilia la estimulaba a rezar para no dejarse vencer por la desesperación.
Poco después, la princesa resolvió hablar con su esposo. Él no estuvo de acuerdo:
— El médico que te ha visto es uno de los mayores que hay sobre el tema; no se equivoca. La realidad es ésta y debes aceptar la situación…
A pesar de ese primer revés, la joven dama no se desanimó. El desacuerdo con su marido se prolongó durante varios días, hasta que acabó por convencerlo de que hiciesen el viaje a Suiza.
En el momento de la despedida, en medio de palabras de consuelo y de ánimo, doña Lucilia le dio su dirección en Brasil para que, necesitándola, no dejase de buscarla.
Pasado algún tiempo, cuando doña Lucilia ya estaba en São Paulo, recibió una carta de su confidente, en la cual le agradecía todo lo que había hecho por ella.
Contaba que el médico suizo, después de varios exámenes, había desmentido enteramente el diagnóstico de su colega parisiense. De esta manera, la princesa daba por resuelto el caso gracias a la bondadosa y sapiencial orientación de doña Lucilia.

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Por el Rin, hasta Colonia

Valle del Rin

                                                                  Valle del Rin

Ya recuperada, doña Lucilia concluyó la temporada en Wiesbaden y, con la familia, partió en una excelente embarcación por el legendario y hermoso Rin, rumbo a Colonia. Sin los males de los que fue víctima por ocasión de su travesía oceánica, pudo ahora apreciar en toda su belleza el paisaje renano.

Durante los recorridos, ora desde el interior del barco, ora al aire libre, iba comentando con sus hijos todo cuanto de interesante se veía en las orillas: castillos propios de un cuento de hadas, imponentes e inexpugnables fortalezas, venerables monasterios, pequeñas y graciosas capillas, lugares con aires pintorescamente medievales. De vez en cuando, sobre un afluente del gran río, se divisaba, todavía firme y fuerte, algún puente de piedra sobre arcos que databa del Imperio Romano…

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Por las campiñas, entrecortadas por viñedos y otras plantaciones cultivadas con esmero, se apreciaba un ganado cebado y bien cuidado.
Transcurrido algún tiempo de viaje, la familia decidió hacer una pausa y hospedarse en un agradable hotel, situado sobre una colina, cerca del río. Todos comentaban —ya con saudades, pues se aproximaba el fin de su estadía en Alemania— los deliciosos platos de la cocina del país, y, sobre todo, el mundialmente famoso vino blanco del Rin. Deseaban, allí mismo, saborear esta exquisita bebida, de la cual se hacían los mayores elogios. Eso no hizo sino aguzar la curiosidad de los niños que ya se imaginaban partícipes de la apetecible degustación. Una vez instalados en sus respectivos cuartos, bajaron al restaurante, pues era la hora de la cena. Plinio, nada más entrar, comenzó a analizar la mesa reservada  para su familia. Quedó extrañado al ver que, en uno de los lugares, había solamente una copa para agua y le preguntó a uno de sus parientes cuál era la causa de esa diferencia. La respuesta no se hizo esperar y lo dejó perplejo:
— ¡Este es tu lugar y los niños no toman vino!
Durante la cena, Plinio manifestó su deseo de probar la extraordinaria bebida. Pero las reglas eran implacables… Permaneció callado sin conformarse con la “injusta” medida.
Terminada la cena todos se levantaron y manteniendo una animada conversación pasaron a una sala contigua. Plinio se quedó un poco rezagado, junto a las mesas. Era la oportunidad de probar el generoso fruto de la vid. Sin pérdida de tiempo, bebió el vino sobrante en una copa. El efecto fue casi inmediato. Al ver a su familia en una animada conversación, arrastró una silla hasta la rueda y dijo que quería hacer un discurso… Con locuacidad y alegría inusitadas, comenzó a tejer observaciones psicológicas —consideradas no oportunas— sobre los presentes.

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Doña Lucilia no tardó en intuir lo ocurrido. Dirigiéndose a Plinio, le preguntó:
— Hijo mío, ¿no te habrás bebido el vino que ha sobrado?
Él respondió con toda inocencia:
— Me lo bebí, sí señora.
Doña Lucilia se quedó un poco preocupada, con recelo del efecto que una cantidad excesiva de alcohol pudiese producir en un niño tan pequeño, por lo que insistió:
— Pero hijo mío, ¿te lo has bebido todo?
— Sí, me lo bebí. Y estaba muy bueno — concluyó él cándidamente.
Doña Lucilia le explicó entonces, con afecto y seriedad, cuánto había de censurable en su proceder, además del peligro que podría representar para su salud. Acto seguido, tomándolo ella por una mano y don João Paulo por la otra, se lo llevaron al cuarto, donde un sueño reparador restableció la normalidad.
Plinio jamás se olvidaría de esta pintoresca aventura en la cual, como Noé, fue víctima de la celada escondida en las delicias del atrayente licor y que le valió una dulce censura de su madre.

Colonia

Por fin, Colonia se anunció a lo lejos ante los ojos de doña Lucilia con las altas y majestuosas torres de su célebre catedral. Uno de los mayores centros católicos del país, la ciudad podía ostentar una historia dos veces milenaria, pues había sido fundada por los romanos al conquistar la región. Todos estos aspectos de religiosidad y de tradición latina eran del agrado de doña Lucilia. También guardará gratos recuerdos de otro pequeño hecho sucedido con su hijo en esa ciudad.
Cuando entraron en la habitación que ocuparían en el hotel, cuál no fue su sorpresa al ver que Plinio iba inmediatamente al cuarto de baño y abría todos los grifos. Con invariable afabilidad le pregunta:
— Plinio, ¿qué estás haciendo?
— ¡Ah, mamá!, fui a buscar agua de colonia, pero estos grifos sólo tienen agua común…
Sin reírse y, menos aún, sin burlarse de la puerilidad de su hijo, ella tomó este hecho, fruto de la inocencia del niño, con toda naturalidad, dando a entender que comprendía su actitud. Sin embargo, le explicó que no era en cualquier lugar donde iba a poder encontrar la famosa agua de colonia.

Catedral de Colonia

                                             Catedral de Colonia