Vitral de Dios

Alma profundamente recogida, Doña Lucilia transmitía a los que se acercaban a ella la luz divina, que iluminaba su interior, así como un vitral atravesado por el sol llena de colores una catedral.

3p186Parece razonable que una persona que, por fidelidad al bien, es incomprendida y no tiene con quién comunicarse durante la vida, reciba como recompensa la posibilidad de comunicarse intensamente después de la muerte; se trata de un premio proporcionado.

Para recurrir a un ejemplo divino, con Nuestro Señor sucedió así. En parte, Él fue odiado por ser incomprendido, pues los más próximos no lo entendían. Cuando Jesús dijo que su Cuerpo era verdadera comida y su Sangre verdadera bebida, algunos discípulos lo abandonaron, pues esa afirmación les pareció demasiado fuerte. Entonces Él se volvió hacia los Apóstoles y preguntó:

– Y vosotros, ¿también me queréis abandonar?

Casi como si dijese:

– Tampoco confío en vosotros.

¿Queréis abandonarme?

A propósito, San Pedro dio una respuesta que no inspiraba confianza, porque, en vez de afirmar que jamás lo abandonaría, preguntó:

– ¿A quién iremos, si solo Vos tenéis palabras de vida eterna?

Lo cual se podría interpretar como: “Si otro tuviese palabras de vida eterna, iríamos a experimentar. Pero como, por así decir, no tenemos dónde caernos muertos, nos quedamos con Vos.”

Por lo tanto, Nuestro Señor no fue comprendido. Resultado: a pesar de haber aún mucha incomprensión, nunca nadie fue tan comprendido post mortem cuanto Él. Se entiende, entonces, que Doña Lucilia, cuya influencia fue tan reprimida en vida, después de su muerte haya recibido la gracia de comunicarse enormemente a los otros.

Alma profundamente recogida, Doña Lucilia transmitía a los que se acercaban a ella la luz divina, que iluminaba su interior, así como un vitral atravesado por el sol llena de colores una catedral.

Todo en Doña Lucilia era lo contrario de la mentalidad moderna

doña LuciliaUno de los factores que establecían una dificultad en la relación de mi madre con los demás era que muchas personas ya estaban puestas en la mentalidad de la civilización moderna, por la cual solo se habla del presente y del futuro y casi nunca del pasado. Inclusive hechos pasados de una familia, por lo menos en São Paulo y en nuestro ambiente, no se comentaban. Únicamente atraían las novedades que conllevaban la efervescencia de la vida cotidiana. Por esa causa, no se hablaba tampoco respecto a los fallecidos de la familia; era como si nunca hubiesen existido.

Además, cualesquiera comentarios más elevados tendían a ser podados. Por ejemplo: críticas de orden moral: tal acción es buena o mala, tiene tal atenuante o tal agravante, haciendo un análisis de la cuestión. Análisis, no. Se toleraban comentarios muy rápidos seguidos de una exclamación elogiosa o despectiva, pero sucedida inmediatamente por otro tema, sustituyendo al anterior del modo más rápido posible. Entre más breves fuesen las narraciones, más simples las frases y menos pormenores contuviesen, entre más pasajera resultase la intervención de una persona, para dar ocasión a que todos interviniesen también, mejor era la conversación.

Ahora bien, con Doña Lucilia pasaba lo contrario. Los hechos más remotos eran los más interesantes, los episodios típicos que ella contaba para explicar situaciones humanas reportaban a los padres, abuelos, tíos, que no habíamos conocido; esos eran los arquetipos. Además, hacía largos comentarios con voz tranquila, muy matizada. Se mantenía, así, por fuera de la trepidación y de la tensión, en la calma y en el bienestar de quien reflexiona, eleva el alma y tiene un tonus religioso en el espíritu. El temperamento moderno se rebela contra ese modo de ser.

Relación con Dios

votralEso que parece una bagatela, de hecho no lo es. Ese recogimiento constituye una condición previa para la vida espiritual. Alma recogida es aquella que, cuando no está con los otros, no se queda sola, sino que tiene todo un mundo interior con el cual se entretiene. Posee una serie de degustaciones interiores que, cuándo nos aproximamos a ella, nos las transmite para que comencemos a degustarlas también y nos sintamos bien en ese recogimiento.

Sería casi una capacidad de insinuación, de embebernos como el aceite en un papel, por el cual las cosas que a la persona le gustan, ve y siente, ella nos las transmite y comenzamos a gustar, sentir y ver del mismo modo, cuando estamos recogidos.

El recogimiento no consiste en separarse de la convivencia para pensar, sino en convivir con Dios. El alma se encuentra embebida de Dios y, mirándose a sí misma, ve, por así decir, la luz divina que la ilumina. Eso permite un fenómeno sobrenatural llamado intercambio de voluntades, el cual no significa propiamente asumir la voluntad de otra persona, sino cierto bien extrínseco a ella que vemos; más o menos como si trajésemos a nuestro cuarto una lamparita con aceite: trajimos la lamparita, pero vino adentro el aceite.

Así sucede en el intercambio de voluntades: se trata de algo de Dios que embebe aquella alma y que, por su influencia personal, pasa a embebernos también. En último análisis, es Dios, en cuanto presente en un alma, que se comunica y se hace presente en la otra.

