Consejo singular

Concentración de los participantes del Congreso en la Plaza de la Catedral

Concentración de los participantes del Congreso del Movimiento Católico en la Plaza de la Catedral

Poco tiempo después de la entrada de Plinio en el Movimiento Católico, los dirigentes de las Congregaciones Marianas no tardaron en notar en él excelentes cualidades de oratoria. Comenzaron a invitarle con cierta frecuencia a hacer discursos y conferencias, y se divulgó rápidamente por todas partes su fama de buen orador.
Naturalmente, Plinio llevaba a doña Lucilia a algunas de esas solemnidades, y ella debe haber experimentado las alegrías de las madres que ven a sus hijos hablar en público. Sin embargo, aunque le gustase oírlo dar discursos, nunca le elogiaba, porque tenía horror de que cediese a la tentación de vanidad o de orgullo. Y, por eso, no dejó de darle repetidas veces un singular consejo:
— Filhão —le decía cuando Plinio la cogía del brazo al regresar a casa— por poco que hables, tus palabras nunca serán suficientemente breves. Cuando pienses que es hora de terminar, ya habrá un buen número de personas en la sala preguntándose cuándo vas a acabar el discurso. Cuanto menos hables, más agradarás. El hijo, siempre amante de los consejos de su madre, lo guardó para sí; y de ahí en adelante nunca más se olvidaría de esa sabia recomendación al hacer uso de la palabra en público.

De la tentación, “tratar de huir y a leguas, agarrándose a un crucifijo”

Poco después del ingreso de Plinio en las filas del Movimiento Mariano, las actividades apostólicas empezaron a tomarle todo el tiempo disponible. Doña Rosée iba con su marido y su hija a pasar largas temporadas en la finca de Cambará, y algunas veces doña Lucilia los acompañó.

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Plinio en el servicio militar, el primero de la segunda fila, de izquierda a derecha

Famosa por su fecunda tierra roja, aquella región estaba en franco desarrollo. Aunque los tupidos matorrales exigiesen denuedo y tenacidad por parte de los exploradores que por allá se aventuraban, los riesgos eran recompensados en seguida por la generosidad del suelo, que pródigamente colmaba de frutos a aquellos que lo herían con el hierro del arado. Consciente de las dificultades que siempre acarrea el comienzo de la explotación de una hacienda, doña Lucilia estimulaba al matrimonio en sus meritorios esfuerzos y, sobre todo, les animaba a confiar en la protección divina que provee y asiste en todo.
Sin embargo, si su dedicación maternal la movía a acompañar a su hija a tan inhóspito lugar, la mitad de su corazón se quedaba en São Paulo, donde había dejado a su hijo entregado a las batallas de la vida: estudios universitarios, empleo, servicio militar y, además, a la presión ejercida por el ambiente para hacerlo entrar en la farándula de la llamada “modernidad”, hoy tan pasada de moda. Sin embargo, en aquellos lejanos años, el brillo fatuo de esa “modernidad” ofuscaba de tal modo a los hombres, que éstos no veían el abismo en el cual acabarían precipitándose. El demonio, para tentar más fácilmente a la humanidad, hacía relucir de manera especial todo lo que representase una ruptura con la Civilización Cristiana, creando así la ilusión de que el progreso sería fruto del abandono de la Fe. No romper con los Mandamientos equivalía a perder irremediablemente el tren del futuro… Así, el error y el mal se presentaban con extrema jactancia.
Doña Lucilia era para sus hijos una estrella que brillaba durante la noche, indicándoles el camino recto y cierto, conduciéndolos a puerto seguro. Con su presencia, la insidiosa acción del espíritu de las tinieblas disminuía de intensidad. Por su modo de ser, les recordaba continuamente que la felicidad no está en la agitación y en la búsqueda desenfrenada de las riquezas y del placer, sino en el sereno gozo de la paz de conciencia, que solamente puede dar el cumplimiento de la Divina Ley.
Una carta, escrita desde Cambará, deja entrever el recelo de que sus ausencias debilitasen la vigilancia y la resistencia de su hijo, estimulándolo a no ceder a la atracción de los fulgores engañosos de Satanás, denominado por ella “Mefistófeles”.

