Un radiante y cálido sol acogió a doña Lucilia y a sus hijos a su llegada al puerto de Santos, donde les esperaba don João Paulo, el 17 de abril de 1913. Ella había anticipado su regreso, dejando en Europa a doña Gabriela y a otros familiares. Finalizaba de esta forma, al pisar tierras brasileñas, un importante capítulo de su vida. Mientras el tren que la llevaba a São Paulo subía con lentitud la Serra do Mar, doña Lucilia contemplaba de nuevo aquellas elevaciones recubiertas de una exuberante vegetación tropical, salpicada aquí y allá de los vistosos y por ella tan apreciados manacás, intensamente floridos. Al llegar a la Estación de la Luz, en la capital paulista, ya estaban allí algunos criados para darles la bienvenida, recoger el equipaje y prestarles pequeños servicios. Eran los más antiguos de la casa, a quienes las saudades por tan larga ausencia proporcionaban ahora una mayor alegría por la vuelta de aquellos que tanto respetaban. Evidentemente, los tiempos eran otros. El espíritu patriarcal y familiar aún impregnaba de una profunda bienquerencia las relaciones entre las clases sociales, haciendo que los reencuentros entre patronos y empleados, tras separaciones prolongadas, se revistiesen de la dulzura de verdaderos acontecimientos de familia.
Después de un corto trayecto hasta la Alameda Barón de Limeira, Doña Lucilia llega al palacete Ribeiro dos Santos, y en pocos segundos está ante la escalinata de mármol de la entrada principal. Los miembros más jóvenes de la servidumbre salen a la calle para recibir a los recién llegados, y Doña Lucilia los acoge con palabras de bondad.
Tras intercambiar los primeros saludos, sube los escalones y penetra en la atmósfera noble y recogida del santuario familiar. ¡Cuántos recuerdos le vienen al espíritu en ese momento! Comienza a recorrer, despacio, aquellos ambientes tan adecuados a su gusto: la sala de visitas, el salón… Sin embargo, su mirada se vuelve interrogativa al notar, en una y otra sala, que las lámparas ya no eran las mismas ni hacían juego con el ambiente. ¿Qué había ocurrido?
Las lámparas de bronce
En efecto, durante el viaje de la familia a Europa había sido contratado un ingeniero para hacer algunas reformas en la casa. Doña Lucilia acababa de comprobar que, lamentablemente, el cambio de las lámparas no era de lo más acertado.
Sin ningún sobresalto ni impaciencia indagó entre varios criados el destino de las antiguas lámparas de bronce, hasta que uno de ellos le contó que habían sido vendidas a un pequeño comerciante del barrio.
Tras un merecido y necesario descanso después del largo viaje, doña Lucilia trató de reparar el error cometido por el ingeniero. Sin embargo, tras recorrer algunas de las mejores tiendas de la ciudad, concluyó que era imposible conseguir lámparas iguales o mejores que las anteriores. Por eso, decidió ir a hablar con el comprador de las antiguas.
Encontró al modesto comerciante sentado a la puerta de su casa, limpiando afanadamente las hermosas piezas de cristal y el armazón de bronce dorado que constituían el encanto de aquellos objetos, ya desmontados.
Al ver aproximarse a una distinguida señora se levantó en seguida, quitándose el sombrero en señal de respeto. Doña Lucilia lo saludó amablemente y le explicó lo ocurrido, haciéndole notar la dificultad en que se encontraba, y manifestó el deseo de readquirir las lámparas. Le preguntó cuánto pediría por ellas, y el hombre, a pesar de su simplicidad, gentilmente respondió:
— ¿Pero cómo, señora mía? ¡Nada! Le pido que me conceda el placer de servirla.
Doña Lucilia no sería ella misma si no se negase:
— No, eso no. Usted ha invertido dinero en ellas, ha gastado material de limpieza, ha perdido el tiempo y dedicado su trabajo en abrillantarlas. Al comprárselas, me estoy beneficiando; es natural que le pague incluso algo más.
Teniendo ante sí a tan noble dama, el comerciante se sentía movido a actos de caballerosidad:
— Es verdad, pero el placer de servirle a usted es más valioso para mí que la propia ganancia. Hágame el favor de quedarse con las lámparas.
— En ese caso, perdóneme, pero no puedo quedármelas. Usted me deja en una situación muy difícil, porque en São Paulo no hay otras iguales.
Él continuó insistiendo y no aceptó ni propina. Días después, las lámparas estaban de nuevo en casa de los Ribeiro dos Santos, perfectas e instaladas otra vez.
El noble comportamiento de este simple comerciante, más propio a figurar en las páginas de una historia del Ancien Régime, nos deja entrever de qué manera doña Lucilia estimulaba en las almas la práctica de la virtud tan sólo con una dulce y elevada acción de presencia.