Admirable porque tenía el espíritu de la Iglesia

Estando en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, Doña Lucilia se encontraba en el lugar que le era propio; todo se armonizaba con ella. Y en su reacción delante de la Santa Iglesia Católica, ella aceptaba todo, inhalaba todo y se adaptaba a todo. El centro de su devoción era el Sagrado Corazón de Jesús; había una especie de intercambio por el cual ella era el efecto que volvía a la causa.

Como ya tuve ocasión de decir, en mis más tiernos años la Iglesia Católica se personificaba para mí, físicamente, en la Iglesia del Corazón de Jesús.

La iglesia del Corazón de Jesús: serenidad, bondad y grandeza

Sagrado Corazón de Jesús del Santuario dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, en Campos Eliseos

Naturalmente, yo tenía una idea exacta de que la Santa Iglesia era una institución enorme, existente en toda la Tierra, pero lo que conocía de esa institución era la Iglesia del Corazón de Jesús. Yo notaba en esa iglesia lo que aprecio hasta hoy en ella: una mezcla de serenidad, de bondad, de grandeza, al mismo tiempo de distinción, de afabilidad y algo de envolvente, que penetra hasta el fondo del alma y le da una paz, una fuerza, un juicio sano, de buena calidad – lo que es bueno es bueno, lo que es malo es malo, etc. –, que me parece emanar del Sagrado Corazón de Jesús a ruegos de Nuestra Señora.
Los domingos, yo iba con Doña Lucilia a Misa. Y cuando no me quedaba a su lado, permanecía cerca; toda la familia se sentaba junta. Yo la miraba y me parecía que había una enorme penetración del espíritu y de la atmósfera de aquella iglesia en ella. De manera que yo la veía allá y pensaba: “Ella está aquí como en el lugar que le es propio. Todo se armoniza con ella, todo es conforme con ella, y noto, en su reacción delante de la Santa Iglesia, que ella acepta todo, por así decir, inhala todo y se adapta a todo.”
A veces, cuando yo volvía a casa con mi madre o la encontraba durante el día, conversaba con ella y pensaba: “Qué curioso, pero algo en ella me hace recordar la atmósfera de la iglesia.” No estábamos en la iglesia, conversábamos sobre las pequeñas cosas que una madre habla con su hijo.

Doña Lucilia: modelada en la atmósfera de la Iglesia del Corazón de Jesús

No era raro que yo recibiese una reprensión por mi relajamiento en materia de ropa: corbatas con el nudo mal hecho, una serie de irregularidades de todo orden; el zapato con el cordón abierto, que no amarraba porque ni siquiera me daba cuenta. El nudo de la corbata yo lo hacía tan distraído, que ni sabía cómo estaba y ni me miraba en el espejo. Ver un nudo de corbata en el espejo, ¡no me acuerdo de haber hecho eso nunca! Naturalmente, ella quería que yo me presentase bien.

Oratorio del Sagrado Corazón de Jesús perteneciente a Doña Lucilia

Sin hablar de otras cosas. Toda la vida yo bebí mucha agua. Eran dos, tres, cuatro vasos de agua seguidos, en las comidas. Y los sorbos eran demasiado grandes. Hasta hoy tengo esa tendencia. Yo miraba la forma de ser de Doña Lucilia: ella bebía comedidamente, con sorbos no pequeños, pero razonables; comía pedazos de tamaño razonable. Era diferente de mi hambre y de mi sed…
El temperamento de un hombre también es diferente al de una señora, evidentemente. Por lo tanto, esas cosas varían. Pero las reglas de educación obligan al hombre a contenerse un tanto. Ella me hacía reprensiones, pero todo con una dulzura, una afabilidad, una bondad… Lo que me llevaba a pensar: “Ella es toda modelada en la atmósfera de la iglesia del Corazón de Jesús”.
En un oratorio pequeño de madera, en nuestra casa, Doña Lucilia tenía una imagen del Sagrado Corazón de Jesús hecha en Francia, a la cual le tenía mucha devoción. Y esa imagen me parecía perfectamente adecuada para la Iglesia del Corazón de Jesús. De hecho, imaginando aquella imagen en tamaño grande, serviría magníficamente para figurar en una iglesia dedicada al Sagrado Corazón de Jesús. Eso hacía una especie de intercambio por el cual mi madre era el efecto que volvía a la causa.