Sin embargo, la persona de quien Dios se sirve para comunicarse, no se queda indiferente a eso. Ella se asemeja a un vitral por el cual pasa la luz del sol, llenando de colores el interior de una catedral. La luz es del astro rey, pero el colorido es del vitral.

Don Chautard, en su libro El alma de todo apostolado, cuenta que un abogado parisiense fue a Ars a conocer a San Juan María Vianney. Cuando regresó a París, alguien le preguntó:

– ¿Y qué vio Ud. en Ars?

Él dijo:

– Vi a Dios en un hombre.

¿Cómo se ve la presencia de Dios en un hombre? Es, más o menos, como la del sol en un vitral: no vemos el sol de un lado y del otro el vitral, sino que la luz atraviesa el vidrio, lo ilumina y, con la misma mirada, contemplamos el vitral y el sol.

Entonces, las características personales, en cuanto iluminadas internamente por la santidad infinita de Dios, hacen ver a Dios a través de ellas.

Respeto y confianza en los superiores

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El»Quadrinho»

Doña Lucilia ejercía esa acción junto a las personas, preparándolas, entre otras cosas, para admirar y reverenciar a las autoridades legítimas. Una característica muy presente en ella era el respeto y la confianza en los superiores. Quien fuese superior, a cualquier título, ella lo respetaba y tendía a mitificarlo.

Por ejemplo, mi madre tenía una tía solo seis años mayor que ella, de la cual era muy amiga. Siempre que se encontraban, inclusive cuando las dos ya eran abuelas, ella se dirigía a esa tía diciendo: “Tía Fulana, Ud…”. No lo hacía de un modo forzado; conversaban como dos amigas, pero mi madre la trataba así.

Se comprende que entre dos señoras muy amigas, una con sesenta años y otra con sesenta y seis, la edad no haga ninguna diferencia. Pero, por ser tía y un poco mayor, mi madre se sentía más unida a ella tratándola de “tía” y “Ud.” que de “tú”.

Hoy se diría: “Nosotras somos amiguísimas, ¡imagine que yo la tratase de ‘Ud.’! Eso nos distancia.” En el espíritu de Doña Lucilia, eso unía más.

Nunca noté en mi madre la más mínima señal de tristeza porque otros tuvieran más que ella. Al contrario, muchas veces se alegraba al ver a alguien que poseía más haberes adquiridos. Más aún, jamás se lamentaba de su propia situación. Siempre contenta, satisfecha, lo opuesto del igualitario inflexible a quien mandan a tributar respeto a alguien y enseguida piensa: “¡Qué verdugo!”

Cuando alguien se acercaba a Doña Lucilia, inhalaba toda esa dulzura propia de la atmósfera del alma del no envidioso, que ama a quien es más. Ella tenía mucho de esa dulzura, sabía hacer dulce lo que era venerable. Acercándose a ella, la dulzura circundaba y convidaba. Basta ver el Quadrinho1 para constatar eso. Allí está una persona que la edad hizo venerable, pero con tal intimidad que una jovencita de quince años tendría una conversación con ella, si quisiera.

Ver la arquetipia de las cosas

Dr._plinioLa Fräulein Mathilde2 acostumbraba a contar en sus memorias que, en París, fue gobernanta en una familia de unos condes polacos riquísimos, en cuya residencia había un espejo tan bonito que, en determinada hora del día, cuando los criados abrían las ventanas del salón para limpiar, había gente del lado de afuera para ver el espejo. Era una atracción turística para cierto género de curiosos.

Si Doña Lucilia estuviese del lado de afuera admirando ese espejo y, de repente, parase un camión frente a la casa y fuese desembarcado otro mueble precioso para ser colocado en el mismo salón, su reacción normal sería de alegría: “¡Qué lindo va a quedar ese salón! ¡Me imagino la satisfacción de la condesa!” Y volvería a la casa contenta, contando cómo era el mueble, imaginando cómo quedaría bonito en el salón. Ella habría ganado su mañana. Esa es la actitud católica delante de un hecho así.

A mi modo de ver, Doña Lucilia tenía la capacidad de considerar, en todo, el aspecto por el cual cada ser era imagen o semejanza de Dios; por lo tanto, de ver la arquetipia de las cosas y, por detrás de esta, lo que había en ella de divino. Mi madre veía eso más o menos en todo y constituía el unum de su alma, el cual traté de describir refiriéndome al respeto y a la admiración. Es algo de Dios que se deja ver por medio de ella.

(Extraído de conferencia del 2/8/1980)

1) Cuadro al óleo que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos con  base en las últimas fotografías de Doña Lucilia.

2) En alemán: señorita. Gobernanta del Dr. Plinio y su hermana Rosée, de nacionalidad alemana.

02

Dos ojos que son un firmamento

El principal punto de adhesión entre el Dr. Plinio y su madre era el hecho de que ella estaba continuamente vuelta hacia una “transesfera” muy noble, elevada, dulce, serena y lúcida, desde lo alto de la cual se relacionaba con todo el mundo.
Eso, que podría parecer etéreo, se expresa muy bien en el Quadrinho (
en portugués, diminutivo de cuadro) de Doña Lucilia, especialmente en los ojos.