Cambará, 16-5-929
plinio¡Hijo querido!
La carta que me enviaste ayer me dejó muy aprensiva, como bien puedes imaginarte, pues aunque tenga gran confianza en tus sentimientos y en tu fe, tentación siempre es tentación, y por eso es necesario que te acuerdes que todos sabemos y conocemos quién es Mefistófeles y, por lo tanto, ¡hay que tratar de huir y a leguas, agarrándose a un Crucifijo! Y lo más interesante es que, para “obrar”, se aprovecha de mi ausencia… ¡le gusta la sombra! Dile 8 que estás en una época muy especial de tu vida, de la cual puede depender tu futuro, y en la cual necesitas usar toda tu energía para aguantar el ejercicio militar que, dada tu aversión al ejercicio en general, y la consiguiente falta de hábito, te cansará mucho, además de las cuatro asignaturas por preparar, y también tu empleo, y que por lo tanto, le pides que postergue esas invitaciones para más tarde, y que, entre nosotros, ¡¡¡“Dios permita en su infinita misericordia” que queden para las “calendas griegas”!!!
Aún no recibí carta de Mamá, de quien estoy con muchas saudades. Tu padre se fue de aquí, ¡lamentando no poder quedarse más! Siento inmensamente que no puedas pasar aquí unos días con nosotros… principalmente por la noche, siento una falta enorme de mi filhão querido. ¿Has ido a los ejercicios militares y a las clases de Derecho? Y la venta del empleo, ¿no dio buen resultado? Y Nova, ¿está más civilizado? ¡Y Frau Ida!… ¿aún llora por la falta de Popadinchen (Se refiere a su nieta, Maria Alice), o ya se consoló con Herr Plinio? Con mucho dolor de corazón ya decidí que la pequeña se debe quedar, en vista de que está aprovechando bien el cambio de clima, ya está más gordita y más coloradita. Bien, “queridão” (En portugués, aumentativo de “querido”), pasados los quince días iré con la primera buena compañía que vaya hacia allá.
Besos a la abuela, abrazos a los de la familia. Con mi bendición te beso y te abrazo mucho y mucho. De tu mamá extremosa,
Lucilia

“Debes tener fe en el Sagrado Corazón de Jesús, que ciertamente no nos abandonará”

Lucilia_correade_oliveira_021De regreso a São Paulo, doña Lucilia no disfrutaría en seguida de la compañía de su querido hijo. Se encontraba Plinio en el final de los estudios secundarios, preparándose para entrar en la Facultad de Derecho. Los últimos exámenes los haría en Ribeirão Preto, junto con uno de sus primos, Procopio, a quien familiarmente llamaban Pinho (Hijo del hermano de doña Lucilia, don Gabriel. “Pinho” se pronuncia “piño”). No deja de ser notable el espíritu de fe de doña Lucilia, que trasluce en la carta escrita a su hijo en esa ocasión. A él no le faltaban ni dotes naturales de inteligencia ni la conveniente preparación para los exámenes que realizaría, pero, por encima de todo, doña Lucilia ponía su confianza en el Sagrado Corazón de Jesús. Tal vez sin saberlo, llevaba a los suyos a seguir la misma máxima de San Ignacio: En las empresas difíciles, hay que abandonarse a Dios con perfecta confianza, como si el éxito del negocio debiese venir de lo alto por una especie de milagro; no obstante, poner todo por obra para hacerlo y tener éxito como si dependiese enteramente de nuestra industria.(Máximas de San Ignacio, recopiladas por el P. Bouhours, S.I., Río de Janeiro, 1934, pp. 45-46).

¡Hijo querido!
De corazón te agradezco el “beso telegráfico” que me enviaste y, respecto a los exámenes, tengo que decirte que debes tener fe en el Sagrado Corazón de Jesús que ciertamente no nos abandonará, tanto más que por medio de dos novenas que estoy haciendo, obtendremos de Él la de Nuestra Señora de la Concepción y de San Antonio. Dile a Pinho que estas novenas son también hechas en su intención, y que espero en Dios que seáis ambos felicísimos.
Quise escribirte ayer, pero las visitas y complicaciones de toda suerte me impidieron hacerlo. La mesa de la salita estuvo ayer triste sin ti y sin Pinho. Rei y Marcos hicieron un examen escrito ayer y ya saben que tendrán buenas notas. ¡Felizmente!
El profesor de Rosée la retuvo ayer tres horas tocando el piano, y me dio pena porque estaba extenuada al final de la lección. ¿Por qué no me has escrito todavía? ¡Desde que amanece estoy esperando una carta tuya!…
Me olvidé de poner en tu maleta las tijeritas y el limpiador de uñas. Mira a ver si necesitas alguna cosa y un poco más de dinero para que te lo envíe todo junto.
Le pido a Dios que podamos pasar juntos, alegres y felices el bonito día trece (cumpleaños de Plinio).Ten cuidado con tu salud.
¿Continúas estudiando mucho? ¿Ya has hecho una visita a Sinhazinha y Joaquim? Acuérdate también de Mariano.
Con un afectuoso abrazo al querido Pinho, te bendigo y beso mucho y mucho, tu madre extremosa,
Lucilia

