Madre incomparable, reparadora de temperamentos

Apenas fue cruzado el umbral de la eternidad, desaparecieron ciertas barreras establecidas por la práctica eximia de la humildad en la convivencia entre madre e hijo, haciendo que el Dr. Plinio comprendiera nuevos aspectos de la acción de Doña Lucilia sobre las almas.

La posición de mi alma en relación con mi madre era de una consonancia enorme y completa; pero, por otro lado, siempre unido a la preocupación por evitar cualquier movimiento de amor propio o cualquier cosa que pudiera girar en torno a mí mismo. Mientras ella estaba viva, nunca me atreví a meditar y hacer grandes reflexiones sobre ella, por temor a que resultaran en grandes consideraciones sobre mí.

Incomparable dama, envuelta en misterios

Yo estaba en relación con mi madre mucho más como delante de un sol que me llenaba de que delante algo que necesitaba analizar. Desde cierto punto de vista, ella era un misterio para mí.

Recuerdo que a menudo me hacía esta pregunta: “¿Ella no será una persona completamente incomparable? ¿No hay un misterio dentro de ella que no puedo, no me atrevo y no debo desentrañar? En la medida en que exista, ¿cuál es este misterio?” Y yo mismo me detuve en el umbral de estas consideraciones… Mi admiración por ella creció cada vez más, especialmente en los últimos días de su vida, los dos o tres años que precedieron a mi crisis de diabetes en 19671. Una vez deshecha la unión entre madre e hijo, ¿qué quedará de la Contrarrevolución?

Finca en Amparo. En el
centro de atención, el Dr. Plinio en el mismo lugar, en agosto de 1968

Recuerdo una reflexión que hice cuando, después de la amputación de los dedos de los pies2, ya podía ir al comedor con muletas para estar un rato con ella durante las comidas. En esa situación pensé: “Pobrecita, ella está llegando al final, como veo, y yo estoy en estas condiciones en las que me encuentro. Hay un binomio: aquí hay dos a quienes Nuestra Señora amó mucho y que, a su vez, la amaron mucho también. Ahora, sobre estos se descarga repentinamente esta serie de golpes: sobre mí, los golpes que siento; en ella, un final que se acerca. Y lo que parecía ser una conjunción de almas que Nuestra Señora había deseado y que Dios había creado para que lo amaran de una manera tan especial, su propia iniciativa parece estar inconexa. ¿A qué conducirá esto? Solamente ella tiene entera consonancia conmigo y con nadie más. Una vez deshecho este vínculo, ¿qué resultará de ahí? “Pero, Dios mío, ella, este hijo y todo el entorno creado por ella existen para Vos. Vos los levantasteis, los articulasteis, los ordenasteis y haréis lo que queráis. Pero tengo la impresión de que, si deshicierais esto, destruiréis la contrarrevolución, y si la destruís, será el fin del mundo. Ahora bien, históricamente el fin del mundo no debería llegar ahora. ¿Qué haréis, Dios mío? “Me enfrento a un misterio, que acepto, no hace falta decirlo; aceptaría incluso mi propia muerte y lo que sea intención de Nuestro Señor y Nuestra Señora. Pero no entiendo lo que está pasando. ¡Voy a seguir avanzando!”

Narro esto para expresar cuánto ya la admiraba y estaba en consonancia con ella, y así no parezca inexplicable que, sin embargo, casi no me haya atrevido a analizarla y formar una teoría a su respecto.

Comienzo de una posthistoria

Visitas del Dr. Plinio a la tumba de Doña Lucilia en el Cementerio de la Consolación.

 Ahora bien, con los sucesos y su acción post-mortem, se reveló gran parte de la grandeza y el esplendor de su alma. Me di cuenta de que ella comenzó a actuar a su manera, por sí misma y casi al margen mío, actuando de una manera extraordinaria y comenzando una post historia. Fue entonces cuando comprendí la necesidad de analizarla, no para conocer algo nuevo, sino para hacer explícito lo que correspondía a mi admiración, cuyo umbral no me había atrevido a cruzar mientras ella estaba viva. Esto se debió a algunas gracias que recibí a través de ella y otras que ella, sin mi interferencia, comenzó a dispensar a otros. Porque todos son testigos de esto: nunca he promovido la devoción por ella; siempre he dado mi aquiescencia, pero nunca la incentivé.

La primera de estas gracias insignes recibidas de ella después de su muerte fue de sentirla hablar a mi alma, sin saber cómo eso se daba. ¡Yo, que nunca tuve visión ni revelación! ¿Hablar con mi alma? ¿Cómo?

Hijo mío, él volverá

El primer evento en el que ocurrió este fenómeno fue sobre un joven que había dejado nuestro Movimiento. Recuerdo que fue en las semanas posteriores a la muerte de mamá, cuando estaba descansando en una hacienda. Estaba acostado cuando me vino a la mente el recuerdo de esta persona, y sentí como si mi madre me sonriera, con una sonrisa iluminada, generosa, llena de felicidad, y me dijera: “Hijo mío, él volverá y su caso no está perdido, él continuará su camino”. Pensé para mis adentros: “Es evidente que es una comunicación de ella y que eso sucederá. Sin embargo, debido a la moderación que debo imponerme, no le daré la más mínima importancia a lo sucedido”. Y así lo hice, tanto que no le comenté a nadie.

Pues bien, posteriormente los hechos confirmaron, y de manera maravillosa, su intervención en el caso.

A pesar de la enorme admiración, veneración, cariño, respeto que tenía por ella, mi posición fue de establecer una especie de duda metódica ante lo que había sentido. Y no solo dudar, sino relegar el hecho, ignorarlo, aunque deseando, como se puede imaginar, que esa promesa se cumpla.

