Alma profundamente recogida, Doña Lucilia transmitía a los que se acercaban a ella la luz divina, que iluminaba su interior, así como un vitral atravesado por el sol llena de colores una catedral.
Parece razonable que una persona que, por fidelidad al bien, es incomprendida y no tiene con quién comunicarse durante la vida, reciba como recompensa la posibilidad de comunicarse intensamente después de la muerte; se trata de un premio proporcionado.
Para recurrir a un ejemplo divino, con Nuestro Señor sucedió así. En parte, Él fue odiado por ser incomprendido, pues los más próximos no lo entendían. Cuando Jesús dijo que su Cuerpo era verdadera comida y su Sangre verdadera bebida, algunos discípulos lo abandonaron, pues esa afirmación les pareció demasiado fuerte. Entonces Él se volvió hacia los Apóstoles y preguntó:
– Y vosotros, ¿también me queréis abandonar?
Casi como si dijese:
– Tampoco confío en vosotros.
¿Queréis abandonarme?
A propósito, San Pedro dio una respuesta que no inspiraba confianza, porque, en vez de afirmar que jamás lo abandonaría, preguntó:
– ¿A quién iremos, si solo Vos tenéis palabras de vida eterna?
Lo cual se podría interpretar como: “Si otro tuviese palabras de vida eterna, iríamos a experimentar. Pero como, por así decir, no tenemos dónde caernos muertos, nos quedamos con Vos.”
Por lo tanto, Nuestro Señor no fue comprendido. Resultado: a pesar de haber aún mucha incomprensión, nunca nadie fue tan comprendido post mortem cuanto Él. Se entiende, entonces, que Doña Lucilia, cuya influencia fue tan reprimida en vida, después de su muerte haya recibido la gracia de comunicarse enormemente a los otros.
Alma profundamente recogida, Doña Lucilia transmitía a los que se acercaban a ella la luz divina, que iluminaba su interior, así como un vitral atravesado por el sol llena de colores una catedral.
Todo en Doña Lucilia era lo contrario de la mentalidad moderna
Uno de los factores que establecían una dificultad en la relación de mi madre con los demás era que muchas personas ya estaban puestas en la mentalidad de la civilización moderna, por la cual solo se habla del presente y del futuro y casi nunca del pasado. Inclusive hechos pasados de una familia, por lo menos en São Paulo y en nuestro ambiente, no se comentaban. Únicamente atraían las novedades que conllevaban la efervescencia de la vida cotidiana. Por esa causa, no se hablaba tampoco respecto a los fallecidos de la familia; era como si nunca hubiesen existido.
Además, cualesquiera comentarios más elevados tendían a ser podados. Por ejemplo: críticas de orden moral: tal acción es buena o mala, tiene tal atenuante o tal agravante, haciendo un análisis de la cuestión. Análisis, no. Se toleraban comentarios muy rápidos seguidos de una exclamación elogiosa o despectiva, pero sucedida inmediatamente por otro tema, sustituyendo al anterior del modo más rápido posible. Entre más breves fuesen las narraciones, más simples las frases y menos pormenores contuviesen, entre más pasajera resultase la intervención de una persona, para dar ocasión a que todos interviniesen también, mejor era la conversación.
Ahora bien, con Doña Lucilia pasaba lo contrario. Los hechos más remotos eran los más interesantes, los episodios típicos que ella contaba para explicar situaciones humanas reportaban a los padres, abuelos, tíos, que no habíamos conocido; esos eran los arquetipos. Además, hacía largos comentarios con voz tranquila, muy matizada. Se mantenía, así, por fuera de la trepidación y de la tensión, en la calma y en el bienestar de quien reflexiona, eleva el alma y tiene un tonus religioso en el espíritu. El temperamento moderno se rebela contra ese modo de ser.
Relación con Dios
Eso que parece una bagatela, de hecho no lo es. Ese recogimiento constituye una condición previa para la vida espiritual. Alma recogida es aquella que, cuando no está con los otros, no se queda sola, sino que tiene todo un mundo interior con el cual se entretiene. Posee una serie de degustaciones interiores que, cuándo nos aproximamos a ella, nos las transmite para que comencemos a degustarlas también y nos sintamos bien en ese recogimiento.
Sería casi una capacidad de insinuación, de embebernos como el aceite en un papel, por el cual las cosas que a la persona le gustan, ve y siente, ella nos las transmite y comenzamos a gustar, sentir y ver del mismo modo, cuando estamos recogidos.
El recogimiento no consiste en separarse de la convivencia para pensar, sino en convivir con Dios. El alma se encuentra embebida de Dios y, mirándose a sí misma, ve, por así decir, la luz divina que la ilumina. Eso permite un fenómeno sobrenatural llamado intercambio de voluntades, el cual no significa propiamente asumir la voluntad de otra persona, sino cierto bien extrínseco a ella que vemos; más o menos como si trajésemos a nuestro cuarto una lamparita con aceite: trajimos la lamparita, pero vino adentro el aceite.
