El “estouro da boiada”

Coliseo, Roma

                       Coliseo, Roma

¿Quién, al entrar en el Coliseo romano, no habrá tenido un sentimiento de respeto y veneración, pensando en la fidelidad de los millares de mártires que fueron allí devorados por las fieras por negarse a quemar incienso a los ídolos?
No menor, y por cierto sí más sutil, ha de ser el heroísmo de aquel que quiera mantener la integridad de los principios enseñados por la Santa Iglesia en una sociedad que camina en un rumbo opuesto a la verdad y al bien. Es por pánico de esta separación, en relación al propio ambiente, que millones de personas ceden y perecen espiritualmente.
Ante la avasalladora ola forjada en Hollywood, la actitud de doña Lucilia fue la de enfrentar con serenidad todo cuanto contundía sus convicciones católicas.
En el futuro, ella contaría, de modo discreto aunque manifestando toda su censura, un escándalo ocurrido por aquel entonces en São Paulo. El hecho sucedió entre familias acomodadas y, por tanto, de mucho realce en la sociedad. Dejando a su esposa, un hombre se fue a vivir con otra mujer que también había abandonado a su marido, pasando a estar ambos en régimen de concubinato doblemente adúltero. Para dar un aire de legitimidad a su pésimo proceder, se fueron a Uruguay y, volviendo de allí, hicieron constar que se habían casado por lo civil. Amigas y conocidas escucharon de la propia concubina que aquella unión era verdaderamente un “matrimonio”, lo que redundaba en equiparar el concubinato al matrimonio. Doña Lucilia narraba el hecho manifestando a través de su fisonomía toda la censura que el mismo le causaba, añadiendo que el episodio se había dado en una época en la que aún había restos de moral, razón por la cual el acontecimiento provocó en todos una actitud de repudio.Lucilia_correade_oliveira_001
Un día, una pariente de doña Lucilia fue de compras a la Casa Mappin establecimiento que en aquel tiempo sólo vendía artículos muy finos y presenció una escena insólita. Escuchó, de repente, un alboroto, tardando poco en descubrir a dos mujeres que se peleaban a bofetadas y puntapiés. Eran la esposa legítima y la concubina antes mencionada.
Por ser conocida de ambas, la referida señora prefirió retirarse rápidamente del local recelando verse envuelta en aquella pelea indecente, lo que no quería a ningún precio. Comiendo ese día en casa de los Ribeiro dos Santos, contó el hecho, que provocó vivos comentarios en la mesa. Doña Lucilia escuchó en silencio. Sin embargo, cuando se empezó a decir que el concubinato era un absurdo, pero que las señoras debían soportar con más paciencia las sinvergüencerías de sus maridos, ella suspiró profundamente y dijo:
— ¡Soportar, soportar! No esperen mucho… Los hombres van a hacer tantas y tales cosas que van a dejar a las mujeres en una situación intolerable. Y, además de las pésimas costumbres de los maridos, el cine y la literatura inmorales hacen que ellas se estén volviendo tan malas como ellos. Este hecho demuestra que está comenzando el “estouro da boiada”… (Vendría a traducirse como “la estampida del ganado”, siendo una expresión familiar utilizada en Brasil para indicar que las cosas se han salido violentamente de sus cauces).

Era una juiciosa observación, una previsión muy bien hecha; pero las palabras de doña Lucilia fueron acogidas a carcajadas por algunos, no porque encontrasen ridículo lo que decía sino porque les divertía la expresión “estouro da boiada”. No entendieron el fondo del pensamiento, que el transcurso de las décadas no hizo sino confirmar. Hoy en día, el divorcio y el concubinato están generalizados: “a boiada” se desbandó.

Hijo, mamá ha comprado esto para ti

cap12_002Aunque la felicidad eterna de los suyos fuese la principal preocupación de doña Lucilia, continuaba observando las pequeñas obligaciones provenientes de la mutua relación familiar, en las cuales el afecto era la primera regla. Por eso, al aproximarse el final del año, o el cumpleaños de alguien, doña Lucilia iba pen¬sando ya en los regalos.

La elección era hecha según la medida del afecto, y nunca en función del valor de los recuerdos anteriormente recibidos. Ella nunca condescendería a rebajar una amistad a una relación casi comercial.