En los consejos afecto y sabiduría

doña_luciliaEn los momentos oportunos, nunca faltaba a doña Lucilia la palabra adecuada para esclarecer una coyuntura o dirimir una duda. Con el paso del tiempo las reprensiones fueron, naturalmente, cediendo lugar a las recomendaciones que ella, como nadie, sabía dar, dejando que los hijos resolviesen por sí los problemas.
Debido al alto grado de perfección moral a que aspiraba para ellos, era llevada a aconsejarles con palabras impregnadas de afecto y sabiduría. Su tino psicológico hacía de ella una eximia observadora y excelente consejera.
Discreta, prestando mucha atención en lo que se conversaba en su presencia, poseía un agudo sentido moral que le posibilitaba discernir, con nitidez, los matices de bien y de mal de todo cuanto sucedía en torno suyo. Su percepción era especialmente sensible y fina en lo que se refería a los Mandamientos de la Ley de Dios, a la dignidad y a la corrección.
Sobre asuntos prácticos, ella no era de dar consejos inoportunos, limitándose a alguna sugerencia. Si opinaba sobre la conducta de alguien o emitía un juicio a respecto de cierto conjunto de circunstancias, insistía en determinado punto que juzgaba no haber sido considerado adecuadamente. Alertando a algún hijo, decía:
— Presta atención. Sobre tal persona o tal situación así, tu madre cree que…
Y si se trataba de precaverse contra algún defecto o alguna mala intención de otro, nunca lo hacía sin antes haber reflexionado mucho. Obviamente nunca daba consejos a alguien delante de terceros.
Este modo de conducir las almas, impregnado de espíritu católico, se hizo aún más admirable cuando Roseé y Plinio alcanzaron la edad de frecuentar la vida social.
Si para quien es muy joven el tiempo parece pasar lentamente, para quien es madre los años corren céleres. Como en un abrir y cerrar de ojos ve a aquellos hijos, que aún ayer mecía en sus brazos, ya preparados para entrar en la sociedad.
Para doña Lucilia esa nueva fase daba origen a no pocos recelos.

