El 12 de septiembre de 1911, una sesión de gala iba a inaugurar el suntuoso Teatro Municipal de São Paulo con la ópera Hamlet, interpretada por la famosa compañía de Titta Ruffo (Destacado barítono italiano). Todas las familias de la alta sociedad paulista comparecerían. Dada la solemnidad del acto, se exigía traje de etiqueta. Se preveía que todas las señoras aparecerían ricamente ataviadas. Doña Lucilia estaba ya lista para salir, pero antes quiso despedirse de los niños.
Rosée, dos años mayor que Plinio, viva e inteligente, comprendió en seguida que no podría besarla y abrazarla sin ciertas precauciones. El temperamento femenino intuye esas cosas más fácilmente. Pero el niño, cautivado por el magnífico vestido de su madre, que no hacía sino poner de relieve su natural distinción, la abrazó y besó cariñosa y fuertemente. Mientras tanto, pasaba las manos por sus cabellos desordenándole el peinado.
Alguien que presenciaba la escena se apresuró en decir:
— ¡Lucilia, no permitas que Plinio te deshaga el peinado!
— Déjalo, respondió con toda calma. — Ya me lo arreglaré después. Una caricia suya, nunca la rechazo.
Actitud semejante tomaría en otras circunstancias, como, por ejemplo, al ver a su hijo, todavía muy niño, distraerse saltando del respaldar sobre los cojines de un confortable sofá de muelles ingleses, el mejor que poseía la familia. Al ver cómo le agradaba eso, lo dejó jugar cuanto quiso, aun con riesgo de que se estropeara este mueble que a ella tanto le gustaba.
Su paciencia en el trato con un sobrino sordomudo
La grandeza de alma y la generosa bondad de doña Lucilia no se restringían a los límites del hogar. Esas cualidades la hacían tratar como hijos también a los otros niños, en especial a los que tenían la edad de Rosée y Plinio. Por ejemplo, años más tarde, cuando Plinio le contaba las dificultades de algún compañero de estudios, se llenaba de gran compasión hacia él y exclamaba:
— ¡Pobrecito!
Por eso, era objeto de cariño y de paciencia verdaderamente maternales un sobrino llamado Agustín —Tito para los más allegados— que se mostraba de trato difícil con los demás parientes. Sordomudo de nacimiento, aprendió a hablar en Viena, pero como nunca había oído el verdadero timbre de la voz humana se expresaba de una manera ronca y un tanto desagradable. Era inevitable que la mayor parte de las personas procurara eludir su compañía, lo que le ponía muy nervioso.
Solía ir al palacete Ribeiro dos Santos y algunas veces se peleaba hasta con doña Gabriela. Ésta, a pesar de todo, sentía compasión hacia él y no le decía “márchate de aquí”, entre otras cosas porque para ella estaba claro que una abuela debe soportar a su nieto.
Doña Lucilia, por su parte, con la intención de hacer la vida de su madre lo más agradable posible, asumía todos los problemas que iban apareciendo. Así, se quedaba observando la discusión de doña Gabriela con Tito. Cuando alcanzaba cierto grado de paroxismo, se dirigía a su sobrino, articulando despacio las palabras y moviendo lentamente los labios para que le comprendiera bien, y le decía:
— Tito, acompáñame. Vamos a hablar un poco.
Éste, que no esperaba otra cosa, se tranquilizaba y se iba con ella a una sala menor. Charlaban durante una hora, a veces hora y media. Él no conseguía controlar convenientemente el volumen de su voz, de forma que hablaba demasiado alto. A veces gritaba sin darse cuenta, hasta tal punto que algunos parientes escuchaban trechos de la conversación. Eran quejas amargas por malentendidos que ella tenía que deshacer pacientemente.
Al cabo de aquella hora, Tito salía tranquilizado, besaba a su tía, le decía “hasta luego” y se marchaba. Doña Lucilia regresaba a la sala donde estaban los demás algunas veces un poco cansada pero sin comentar nada. Nunca la vieron quejarse ni tratar de llamar la atención sobre la paciencia de que daba pruebas.
Además de Tito, había también otros sobrinos que se beneficiaban de esa envolvente bienquerencia.