Para doña Lucilia, las festividades de fin de año comenzaban siempre unos días antes, o sea, a partir del cumpleaños del Dr. Plinio, el 13 de diciembre. Con mucha antelación iba separando el dinero necesario para los gastos y —con su manera peculiar— lo envolvía en un papel en el que escribía la finalidad, for¬mando pequeños rollos. Lo cual estaba muy acorde con la minuciosidad y perfección con que hacía las menores cosas.

A su hijo siempre le regalaba corbatas. Desde hace mucho tiempo ella no las compraba personalmente, y lo dejaba a cargo de don João Paulo. Como éste, desde joven, se vestía con muy buen gusto, doña Lucilia confiaba siempre en su elección. ¿Por qué? Porque “João Paulo se viste bien”. Era para ella un paradigma.

cap12_001Para el Dr. Plinio lo que le daba verdadero valor al regalo eran las palabras — envueltas en tanto cariño que llenaban el alma de dulzura— escritas por su madre, no en una tarjeta, sino en el papel de seda de la propia caja de la corbata. Ese pormenor, un tanto inusitado, daba especial sabor a su gesto, pues dejaba traslucir un trazo de su personalidad.

Doña Lucilia, al entregar a su hijo el regalo, con afecto decía:

— Filhão, mamá ha comprado esto para ti.

“Hijo mío, más dulzura en tus palabras”

Plinio y Rosée

                                  Plinio y Rosée

Un bello día, doña Lucilia paseaba con sus hijos por una calle de Poços de Caldas. Se acercó a ellos un grupo de leprosos a caballo, con largos bastones en cuyas puntas había unas tazas de metal con las que pedían limosna a los transeúntes.
Los niños quedaron explicablemente impresionados con el aspecto de esos infelices.
En aquel tiempo corrían muchos rumores de que los leprosos querían transmitir su enfermedad a otras personas, pues pensaban que contagiando a siete, ellos sanarían. Se decía que usaban la taza de metal de los bastones no sólo para recoger el dinero, sino también para tocar con ellas al benefactor, con esa censurable intención.
A pesar de las explicaciones, Plinio no entendió bien de qué se trataba y, creyendo en los rumores, comentó con horror el triste estado de aquellas víctimas de la terrible enfermedad, obligadas a mendigar y resignadas a su propia situación.
Ante aquel horrible espectáculo, el niño exclamó:
— ¡Mamá, no tienen derecho de ser así! ¡No se puede ser así!
Doña Lucilia, siempre materna, pero en ese momento con una nota de gravedad le reprendió:
— ¡Hijo mío! más dulzura en tus palabras. Nuestro Señor Jesucristo también redimió los pecados de esos pobres infelices. Él los aceptará en el Cielo. ¿Y tú no los aceptas?
Esas palabras, venidas del fondo del corazón de doña Lucilia, marcaron el alma del niño, que entendió mejor la causa del afecto desbordante de su madre, o sea, el amor a Dios, ya que hasta en relación a aquellos pobres leprosos cuya vista tanto espanto causaba, ella tenía sentimientos de conmiseración.

Doña Lucilia no gustaba que se burlasen de los demás

doña_luciliaDoña Lucilia se compadecía de modo muy especial de los desvalidos, a quienes dispensaba, siempre que era necesario, todo tipo de afabilidades y de consuelos.
No obstante, ella exigía respeto en relación a cualquier persona y, como norma general de conducta, jamás permitía que se burlasen de nadie.
Si por acaso escapaba de los labios de sus hijos un dicho impropio contra alguien —y los niños son fácilmente propensos a esto— ella intervenía, reprendiéndolos con dulzura, y les enseñaba que uno no debe burlarse de nadie. Intentaba mostrarles el lado bueno del infeliz nombrado, a fin de evitar que Rosée y Plinio desarrollasen en sí una tendencia contraria a la caridad verdaderamente bien entendida.
De esta manera suplía una deficiencia de la fräulein Matilde, quien, a pesar de formar muy bien a los niños, era un poco tendiente a hacer críticas.
Incluso cuando sus hijos eran ya adultos, doña Lucilia aún les amonestaba afectuosamente en circunstancias análogas.

El pequeño Plinio, durmiendo… en la baranda

pliniopqequñoHacia enero de 1968, contaba doña Lucilia a alguien que aún hoy mantiene vivo recuerdo de sus palabras.