Eximia y admirable porque era hija y tenía el espíritu de la Santa Iglesia

Y muy temprano Nuestra Señora me dio la gracia de percibir que la Iglesia era, en su fuente, verdaderamente buena. Y que mi madre era bondadosa porque recibía la influencia de la Iglesia. Realmente mi madre era la Iglesia. Y Doña Lucilia era tan eximia y admirable porque era hija y tenía el espíritu de la Santa Iglesia.
A medida que mi sentido de análisis fue creciendo, yo la fui analizando para ver si el fruto de mi análisis confería con el afecto que le tenía a ella, y si ese afecto era razonable. Yo quería saber, entonces, si la raíz del afecto de ella hacia mí tenía una raíz religiosa, como era el mío hacia ella, o si entraban más las relaciones naturales entre madre e hijo, como soy hijo de ella, era natural que ella me quisiese bien, así como también, siendo ella mi madre, yo la amaba según la naturaleza. Sin embargo, el afecto sobrenatural dejaba lejos al natural. Cierta vez estábamos conversando sobre asuntos variados durante el almuerzo. Nuestro comedor tiene ventanas que dan hacia la Plaza Buenos Aires, y ella se encantaba al ver los árboles de la plaza. Generalmente, durante el día ella se sentaba frente a las ventanas, de tal forma que veía el panorama mientras comía. En esa ocasión, ella almorzaba calmamente y mirando hacia la Plaza Buenos Aires, mientras conversábamos. En la noche, ella se sentaba en la cabecera de la mesa. En una de esas conversaciones, en la cual noté que ella estaba enteramente distendida, comencé a hablar sobre el protestantismo, criticando duramente esa herejía. Ella tomó eso como lo más natural del mundo. Entonces, le dije: “Si usted se hiciese protestante, yo me voy de la casa, dejándola aquí. Continuaría manteniéndola económicamente, pero vendría a verla solo dos o tres veces al año, no más, porque ya no la querría.”
Si la razón principal del afecto de ella por mí fuese la mera relación entre madre e hijo, y no el afecto sobrenatural, ella se llevaría un susto. Ahora bien, ella continuó almorzando con una calma absoluta, concordando como quien oye una banalidad. Entonces quedé contento.

(Extraído de conferencia de 15/2/1986)

Auténtica luchadora

Doña Lucilia poseía convicciones firmes, y lo que ella consideraba como verdadero provenía de una reflexión calmada y minuciosa, tras haber visto y examinado en las cosas de la vida hasta qué punto aquello correspondía a grandes horizontes y era opuesto al mal.

Si mi formación como luchador, y todo cuanto pueda haber en mí de bueno, se debe a algo en lo que la acción profundamente católica de mi madre estuvo presente, entonces debo narrar un poco como era ella en cuanto luchadora.

Distancia calmada, fría y cortés con los malos…

La idea que generalmente se tiene del luchador es la de un individuo rabioso: Ve algo con lo que no está de acuerdo y enseguida estalla de ira. Y cuando está realmente ardiendo de ira, es que está en el auge de su condición de luchador. Entonces entra en
la lucha por impulso, por atracción, y encuentra el deleite de ser un luchador en el hecho de dar rienda suelta a la rabia que lo domina. Todo esto era lo contrario del modo de ser de Doña Lucilia como luchadora.
Ella era una persona de convicciones firmes. Es decir, lo que mamá tenía como algo verdadero era fruto de una reflexión tranquila y minuciosa después de haber visto – al examinar las cosas de la vida – en qué medida eso correspondía a grandes horizontes y era opuesto al mal. Así como ella amaba el bien y quería que todo mundo lo practicara, detestaba el mal y deseaba que todo mundo lo evitara.
Cuando una persona era adepta al mal o secuaz de él, ella no hervía de ira contra ella, pero consideraba el mal que había en esa persona con toda lógica: “Tal persona hizo esto o piensa de esa manera. Lo que hizo, dice o piensa es malo por estas y estas otras razones tomadas de la doctrina católica, de la experiencia de la vida, etc. Si esto es así, tengo una posición opuesta a esa persona, y absolutamente no voy a establecer
relaciones próximas con ella, no la haré mi amiga, pero viviré a una distancia calmada, fría y cortés de esa persona. “Evitaré altercados y discusiones, a no ser cuando mi obligación sea luchar e indicar lo que está errado. Entonces hablaré y estableceré la discusión. De lo contrario me mantendré en una calma perfecta, pero a mi alrededor haré todo cuanto pueda para que tal idea no sea aceptada, tal ejemplo no sea aprobado, tal modo de proceder no se repita, pero hablando con calma respecto de esa persona: Ella tiene tales cualidades, pero, pobrecito, posee tal defecto. Y ese defecto tiene tales y tales consecuencias, por lo que ocurre que él está expuesto, de un momento para otro, a hacer tal o cual acto ilícito”.
 “Como no se puede hacer una acción ilícita ni desear el mal, tengo que mantenerme apartada de esa persona. La saludaré amable y cortésmente, no la maltrataré, pero estableceré una distancia fría. Si se quiere, una distancia como la luz de neón que ilumina pero no acalora. Y entre esa persona y yo queda un espacio, pero un espacio
frío que demuestra distancia y dentro del cual se lee por todos los lados la palabra no, no y no”.
Ese era el sistema que ella empleaba y yo me habitué desde muy temprano a ver ese sistema.