Doña Lucilia era una señora de familia o, como se dice hoy de una manera horrible, “de habilidades domésticas”. Vivía para el oficio de una existencia de señora dentro de su casa. No fue una señora de estudios, pues en su tiempo no era costumbre que las señoras estudiaran. Tenía las ideas generales de las señoras que vivían en un ambiente de hombres cultos. Era profundamente católica.

Estado de espíritu siempre noble, elevado y sereno

Pero yo no osaría decir que ese punto fuese el principal de la adhesión entre ella y yo. Ciertamente no habría adhesión si ella no fuese así. Eso es seguro, pero no es lo fundamental. El principal punto de adhesión era un modo de ser de su alma que me parecía estar continuamente vuelto hacia una “transesfera” (Término creado por el Dr. Plinio para significar que, por encima de las realidades visibles, existen las invisibles. Las primeras constituyen la esfera, o sea, el universo material; y las invisibles, la transesfera) el cual, aunque ella se encargase muy bien de todo, lo mejor de su atención y de su afecto estaba dirigido hacia esa “transesfera” muy noble, elevada, dulce, serena y lúcida, desde lo alto de la cual ella se relacionaba con todo el mundo, de tal manera que se percibía que su alma estaba, al mismo tiempo, en la “transesfera” y en las pequeñas cosas concretas.
Me acuerdo de que a ella le gustaba mucho una flor llamada primavera. En la hacienda del Amparo de Nuestra Señora, donde acostumbro a hospedarme, hay una enredadera
con esa flor. Sabiendo que mi madre apreciaba la primavera, los miembros de nuestro Movimiento allí residentes cortaban muchas de aquellas flores y me las daban para llevarle cada vez que yo regresaba a São Paulo.
Cuando llegaba, yo le entregaba las flores, y veía la manera como ella las miraba encantada. A veces, suave y discretamente, mi madre incluso paraba un poco la respiración y después hacía un comentario. Pero yo notaba que el comentario no era nada en comparación con lo que estaba en su espíritu a ese respecto. Sin embargo, lo que ella decía estaba relacionado con una “transesfera” de la que aquellas flores no eran sino el símbolo. Era en último análisis una relación con Dios Nuestro Señor, con Nuestra Señora y con todo lo demás que toca en el mundo sobrenatural.
De ese sentido elevadísimo en el cual Doña Lucilia habitaba procedían todos sus estados de alma, los cuales constituían mi mayor encanto por ella, y que procuré asimilar y transformar en míos tanto cuanto pude.
Este era el principal punto de atracción. Es un poco nebuloso, etéreo, pero las personas se dan cuenta de eso viendo el Quadrinho. Porque viéndolo se nota lo que eso quiere decir en concreto, aunque sea un poco inexplicable.

Historia de una obra maestra

Y a él le daba la impresión de que los ojos de ella le suplicaban que retomara la pintura…

Si quieren saber cuál es el principal punto de atracción del alma de mi madre, para la mía, vean el fondo de su mirada en el Quadrinho y comprenderán. Aquello dice mucho más que cualquier palabra o descripción. Cuando un discípulo mío pintó ese cuadro – teniendo como base una de las últimas fotografías que le tomaron – lo hizo durante un largo viaje, dentro de una furgoneta, en las condiciones más desfavorables que se puedan imaginar para un trabajo de ese tipo. El resultado fue que él terminó la pintura y no le gustó. Entonces borró todo, excepto los ojos, que le parecían haber quedado bien. Así, en el lienzo quedaron apenas los dos ojos. Y a él le daba la impresión de que los ojos de ella le suplicaban que retomara la pintura. Él entonces lo hizo y, a pesar de otras vicisitudes, salió aquella obra maestra. Pues bien, yo me conmuevo imaginando aquellos dos ojos en la tela. Sería casi lo que mi madre fue para mí: dos ojos a lo largo de la vida…
Todo el resto, una tela. ¡Pero aquellos dos ojos eran para mí un firmamento!
Me acuerdo de cuántas y cuántas veces yo miraba a sus ojos profundamente. Y mi madre tenía una cosa curiosa: cuando ella se sentía analizada, tomaba una actitud bien fija y se dejaba mirar. Yo tenía la impresión de que tocaba con la mano el fondo de su alma, de tal manera me quedaba claro quién era ella. ¡Y quedaba encantadísimo, encantadísimo!

(Extraído de conferencia de 2/2/1978)

 

Intercambio de voluntades

El Dr. Plinio estaba tan unido a Doña Lucilia que había una identidad de voluntades
entre ambos, o sea, tenían el mismo estado de espíritu y la misma mentalidad.
Respetadas las legítimas diferencias temperamentales, esa unión se daba en
el pensar, en el querer y en el sentir.

Dadas las cualidades de Doña Lucilia – naturalmente la condición de madre, que ella ejercía con la plenitud de afecto a la cual ya tuve ocasión de referirme varias veces –, ella modeló mucho mi estado de espíritu. Pero yo también tenía muchísimos deseos de ser modelado por su estado de espíritu.