Ella misma, por así decirlo, empujó afectuosamente, cariñosamente, la barrera metódica que yo había establecido, mostrándome que, de hecho, ocupaba un lugar que mi miedo, mi vigilancia, me impedían tanto afirmar como negar. Había hecho borrón y cuenta nueva al respecto.

Barreras simétricas santamente establecidas

Luego hubo otro caso, más personal, respecto a mi salud, en el que ella también habló claro y los hechos se cumplieron como ella había dicho. No sé explicar cómo, pero es un hablar sin hablar, un decir sin decir, con una gran sonrisa, y cuyo significado profundo me preparó para admitir como auténticas las gracias que ella ha otorgado junto a su sepultura y cuya autenticidad no podría negar. Porque, para quien tiene una pizca de discernimiento de los espíritus, constituyen tal evidencia, que yo no podría negar. Para decirlo todo de una vez, la barrera que puse en la consideración de su persona fue quizás la misma que ella había puesto en la consideración de mi persona. Es decir, tal vez eran barreras simétricas, establecidas por ella y por mí, que venían de la misma preocupación. No estoy seguro, pero era muy posible. Sin embargo, ella pasó por encima de la barrera que yo aprendí de ella a poner, tanto en lo que a ella respecta como en lo que a mí respecta; ella entró y la abrió.

Y esto me lleva a volver a estudiar el tema de su persona, sin algunas limitaciones que yo mismo me

creí obligado a establecer en el pasado. Al final de su vida, me transmitió algunos pensamientos, no a la manera de quien va a pronunciar dichos sublimes suponiendo que va a morir, sino que fueron cosas que se le escaparon por casualidad; y que después fui interpretando, con más profundidad, algunas ideas que tenía desde la época de mi infancia, reconstituyendo muchas impresiones que ella me dio.

Un alma esperando a otros hijos

Tumba de Doña Lucilia en el cementerio de la Consolación

Unos veinte años antes de que muriera, comencé a ponerle atención y pensé: “Mamá era una excelente hija, una óptima hermana, una esposa pacientísima y dedicadísima; pero ella, por encima de todo, es una madre, y no quiero decir que sea sobre todo mi madre”.

Con el paso del tiempo, comencé a notar en ella la actitud de alguien que tiene el alma de una madre llamada a tener una buena cantidad de hijos, que ella no tuvo, y se diría que es un alma esperando otros hijos que ella no tendría, sobre todo porque yo no me iba a casar. ¿Cómo se explicaba esto que estaba en suspenso? Más tarde comencé a notar que ella tenía una actitud maternal hacia todos mis amigos que se le acercaban. Me vino a la mente esta pregunta: “¿Será que un día ella va a ser madre de todos aquellos que son mis hijos espirituales y que toda la TFP, que debe crecer aún más, vendrá a ser un Movimiento de hijos de ella?” De hecho, el modo en que ella actúa con los que van a rezar junto a su sepultura es el siguiente: toma uno a uno como hijo, estableciendo un vínculo maternal y, más que atender a la gracia que se le pide, ella hace sentir a aquel a cuya petición dice “sí” que, a partir de ese momento, providencialmente cuidará de él; toda la serie de otras peticiones que haga, ella las concederá como lo hace una madre con el que realmente toma como su hijo.

Promover, hacer de cada uno su hijo es, digamos, el objetivo de estas relaciones que establece ella en el Cementerio de la Consolación.

Un papel maternal para recomponer almas huérfanas

Esto tiene una reversión en otra realidad. A menudo, comparándola con otras madres que conocía, tenía un sentimiento curioso y pensaba: “Tengo la impresión de que ella es la última madre en la tierra, porque madre como ella es –con tanta plenitud de maternidad–, no conozco a nadie, excepto, por supuesto, a Nuestra Señora. “Las madres están muriendo sobre la faz de la Tierra. Hay restos de esto en esta, en aquella y en aquella otra, pero con esta totalidad de predicados no veo a nadie. Creo que habrá una época en que la relación entre madre e hijo desaparecerá”. Y tengo la impresión de que doña Lucilia entra en este escenario y cuida especialmente a los que son más huérfanos, a aquellos con los que su madre fue menos madre. A estos los pacifica, apacigua, entretiene, en fin, realiza un trabajo como solo ella podría hacer, y lo hace de una manera espléndida, excelente, con agrados, revelándoles lo que es tener una madre.

De esta manera, la axiología que ella recompone cariñosamente corresponde al sentido de orfandad. Un huérfano que nunca tuvo una madre o que ni siquiera ha conocido a una buena madre, este termina con la axiología rajada. Ahora bien, dar axiología es propio del oficio materno y es lo que Nuestra Señora hace. El universo no tendría sentido y sería una sucesión de iras permanentes de Dios, si no fuera la intervención de Nuestra Señora, uniendo, reparando. Y lo que la Santísima Virgen realiza de manera universal, mi madre parece tener la tarea de hacerlo de una manera más particular, precisa, pequeñita.

A lo largo de mi vida, vi a mi madre con muchos interrogantes y, desde la eternidad, parece responderlos plenamente. Con el hecho del rayo de luz sobre las orquídeas3 y los eventos que tuvieron lugar, se me fijó la idea de una misión de ella post-mortem.