Guiando a los hijos que van a frecuentar la sociedad

Lucilia_correade_oliveira_008Debido al anticlericalismo reinante en el siglo XIX y que se prolongó a lo largo del siglo XX, la práctica de la religión era vista como propio de mujeres. Según los conceptos entonces dominantes, no se admitía que una joven no fuese recatada y piadosa. Envuelta en la blanca vestidura de la virginidad, subía los escalones del altar apoyada en el brazo protector de su padre, para ser entregada a aquel que de ahí a poco sería su cónyuge. No se toleraba que una esposa fuera infiel a su marido, y había todo tipo de comprensión para el marido que, viéndose traicionado, “lavara con sangre la honra ofendida”. Este era uno de los clichés del lenguaje del tiempo.
No obstante, aunque se exigiera del sexo femenino, con razón, el cumplimiento de la Ley de Dios, contradictoriamente esto no ocurría en relación a los hombres.
El modelo de virilidad entonces de moda, heredado del positivismo caduco y anticlerical del siglo anterior, prescribía como impropio a un espíritu “objetivo” e “ilustrado” —otros términos del vocabulario redundante y vacío de la impiedad en boga— la práctica de la Religión Católica, incluida en el elenco de las supersticiones que la ciencia acabaría por derrumbar con sus progresos deslumbrantes.
Derivadas de esas ideas, existían todo tipo de complacencias para con aquellos que, antes o después del matrimonio, no conservasen la castidad según su estado. Era esto tan difundido que algunos padres llegaban a favorecer, y a veces hasta a imponer veladamente, que sus propios hijos frecuentasen casas de perdición.
Podemos calcular bien la aversión de doña Lucilia a esa mentalidad anticristiana, y cómo procuraba formar a su hijo en sentido diametralmente opuesto. Respecto a las hijas, las madres procuraban precaverlas de modo discreto.
Pero ¿hasta cuándo los usos sociales mantendrían las reglas de moralidad en relación a las jóvenes? De cualquier manera, así como para evitar que un niño se haga daño no se le puede prohibir andar, correr y saltar, era también inevitable el ingreso de la juventud en la vida social, aún a riesgo de extraviarse.
Al cumplir los quince años de edad, las jóvenes eran presentadas en un baile de gala a las relaciones de la familia, lo que se revestía, conforme las épocas y el nivel social, de mayor o menor solemnidad. Esta costumbre se mantiene todavía hoy, incluso en países más modernos y avanzados como los Estados Unidos, donde es habitual invitar a príncipes y princesas de sangre a honrar con su presencia semejantes eventos.
Aunque en Brasil los tiempos felices del Imperio, con sus ceremonias y su protocolo,
hubieran quedado atrás, había pomposos bailes y fiestas que continuaban
atrayendo y deslumbrando a la sociedad. Doña Lucilia no rehuía las obligaciones que su posición le imponía. Por eso, cuando llegó la hora de que sus hijos frecuentasen esos ambientes, ella los preparó convenientemente.plinio
Tales encuentros sociales, a pesar de revestirse de la apariencia de diversión, constituían también una especie de campo de batalla sui generis, donde se jugaban intereses familiares de los más diversos órdenes. Allí se hacían y deshacían proyectos de matrimonio en los que no estaban ausentes aspectos económicos, relaciones de sociedad y hasta alianzas políticas.
Por eso, al abrirse las puertas de esas solemnes actividades a los jóvenes novatos, llegaba la hora de poner en práctica el arte de las buenas maneras. Sobre todo era el momento de mostrarse dignos descendientes de las respectivas estirpes.
Cuando doña Lucilia no acompañaba a sus hijos, éstos, al regresar a casa, la encontraban frecuentemente rezando delante de su oratorio del Sagrado Corazón de Jesús. Ella nunca se acostaba hasta que Roseé y Plinio hubiesen llegado. En las conversaciones domésticas del día siguiente quería saber cómo había transcurrido la fiesta. A veces las circunstancias le daban oportunidad para una “lección al vivo” a respecto de tipos característicos de aquella todavía refinada sociedad. Lo más interesante, sin embargo, era analizar algunos de esos tipos entre las paredes de su propio hogar.

En plena era hollywoodiana, manutención del trato ceremonioso

cap7_007Aunque ya estuvieran en plena era de la influencia liberalizante e igualitaria del American way of life, los parientes próximos de doña Lucilia conservaban entre sí un trato de agradable ceremonia, que estaba en entera consonancia con el modo de ser de esta dama paulista.
Era imposible que hicieran entre ellos bromas poco respetuosas. Durante las comidas, si querían pedirle a alguien la cesta de pan, nunca dirían, por ejemplo:
— Déme pan.
Sino:
— ¿Haría el favor de pasarme el pan?
Una vez fue a almorzar en casa de doña Gabriela una joven de familia muy rica y de gran prestigio social. En cuanto abandonaron la mesa, al llegar a la sala de visitas, dijo ella:
— ¡Qué alivio!
— ¿Alivio por qué? le pregunto su amiga Rosée.
— Porque terminó el almuerzo.
— Pero, ¿estaba mala la comida?
— No, ¡no te imaginas! En nuestra casa se decía que era dificilísimo comer aquí, pues ustedes son tan ceremoniosos que el visitante mal se sabe equilibrar…
Este hecho ilustra perfectamente cómo imaginaban ciertas personas la atmósfera de ceremonia reinante en el distendido y tranquilo hogar de doña Gabriela, donde el respeto debido a alguien que, a cualquier título, mereciese especial cortesía, hacía naturalmente parte de los hábitos domésticos. Ese modo de proceder le causaba alegría a doña Lucilia y se conjugaba bien con su gusto por todo cuanto era decoroso y elevado.
Doña Lucilia no sería ella misma si no aliase a la admiración por un trato impregnado de dignidad aquel continuo y envolvente afecto suyo. Es este precioso don el que nuevamente veremos traslucir, de forma cristalina, en algunas cartas escritas por ella a sus hijos en esa época.

