Cariño y bondad incomparables

Yelmo, primogénito de Antonio —hermano de doña Lucilia— comentaba con nostalgia: “¿Tía Lucilia? Me acuerdo perfectamente de ella. Era una persona extraordinaria. Jamás encontraré en mi vida un afecto que supere al suyo.”
Ya en edad de ser abuelo, casi bisabuelo, don Yelmo recordaba un hecho de su infancia como si hubiera ocurrido el día anterior.lucilia_1
En cierta ocasión, sus padres se fueron a Río de Janeiro con su hermana Dalmacita, dejándoles a él y a su hermano más pequeño, Marcelo, en casa de doña Gabriela. Ambos habían recibido una bicicleta de regalo y estaban deseosos de probar todos los deleites que un niño suele fruir con tan fascinante juguete. Tal vez el principal de ellos fuera la sensación de independencia que Yelmo con sus “provectos” doce años de edad tanto deseaba disfrutar. Pero el jardín de la casa de su abuela no se lo permitiría, por ser su espacio limitado. Le propuso entonces a su hermano más pequeño lanzarse a la aventura por las amplias y tranquilas calles del entonces aristocrático barrio de los Campos Elíseos e ir a merendar a casa de sus padres.
Sus infantiles ansias de libertad no tuvieron en cuenta la manera de ser de su grave y autoritaria abuela, una señora chapada a la antigua, en todos los sentidos de la palabra, habituada a mandar con una mirada sin que nadie se atreviera a contestarle.
Como tardaron mucho en volver, doña Gabriela estaba con miedo de que les hubiera sucedido algo. Cuando llegaron ya era tarde. Fueron a saludar a su abuela y la justa reprensión no se hizo esperar. Dirigiéndose a Yelmo, que era el mayor de los dos y, por eso mismo, el que tenía más culpa, le dijo:
— ¿Dónde habéis estado?
— Hemos salido sólo un ratito. Ha sido para merendar en casa…

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Yelmo, Dalmacita y Marcelo,
                           sobrinos de doña Lucilia

— Pero, ¿cómo llegáis a esta hora, sin haberme avisado? ¿No sabéis en qué casa estáis? ¿No habéis medido la preocupación que podíais darme? Y encima, escogéis esta hora tan tardía para llegar. ¡Aprended a respetar a vuestra abuela, aprended a respetar a todas las personas que están aquí evitando disgustarles sin necesidad!
Delante de la imponente severidad con que ella se expresaba, Yelmo, como niño de doce años que era, se puso a llorar. Doña Gabriela, señora de mucha energía, no podía tolerar las lágrimas de debilidad de su nieto y le retó a ser valiente:
— ¡Un hombre no llora! ¡Para de llorar!
Como era natural, Yelmo lloraba aún más, pues la tragedia no iba sino en aumento… Doña Lucilia, que presenciaba la escena desde cerca, se compadeció de su sobrino y, haciéndole una discreta señal, le llamó aparte diciéndole con voz apacible:
— Yelmo, hijo mío, ven aquí.
Él se acercó a su tía sollozando y, echándose en sus brazos, se puso a llorar aún más copiosamente, dando rienda suelta a su dolor.
Para consolarlo, doña Lucilia le decía:
— Hijo mío, tienes que entenderlo… Tu abuela es así. Es una señora de los antiguos tiempos y no permite nada que no sea enteramente correcto. Claro que podría apiadarse un poco de ti… No obstante, pese a sus cariñosas palabras, en ningún momento dejó doña Lucilia de dar la razón a su propia madre, por ser sagrado el principio de autoridad que ella representaba en aquella casa. Y continuó:
— Pero tu abuela tiene razón, no debéis llegar tan tarde sin avisar. No llores más. Tu tía tiene pena de ti, te está consolando. Tranquilízate un poco, que todo esto se pasa en seguida.
El niño notó que emanaba tanta bondad y compasión de doña Lucilia debido a lo que él estaba sufriendo, tanto deseo de hacer el bien, que paró de llorar sintiéndose enteramente consolado.

“A tía Lucilia la consideraré por toda la vida como una santa…”, recordaba con nostalgia, porque esa bondad tan grande ha dejado huella en mí. Aún hoy siento el calor de esa bondad”.

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