Así sucede en el intercambio de voluntades: se trata de algo de Dios que embebe aquella alma y que, por su influencia personal, pasa a embebernos también. En último análisis, es Dios, en cuanto presente en un alma, que se comunica y se hace presente en la otra.
Sin embargo, la persona de quien Dios se sirve para comunicarse, no se queda indiferente a eso. Ella se asemeja a un vitral por el cual pasa la luz del sol, llenando de colores el interior de una catedral. La luz es del astro rey, pero el colorido es del vitral.
Don Chautard, en su libro El alma de todo apostolado, cuenta que un abogado parisiense fue a Ars a conocer a San Juan María Vianney. Cuando regresó a París, alguien le preguntó:
– ¿Y qué vio Ud. en Ars?
Él dijo:
– Vi a Dios en un hombre.
¿Cómo se ve la presencia de Dios en un hombre? Es, más o menos, como la del sol en un vitral: no vemos el sol de un lado y del otro el vitral, sino que la luz atraviesa el vidrio, lo ilumina y, con la misma mirada, contemplamos el vitral y el sol.
Entonces, las características personales, en cuanto iluminadas internamente por la santidad infinita de Dios, hacen ver a Dios a través de ellas.
Respeto y confianza en los superiores

El»Quadrinho»
Doña Lucilia ejercía esa acción junto a las personas, preparándolas, entre otras cosas, para admirar y reverenciar a las autoridades legítimas. Una característica muy presente en ella era el respeto y la confianza en los superiores. Quien fuese superior, a cualquier título, ella lo respetaba y tendía a mitificarlo.
Por ejemplo, mi madre tenía una tía solo seis años mayor que ella, de la cual era muy amiga. Siempre que se encontraban, inclusive cuando las dos ya eran abuelas, ella se dirigía a esa tía diciendo: “Tía Fulana, Ud…”. No lo hacía de un modo forzado; conversaban como dos amigas, pero mi madre la trataba así.
Se comprende que entre dos señoras muy amigas, una con sesenta años y otra con sesenta y seis, la edad no haga ninguna diferencia. Pero, por ser tía y un poco mayor, mi madre se sentía más unida a ella tratándola de “tía” y “Ud.” que de “tú”.
Hoy se diría: “Nosotras somos amiguísimas, ¡imagine que yo la tratase de ‘Ud.’! Eso nos distancia.” En el espíritu de Doña Lucilia, eso unía más.
Nunca noté en mi madre la más mínima señal de tristeza porque otros tuvieran más que ella. Al contrario, muchas veces se alegraba al ver a alguien que poseía más haberes adquiridos. Más aún, jamás se lamentaba de su propia situación. Siempre contenta, satisfecha, lo opuesto del igualitario inflexible a quien mandan a tributar respeto a alguien y enseguida piensa: “¡Qué verdugo!”
Cuando alguien se acercaba a Doña Lucilia, inhalaba toda esa dulzura propia de la atmósfera del alma del no envidioso, que ama a quien es más. Ella tenía mucho de esa dulzura, sabía hacer dulce lo que era venerable. Acercándose a ella, la dulzura circundaba y convidaba. Basta ver el Quadrinho1 para constatar eso. Allí está una persona que la edad hizo venerable, pero con tal intimidad que una jovencita de quince años tendría una conversación con ella, si quisiera.
Ver la arquetipia de las cosas
La Fräulein Mathilde2 acostumbraba a contar en sus memorias que, en París, fue gobernanta en una familia de unos condes polacos riquísimos, en cuya residencia había un espejo tan bonito que, en determinada hora del día, cuando los criados abrían las ventanas del salón para limpiar, había gente del lado de afuera para ver el espejo. Era una atracción turística para cierto género de curiosos.
Si Doña Lucilia estuviese del lado de afuera admirando ese espejo y, de repente, parase un camión frente a la casa y fuese desembarcado otro mueble precioso para ser colocado en el mismo salón, su reacción normal sería de alegría: “¡Qué lindo va a quedar ese salón! ¡Me imagino la satisfacción de la condesa!” Y volvería a la casa contenta, contando cómo era el mueble, imaginando cómo quedaría bonito en el salón. Ella habría ganado su mañana. Esa es la actitud católica delante de un hecho así.
A mi modo de ver, Doña Lucilia tenía la capacidad de considerar, en todo, el aspecto por el cual cada ser era imagen o semejanza de Dios; por lo tanto, de ver la arquetipia de las cosas y, por detrás de esta, lo que había en ella de divino. Mi madre veía eso más o menos en todo y constituía el unum de su alma, el cual traté de describir refiriéndome al respeto y a la admiración. Es algo de Dios que se deja ver por medio de ella.
(Extraído de conferencia del 2/8/1980)
1) Cuadro al óleo que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos con base en las últimas fotografías de Doña Lucilia.
2) En alemán: señorita. Gobernanta del Dr. Plinio y su hermana Rosée, de nacionalidad alemana.