…que se vengaban de ella aislándola

Ella llamaba mi atención respecto de aquel o de aquel otro, para irme formando con el fin de que yo comprendiera cómo eran las cosas. En el modo de ella hablar yo comprendía la calma que debería tener ante el mal, pero también la irreductible frialdad y hostilidad ante quien no se convierte y no cambia de conducta. Y debido a eso también una distancia, que ponía entre esa persona y yo un vacío. Y ese vacío hacía que el otro quedase enemigo mío.
Doña Lucilia, siendo una señora –la vida de las señoras en aquel tiempo era muy ceremoniosa y más reverente – no era inclinada a polémicas y vivía en la tranquilidad de la vida de familia, pero la venganza de los malos contra ella era el aislamiento.
Entonces, cuando ella tomaba una actitud sistemática contra un defecto, las personas que tenían aquel defecto se aislaban de ella, retribuyendo así del mismo modo la actitud de ella. Esto mi madre lo veía perfectamente pero le parecía enteramente normal.
Si ella estaba de un lado y el otro se ponía en el lado opuesto sin derecho ni razón para hacerlo, pero lo hizo, ella como que decía “quédese allá que yo permanezco aquí y serviré a Dios de este lado, y usted servirá al demonio del lado de allá”.
Obsérvese la fotografía de ella que fue tomada en París, en la que está relativamente joven, sentada en un banco de jardín y posando levemente su rostro sobre la mano. Doña Lucilia está pensativa, haciéndose un juicio respecto a alguna cosa o sobre alguien. Está entre un sí y un no, un rechazo o una aceptación. Va a concluir algo y a trazarse una norma para su vida. Nótese la serenidad con que está ahí, la tranquilidad, la dignidad. Pero también la intransigencia: no cambiará. La resolución tomada por una razón precisa la conservará durante la vida entera. Fue así como yo la conocí hasta el
fin de sus queridos e inolvidables noventa y dos años de vida.

Poner a los adversarios en el suelo de manera amable

Por temperamento no soy una persona violenta; soy muy tranquilo e incluso afectuoso. Pero tuve que aprender de ella que, aunque afectuoso, es necesario ser irreductible. Y eduqué mi temperamento calmado en la batalla de quien se dedicó a un ideal, que vive para él, lucha contra quien lo ataque y hace todo a favor de quien lo apoye; el mundo se divide entre buenos y malos, acertados y desacertados, católicos y anticatólicos. Y es necesario tomar posición y después enfrentar. Pero enfrentar con amabilidad siempre que sea posible; y si no se puede enfrentar con amabilidad, enfrentar con fortaleza, lo que naturalmente, en mis tiempos de niño, de estudiante y posteriormente de hombre ya maduro se hacía con mucho más vigor del que se usaba entre señoras.
¿Y a través de qué medio? Aprendiendo a ser lógico, a raciocinar de tal manera que, puesto un raciocinio, el adversario no sepa cómo refutarlo.
He escrito innumerables cosas en mi vida y, con cierta frecuencia, las personas con las que entro en desacuerdo me responden, pero muchas veces ni siquiera entran en la discusión porque pronto se dan cuenta de que van a ser derrotadas. Y si comienzan a discutir, yo, con mucha calma, de un modo siempre amable, invoco el buen sentido. Supe recientemente que una alta personalidad del mundo católico brasileño, queriendo decir que yo le hacía una zancadilla, afirmó: “Plinio es así. Escribe un artículo contra una persona que comienza a leerlo. Un artículo tan amable que ella hasta se siente agradada. Pero cuando llega al final, la persona está postrada en el suelo porque se quedó sin argumentos. Él serruchó el piso debajo de nuestros pies. Y no queda otra alternativa que quedarse quietos porque ya no hay nada qué argumentar”.
Me parece que es el modelo perfecto de la cortesía y la combatividad. Echar al suelo de modo amable, y asunto terminado.

(Extraído de conferencia de 26/2/1994)

Un torrente de afecto como un caudal de luz

Doña Lucilia trataba a su hijo, desde su primera infancia, con mucho respeto, con una sonrisa bondadosa y un torrente de afecto. Por estar siempre vuelto hacia los aspectos más altos de las cosas, el niño Plinio era rechazado por sus compañeros y vivía aislado. Ese aislamiento profundo sólo encontraba alivio en su bondadosa madre. Doña Lucilia era su apoyo.