Un día, la institutriz de los niños vino a buscarme y preguntó por Plinio. Era aún muy niño y lo había perdido de vista. Suponía que estaba conmigo. Al no verle, me dijo afligida:
— Estaba segura de que se encontraba con usted, como sucede siempre que se escapa del juego.
— Vamos a buscarlo entonces — respondí—. Usted busca en la parte superior de la casa y yo compruebo si está abajo.
Como no lo encontrábamos, invertimos los pisos y la fräulein fue a buscarlo en la planta baja, mientras yo lo hacía en el piso superior. Entonces, al pasar por una sala que daba a un balcón, vi a Plinio, acostadito sobre la baranda, durmiendo tranquilamente. Inmediatamente me di cuenta del peligro que corría, pues cualquier movimiento brusco podría hacerle caer.
Llamé a las dos criadas más fuertes de la casa, diciéndoles que doblasen en dos una manta y la sujetaran firmemente en el jardín de la casa, debajo de la baranda donde él estaba durmiendo, a fin de atajarlo en una eventual caída. Al comprobar que ya estaban ahí —continuaba doña Lucilia con su encantadora manera de expresarse— me dirigí junto con la institutriz hacia la baranda, con cuidado para no hacer ningún ruido que lo despertase bruscamente. Al aproximarme, me subí en una silla, puse mis brazos alrededor de su cuerpo, y lo llamé por su nombre:
— ¡Plinio, hijo mío!…
Él se despertó y volviéndose hacia mí, respondió:
— ¿Qué pasa, mamá?
Inmediatamente lo cogí en mis brazos y, ayudada por la institutriz, lo bajé de la baranda.
Teniéndolo sobre mis rodillas, ya en el comedor, le dije:
— Hijo mío, tienes tantos lugares para descansar: tu cama, el sofá de tu madre,
los sillones, ¿porqué quisiste dormir en un sitio tan peligroso?
Todavía ajeno al riesgo que había corrido, y un poco sorprendido con mi preocupación,
respondió con mucho candor:
— ¡Ah, mamá!, me había subido para contemplar el panorama y, cuando estaba ahí, me entró sueño y me dormí…
— Hijito mío —continué— me vas a prometer que nunca más se repetirá eso. Y él, de buena gana, aceptó.

Siempre atendiendo a las preguntas de su interlocutor, a la simple cuestión de si su hijo le había dado alguna seria preocupación durante su vida, doña Lucilia, a los noventa y dos años, dando colorido a sus palabras mediante indescriptibles y pequeños gestos, repetía esta narración. No nos es difícil comprender por qué, en tiempos pasados, hijos, sobrinos y otros niños que la conocieron se apiñaban alegres a su alrededor, pidiendo que les contase alguna historia.

El noble cojo

Una de esas historia era la del noble cojo, que tenía una lección de carácter moral y religioso. El del noble cojo, hecho ocurrido durante el Ancien Régime.
Así lo describía ella:
A pequeña distancia de una hospedería, situada al borde de una carretera, conversaban animadamente algunos muchachos del pueblo sencillo: fuertes, saludables y de buen ánimo. En cierto momento, se aproximó un carruaje tirado por caballos blancos magníficamente enjaezados y paró delante de la casa. Los adornos dorados del coche, el blasón pintado en sus puertas, los finos cristales de las ventanas, los postillones vestidos con librea, todo, en fin, denotaba el noble origen del ocupante de aquel bello vehículo.
Saltan a tierra los lacayos. Uno sujeta con fuerza a los caballos, otro corre ligero a abrir la puerta, mientras un tercero extiende una escalerilla que llega hasta el suelo. Los muchachos se acercan curiosos para ver quién era el feliz viajero.
A través de las entreabiertas cortinas de damasco rojo, distinguen a un apuesto joven que se prepara para salir. Con elegante gesto, éste se cubre con su tricornio ornado de plumas, y desciende lentamente del carruaje… apoyado en muletas, pues le faltaba un pie.
Los jóvenes, entonces, cayeron en sí. ¡Qué poco vale el dinero! ¡Qué poco valen las apariencias en esta tierra! Ellos, por no tener ningún pie amputado, eran más felices que el noble cojo en medio de toda su opulencia.

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