Reparadora de los temperamentos, cuya bondad forma para la lucha

Algo en lo que también entra la acción de Doña Lucilia es el tema de los temperamentos. Ahora bien, el temperamento de las generaciones venideras estaría marcado por una especie de incapacidad para las grandes ascesis, debido a una disminución de la naturaleza. Y ella, la señora del Quadrinho, con su forma de afecto, de accesibilidad, resuelve incluso el problema temperamental, cuyo reflejo se puede ver en la propia forma de comportarme delante a su virtud. Cuando era de esperar que las almas ya no tuvieran acceso a esto, nace una nueva forma de ascesis, de axiología, toda hecha de su bondad, de misericordia, de una suavidad reconstituyente, que tiene esto de curioso: rehecho por ella, sirve para el combate; sin ser rehecho por ella, no vale para ninguna lucha. Y aún más: a los que no son capaces de mayores esfuerzos los presenta a los ojos de Dios con apariencia de ascetismo; no logro expresarlo bien, pero sería algo de esa naturaleza. Ella consigue, por así decirlo, con una sonrisa y una acción en el alma, lo que la grandeza de los siglos pasados –que admiro y trato de representar– en sí misma no causaría. Despierta admiración, pero no se mueve a la imitación. Ella, sin embargo, lo ve, lo llena, lo completa y lo hace funcionar.

Complemento de suavidad y dulzura a la acción del Dr. Plinio

El Dr. Plinio em 1985

Aquí hay una especie de intersección de acciones: en cierto sentido, yo represento el futuro y ella el pasado; en otro sentido, yo represento el pasado que se levanta furioso, sacando las garras frente a la Revolución, y ella representa el futuro. Hay, por ejemplo, casos de personas que se acercan a mí con deseos de seguirme, pero con dificultades temperamentales. Mamá, a su manera, suaviza el temperamento, lo pone en orden. Donde yo no podía llegar, ella, a través de su sonrisa, dirige el alma.

Es un punto donde siento que me completa magníficamente. Una vez, estaba hablando con un joven; estábamos lado a lado, en sendas sillas de mimbre. Después de haberle señalado ciertos deberes que debía cumplir, me respondió: “Para esto, no tengo ni fuerza ni valor, y es inútil que usted me lo pida, porque no consigo”. A mis labios vino el deseo de la increpación: “¿Cómo puede ser esto?

Usted tiene la gracia de Dios como yo, y tiene la obligación de exigirse lo que yo me exijo. Y lo que no sea esto, por su parte, es flojera y falta de sinceridad…”

Cuando lo miré, me di cuenta de que habría algún propósito en decirle esto; pero sería, al mismo tiempo, una acción tan irrazonable que no debería hacerlo. Me tragué la censura y dejé pasar la situación. Años más tarde, este joven me mencionó una acción de mi madre en su alma –creo que ella ya había muerto– para reparar el temperamento. Me di cuenta que esa actitud mía, de hecho, habría estado fuera de lugar, porque ella arregló lo que yo no habría logrado. Este joven habría admirado mi “rugido”, pero la reprimenda no habría reparado su temperamento.

Hay algo en lo que ella me completa con dulzura y suavidad, logrando lo que yo no podría. Y yo, muy agradecido y enternecido, sin tener palabras siquiera para decir lo agradecido que estoy, registro estos hechos.

¡Eso es así! v

(Conferencia del 30/10/1977)

  1. A finales de 1967, como resultado del agotamiento físico, el Dr. Plinio fue afectado por una grave crisis de diabetes. ↩︎
  2. Debido a la gangrena causada por una infección en su pie derecho, se le amputaron cuatro dedos. ↩︎
  3. En el momento de la Consagración de la Misa del séptimo día del fallecimiento de Doña Lucilia, celebrada en la Iglesia de Santa Teresita, un rayo de luz incidió repentinamente sobre las orquídeas, que constituían el centro de la cruz floral que estaba al lado de la mesa de la Comunión. ↩︎

Victoria sobre graves peligros

A principios de mayo de 2012, su madre, Zuleida Vasconcelos Almeida Campos, residente en Belo Horizonte (Brasil), por entonces con 80 años, estuvo a punto de sufrir un derrame cerebral, ya que la carótida derecha estaba 98% obstruida. 

 Elizabete Fátima Talarico Astorino

A veces, Dña. Lucilia pone a prueba la confianza: parece que no atiende del todo las súplicas que se le hacen, para estimular la esperanza en que su bondadosa asistencia al final llegará. Esto lo podemos ver en el relato que nos envía la Hna. Juliane Vasconcelos Almeida Campos, de los Heraldos del Evangelio.

A principios de mayo de 2012, su madre, Zuleida Vasconcelos Almeida Campos, residente en Belo Horizonte (Brasil), por entonces con 80 años, estuvo a punto de sufrir un derrame cerebral, ya que la carótida derecha estaba 98% obstruida. Necesitaba someterse a una intervención quirúrgica, de sí bastante delicada, sobre todo teniendo en cuenta su avanzada edad. Toda la familia confió el caso a Dña. Lucilia y comenzaron los exámenes preoperatorios.

Mientras tanto, un dolor abdominal agudo la llevó al hospital, donde se constató la presencia de gran cantidad de cálculos en la vesícula biliar, lo cual requeriría una extracción urgente. Los médicos se vieron en un callejón sin salida: si operaban la vesícula, la paciente podría no resistir, dada la presión que se haría sobre la carótida tan obstruida; si operaban la carótida, los cálculos biliares podrían cerrar el conducto, complicándose mucho la situación, pues ya había una infección a causa de la mencionada obstrucción.

La familia se dispuso a acatar la decisión de los cirujanos en cuanto a la salud corporal de la enferma, mientras se ocupaba en cuidar de su alma, en la certeza de que Dña. Lucilia los ayudaría a encontrar un clérigo que le administrara los sacramentos, principalmente la Unción de los enfermos, tarea no muy fácil en aquella región. Al final, un sacerdote de la congregación del Verbo Divino se prestó a ello. Los médicos optaron por operar primero la carótida y la operación fue muy exitosa.

