Estando en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, Doña Lucilia se encontraba en el lugar que le era propio; todo se armonizaba con ella. Y en su reacción delante de la Santa Iglesia Católica, ella aceptaba todo, inhalaba todo y se adaptaba a todo. El centro de su devoción era el Sagrado Corazón de Jesús; había una especie de intercambio por el cual ella era el efecto que volvía a la causa.
Como ya tuve ocasión de decir, en mis más tiernos años la Iglesia Católica se personificaba para mí, físicamente, en la Iglesia del Corazón de Jesús.
La iglesia del Corazón de Jesús: serenidad, bondad y grandeza
Naturalmente, yo tenía una idea exacta de que la Santa Iglesia era una institución enorme, existente en toda la Tierra, pero lo que conocía de esa institución era la Iglesia del Corazón de Jesús. Yo notaba en esa iglesia lo que aprecio hasta hoy en ella: una mezcla de serenidad, de bondad, de grandeza, al mismo tiempo de distinción, de afabilidad y algo de envolvente, que penetra hasta el fondo del alma y le da una paz, una fuerza, un juicio sano, de buena calidad – lo que es bueno es bueno, lo que es malo es malo, etc. –, que me parece emanar del Sagrado Corazón de Jesús a ruegos de Nuestra Señora.
Los domingos, yo iba con Doña Lucilia a Misa. Y cuando no me quedaba a su lado, permanecía cerca; toda la familia se sentaba junta. Yo la miraba y me parecía que había una enorme penetración del espíritu y de la atmósfera de aquella iglesia en ella. De manera que yo la veía allá y pensaba: “Ella está aquí como en el lugar que le es propio. Todo se armoniza con ella, todo es conforme con ella, y noto, en su reacción delante de la Santa Iglesia, que ella acepta todo, por así decir, inhala todo y se adapta a todo.”
A veces, cuando yo volvía a casa con mi madre o la encontraba durante el día, conversaba con ella y pensaba: “Qué curioso, pero algo en ella me hace recordar la atmósfera de la iglesia.” No estábamos en la iglesia, conversábamos sobre las pequeñas cosas que una madre habla con su hijo.
Doña Lucilia: modelada en la atmósfera de la Iglesia del Corazón de Jesús
No era raro que yo recibiese una reprensión por mi relajamiento en materia de ropa: corbatas con el nudo mal hecho, una serie de irregularidades de todo orden; el zapato con el cordón abierto, que no amarraba porque ni siquiera me daba cuenta. El nudo de la corbata yo lo hacía tan distraído, que ni sabía cómo estaba y ni me miraba en el espejo. Ver un nudo de corbata en el espejo, ¡no me acuerdo de haber hecho eso nunca! Naturalmente, ella quería que yo me presentase bien.
Sin hablar de otras cosas. Toda la vida yo bebí mucha agua. Eran dos, tres, cuatro vasos de agua seguidos, en las comidas. Y los sorbos eran demasiado grandes. Hasta hoy tengo esa tendencia. Yo miraba la forma de ser de Doña Lucilia: ella bebía comedidamente, con sorbos no pequeños, pero razonables; comía pedazos de tamaño razonable. Era diferente de mi hambre y de mi sed…
El temperamento de un hombre también es diferente al de una señora, evidentemente. Por lo tanto, esas cosas varían. Pero las reglas de educación obligan al hombre a contenerse un tanto. Ella me hacía reprensiones, pero todo con una dulzura, una afabilidad, una bondad… Lo que me llevaba a pensar: “Ella es toda modelada en la atmósfera de la iglesia del Corazón de Jesús”.
En un oratorio pequeño de madera, en nuestra casa, Doña Lucilia tenía una imagen del Sagrado Corazón de Jesús hecha en Francia, a la cual le tenía mucha devoción. Y esa imagen me parecía perfectamente adecuada para la Iglesia del Corazón de Jesús. De hecho, imaginando aquella imagen en tamaño grande, serviría magníficamente para figurar en una iglesia dedicada al Sagrado Corazón de Jesús. Eso hacía una especie de intercambio por el cual mi madre era el efecto que volvía a la causa.
Eximia y admirable porque era hija y tenía el espíritu de la Santa Iglesia
Y muy temprano Nuestra Señora me dio la gracia de percibir que la Iglesia era, en su fuente, verdaderamente buena. Y que mi madre era bondadosa porque recibía la influencia de la Iglesia. Realmente mi madre era la Iglesia. Y Doña Lucilia era tan eximia y admirable porque era hija y tenía el espíritu de la Santa Iglesia.
A medida que mi sentido de análisis fue creciendo, yo la fui analizando para ver si el fruto de mi análisis confería con el afecto que le tenía a ella, y si ese afecto era razonable. Yo quería saber, entonces, si la raíz del afecto de ella hacia mí tenía una raíz religiosa, como era el mío hacia ella, o si entraban más las relaciones naturales entre madre e hijo, como soy hijo de ella, era natural que ella me quisiese bien, así como también, siendo ella mi madre, yo la amaba según la naturaleza. Sin embargo, el afecto sobrenatural dejaba lejos al natural. Cierta vez estábamos conversando sobre asuntos variados durante el almuerzo. Nuestro comedor tiene ventanas que dan hacia la Plaza Buenos Aires, y ella se encantaba al ver los árboles de la plaza. Generalmente, durante el día ella se sentaba frente a las ventanas, de tal forma que veía el panorama mientras comía. En esa ocasión, ella almorzaba calmamente y mirando hacia la Plaza Buenos Aires, mientras conversábamos. En la noche, ella se sentaba en la cabecera de la mesa. En una de esas conversaciones, en la cual noté que ella estaba enteramente distendida, comencé a hablar sobre el protestantismo, criticando duramente esa herejía. Ella tomó eso como lo más natural del mundo. Entonces, le dije: “Si usted se hiciese protestante, yo me voy de la casa, dejándola aquí. Continuaría manteniéndola económicamente, pero vendría a verla solo dos o tres veces al año, no más, porque ya no la querría.”
Si la razón principal del afecto de ella por mí fuese la mera relación entre madre e hijo, y no el afecto sobrenatural, ella se llevaría un susto. Ahora bien, ella continuó almorzando con una calma absoluta, concordando como quien oye una banalidad. Entonces quedé contento.
(Extraído de conferencia de 15/2/1986)