Si considero las gracias más antiguas que recuerdo haber recibido – entonces, un niñito de dos o tres años –, la primera impresión fue una profunda sensibilidad hacia mi madre. Una sensibilidad que se extendía desde la persona de ella hacia todo lo que fuera más o menos de la misma forma. Muy sensible, por ejemplo, a la compasión que sentía que ella tenía por mí, por el hecho de ser pequeñito, débil, muy enfermizo en mi primera infancia; después, a fuerza de tratamientos, eso cambió, gracias a Dios. Yo notaba su pena amorosa, llena de respeto, con una sonrisa bondadosa, afectuosa y una especie de torrente de afecto, que sentía casi físicamente como un caudal de una luz dulce, que entraba en mí y venía de ella.

Afecto, cortesía, respeto

Eso terminaba constituyendo una especie de regla de tres, por la cual yo me volvía muy sensible a toda especie de compasión hacia los que sufrían. Eso era un reflejo: lo que mamá sentía por mí yo lo tenía con el sufrimiento de los otros; me sensibilizaba profundamente, ponía atención, tenía mucha lástima. Esas disposiciones no eran de una compasión común. Yo tenía mucha facilidad de ver metafísicamente cómo era eso. Entonces, aplicaba a un caso concreto y de ahí pasaba a la metafísica, a la compasión, la misericordia en sí misma, vista en su aspecto más alto, y vibraba con esto profundamente.
De ahí también mucha afectividad. Yo era muy propenso a tratar a todos con afecto, cortesía, respeto, a pensar que me tratarían con esa mansedumbre también, y eso se configuraba para mí como un gozo plateado que constituía la luz de mi infancia.
También sentía una especie de caricia de las cosas bonitas, que fueran de belleza delicada, elevada, que atraían hacia un ambiente superior, hacia algo más elevado, no de un valor social, sino moral. Eso me atraía enormemente. Pero, asimismo, en los contornos de esto el valor social, en la medida en que percibía que el valor social superior exigía un cierto valor moral, sin el cual aquello era una frustración y una vergüenza. Entonces, un respeto por ese valor moral comprendido en esto.

Lo metafísico y el arquetipo de cada cosa

Se tiene una idea mejor de esto conociendo mi afinidad con Versalles. Cuando tenía casi cuatro años, me llevaron al Palacio de Versalles, donde hubo algunas escenas que ya he tenido oportunidad de relatar. Ese gesto de agarrarme al carruaje era porque todo eso representaba un valor moral relacionado con lo social. Recuerdo que en el exterior de la puerta del carruaje había una de esas escenas francesas tan apacibles; un paisajito, un pastor, una pastora, que a mi vista de niño se configuraba como la cosa más inocente posible, con aquellos colores, unas auroras, unos ríos muy delicados; la naturaleza toda muy delicada con personajes que, a su vez, tomaban actitudes muy corteses hacia los demás. Cubierta por un excelente barniz, aquella pintura tomaba un aspecto tal que mi alma se encantaba, por causa de una noción de delicadeza, que era el modo propio de mi alma. Yo pensaba: “¡Cuántas dulzuras hay en esto!” ¡Cómo está Jesucristo en todo esto!”
Así yo veía también en las cosas de la Iglesia, de la Religión, en la imagen del Corazón de Jesús de mi casa. Y creo que son fenómenos de mística ordinaria, mezclados con una ayuda de la gracia para ver el aspecto metafísico, en dosis que no sé bien cuáles son. Visto lo metafísico y
lo arquetípico, entraba una puntica de sobrenatural, de una consolación sensible asociada a todo esto.

Ver las cosas por los aspectos más elevados

Recuerdo, por ejemplo, que mamá, mi abuela, mi padre y otras personas de la familia fueron a una especie de réveillon en Paris, por el Año Nuevo. Y Doña Lucilia vino trayendo cotillons, objetos que distribuían para que las señoras los llevaran en la mano mientras bailaban. Ella no danzó, pero los trajo. Al llegar al hotel, amarró algunos cotillons al pie de mi cama. Al despertar de madrugada y percibir que algo estaba amarrado ahí, yo pensé: “¡Otra de mamá!” En este “otra de mamá” estaba la idea de una nueva expresión de su cariño. Me volví hacia el otro lado y me dormí. Cuando desperté por la mañana, vi los cotillons y concluí: “Ya veo. Aunque indispuesta, fue a hacerle compañía a mi papá, y volvió más indispuesta aún; y allá estaba pensando en mí, en medio de la fiesta, y cuando volvió tarde, cansada, estuvo de pie junto a mi cama amarrando esto y sonriéndome, a mí que dormía, recreándose con mi sorpresa a la hora de despertar.”
El cuarto de ella quedaba al lado del mío. Me levanté y fui directamente a sus habitaciones a jugar con ella, despertándola sin consciencia alguna de estarla incomodando. Había en todo eso algo a manera de un globo lleno de gas que tendía a subir, haciéndome ver las cosas por los aspectos más altos, continuamente y por cualquier motivo.