Una sorpresa en el ascensor

Para llevar a cabo el segundo procedimiento debían pasar unas semanas y en el entretanto la recuperación de Zuleida fue admirablemente rápida, por lo que la colecistectomía quedó fijada para mediados de junio. En principio, sería una cirugía cerrada, y el médico tranquilizó a la paciente y a la familia, diciéndoles que se trataba de una operación sencilla y, si todo iba bien, en 48 horas recibiría el alta y podría volver a casa.

Realizada la intervención, el médico salió del quirófano y comentó que hubo una leve complicación, debido al excesivo número de cálculos, y que fue necesario hacer una colecistectomía abierta. Pero añadió que la paciente se encontraba bien y estaba bajo observación.

Zuleida recién salida de la UTI

Cuál no fue la sorpresa de los familiares, que aguardaban en la sala de espera situada junto al vestíbulo de los ascensores, cuando percibieron un movimiento inusual, en dirección al quirófano, de médicos y enfermeros que entraban y salían de manera agitada. Poco después, el cirujano informó que Zuleida había tenido una hemorragia interna en la zona hepática, lo que requirió que fuera otra vez intubada para un nuevo abordaje quirúrgico y la extracción de los coágulos. A pesar de haber detenido el flujo de sangre, como había perdido bastante, tuvo que recibir una transfusión de tres bolsas. Como resultado, se produjo un shock hipovolémico, la presión bajó casi a cero y, en lenguaje médico, hubo que «resucitarla»: con una dosis muy alta de noradrenalina, los médicos lograron restablecer su presión arterial, que aún estaba muy inestable y con tendencia a caer. El cirujano la derivó a la UTI, donde intentarían mantenerla con vida mediante máquinas, pero no dio esperanzas de que aguantara mucho tiempo más.

La Hna. Juliane cuenta que, al ver pasar a su madre en la camilla y entrar en la UTI, su mayor aflicción era saber que podría fallecer sin recibir los sacramentos. ¿Habría dejado Dña. Lucilia de atender enteramente esta vez? Con el alma angustiada, se sentó en un sillón del vestíbulo, frente a los ascensores, y le pidió: «Madrecita, sé que es casi imposible, pero, por favor, consíguenos un sacerdote. No la dejes morir sin los últimos sacramentos».

En ese preciso momento se abrió la puerta de uno de los ascensores, en cuyo interior se encontraba un sacerdote, perfectamente identificable por su atuendo clerical. Las miradas de ambos se cruzaron y, al ver el hábito de los Heraldos del Evangelio que llevaba ella, el sacerdote sonrió y asintió con un saludo afable. Levantándose de un salto, corrió hasta el ascensor, antes de que se cerrara la puerta, porque el sacerdote no hizo ademán de salir, y le dijo: «¡Padre, por favor, atienda a mi madre! ¡Se está muriendo!».

Magnanimidad en la asistencia

En pocas palabras le explicó el caso y el sacerdote, el P. Nivaldo Magela de Almeida Rodrigues, dijo que estaba llevándole los santos óleos a una enferma internada una planta más abajo. Fue impresionante constatar la respuesta tan inmediata de Dña. Lucilia. Más aún al oírle decir que había entrado en el ascensor para bajar y no entendía por qué había subido… Era una intervención demasiado patente de Dña. Lucilia, confirmada por el sacerdote, que añadió: «Creo que he subido porque tenía que atender a su madre».

De hecho, salvados los obstáculos para entrar en la UTI, el sacerdote, emocionado, le administró los sacramentos con el ceremonial completo, siguiendo todas las rúbricas y también le concedió la indulgencia plenaria y la bendición apostólica papal, según el rito, pues Zuleida estaba moribunda.

La situación continuó siendo dramática durante algunos días. No obstante, la magnanimidad de la asistencia de Dña. Lucilia es completa. Después de once días en la UTI, durante los cuales cumplió 81 años, la paciente fue recuperándose poco a poco. Según los comentarios del equipo que la atendía, ella era un milagro vivo, porque, además de todo lo pasado, venció una infección hospitalaria, una neumonía, una colitis seudomembranosa y una farmacodermia, como reacción a fuertes antibióticos. Al cabo de veintiséis días, recibió el alta, siendo necesarios varios tratamientos posteriores para vencer las secuelas hospitalarias. Dña. Lucilia, no obstante, quería concederle la plena recuperación de su salud, pero dejándole únicamente una hernia, para que recordara todo lo sucedido y su intervención.

Zuleida con su esposo el día de las bodas de diamante

En 2017, totalmente restablecida, pudo celebrar sus bodas de diamante —sesenta años de matrimonio— y hoy, transcurrida una década de estos hechos, con 91 años, es el principal apoyo de su esposo, también nonagenario, quien sufrió un síncope cardíaco y un consecuente accidente cerebrovascular en 2018.

Da. Zuleida com o esposo e os filhos Zuleida con su esposo e hijos

Así concluye la Hna. Juliane su relato: «En toda nuestra familia la devoción a Dña. Lucilia no ha hecho más que aumentar a lo largo de los años, y la narración presentada aquí no es sino una manifestación de profunda gratitud a esta tan extremosa madre».

 

(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, junio 2022)

Sufrimientos e incomprensiones en el ocaso de la vida

Doña Lucilia soportó con serena docilidad los sufrimientos propios de los últimos años de su peregrinación terrena. En su creciente cariño hacia su madre, el Dr. Plinio buscó aligerarle la carga lo más posible, especialmente cuando las vicisitudes de la edad la relegaron a un aislamiento forzado.

