Un trato ordenador y compasivo

Doña Zilí, hermana de Doña Lucilia

Doña Zilí, hermana de Doña        Lucilia

Deben haber sido innumerables las circunstancias en las cuales la dulzura maternal de doña Lucilia pudo manifestarse a través del cariño insondable, envolvente y nunca desmentido con que acogía a todos los que eran alcanzados por alguna tragedia o por alguna necesidad, por mínima que fuese. Ejemplo de ello era la forma de tratar a su hermana Zilí. Desde el primer instante en que ésta vio la luz del día, doña Lucilia, trece años mayor, pasó a desempeñar el papel de madre para ella, envolviéndola con su inagotable afecto. En compensación, doña Zilí conservó durante toda la vida una dedicación y gratitud casi filiales para con su hermana.
Semejante ventura le cabrá también a Ilka, hija de doña Zilí. Ésta, vivía también en el palacete Ribeiro dos Santos y tenía casi la misma edad que sus primos, siendo educada con ellos como si fuese una hermana. Transcurridas tantas décadas desde aquellos saudosos tiempos, doña Ilka continúa guardando gratos recuerdos de su tía: “Tía Lucilia era una auténtica lady, persona de un espíritu superior y de una bondad fuera de lo común. Algunas veces se puede llegar a creer que quien es bueno no debe contrariar a los demás, o no es capaz de ver donde esta el mal. Tía Lucilia no era así. Cuando se enfadaba con Plinio porque había hecho alguna travesura, cuántas veces la vi coger de su tocador un cepillo de plata y golpearle con él en la mano. Pero al mismo tiempo tenía una bondad nada común. ¡Era buenísima!
“Tía Lucilia era una santa. Sufrió mucho en la vida, pero sabía soportarlo todo con paciencia. Era realmente una persona extraordinaria. “Fue ella quien crió a mi madre. Cuando mamá nació, tía Lucilia tenía trece años y fue prácticamente ella quien la educó. La madre de mamá fue realmente tía Lucilia.

      Plinio, Ilka y Rosée

                                                                  Plinio, Ilka y Rosée

“¡Mamá tenía locura por ella! ¡Locura! Creo que mamá tenía mucha más afinidad con su hermana que con su propia madre”.
Doña Lucilia era considerada la tía predilecta por su sobrinos. Estos, deseaban con avidez estar con ella para oírla contar historias o celebrar en su compañía las Navidades, Pascua y otros festejos de familia. señoradoñalucilia_009

El trato armónico, agradable y respetuoso constituía para ella la propia perfección de la vida social, verdadero regalo de Dios para suavizar las aristas con que el hombre se depara en su peregrinar por esta tierra de exilio. Era siempre firme y definida en el ejercicio de su autoridad, que, sin embargo, se presentaba invariablemente envuelta en una atmósfera de bondad. Cuando le era imperioso dar una orden, procuraba que su decisión se aplicara de inmediato para que el problema se solucionara cuanto antes; pero nunca perdió, ni siquiera disminuyó, su convicción de que era la bondad la que apartaría los obstáculos y haría flexible la rigidez del amor propio en las innumerables almas con que debía tratar.
Su bienquerencia se conjugaba con su sentido de lo maravilloso, que se iluminaba incluso en relación con las bellezas de la naturaleza, pues éstas constituyen auténticos reflejos de Dios para cualquier observador verdaderamente católico.