Identidad de voluntades

Yo siento mucho eso en una fotografía en la que estoy con ella en Águas da Prata. Ella tenía, máximo, unos cuarenta años, y yo era niño aún. En esa foto estoy apoyado en mi madre, queriendo saber qué dice, qué está pensando, en fin, queriendo saber todo.

Doña Lucilia con Plinio en Águas da Prata

Como relación entre madre e hijo, a mí me parecía eso enteramente normal, y tenía la idea de que, más o menos, todos los hijos tenían una relación análoga con sus respectivas madres. Después, con el paso del tiempo, percibí que no era así.
Probablemente por razones de herencia, yo tenía un fondo temperamental parecido al de ella, pero había además una gracia por la cual su manera de concebir la vida y de sentir las cosas era enteramente afín conmigo.
Ya fueran asuntos de piedad, ya de la vida moral interna de cada persona. De tal manera afín que no percibo que hubiese habido en ese campo la menor diferencia entre nosotros. Y lo que ella veía y sentía era exactamente lo que yo también veía y sentía, aunque en otros campos hubiese diferencias muy grandes, exigidas por mi vocación, como, por ejemplo, mi carácter combativo.
Por ejemplo, el modo de ver la Iglesia, el Sagrado Corazón de Jesús, de sentir la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, el modo de querernos bien, de sentir cómo las personas se deben relacionar, la manera de pensar en las cosas que ella no sabía que eran metafísicas, etc.
Todo eso tiene en mí mucha más expresión, claro, pues mi vocación lo exige. Pero la esencia, la materia prima es exactamente la misma de ella.
Con una semejanza que llega a no tener elementos de desemejanza, de tal manera que aún no he visto una semejanza igual a esa entre dos personas.
A mi modo de ver, esto describe bien lo que parece ser la identidad de voluntades.
A veces la expresión “hacer la voluntad de alguien”, para los oídos contemporáneos no parece decir todo cuanto está en ella contenido. Porque “hacer” manifiesta, generalmente, la idea de una acción externa.
Por lo tanto, “hacer la voluntad” sería realizar actos exteriores según la intención de la persona.
Ahora bien, en la identidad de voluntades se trata de algo más profundo: tener el estado de espíritu, la mentalidad de otro; respetadas las legítimas diferencias temperamentales, en poseer aquel núcleo interno de pensar, querer y sentir, que es precisamente el punto donde la unión se da.

Un perdón en la punta de los labios

… Así es como veo el Quadrinho…

En el Quadrinho¹ y en la fotografía con base en la cual él fue pintado, ese núcleo aparece muy bien. Allí hay un estado de temperamento. Doña Lucilia sabe, sin duda, que está siendo fotografiada, y presta atención en quien la fotografía. Pero ella tiene una segunda atención muy por encima de
eso. Sin embargo, es medio indefinible; parece ser un balance de conjunto de su existencia, del mundo, de la humanidad, colocados en presencia de Dios, como quien dice: “Dado que así son las cosas, ¿cuál es mi posición personal delante de todo eso? Así fue mi vida, así es el universo, así es la
Iglesia. Hice el balance total.”
Me parece que ese balance está muy presente en ese semblante, no obstante, como quien ya sacó el resultado y tomó una actitud al mismo tiempo encantada y suavemente decepcionada.
Se sentía mucho eso al final de la vida de mi madre, como si ella dijese: “Todo no es sino cosas contingentes, pasajeras, solo Dios queda en su sublimidad, en su eternidad, en su bondad. Sin embargo, Él ama esas cosas y tiene para ellas un lugar de compasión. Yo comprendo eso y participo del rechazo de Él al mal y de su amor a lo que hay de bueno en eso. Así, me distancio de todo, reconociendo lo que está bien en mí y en la obra de Dios.” Eso supone una suavidad, una bondad y también una amplitud de miras, muy por encima, por ejemplo, del pensamiento medio habitual de las señoras y de los hombres de hoy. Se nota en esa fisionomía un modo de estar tranquilo, ameno, afable, y un perdón en la punta de los labios para cualquier falta, por peor que haya sido. Aunque también, si la persona no pide perdón y la cosa queda rota hasta el fin, Doña Lucilia muere en la suavidad delante de esa ruptura. Así es como veo el Quadrinho.
Yo creo que, a fuerza de ser tratados así por Doña Lucilia, algo de eso acaba penetrando en nosotros. Y penetrando, puede aún desarrollarse. Sin embargo, se debe notar muy bien que eso es de tal manera contrario al espíritu moderno, que supone una modificación muy grande que se puede hacer con una rapidez asombrosa por medio de una gracia.