Doña Lucilia en su casa

Las situaciones angustiosas e irremediables que a veces presenta la vida, como callejones sin salida, doña Lucilia las entendió desde la siguiente perspectiva: estamos en el exilio y en él la vida es dura. Por eso es necesario sufrir, unos más que otros. Ella sabía que estaba llamada a sufrir más. Me di cuenta de que ella relacionaba esto con el Sagrado Corazón de Jesús, en la idea de que, unida a Él por una devoción especial, estaba también especialmente unida a sus sufrimientos, lo cual era razonable, vere dignum et iustumest, æquum et salutare.1Por su parte, lo mejor era aceptar su parte de dolor y llevarla hasta el final de su vida. Fue desde esta perspectiva que afrontó todo lo que le ocurrió.

Ocaso irremediable, connaturalidad con el dolor

Mamá pasó por circunstancias que solo se pueden entender estando en ellas. Por ejemplo, era común que las personas de su familia comenzaran a perder la audición a una edad muy temprana y, por lo tanto, quedaran segregadas de la sociedad. Algunos incluso lograban, mediante el movimiento de los labios captar algo y sumarse un poco a la conversación, pero nunca con la vitalidad de quien sabe escuchar bien.

Y sucedió que, a partir de cierta edad, quizá setenta o más, no recuerdo bien, empezó a perder la audición, no gradualmente, sino de repente, casi perpendicularmente, y empezó a tener enormes dificultades para tratar con la gente. Aunque era muy comunicativa, para no estropear la conversación, permanecía en silencio mientras todos hablaban a su alrededor. Ella no tenía con quién hablar, excepto conmigo, porque en cualquier caso yo estaría con ella. Sin embargo, ella notó que, a pesar de mi voz fuerte, estaba haciendo un gran esfuerzo para mantener una conversación y ella no quería eso.

Dr. Plinio con su hermana, el 13 de diciembre 1988

Además, su vista se estaba debilitando, lo que le hizo perder la capacidad de leer. Ella tenía una catarata muy avanzada, fue al oftalmólogo, pero yo tenía miedo de que la operaran, por algún efecto cardíaco o algo así. La cirugía de cataratas en aquella época era complicada, no como hoy que es casi un curativo. En esa situación, vi la tristeza cubriéndola como un paño mortuorio y tendiendo a convertirla en una especie de muerta viviente.

Sin embargo, ella se lo tomó todo con normalidad, con tristeza es cierto, pero con la tranquilidad y la dulzura que la caracterizaban, que representaba su naturalidad con el dolor. Era un cuadro que significó para ella un ocaso terrible e irremediable, que duraría quizá dos años hasta que volviera a salir el sol.

Solución inesperada por un filial sacrificio

Conociendo unos audífonos americanos muy buenos que podrían solucionar su caso, decidí llamar a la firma fabricante para que enviaran un experto. Recuerdo que estábamos al final del almuerzo cuando llegó el especialista. Lo hice entrar, puso la caja con el material y nos hizo una exposición. Se lo explicó en voz alta para que ella pudiera seguirlo y luego hizo la aplicación, insertando un dispositivo en cada oído. Ella inmediatamente comenzó a escuchar muy bien, uniéndose a la conversación.

Vi eso y pensé: “Haré cualquier sacrificio, pero le compraré eso”. Pregunté el precio y el hombre me dio un valor disparatado para aquella época, hace unos cincuenta o sesenta años: ¡400 contos! Mis condiciones no me permitían darle esa cantidad. Pero, confiando, cerré el trato con el empleado y escribí el cheque allí mismo. Esa noche, durante la cena, ella hablaba con total normalidad.

Al principio su actitud era incluso de desconfianza. Porque cuando yo era pequeño ella estaba en Europa y compró un aparato, probablemente muy caro, que era como un abanico de señora, hecho enteramente de carey; colocando la punta entre los dientes, parece que se escucha un poco más de vibración. Dijeron que el caparazón de la tortuga tenía una propiedad especial como un conductor de sonido o algo así. El hecho es que ella trajo este objeto a Brasil. Pero en esas circunstancias, con su avanzado problema de audición, ya no le servía de nada. Estuvo en el cajón durante un tiempo indefinido y luego nunca más fue usado.

Docilidad en las cosas más pequeñas

Ella usó el audífono por el resto de su vida. Sin embargo, a cierta altura, empezó a quitárselo para intentar escuchar sin él, lo cual era una contradicción. Tal vez tenía la esperanza de que, habiendo oído tan bien con el aparato, quitárselo sería como encender el “motor” y empezaría a oír. Yo fui firme y con mucho cariño le dije:

—Querida, no tiene ningún propósito. Tienes el dispositivo, póntelo y úsalo.

Ella dijo:

—¿Crees que es necesario?

—¿Cómo es que no es necesario?

Luego, muy suavemente, con la dulzura de la que hacía gala en las cosas más pequeñas, le ponía el aparato y continuaba hablando.

Velando y revelando, según era necesario

El Dr. Plinio visitando la sepultura de Doña Lucilia en mayo de 1993

En cuanto a mi lucha, ¿cómo lo tomaba y qué sufrimiento implicaba para ella? Mamá siempre tenía mucho cuidado –ya sea conmigo o con mi hermana– de no decir una palabra que pudiera alentar la vanidad y la autocontemplación. Así que no decía nada sobre mí. Pude notar que ella vislumbraba algo de mi misión, pero no sé exactamente qué era y no sé hasta qué punto lo entendía o no.