Discerniendo lo que se oponía a las cosas elevadas

En ese sentido, hay otra reminiscencia de mi infancia. Una escena muy confusa, más o menos así: El barco en el que viajábamos era italiano, Duca d’Aosta. Al verlo parado,  o sé dónde, tuve la impresión de que había alguna máquina funcionando para sacar de la embarcación cantidades de agua. Yo veía aquel chorro de agua y pensaba: “La vida es así: es un agua que está saliendo, saliendo, pero al final acaba… ¡Qué bonito es ese chorro!, pero ¡cómo es bueno que comience, dure y acabe!” Había algo arquetípico al respecto, que iba más allá de la idea de un niño de cuatro o cinco años. El tiempo libre que tenía, lo reservaba para reflexiones como esa. No hablé con nadie al respecto, porque me di cuenta de que sería mal visto. Luego vino la sensación de soledad frente a lo admirable, pero mal visto por todos lados, que, por lo tanto, debería florecer, secarse y marchitarse. Y así pasaron los veranos, los inviernos, los manantiales y los otoños, sucediéndose unos a otros y agregando soledades a soledades solo en presencia de Dios. Esta idea me venía mucho al espíritu. A lo que se añadía una noción confusa de que algo no me quería, y que se presentaba por formas de trato que me agredían.
Volviendo de Génova a Brasil, en cierto momento una persona de mi familia se me acercó con aires de burla. Pensé conmigo mismo: “Ya viene este hombre aquí… ¿Pero por qué está riendo? No hay nada de chistoso”. Se acercó con risas, y yo permanecí serio. Después, me agarró y me colocó encima de un barril que estaba en la cubierta y me dijo: “Toca el acordeón”. Comencé a tocar para evitar complicaciones, pero pensando: “¿De qué se está riendo? Eso no me produce ninguna gracia; ¿por qué está burlándose de mí? Yo estoy serio aquí ¿Por qué se está riendo?” Y después me levantaba y me bajaba. Yo sentía algo que más tarde llamaría espíritu revolucionario. Así, a un discernimiento de esas cosas elevadas se unía un discernimiento más fino, relacionado con lo que se oponía a esas cosas elevadas. Era ya un despuntar de la lucha entre la Revolución y la Contra-Revolución, que comenzaba en mi plena inocencia.

Transatlántico italiano Duca D’Aosta, con el cual regresó Doña Lucilia a Brasil

Transatlántico italiano Duca D’Aosta, con el cual regresó Doña Lucilia a Brasil

Niño que raciocinaba hasta el último punto

En todo esto había alguna cosa que era la inocencia del católico que no pecó, de la gracia bautismal, y además una continua acción de la gracia extendiendo los límites de esa inocencia, haciendo notar cosas que después irían en cadena hasta ver la Revolución y la Contra-Revolución. Más o menos todo me llevaba a eso.
También sentía un abismo que comenzaba a abrirse entre los de mi edad y yo. Porque,  pesar de ser algo sensible y no lógico, era siempre conforme a la lógica; yo raciocinaba hasta el último punto. Esas cosas que veía eran premisas evidentes de las cuales yo sacaba consecuencias. Pero percibía que mis compañeros de edad no querían saber de eso, ni siquiera querían mirar, y estaban en otra clave; por tanto, yo tendría que relacionarme con ellos desde la rodilla hacia abajo, para que pudiéramos convivir.
Tentación de orgullo, gracias a Nuestra Señora no tuve. Al contrario, me sentí hasta disminuido por ser diferente de los demás, quedando medio al margen, y haciendo, pues era necesario, un acto de humildad para ser fiel a todo eso. Sin embargo, a la vez iba sintiendo el aislamiento y la necesidad de tener una profunda vida interior, pues sabía que era muy buena, muy conforme a la Religión, muy lógica, pero que no era visible a nadie. Con todo, yo pensaba lo siguiente: “Quien rechaza esas cosas podría decirse mi amigo, pero yo no acepto esa amistad, ella no es válida porque yo soy así. Y si quieren de mí un tercero que no soy yo, el niño juicioso, recto, educado, agradable, pero sin nada de todo esto – es así que tengo que mostrarme para convivir con ellos –, entonces en realidad no gustan de mí, pues tengo que usar una máscara para vivir entre ellos.” No es la máscara de la hipocresía, sino de la diplomacia.