Cariño y bondad incomparables

Yelmo, primogénito de Antonio —hermano de doña Lucilia— comentaba con nostalgia: “¿Tía Lucilia? Me acuerdo perfectamente de ella. Era una persona extraordinaria. Jamás encontraré en mi vida un afecto que supere al suyo.”
Ya en edad de ser abuelo, casi bisabuelo, don Yelmo recordaba un hecho de su infancia como si hubiera ocurrido el día anterior.lucilia_1
En cierta ocasión, sus padres se fueron a Río de Janeiro con su hermana Dalmacita, dejándoles a él y a su hermano más pequeño, Marcelo, en casa de doña Gabriela. Ambos habían recibido una bicicleta de regalo y estaban deseosos de probar todos los deleites que un niño suele fruir con tan fascinante juguete. Tal vez el principal de ellos fuera la sensación de independencia que Yelmo con sus “provectos” doce años de edad tanto deseaba disfrutar. Pero el jardín de la casa de su abuela no se lo permitiría, por ser su espacio limitado. Le propuso entonces a su hermano más pequeño lanzarse a la aventura por las amplias y tranquilas calles del entonces aristocrático barrio de los Campos Elíseos e ir a merendar a casa de sus padres.
Sus infantiles ansias de libertad no tuvieron en cuenta la manera de ser de su grave y autoritaria abuela, una señora chapada a la antigua, en todos los sentidos de la palabra, habituada a mandar con una mirada sin que nadie se atreviera a contestarle.
Como tardaron mucho en volver, doña Gabriela estaba con miedo de que les hubiera sucedido algo. Cuando llegaron ya era tarde. Fueron a saludar a su abuela y la justa reprensión no se hizo esperar. Dirigiéndose a Yelmo, que era el mayor de los dos y, por eso mismo, el que tenía más culpa, le dijo:
— ¿Dónde habéis estado?
— Hemos salido sólo un ratito. Ha sido para merendar en casa…

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Yelmo, Dalmacita y Marcelo,
                           sobrinos de doña Lucilia

— Pero, ¿cómo llegáis a esta hora, sin haberme avisado? ¿No sabéis en qué casa estáis? ¿No habéis medido la preocupación que podíais darme? Y encima, escogéis esta hora tan tardía para llegar. ¡Aprended a respetar a vuestra abuela, aprended a respetar a todas las personas que están aquí evitando disgustarles sin necesidad!
Delante de la imponente severidad con que ella se expresaba, Yelmo, como niño de doce años que era, se puso a llorar. Doña Gabriela, señora de mucha energía, no podía tolerar las lágrimas de debilidad de su nieto y le retó a ser valiente:
— ¡Un hombre no llora! ¡Para de llorar!
Como era natural, Yelmo lloraba aún más, pues la tragedia no iba sino en aumento… Doña Lucilia, que presenciaba la escena desde cerca, se compadeció de su sobrino y, haciéndole una discreta señal, le llamó aparte diciéndole con voz apacible:
— Yelmo, hijo mío, ven aquí.
Él se acercó a su tía sollozando y, echándose en sus brazos, se puso a llorar aún más copiosamente, dando rienda suelta a su dolor.
Para consolarlo, doña Lucilia le decía:
— Hijo mío, tienes que entenderlo… Tu abuela es así. Es una señora de los antiguos tiempos y no permite nada que no sea enteramente correcto. Claro que podría apiadarse un poco de ti… No obstante, pese a sus cariñosas palabras, en ningún momento dejó doña Lucilia de dar la razón a su propia madre, por ser sagrado el principio de autoridad que ella representaba en aquella casa. Y continuó:
— Pero tu abuela tiene razón, no debéis llegar tan tarde sin avisar. No llores más. Tu tía tiene pena de ti, te está consolando. Tranquilízate un poco, que todo esto se pasa en seguida.
El niño notó que emanaba tanta bondad y compasión de doña Lucilia debido a lo que él estaba sufriendo, tanto deseo de hacer el bien, que paró de llorar sintiéndose enteramente consolado.

“A tía Lucilia la consideraré por toda la vida como una santa…”, recordaba con nostalgia, porque esa bondad tan grande ha dejado huella en mí. Aún hoy siento el calor de esa bondad”.

Una caricia suya, nunca la rechazo

Doña Lucilia con traje de gala

El 12 de septiembre de 1911, una sesión de gala iba a inaugurar el suntuoso Teatro Municipal de São Paulo con la ópera Hamlet, interpretada por la famosa compañía de Titta Ruffo (Destacado barítono italiano). Todas las familias de la alta sociedad paulista comparecerían. Dada la solemnidad del acto, se exigía traje de etiqueta. Se preveía que todas las señoras aparecerían ricamente ataviadas. Doña Lucilia estaba ya lista para salir, pero antes quiso despedirse de los niños.
Rosée, dos años mayor que Plinio, viva e inteligente, comprendió en seguida que no podría besarla y abrazarla sin ciertas precauciones. El temperamento femenino intuye esas cosas más fácilmente. Pero el niño, cautivado por el magnífico vestido de su madre, que no hacía sino poner de relieve su natural distinción, la abrazó y besó cariñosa y fuertemente. Mientras tanto, pasaba las manos por sus cabellos desordenándole el peinado.
Alguien que presenciaba la escena se apresuró en decir:
— ¡Lucilia, no permitas que Plinio te deshaga el peinado!
— Déjalo, respondió con toda calma. — Ya me lo arreglaré después. Una caricia suya, nunca la rechazo.