La realidad de su tiempo era muy diferente de lo que constituyó el escenario de toda mi lucha dentro de la Iglesia. Todo cambió a su alrededor sin que ella cambiara en absoluto. También intervino la mano de la Providencia, velando por ella, y yo mismo velaba a ella lo más que podía, para no preocuparla. Algunos personajes, por ejemplo, los consideraba verdaderos santos. Ella rara vez salía de casa y no tenía mucho contacto con la gente. Yo, en buena medida, le abría los ojos, mostrándole las cosas como eran, dándole una visión más objetiva de la realidad y ofreciéndole así más caminos para amar a Dios. A veces mi padre me susurraba: “Sí, sólo lo dices tú… si fuera otra persona —la otra persona era él— se armaría un alboroto…” Pero yo le decía irreductiblemente algunas verdades.  Cuando una persona llega a cierta edad y se forma una visión definitiva de las cosas, es más prudente intentar no cambiar nada. Porque, a fuerza de querer reformar los principios, de repente un martillazo cae sobre un diamante, y hay que tener cuidado. Pero ese no fue el caso de mamá.

Incomprensiones que mitigaron el sufrimiento

Ella no relacionaba exactamente toda la lucha que yo había librado con el impacto negativo que eso tuvo en mi situación. Para ella, el hijo de una paulistana de cuatrocientos años no dependía del apoyo del clero y de los medios de comunicación católicos. Era un paulista de cuatrocientos años, y eso era todo. ¿Qué podría representar a sus ojos el declive de mi influencia como líder católico y el papel que eso jugó en mi vida? No sé. Ella era de una época en que en São Paulo casi no había buenos profesores y por eso los que elegían esa profesión eran bien pagados. Y ella, por debilidad de madre, se imaginaba que yo era muy buen profesor, y por eso pensaba que ganaba un buen sueldo. Su padre ganaba mucho dinero ejerciendo la abogacía y ella se imaginaba que yo también ganaba mucho. Ella vio que, poco a poco, yo iba progresando económicamente y se hizo a la idea de que yo ahorraba dinero como lo hacía su padre y no me preguntaba nada. Ella pensaba que yo llevaba una vida mucho más tranquila de lo que parecía a primera vista. Mi hermana era una persona casi de mi edad y por tanto actualizada, y entendía mucho mejor las cosas. Y vi cómo ambas tomaban de manera diferente lo que me pasaba. Con motivo del libro “En Defensa de la Acción Católica”, una buena parte del clero rompió conmigo. En esas circunstancias, tuve que explicarle a Doña Lucilia lo que estaba pasando. Ella nunca volvió a mencionar el tema, excepto en una ocasión para contarme que mientras yo estaba trabajando en la oficina, mi hermana había llegado a casa a verla y, en la conversación, le dijo a mi hermana las mismas cosas que yo le había dicho a ella. Naturalmente, ella hervía de indignación: “Plinio, por idealismo, se pone del lado de quien cree que tiene razón y así no progresa”. Mamá me dijo esto con calma, porque pensó que mi hermana era inteligente y podría decirme algo útil. Pero, al final, no percibía el tenor de la lucha, lo que en parte mitigó lo que podría ser la causa de nuevos sufrimientos y dolores…

(Extraído de conferencia del 27/5/1993)

  1. Del latín: es justo y necesario, nuestro deber y salvación. ↩︎

Un hijo engendrado en la extrema ancianidad

Durante décadas, en la sobriedad y el silencio de su alma, el Dr. Plinio conservó toda la veneración que sentía por Doña Lucilia. Hasta que el afecto entusiasta de un hijo, engendrado según la ley del espíritu, pudo discernir el lumen de su alma y convertirse en el abanderado de su figura.

En la Historia, hay almas especialmente amadas por Dios, a quien Él pide grandes sacrificios, uno de los cuales es morir sin haber visto el resultado de aquello que hicieron. A estas almas, sometidas a tan largas esperas y grandes perplejidades, la Santísima Virgen, a veces les obtiene favores de Dios que las reconfortan, en forma de presentimientos proféticos.

En una expectativa serena…

Se veía que Doña Lucilia esperaba algo de la vida, no en el orden del placer o de la realización personal, sino una cierta reciprocidad de mentalidades, de afinidad de pensamientos, de temperamentos, de modos de ser. Su temperamento estaba ávido de abarcar un amplio afecto, una amplia consonancia con un enorme número de personas. Sin embargo, la Providencia no le dio eso.

Mi madre tenía el deseo de hacer el bien a innumerables jóvenes a los que, por diversas razones, no conocía. Este amor estaba muy centrado en mí, en mi hermana, la nieta y el biznieto, pero con algo que iba mucho más allá.

Llegó con esta expectativa al final de una larga vejez, tranquila, un tanto triste, pero de una tristeza luminosa, noble, sin agitación, sin histerias ni angustias. Caminaba hacia las sombras de la muerte con total serenidad y en el fondo con la certeza de que eso un día llegaría.

…sustentada por una confianza

Debido a las circunstancias inherentes a una familia poco numerosa, cuyos miembros estaban absorbidos por las preocupaciones contemporáneas, mi madre pasó largos periodos de soledad hacia el final de su vida, especialmente tras la muerte de mi padre.

Cuando sufrí la crisis vertiginosa de la diabetes1 y la consiguiente intervención quirúrgica en el pie con el inicio de gangrena, se produjo un derrumbe de mis resistencias, minadas por la enfermedad, pero también por disgustos y problemas trascendentales aplastantes. Todo ello me dejaba en un estado de marcada fatiga, por lo que me resultaba muy difícil mantener conversaciones largas, y hablar con ella requería un gran esfuerzo porque tenía la audición y la vista muy mermadas.