Demoras desgarradoras

¿Cuándo viene esa gracia? Ahí se entra en el terreno desgarrador de las demoras de Dios y de Nuestra Señora.
Hoy mismo, no sé por qué, pensando en eso, me pasó por la cabeza la cuestión de la dispersión del pueblo judío que sucedió cuarenta años después de Nuestro Señor muriera. Es decir, Él profetizó y pasó casi medio siglo hasta cumplirse. ¿Por qué casi medio siglo? Para Él era poco, pero para la vida de un hombre… Los Apóstoles, por ejemplo, durante cuarenta años vieron a Jerusalén próspera, comiendo, bebiendo, durmiendo; en el Templo, cuyo velo se había rasgado durante el terremoto, se repetían los sacrificios, eran elegidos sacerdotes prevaricadores, su religión seguía funcionando normalmente. Santiago murió sin ver la destrucción de Jerusalén. ¡Es una cosa asombrosa! Y surgen problemas internos: San Bernabé con San Pablo; San Pedro con San Pablo. Ellos pasan, por lo tanto, por todas esas cosas y el Templo impávido, casi burlándose de los Apóstoles.
Podemos imaginar, durante cuarenta años, las poblaciones que subían la montaña del Templo cantando, etc., y nada, nada. De repente, viene aquella devastación.

La vida espiritual tiene a veces demoras desgarradoras. Se desea una gracia durante décadas y no viene. De repente, llega. ¿Por qué Nuestra Señora tarda en atender? ¿Por qué Santa Ana y San Joaquín tenían que estar ancianos cuando la Santísima Virgen nació? Simplemente no se sabe…
¡Debemos ponernos a pedir, pedir y pedir! A veces esa gracia es concedida sin que la percibamos.
Continuamos suplicando, y no notamos que la gracia ya nos fue dada. Son los misterios de la conducta de Nuestra Señora.
Por ejemplo, cuando deseamos mucho ese intercambio de voluntades, el querer mucho ya es un comienzo del trueque, sin duda. Sin embargo, no lo percibimos; cuando manifestábamos ese deseo ya era el comienzo del intercambio. Es muy misterioso, pero es así.
La naturaleza de las disposiciones de alma que las personas obtienen pidiendo la intercesión de mi madre, al rezar junto a su sepultura, es tal que se nota que solo se trata de un comienzo, y esas gracias siguen hacia adelante. Las personas perciben que, andando en la luz de esas gracias, van por un camino definido, en el cual no se es urgido a andar, pero que, gustosamente, son atraídas y
convidadas a recorrer.
Hay un pasaje de las Sagradas Escrituras que dice: “Atraednos con el perfume de vuestros ungüentos y en pos de ti correremos” (cf. Cant. 1, 3-4). Eso se aplica a todas las acciones de la gracia. Por lo tanto, puede adecuarse también a la gracia obtenida por la intercesión de Doña Lucilia.
Hay un “perfume” que lleva a la persona a correr, al notar que está abierta delante de sí una larga caminata rumbo al puerto o al punto exacto.

Amor y reparación

…la nota característica de su piedad con relación al Sagrado Corazón de Jesús consistía en el amor y en la reparación…

Mi madre rebosaba de adoración a Nuestro Señor Jesucristo, y le agradecía muchísimo. Pero la nota característica de su piedad con relación al Sagrado Corazón de Jesús consistía en el amor y en la reparación. Para ella, el Sagrado Corazón de Jesús era visto por excelencia como el gran rechazado, el gran agraviado, que amó a los hombres de un modo inextinguible y fue siempre mal   correspondido. Y ella lo adoraba en cuanto ofendido. Con una adoración evidentemente reparadora, pues tenía la intención de reparar. Además, ella pedía mucho, era muy suplicante.
Así, adoración, reparación y petición eran las tres notas características de un culto que rebosaba de gratitud. Un pequeño hecho que me parece que nunca conté, y que Doña Lucilia narraba con una gratitud única: cuando estalló la revolución de 1930, [el Presidente] Washington Luis convocó a todos los jóvenes a tomar las armas para defenderlo. Y mi madre no quiso, de ningún modo, que yo fuese. Yo tampoco quería. Fui a una hacienda de amigos en Campos do Jordão, y allí me quedé durante el período de la revolución.
Doña Lucilia quedó muy preocupada con este asunto, temiendo que, de repente, nos reclutasen y yo fuese llevado al frente de combate.
Un día ella fue a rezar por esa intención delante de la imagen del Corazón de Jesús, en la sala de visitas de la casa. Le llevó una rosa y le pidió que, con la mayor urgencia, hiciese cesar ese tormento, y le diese una señal de que atendería esa súplica.
En seguida, bajó de la sala al jardín, probablemente para continuar rezando un poco. Comenzó, entonces, a oír el tronar de los cañones, se alarmó y fue a ver qué estaba sucediendo. Poco después llegaron informaciones de que se trataba del fin de la revolución. Doña Lucilia fue corriendo a la imagen del Sagrado Corazón de Jesús a agradecerle y encontró la rosa toda deshojada en el piso. Hasta el fin de su vida ella vibraba de gratitud cuando contaba eso.
No obstante, la nota preponderante de su devoción al Sagrado Corazón de Jesús era la reparación. Eso se reflejaba de un modo muy equilibrado en el trato de ella conmigo, en mis tiempos de niño.
Cuando yo hacía una acción mala, ella me llamaba y me decía las razones por las cuales eso era malo. Naturalmente, me explicaba que ofendía a Dios, que era pecado, etc. De vez en cuando ella también decía: “¿No te das cuenta de que eso hace sufrir a tu madre?” Al decir eso ella dejaba entrever tanto sufrimiento, pero tan lleno de afecto y de una tristeza infligida injustamente a ella
por mí, que me partía el alma. Y me ayudaba mucho a hacer el propósito de no repetir lo que había hecho.
(Extraído de conferencia del 5/3/1983)

1) Cuadro al óleo que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos con base en las últimas fotografías de Doña Lucilia.