Plinio y Rosée

Actitud semejante tomaría en otras circunstancias, como, por ejemplo, al ver a su hijo, todavía muy niño, distraerse saltando del respaldar sobre los cojines de un confortable sofá de muelles ingleses, el mejor que poseía la familia. Al ver cómo le agradaba eso, lo dejó jugar cuanto quiso, aun con riesgo de que se estropeara este mueble que a ella tanto le gustaba.

Su paciencia en el trato con un sobrino sordomudo

La grandeza de alma y la generosa bondad de doña Lucilia no se restringían a los límites del hogar. Esas cualidades la hacían tratar como hijos también a los otros niños, en especial a los que tenían la edad de Rosée y Plinio. Por ejemplo, años más tarde, cuando Plinio le contaba las dificultades de algún compañero de estudios, se llenaba de gran compasión hacia él y exclamaba:
— ¡Pobrecito!
Por eso, era objeto de cariño y de paciencia verdaderamente maternales un sobrino llamado Agustín —Tito para los más allegados— que se mostraba de trato difícil con los demás parientes. Sordomudo de nacimiento, aprendió a hablar en Viena, pero como nunca había oído el verdadero timbre de la voz humana se expresaba de una manera ronca y un tanto desagradable. Era inevitable que la mayor parte de las personas procurara eludir su compañía, lo que le ponía muy nervioso.
Solía ir al palacete Ribeiro dos Santos y algunas veces se peleaba hasta con doña Gabriela. Ésta, a pesar de todo, sentía compasión hacia él y no le decía “márchate de aquí”, entre otras cosas porque para ella estaba claro que una abuela debe soportar a su nieto.

Tito, sobrino sordomudo de Doña Lucilia

Doña Lucilia, por su parte, con la intención de hacer la vida de su madre lo más agradable posible, asumía todos los problemas que iban apareciendo. Así, se quedaba observando la discusión de doña Gabriela con Tito. Cuando alcanzaba cierto grado de paroxismo, se dirigía a su sobrino, articulando despacio las palabras y moviendo lentamente los labios para que le comprendiera bien, y le decía:
— Tito, acompáñame. Vamos a hablar un poco.
Éste, que no esperaba otra cosa, se tranquilizaba y se iba con ella a una sala menor. Charlaban durante una hora, a veces hora y media. Él no conseguía controlar convenientemente el volumen de su voz, de forma que hablaba demasiado alto. A veces gritaba sin darse cuenta, hasta tal punto que algunos parientes escuchaban trechos de la conversación. Eran quejas amargas por malentendidos que ella tenía que deshacer pacientemente.
Al cabo de aquella hora, Tito salía tranquilizado, besaba a su tía, le decía “hasta luego” y se marchaba. Doña Lucilia regresaba a la sala donde estaban los demás algunas veces un poco cansada pero sin comentar nada. Nunca la vieron quejarse ni tratar de llamar la atención sobre la paciencia de que daba pruebas.
Además de Tito, había también otros sobrinos que se beneficiaban de esa envolvente bienquerencia.