La ferme, un regalo muy bonito

En cierta ocasión, en Navidad, recibí de un tío un regalo muy bonito. Era una caja venida de Francia, intitulada “La ferme”. Al abrirla, uno se encontraba con la escena de una hacienda común. Después, levantando otra tapa, se veía junto a la hacienda una aldeíta encantadora, francesa, con todo cuanto hay en una especie de villa cercana a una hacienda: la iglesita, los campesinos, aquellos montes de heno tan característicos, el perrito, la campesina, un riachuelo pintado en el suelo con su puentecito, pequeñas enredaderas con fruticas rojas pintadas en las ventanas de las casas…
Hasta hoy, al narrar, siento aún la repercusión del encanto que me causaron esas cosas. En el medio, había un hombre muy derecho, elegante, con un abrigo negro muy bien cortado y un sombrero de copa gris – lo que era el auge de la elegancia –, con guantes en las manos, saludando a alguien; era un saludo perpetuo, invariable e inmóvil, pero con tanta distinción y afabilidad que yo quedaba encantado. Y pensaba cómo sería bueno conocer a ese hombre y saludarlo del mismo modo, y conversar con él. Intercambiaríamos ideas sobre asuntos muy agradables, muy elevados y dulces…
Pero si yo quisiera conversar sobre eso con mis compañeros, caerían en carcajadas. De ahí, un aislamiento profundo que sólo encontraba consuelo en mamá, con quien no
hablaba de esas cosas, pero yo sabía que ella las sentía. Así, Doña Lucilia era mi apoyo.

(Extraído de conferencia de 20/6/1987)

Irremediable accidente, prodigiosa curación

Tras el accidente me di cuenta de que mi estado era muy grave y que,
salvo un milagro, me iba a morir. Entonces le prometí a Dña. Lucilia
que si me ayudaba, testificaría en su beatificación y propagaría la
devoción a ella. 

Hna. Ana Lucía Dal Piccolo Iamasaki, EP

Al ir acompañando la narración del Evangelio nos encontramos en cierto momento con un episodio desgarrador: el Señor se compadece de diez leprosos y les concede su curación, pero sólo uno de ellos regresa para agradecerle tan grande favor. Hecho que le sirvió al divino Maestro para hacer esta paternal amonestación: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están?» (Lc 17, 17).
La gratitud es un deber de justicia, aunque también, según se dice, la más rara de las virtudes. Hay que hacer un enorme esfuerzo de nuestra parte para no descuidarla jamás.
A semejanza de ese hombre que no vaciló en ir a la búsqueda de Jesús para darle las gracias, quiero dejar registrada aquí mi afectuosa y filial gratitud a Dña. Lucilia Corrêa de Oliveira por el inmenso favor que por su intercesión recibí, y espero que estas líneas sirvan de provecho espiritual para todos los que las lean.

Un siniestro aparentemente irremediable

Hna. Ana Lucía en la UCI del hospital

Eran alrededor de las dos de la tarde del 31 de marzo de 2014 y me encontraba viajando de Joinville a São Paulo por la carretera BR-101 cuando de pronto sufrí un accidente. La conductora del automóvil en el que yo iba tuvo que frenar bruscamente a causa de un incidente que no estaba señalizado y el vehículo que venía inmediatamente detrás de nosotras no consiguió parar a tiempo y colisionó con la parte trasera de nuestro coche, justo en el lado donde yo estaba.
Todo fue muy rápido. Noté que sangraba por la boca y que quería moverme, pero ni siquiera el cuello podía girarlo. Me di cuenta de que mi estado era muy grave y que, salvo un milagro, moriría. Entonces le prometí a Dña. Lucilia que si me ayudaba testificaría en el proceso de su beatificación y propagaría la devoción a ella; también le pedí que me concediera al menos algunos minutos más de vida para poder recibir la Unción de los Enfermos. Gracias a Dios, me había confesado antes de iniciar el viaje. Mientras así rezaba, oí a la gente que pasaba por la carretera gritar diciendo que el vehículo se iba a incendiar, pues había aceite u otro combustible derramado en la calzada. Les pedí a las hermanas que me acompañaban —gracias a la Virgen, ninguna de las cuatro resultó gravemente herida— que me sacaran de allí. Pero no podían hacerlo, tenía que esperar al equipo de rescate. Tan pronto como los profesionales médicos aparecieron pudieron socorrerme; al percibir el tremendo estado de peligro en que me hallaba tuvieron que llamar a un helicóptero para que me trasladara al hospital de Joinville.
Me estaban esperando algunas hermanas y un sacerdote heraldo, quien inmediatamente me dio la Unción de los Enfermos. A continuación, me llevaron a Urgencias y empezaron los procedimientos para este tipo de accidentes. Me había roto la cuarta y quinta vértebras cervicales y lesionado la médula; estaba tetrapléjica y tenía pocas posibilidades de sobrevivir.
Cuando me desperté ya me encontraba en la UCI y entonces la jefa de enfermería me preguntó en qué momento llegaría a Joinville alguien de mi familia, porque como el accidente había sido muy fuerte la prensa estaba queriendo informaciones.