Vean cómo estoy en paz

Debido a la influencia de la Revolución, hay personas que tienen una especie de intolerancia con relación al sufrimiento, sintiéndose inconformes cuando este se presenta. Doña Lucilia, por el contrario, tenía una total conformidad con el dolor. Aunque sufriese mucho, tenía una dulzura y una luminosidad dentro del alma que la hacían maestra de la resignación.

La Revolución no es un fenómeno actuante apenas en las ideas y en los principios, sino
también en las tendencias. Estas, a su vez, tienen doctrinas subyacentes, que, precisamente por ser subyacentes, el individuo tiene dificultad en conocerlas e identificar a qué doctrinas corresponden una serie de tendencias sentidas por él.

Efectos de la Revolución Industrial en las almas

El papel de la tendencia es muy especial; cabe a la gracia hacer brotar en las almas de los hombres las tendencias buenas, a veces por lo que ellos dicen, pero a veces también por lo que la gracia hace sentir de un modo imponderable.
Por ejemplo, la cuestión de la música sacra. Esta puede ser tocada apenas con melodías y no con palabras, pero puede también de esa manera hablar vigorosamente a las almas de los hombres, incitándolos a la virtud. ¿De qué manera? A través de los sonidos y las armonías, la música opera, por la acción de la gracia, un efecto santificante en las tendencias; tranquiliza, ordena, por así decir, limpia las tendencias de los hombres y le hacen un bien muy grande a las almas.
Hay algo en la Revolución medio ligado al carácter industrial en el ambiente en que vivimos – pues todavía estamos bajo el dominio de la Revolución Industrial –, con todas sus agitaciones, febrilidades y ambiciones por ella despertadas, así como también con las frialdades de alma y los egoísmos impertinentes que ella suscita. Y es muy difícil para un hombre – aun cuando esté dotado de esta o de aquella capacidad de discusión, o de exposición de una doctrina – remover esa disposición de alma, creada a veces cuando la persona todavía no tiene el uso de la razón, y esas tendencias erradas ya van formándose dentro de ella.

Una influencia siempre benéfica

Una cosa que yo notaba mucho en vida de mi madre – ella la tenía en un alto grado – era una forma de presencia por la cual ella ejercía el trato simple y común de una dueña de casa, es decir, de una señora con su marido, sus hijos, la residencia, con una ordenación interior, desde lo más profundo de su espíritu tan ordenado, armonioso, serio, elevado y tan afable, acogedor y virtuoso, que contagiaba, en el sentido bueno de la palabra. Y así las personas quedaban de repente distendidas, calmadas y tranquilas.

Me acuerdo, por ejemplo, de que cuando yo era pequeño tuve toda clase de enfermedades que los niños tienen: angina diftérica, tosferina, paperas. Y, naturalmente, quien me trataba era Doña Lucilia. Pero, como todos los niños, comenzaba a tener ansiedad por no tener más fiebre. Y ella era una campeona del termómetro, lo usaba muy a menudo.

Ella notaba que yo me impacientaba con el termómetro, pues mientras no pasase la fiebre no me dejaría salir de la cama, y yo prefería no tener esa restricción y levantarme rápido. Entonces, no queriendo acentuar demasiado el uso de ese instrumento, ella ponía su mano sobre mi frente.

Con sólo sentir la mano de mi madre sobre mi frente, yo tenía generalmente una impresión de frescor, de tranquilidad, de suavidad, y todas mis impaciencias pasaban. A veces mi madre venía a verme y yo pensaba: “¡Qué bueno, ella no va a hacer bajar la fiebre, pero aliviará algo que en mí está hirviendo!”

Ponía su mano en mi frente y decía: “Hijo mío, todavía tienes un poco de fiebre…” Ella hacía bajar la sensación de fiebre, y daba una tranquilidad…

Muchas veces, la presencia de Doña Lucilia también me daba la sensación de la protección de la Providencia, por el modo de sentirme seguro en todo, pues ella me protegería; cuando era pequeño, por ser ella mi madre y, por lo tanto, una persona más poderosa que yo; después, con el tiempo, eso continuaba, pero de una manera diversa.

Por ejemplo, yo no iba a un solo examen en el colegio sin pedirle que me hiciese una cruz en la frente. Y eso fue así hasta las últimas pruebas de la Facultad de Derecho. Ella no hacía una, sino unas diez cruces pequeñas. Yo iba a los exámenes acompañado por un primo que estudiaba conmigo; y lo que tiene propósito de parte de una madre hacia su hijo, tiene menor cabimiento de una tía con su sobrino. Sin embargo, mi primo, que estaba junto a mí en la despedida de Doña
Lucilia para ir a la Facultad, también la pedía, y ella igualmente le hacía varias cruces en la frente. ¡Íbamos, entonces, al examen y siempre lo pasábamos! Lo cual era más milagroso con mi primo que conmigo…
Cuando yo iba a viajar – siempre que no fuesen mis viajes a escondidas a Europa sin que mi madre
supiese; ella sólo lo sabía después –, ella me hacía varias señales de la cruz en la frente. Y yo sentía que eso me protegía, me ayudaba. Es Doctrina Católica que la bendición de una madre puede atraer la protección de Dios hacia un hijo. Y ella, consciente de eso, quería esa protección de cualquier forma. Entonces me hacía varias cruces, etc. Ella era un poquito baja, y yo alto, para mi generación. Y yo notaba que ella se ponía un tanto en la punta de los pies para hacer las cruces. Yo entonces me curvaba para facilitárselo. Después nos besábamos y yo salía, a veces besando su mano también.