Es comprensible que no pudiera hacerle compañía. Por eso, durante mi convalecencia, sólo la dejaba entrar en mi habitación una vez al día, por la noche, justo antes de acostarse. En esas ocasiones, así que llegaba, la colmaba de agrados y gentilezas.

Estaba confiada a una enfermera, que cumplió con competencia un mero servicio profesional, pero sin el afecto propio de un hijo.

Durante el día mi madre pasaba horas en el comedor, sola, tomando el sol. Incapaz de leer un libro ni escuchar música, puede imaginarse sus soliloquios. Debía de ser un final de vida muy triste para alguien que realmente sufría la soledad, caminando contra el viento durante 92 años.

Incluso en esta hora extrema, fue sustentada por una confianza heroica, de modo que nunca perdió la certeza de obtener lo que anhelaba. Por eso, en el fondo, en medio de ese sufrimiento, mamá tenía esta idea: “Al final, algo se hará realidad”. Tengo la impresión de que ella presentía que sus hijos vendrían en gran cantidad. De hecho, vinieron después de su muerte, pero ella los esperaba en vida y eso la animaba. 

Una mirada que dejaba transparecer la constancia de toda una vida

Todo eso podía notarlo en sus ojos. Soy muy sensible a las miradas, porque dicen más que las palabras. Así, en ellos, varias veces la contemplaba ora acogedora, ora risueña; seria, pensativa en tal circunstancia; afable, acariciante en otra. Su mirada sufriente era una síntesis de todas las demás y la que más me conmovía. Cuántas veces la comparé con la llama de una lamparilla, cuya discreta llama se muestra en proporciones variadas, a la manera de expresiones fisonómicas. A veces es triunfante, alcanzando la plenitud de sí misma; a veces se encoge y se vuelve casi tan pequeña que dan ganas de advertirle: “¡Cuidado, te vas a apagar!”. Pero después renace y se muestra tranquila, estable, normal durante toda la noche. De vez en cuando, un estallido. Es un “dolor”, un “sufrimiento” que engendra una chispa con una vida efímera, que se eleva en el aire desapareciendo. La llama permanece impávida en su prisión y en su trono, en su gloria y en su dolor, en su recinto rojo de cristal dentro del cual brilla junto al aceite, que es el afecto del que se alimenta.

De hecho, como la lamparilla ardiendo junto al Corazón Eucarístico de Jesús presente en el sagrario, así fue mamá a los pies de las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús y de Nuestra Señora de las Gracias. Y en el torbellino de mi vida, ella era, en la oscuridad, la llama que no se apagaba, una luz continua que brillaba, siempre ella misma.

Yo pensaba: “Yo conocí todo esto, pero no sé si seré capaz de describírselo a alguien, porque quien no lo ha visto no sabe realmente lo que es, y no hay descripción que pueda dar una idea exacta de ello”.

¡Sus amigos son muy atentos y considerados conmigo!

No se me ocurría pensar que sería llamada a desempeñar una misión post mortem2 con los miembros de nuestro Movimiento. Aunque varios de ellos le habían mostrado atenciones y amabilidades, dejando entrever que habían notado en ella algo de lo que yo veía, la actitud de otros me hacía suponer que moriría sin ver cumplidos sus anhelos maternales.

En los últimos meses de su vida, mi casa empezó a ser frecuentada por los miembros más jóvenes del Grupo que venían a visitarme durante mi convalecencia. Así que empezó a entablar contacto con ellos, recibiéndoles en la sala de visitas, el “Salón Azul”, donde conversaban.

No acompañé esas visitas muy de cerca porque estaba en cama y mi habitación estaba lejos de la sala de visitas. Era consciente de la presencia de algunos de estos jóvenes allí que, cuando venían a visitarme, la saludaban. Pero pensé que sólo eran esos antiguos saludos formales: “Se  ñora, buenas tardes, ¿cómo está?”. Así que no le di importancia.

Cuarto del Dr. Plinio

Sin embargo, me llamó la atención cómo, mientras recorría el pasillo en su silla de ruedas para hablar conmigo y luego continuaba hacia su aposento, su cuerpo estaba más erguido y ella mucho más animada que antes. Pensé: “Quizá sea porque sabe que estoy fuera de peligro y eso le da alivio, un cierto ánimo”.

Más tarde, me enteré de la inmensidad de agrados que le hacían, de las flores que le llevaban, de las conversaciones que mantenían, de cómo les invitaba a tomar el té y de todo lo que les contaba sobre mi pasado. Cuando vemos las fotografías que se hicieron de ella en aquella época, por ejemplo, la que dio origen al “Quadrinho3, aunque se nota una cierta tristeza, está más animada y alegre.

Más de una vez, mamá me dijo muy complacida: “Tus amigos tienen conmigo una atención y consideración como nadie”. Veía que esos encuentros le producían una gran satisfacción porque, aunque no tenía la fuerza de expresión necesaria para hacerlo explícito, podía ver en ellos un factor en la línea de lo que siempre había esperado en la vida, que no encontraba en otras personas.

No podía imaginar que la fuente de la que brotaría el apostolado suyo se encontraba en este punto en el que todo parecía tender a su fin.

Mientras mi actitud era de total sobriedad, guardándolo todo dentro de mi alma, con mucha veneración, pero en silencio, sin comentar nada, allí estaba burbujeando algo del futuro.