Desvelos por los insomnios y enfermedades de su hijito

Algún tiempo después de que don Antonio falleciera, doña Lucilia, su esposo y sus hijos se mudaron al palacete Ribeiro dos Santos. Allí, el matrimonio pasó a ocupar un cuarto cuya puerta dejaba pasar por el montante la discreta luz del corredor, donde una lámpara quedaba encendida durante toda la noche.
El pequeño Plinio, que dormía en una cuna junto al lecho de sus padres, se despertaba a veces a altas horas de la madrugada y en vez de dormirse nuevamente, se sentía dominado por el insomnio. Oía la regular y pausada respiración de doña Lucilia, y la llamaba tratando de despertarla. Todo era en vano. La Providencia le había concedido a ella un sueño tranquilo y profundo. Por eso demoraba un poco en socorrer al niño, que se sentía naufragar en la soledad y en las sombras de la noche.
Sabiendo que allí estaba su madre, llena de protección y ternura, Plinio no dudaba en pasar de su cuna a la cama y, sentándose sobre su pecho, intentaba abrirle los ojos con los deditos, mientras decía:
— Manguinha, manguinha… (Deformación infantil de la palabra mãezinha (madrecita). El Dr. Plinio la usará muchas veces, ya adulto, para dirigirse cariñosamente a su madre.)
El tierno y afligido infante se daba cuenta de que le iba a causar un trastorno, pero pensaba: “Ya que ella es mi madre, no se enfadará con esto, y a mí no me queda otra salida”.
Al fin, sin sobresaltos, doña Lucilia despertaba de su profundo sueño y le decía con dulzura:
— ¡Hijito mío!, ven aquí. ¿Qué te pasa?
El pequeño discernía con cuánto cariño enfrentaba ella la situación. Sentándose para evitar el sueño, doña Lucilia se ponía a conversar con su hijo y distraerlo hasta comprobar que aquella inseguridad nocturna había desaparecido.
Esta madre ejemplarísima le contaba, con admirable paciencia, una, dos o cinco historias, que él oía encantado, sintiendo el torrente de afecto, cariño y compasión de que era objeto. Cuando veía que el sueño había vuelto, ella le decía:
— Ha llegado la hora de que te acuestes — y le ayudaba a volver a la cuna.
Mientras se dormía, una reconfortante impresión invadía su espíritu: “¡Es realmente como yo esperaba! Me satisface enteramente. Confío en ella. Me siento enteramente suyo.”
Con saudades indecibles, ese hijo comentaba muchos años después:
“¿Cómo sentía cuando era niño la compasión que tenía por mí? Ella se daba cuenta de cuánto sentía yo mi propia debilidad y sonreía como diciéndome: ‘Es verdad que eres débil, pero es natural que lo seas. Así es la vía del hombre. Pero es natural también que un hombre tenga madre y que ella sea un océano de ternura para con él. Siéntete comprendido en todo y no tengas orgullo en querer ocultarme tu debilidad. Al contrario, colócala en mis manos; yo me encargaré de ella.’ Con una sonrisa llena de afecto, como nunca vi nada igual en mi vida, era como si me dijese: ‘Vamos a seguir juntos tu difícil camino.’
“Sentí su compasión especialmente durante las enfermedades que tuve en mi infancia: gripes, escarlatina, sarampión y una terrible difteria que me puso casi a las puertas de la muerte. ¡Cuánta lástima sentía por mí! ¡Se afligía hasta el último extremo! Ya entonces, yo, muy amigo de observar, no dejaba de examinar su actitud cuando entraba en el cuarto de puntillas, sonriendo, con un vaso de medicina homeopática en la mano —era una ferviente partidaria de la homeopatía— y me decía: ‘Hijo mío, hijito, ha llegado la hora de que te tomes la medicina.’
Verla allí era el consuelo de mi alma, y eso compensaba el dolor que sufría. “Las analogías son algo muy vivo en la mente de un niño. Yo establecía una relación entre ella y el frescor del agua que tomaba, diciendo para mí mismo: ‘Ella es para mí lo que esta agua es para mi enfermedad: un refrigerio’.
Madre cariñosa y atenta, doña Lucilia en seguida notó que la débil salud de su hijo pedía aires mejores que los del centro de São Paulo. Llevada por una mezcla de preocupación y desvelo, se mudó durante algunos meses al distante barrio de la Peña, abandonando durante ese período su acogedora residencia en los Campos Elíseos. Influyó de modo decisivo en la elección del lugar la proximidad del santuario de su Madrina, la Señora de la Peña, donde le iba a ser posible rezar por el pequeño Plinio con mayor asiduidad.
A partir de este trato “paradisíaco” —lleno de ternura, solicitud y protección por parte de la madre, y de admiración y confianza por parte del hijo— se estableció entre ambos una gran unión de alma que transpuso las murallas de la eternidad. Pero no son esos los únicos hechos que demuestran las elevadas y apreciables dotes maternales de doña Lucilia…