Acción de presencia de Doña Lucilia

Todo eso indicaba una acción de presencia que yo tendría dificultad de explicitar. Doy otro ejemplo: La sede de la Acción Católica quedaba en el mismo piso de mi oficina de abogacía. Después de un día de trabajo, yo volvía a casa cansado, porque en la mañana daba clases, y en la tarde enfrentaba los aborrecimientos propios de una oficina de abogacía y los problemas de la Acción Católica. No era tanto un cansancio físico común, de quien carga un peso, sino un cansancio más psicológico.
Tan pronto entraba – generalmente la encontraba sentada en la silla mecedora de mi sala de trabajo, leyendo, o la mayoría de las veces rezando – yo sentía la atmósfera de tranquilidad que su presencia dejaba en ese ambiente. Sólo el hecho de que ella estuviese allá me valía por dos o tres horas de descanso.
Era una acción inmediata. Esa acción de presencia tiene algo directamente contrarrevolucionario: tranquilizar y aquietar todo el burbujear de una ciudad – que es una de las mayores del mundo – y preparar para la lucha, para la oración, para la serenidad de alma. He aquí la tranquilidad que Doña Lucilia comunicaba.
Aunque nadie me haya dicho, creo que ese fenómeno es el que le sucede a las personas, principalmente a las más jóvenes, cuando están junto a la sepultura de mi madre en el Cementerio de la Consolación. A veces las veo de pie, algunas rezando el Rosario, otras no están rezando propiamente y parecen estar absortas, sin prestar atención en nada. ¿Qué hacen allí? Están recibiendo una influencia que, a mi modo de ver, es la prolongación de la influencia ejercida por ella en vida.
Pude notar que, cuando van al Cementerio, las personas andan con prisa; al volver caminan despacio, tranquilas, conversando. Sería imposible atraer y retener a tantos jóvenes allá si no hubiese algo de ese género.
A veces el Quadrinho (1) o una fotografía de mi madre produce ese efecto.

Paciencia con un sobrino sordo

¡Cuántas veces presencié escenas así, en la vida de familia! Doña Lucilia tenía un sobrino sordo de nacimiento, con un temperamento muy difícil. A veces iba a la casa de mi abuela materna, donde vivíamos, y comenzaba a pelear con ella. Mi madre se quedaba viendo, y cuando percibía que había llegado a cierto paroxismo, se acercaba a él, lo tranquilizaba y lo llevaba a una pequeña sala, donde lo entretenía durante más de una hora. Como era sordo, no graduaba bien el volumen de su voz y
soltaba algunas palabras a los gritos. Al cabo de una hora y tanto, Tito –era su sobrenombre doméstico – salía tranquilo, la besaba y se iba.
Eso sucedía cuando él y yo éramos niños, e incluso durante nuestro viaje a París. Los padres de Tito estaban allá con Doña Lucilia. Mi madre demostraba tal paciencia con Tito, sacrificando a veces los atractivos del viaje, que, cuando estaba preparando la maleta a fin de volver a São Paulo, encontró adentro un vestido muy bonito, muy fino, que ella no había encomendado. Se lo midió y vio que estaba de acuerdo con su tamaño. Quedó intrigada, y moviendo la vestimenta cayó una tarjeta escrita por la madre de Tito: “A la querida Tía Lucilia, mil agradecimientos de Tito.”

Ayudando a encontrar los huevos de Pascua

Mi madre organizaba picnics de Pascua en un lugar en los alrededores de São Paulo, y escondía los huevos de Pascua aquí, allá y más allá.
Sus sobrinos y sus hijos llegaban después, y a ellos les cabía descubrir los huevos de Pascua. Algunos eran muy astutos, salían rápido corriendo y encontraban los huevos.
Viendo mi dificultad, ella me decía sonriendo: “Filhão (2), ve si encuentras un huevo allá…”
Yo pensaba: “¡¿No sería más fácil que ella me trajese el huevo de una vez?!”
Yo llegaba hasta el lugar y ella me decía: “No, no estás buscando bien. Busca allá…” Los otros estaban lejos y no oían como ella me favorecía. Al fin de cuentas, yo encontraba unos dos o tres huevos escondidos por ella en un lugar donde me quedaba fácil encontrarlos. Yo sentía el afecto con el cual eso era hecho y experimentaba una inundación de alegría inocente y satisfecha, colmado y envuelto en esa atmósfera de protección, de cariño y de bondad.