“Rosée y tú fuisteis confiados a Dios antes de nacer”

“Rosée y tú fuisteis confiados a Dios antes de nacer” Imagen del Sagrado Corazón perteneciente a Doña Lucilia

“Rosée y tú fuisteis confiados a Dios antes de nacer” Imagen del Sagrado Corazón perteneciente a Doña Lucilia

En un viaje a Río de Janeiro, en 1925, doña Gabriela, cuya ancianidad florida traía consigo el peso de los años, recibió, como siempre, el incansable y cariñoso apoyo de doña Lucilia, quien la acompañó. Ésta, aunque prestando todo el auxilio a su madre, en ningún momento se olvidaría de sus queridos hijos.
Doña Lucilia nunca dejó de estimular a Plinio para que estudiara con ahínco y sacara buenas notas, resaltando cómo el esfuerzo hecho redundaría en gracias y bendiciones de Dios. Ella procuraba no sólo que sus hijos tuviesen mucha cultura, sino que ante todo supieran siempre reportarse a la Providencia Divina.
No eran ajenos a sus pensamientos los mil pequeños hechos de la vida cotidiana, de lo cual ella trataba con su invariable deseo de perfección.

Algunas cartas dejan entrever con claridad cómo, aparte del papel que le competía ejercer como formadora, doña Lucilia tenía exacta noción de que debería ser intercesora de Rosée y Plinio ante los Tronos de Nuestro Señor y de su Madre Santísima. Y no apenas para alcanzar su salvación eterna, sino también para que Dios los asistiese y protegiese en todas las circunstancias de la vida.
Doña Lucilia confiaba en que sus oraciones serían plenamente atendidas, pues si Dios le había dado esos dos hijos era para que los condujera por el buen camino.
¿Cómo dejaría Él de oír las oraciones de una madre tan piadosa?

Río de Janeiro, 11-10-1925
¡Pigeon querido!
Tuve un inmenso placer al recibir tu carta y mucho, mucho te agradezco el excelente boletín. Me das tanto gusto con estas notas, hijo mío, que ciertamente este esfuerzo
te revertirá en bendiciones, y por esto Dios te ayudará mucho, y velará por ti con especial cariño, y por eso te pido insistentemente que no emplees más esta expresión
de… + mala sombra… en relación a persona alguna, y mucho menos a la tuya, pues como sabes, tú y Rosée fueron confiados a Dios antes de nacer, y por tanto con fe
y amor a Dios vosotros no podréis dejar de ser felices, tanto más que, por vosotros, yo rezo día y noche y es natural que las oraciones de una madre católica, aunque
sean de poco mérito, sean atendidas por Nuestra Señora que también es madre, y Nuestro Señor Jesucristo.
Continúa estudiando bien y no demasiado, no sea que perjudiques tu salud, y harás unos buenos exámenes y vencerás esta primera “étape”. Espero que tú y Rosée hayáis hecho la comunión conforme os pedí.
No he recibido aún la carta de Rosée, a la cual se refería por teléfono. ¿Y tu padre por qué no me escribe? ¿Le estáis contagiando la pereza a él ?… ¡Dios quiera
que no sea así! ¡Pienso ir a Santos y de ahí a São Paulo el próximo sábado si tío Toni o papá nos vienen a buscar para que pueda saciar tantas saudades de mis queridos!
La abuela ha estado un poco mal esta semana y sólo hoy con la presencia de tu tío Gabriel y tío Antonio, se animó un poco.
Adiós mis queridos… ¿hasta el domingo? Abraza por mí a tu padre y a Rosée, y a ti, hijo de mi corazón, dándote mi bendición te envió millares de besos y abrazos.
De tu madre extremosa,
Lucilia.
Sólo ahora por la noche tu tío me entregó la cartita de mi Rosette querida. Bésala por mí. Escribe a tu abuela,pues ella no ha recibido la última, porque no la pusiste junto a la mía. Te escribo con una pluma tan mala, que sólo las saudades de una conversación con vosotros me obliga a usarla.