Doña Lucilia y las oraciones del fundador

Aún no sabía qué era lo que Nuestra Señora quería de mí hasta que una de las hermanas vino a visitarme y me contó que Mons. João deseaba que yo viviera, que estaba rezando mucho por mí y había afirmado que saldría bien de aquella trágica situación. La hermana también me comentó que después de que el helicóptero se marchara pudieron contemplar desde el lugar del accidente un bonito arco iris, que interpretaron como una esperanza en medio de aquella catástrofe.
Todo eso me dio un aliento enorme, aunque en diversas ocasiones pareciera que me iba a morir. Por ejemplo, uno de los primeros días en la UCI mi oxigenación empezó a disminuir, mientras estaba haciendo fisioterapia respiratoria, y comencé a sentir falta de aire. Perdí la conciencia; cuando la recuperé, unas horas más tarde, ya no podía hablar, pues me tuvieron que intubar.
Dos días después del internamiento fui sometida a una delicadísima operación en el cuello. (Nada más al inicio fue realizada una tracción halo-craneal para reducir la fractura-luxación de la cuarta y quinta vértebras cervicales. El procedimiento quirúrgico, accediendo por la parte anterior del cuello, consistió propiamente en la descomprensión de la médula (corpectomía) y en la fijación desde la tercera hasta la sexta vértebras cervicales a través de una placa (artrodesis)).
El profesional responsable del procedimiento comentó posteriormente que había cumplido su obligación como médico, pero que no veía esperanza de vida en mí. Me acuerdo de que cuando este facultativo fue a visitarme me preguntó qué era lo que yo quería y le respondí moviendo solamente los labios, pues no conseguía hablar, que deseaba mi curación. Entonces me dijo, con pena: «Ah, pero eso, sólo el Papá del Cielo».

Mons. João Clá Dias, EP. «Que la Hna. Lucía viva, viva y viva»

Lo que más me daba fuerzas para luchar por sobrevivir era pensar que Mons. João estaba rezando por mí y que quería enormemente que viviera. Creo que hubiera muerto en ese accidente, pero sus oraciones —incluía siempre mi curación en las intenciones de sus Misas— y sobre todo su deseo, en cuanto fundador, cambiaron los designios de Dios en relación conmigo.
Así, en los largos períodos de soledad y de dolor, me animaba mirar la foto de Dña. Lucilia que tuve en el hospital durante los casi tres meses que allí permanecí, y recordar las palabras de Mons. João sobre mí poniendo las intenciones de sus Misas: «Que la Hna. Lucía viva, viva y viva».
Transcurrido algunos días, un sacerdote heraldo, que también es médico, viajó desde São Paulo para visitarme en la UCI y comprobar mi estado de salud. Tuvo la bondad de telefonear a Mons. João para que me dijera algunas palabras: «¡Salve María, hijita mía! No te preocupes, vas a sanar, vas a vivir, vas a andar. Ya te veo andando».

«Su hija es la paciente más grave de la UCI»

Sería demasiado extenso contar todo lo que me ocurrió en ese período. Basta decir que tengo documentados y guardados todos los exámenes y registros de evolución médica, en un volumen total de aproximadamente 500 páginas…
A causa de episodios de atelectasia mis pulmones muchas veces casi se cerraban y no podía respirar; usé un tubo torácico; tuve dos neumonías; necesité una transfusión de sangre; utilizaba sonda nasal y vesical; fue sometida a una gastrostomía, pues no conseguía siquiera tragar mi propia saliva.
Estuve consciente prácticamente todo el tiempo y, como mi cama quedaba enfrente del
mostrador de los médicos y enfermeros, escuchaba las informaciones transmitidas en cada cambio de guardia. Comprendía muy bien que el cuadro era gravísimo, hasta el punto de que una enfermera le dijo a mi madre: «Su hija es la paciente más grave de la UCI».
Una de las médicas que acompañaban mi caso comentó con un sacerdote que me había visitado: «Esa de ahí, si sobrevive, va a quedar de aquella manera…». Mi situación empeoraba cada día, aumentando la certeza de que solamente sobreviviría por un milagro.
No obstante, Mons. João mantenía una fe inquebrantable en mi curación. A pesar de las preocupantes noticias que le llegaban sobre mi estado, persistía afirmando: «Va a vivir y se va a poner bien». Y continuaba rezando: «Por la curación de Ana Lucía».