Mamma Margherita y Doña Lucilia

Me acuerdo que mi primer movimiento grande de afecto a María Santísima fue delante de la imagen de Nuestra Señora Auxiliadora en la Iglesia del Corazón de Jesús. No hubo un milagro, la imagen no se movió, pero recibí la gracia de esperar que Ella actuase de esa forma conmigo. Pensé: “¡Nuestra Señora es incalculablemente buena! ¡Tan buena, que es mejor que mi madre! Y lo que mi madre no está soportando, Ella lo soporta. Además, me da una fuerza que no recibo de mi madre. Entonces voy a pedirle a Nuestra Señora”. Así me preparaba Doña Lucilia para la devoción a la Santísima Virgen. San Juan Bosco, fundador de los Salesianos, llevó a su madre, Mamma Margherita, a vivir en el colegio fundado por él, donde ella trabajaba en la cocina y en otros quehaceres propios de una dueña de casa. Y así trabajó hasta el fin de su vida tanto cuanto su salud se lo permitió.
Podemos admitir que San Juan Bosco fuese un canal – era eso, con toda certeza – de muchas gracias para todos esos niños, profesores, sobre todo padres, monjas, etc., y que algunas de esas gracias fuesen recibidas por las personas por medio de Mamma Margherita. Eso parece verdadero, tanto que la sepultura de ella es muy visitada por toda clase de personas ligadas a la obra salesiana que van allá a rezar, aunque ella no haya sido canonizada. Y creo que, si alguna persona a la cual la Providencia la destinase a recibir una gracia por medio de Mamma Margherita, no se la pide a ella, podría no recibir esa gracia, porque Dios indica el camino que cada uno debe seguir.
En un grado en cierto sentido menor y en cierto sentido mayor, dentro de nuestra familia de almas una cosa de esas se puede repetir perfectamente. No veo nada de heterodoxo. Tengo la impresión de que, aunque no tuviésemos infidelidades, la época en la cual vivimos es de tal manera opuesta a la fidelidad, que, si no hubiese en determinado momento una intervención del Espíritu Santo para elevarnos a una altura mayor, de un modo por el cual el camino común de la gracia no nos levantaría, no llegaríamos a donde necesitamos llegar para enfrentar los castigos previstos por Nuestra Señora en Fátima.
Me da la impresión de que la acción de Doña Lucilia nos predispone a esa gracia, nos da serenidad para ese efecto.

Dulzura y luminosidad de alma

Ella sufría mucho, pero fue la mejor maestra de la resignación que encontré en mi vida. Y no hubo hombre alguno que me enseñase la resignación como mi madre. Porque ella tenía una especie de dulzura y de luminosidad dentro del alma que la llevaba a soportar dolores que para los otros serían insoportables, por una especie de elasticidad interior, por la cual tenía una capacidad cada vez mayor de sufrir, ¡y a veces de un modo asombroso! ¡Pero encontrando tan natural el sufrir, y amando tanto una cierta consolación interior, que era la causa de su dulzura y la hacía la maestra de la resignación!
Aunque mi madre estuviese a veces muy afligida, una persona podía hablar con ella y salir consolada, por esa elasticidad para el dolor, que yo no veo que las personas de hoy tengan. Estas son repelentes, se rebelan contra el dolor y lo consideran casi una vergüenza.
La influencia de hollywood torna feo el sufrir. Lo bonito es estar continuamente alegre y bien dispuesto, tener una especie de intolerancia con relación al sufrimiento, el revés y la indisposición. Por esa razón, si el dolor se presenta, los hombres quedan repelentes, enojados, no se conforman.
Doña Lucilia no era así. Por ejemplo, a veces sucedía que mandábamos traer un aparato para verificar cómo estaba el corazón o la presión, etc. Y cada inspección de esas puede traer una noticia bomba. De tal manera que la persona, en general, cuando se sujeta a algo así, sobre todo una señora, más débil para esas cosas que un hombre, queda preocupada.
Yo la vi más de una vez ser sometida a un examen cardíaco con una naturalidad y una serenidad, ¡una cosa única! Terminado, generalmente daba buen resultado, sin embargo, ella no tenía un gran júbilo. Si no daba buen resultado, ella no sufría un gran abatimiento; continuaba su vida tal cual. A mi modo de ver, la longevidad de ella se atribuye, en parte, a eso. Porque una persona que a propósito de cualquier cosa se alarma, eso no puede dejar de ser fatigante.
Ella tomaba eso con serenidad, que era la tal elasticidad para el dolor. Mi madre sufría mucho, pero con calma, encontrando natural el sufrir, y con una bondad resultante, creo yo, de su devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que nos aparece en la iconografía católica con una corona de espinas, indicando el sufrimiento que Él tuvo.
Generalmente, cuando una señora saca una fotografía, su expresión es: “Mire cómo soy de exitosa, de bonita y cómo estoy contenta.” En mi madre la expresión siempre es: “Vean cómo estoy en paz, a pesar de tener muchos dolores, y cómo mi alma está bien.” Es la expresión del Quadrinho.

(Extraído de conferencia de 22/9/1990)

1) Cuadro a óleo que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos con base en las últimas fotografías de Doña Lucilia.

2) En portugués, aumentativo afectuoso de hijo.