Un sueño anunciador de la inexplicable mejoría

Como la Iglesia permite la renovación de la Unción de los Enfermos siempre que hay peligro de muerte, recibí este sacramento más de una vez en el transcurso de aquellas semanas, hasta que mi caso empezó a estabilizarse un poco y me dieron el alta de la UCI. Todos los heraldos se quedaron muy contentos y sorprendidos con la noticia, pero cuando se lo contaron a Mons. João, él no se sorprendió y exclamó: «Ya lo dije, ella va
a salir de esa».
En la habitación del hospital, tuve algunas complicaciones, sobre todo referentes a la parte respiratoria, pues la oxigenación con cierta frecuencia disminuía. Estando acostada no había posición en la que no sintiera dolores, pero tampoco soportaba quedarme sentada mucho tiempo.
Para que me pasaran de la cama al sillón, o viceversa, era necesario que el equipo de enfermería llevara a cabo una complicada maniobra. Un sábado por la mañana, cierto médico que acompañaba mi caso, pero que hacía tiempo que no me visitaba, fue hasta
mi habitación para contarme un sueño que había tenido conmigo, en el cual yo le hablaba y me movía… cosa que ya no hacía. Cuán asombrado se quedó al entrar: porque me veía mover las manos y me oía pronunciar unas palabras, aunque con la voz aún deformada por la traqueostomía que me hicieron en determinado momento. Salió emocionado y le dijo a mi hermana: «Esto es un milagro. ¡Dios existe de verdad!».
Poco a poco, sin explicación clínica, fui mejorando y casi ya no corría riesgo de vida. Empecé a mover paulatinamente los miembros superiores, hasta que un día una de las
profesionales que me asistían fue a visitarme y me dijo: «Ana, tú, que eres tetrapléjica, tienes que estar contenta si algún día consigues manejar tu propia silla de ruedas y ser
una usuaria independiente». Entonces le respondí: «Yo no soy tetrapléjica; y con la gracia que Dña. Lucilia me va a obtener y las oraciones de mi fundador, ¡yo voy a andar!».
En eso, empecé a mover la pierna… Las auxiliares de enfermería que estaban en la habitación se pusieron a llorar de emoción y salieron contando por el pasillo de la 6.ª planta del hospital lo que había sucedido. La doctora se quedó asombrada y exclamó:
«¿Cómo tú, que eres tetrapléjica, estás moviendo la pierna? Ana, ¡¿a qué santo le has rezado?!». Señalé la foto de Dña. Lucilia y le conté que desde el momento del accidente le había pedido el milagro a ella, prometiéndole que daría mi testimonio por su beatificación. También le dije que ella misma podría testificar como médico, a lo cual me respondió: «¡Vamos a Roma, que voy a hablar con el Papa!».

Mi caso reencendió la fe en muchos corazones

A partir de ese día, muchos empleados del hospital venían a mi habitación a pedir oraciones. En cierta ocasión una mujer, refiriéndose a la foto de Dña. Lucilia, me confío: «La miro y siento que necesito pedir una gracia». Y una auxiliar de enfermería me contó: «Ana, tú eres nuestro milagro. Tu caso es el más comentado del hospital». Esta profesional se sintió tan atraída por la historia de Dña. Lucilia que le pidió la gracia de tener otro hijo, pues solamente tenía uno y por problemas de salud no conseguía quedarse embarazada. Unos meses después pude hablar con ella por teléfono y me informó que había recibido la gracia y en breve daría a luz a otro niño.
Una auxiliar de enfermería del turno de noche, católica, aunque alejada de la Iglesia, me comentó: «No sé exactamente por qué sufriste ese accidente, pero creo que puede haber sido para que las personas crezcan en la fe. Muchos de este hospital ya no tenían fe y decían que el milagro en nuestros días no existe más; ahora, varias personas están convirtiéndose».
El enfermero que me recibió cuando llegué a Urgencias siempre llevaba a sus alumnos de enfermería a visitarme y les contaba lo milagroso de que yo estuviera viva y la inesperada evolución de mi caso.
Finalmente, el 11 de junio, di algunos pasos por el pasillo del hospital, auxiliada por dos fisioterapeutas. Esta escena fue presenciada por médicos, enfermeras, auxiliares y pacientes que allí estaban. Hoy llevo una vida normal, con tan sólo algunas secuelas con respecto a la fuerza de los miembros superiores e inferiores de la parte izquierda. Continúo haciendo fisioterapia motriz una vez por semana, pero soy independiente, camino sin andador o cualquier clase de apoyo; y soy responsable de una de las casas que la sociedad de vida apostólica Regina Virginum tiene en São Paulo. En suma, numerosas fueron las circunstancias en mi vida en las que he podido comprobar la maternal protección de Dña. Lucilia, pero después de este accidente fui robustecida en la certeza de que, confiando en su bondad e intercesión, nunca somos abandonados y nunca hay una situación sin salida, por peores que sean los desastres por los que pasemos. Pues, como dijo cierta vez el Dr. Plinio, Dña. Lucilia «posee un amor desbordante no solamente para con los dos hijos que tuvo, sino también para con los hijos que no tuvo. Se diría que estaba hecha para tener miles de hijos».

Aspectos de la vida comunitaria en la casa Santa Hildegarda, de la que la Hna. Ana Lucía es la responsable