El afecto entusiasmado de un hijo

De hecho, en esas ocasiones mi madre conoció a alguien que fue el primero en enarbolar —con la libertad que no tiene un hijo— el estandarte de su figura: mi querido João4. Absolutamente no me hacía idea, de hasta qué punto él había sido el elemento motor del movimiento de cariño y respeto que la rodeó en sus últimos meses de vida, durante mi enfermedad. Era el afecto entusiasmado de un hijo que, según la ley de la carne, ella no tuvo, pero que, según la ley del espíritu, engendró en su extrema vejez.

João me contaba que había conocido a mamá y que se encantó mucho por ella, recibiendo beneficios espirituales en su trato con ella, de los que intentaba hacer partícipes a otros miembros de nuestro Movimiento. Un día tuvo la curiosidad de ver cuál era su actitud en su aislamiento, si tenía alguna expresión que indicase un desfallecimiento o algo parecido.

Junto al comedor está el “Salón Azul” y separando los dos ambientes hay una puerta con cristal transparente cubierta por una de esas cortinitas llamadas brise-bise. João se acercó sigilosamente hasta la puerta y abrió un poco el brise-bise, sin que mi madre se diera cuenta. Con compostura y, en un momento dado, usó el pañuelo, doblándolo de forma tan ordenada, y colocándolo en su regazo con tanta distinción, que este gesto, tan simple en sí mismo, le emocionó. En la soledad y en la prueba, todo lo hacía con la dignidad con la que una persona deja sentir su perfume espiritual, indicando, dentro de la aridez, la verticalidad de un alma recta.

João discernió esto en ella y supo verla con los ojos con los que yo la veía, dándose cuenta del lumen de su alma que otros no notaban. Por eso, él fue, aún en vida de Doña Lucilia, el impulsor del movimiento en torno a ella. Y esto se debe a un pasado de fidelidades que otros no tenían.

Algún tiempo después, esos perfumes que se acumularon en el alma de mi querido João comenzaron a extenderse como incienso y a aromatizar el ambiente.

De hecho, él fue el gran fotógrafo de los últimos meses de mi madre y el responsable de la multiplicación y difusión de sus fotografías.

Aurora que confirmaba las esperanzas

Haciendo la relación con todo lo que ocurrió después, tengo la impresión de que antes de cerrar los ojos ella presintió más o menos lo que estaba por venir, y de ahí ese contentamiento que precedió poco antes de su muerte.

Salón Azul

En los últimos días de su vida, mamá pudo vislumbrar un poco la aurora de algo que se prolongaría más tarde. Y así recibió la confirmación de que no se había equivocado.

Cuando cerró los ojos a esta vida y los abrió a la eternidad, Doña Lucilia entendió que aquellos —hablo en plural para ser discreto— por ella conocidos al final de su vida le traerían el objeto de su espera.

Tuve una muestra de esto en un episodio inolvidable para mí. Había pedido a la Santísima Virgen, en consideración a la fiel dedicación por mi madre, la gracia de recibir alguna señal de que ella había salido del purgatorio. Y, en la misa del séptimo día, se me concedió de la forma más encantadora posible: un rayo de luz incidió sobre una orquídea, iluminándola por completo, y luego se alejó. Me daba la impresión de mamá recorriendo el pasillo de mi departamento, acercándose a mí y luego continuando para no interrumpirme.

Creo haber sido ese hecho una forma de darme a entender, tras su muerte, que había visto el triunfo y agradecía por ello.

Y así, sin que nadie lo pudiese imaginar, su misión comenzaría en la sepultura, junto a la que se inició su convivencia personal con cada uno de los que acudían a visitarla para pedirle gracias. Y, una vez más, fue João el gran “culpable” de que tantas personas acudieran allí, para suplicar su intercesión. Por tanto, él tiene un papel especial en el momento de ese agradecimiento, porque todo lo que ella esperaba se instituyó magníficamente.

Socorro en circunstancias inimaginables

Desde entonces, su acción se ha vuelto intensa, lo que significa mucho con relación al futuro, porque una cosa no nace de tan poco para expandirse hasta donde lo ha hecho, sin tender a mucho más.

João Clá en 1967

En mi opinión, doña Lucilia es para mis discípulos lo que ella es para mí, es decir, una especie de reducción al mínimo —porque todo comparado con Nuestra Señora es mínimo— de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Un socorro en todo, de todas las maneras, actuando inesperadamente, de las formas más inimaginables, discreto y con un estilo propio de ella, que era su manera de convivir en vida. A medida que aumenten las pruebas, también aumentarán nuestras oportunidades de pedir su intercesión, tendiendo hacia lo más insigne. Así es como yo lo veo.

Podemos decir que hubo tres fases en la vida de mamá: una prehistoria, en la que su acción fue percibida y sentida en toda su amplitud sólo por mí; después, su acción sentida en los últimos años de su vida por João Clá y algunos otros; por último, la expansión que tuvo lugar en amplitud en el Cementerio de la Consolación donde, en las horas más diversas, siempre se ve a alguien de pie junto a su tumba. ¿Está rezando? No se sabe. Lo cierto es que se está calmando, porque mamá, evidentemente por orden de la Santísima Virgen, por quien pasan todas las gracias de Nuestro Señor Jesucristo, fuente de la gracia, ejerce una acción temperamental sobre aquellos que recurren a ella.

Allí se hacen sentir la misma acción dulcificante, alentadora de los temperamentos, orientadora de las formas de ser, dando confianza y estímulo, y que, en vida, ¡me hicieron muchísimo bien! Yo veía una conexión entre el Sagrado Corazón de Jesús, del que era muy devota, y esta disposición, esta característica forma de ser de su alma.

Traspasando los umbrales de la muerte

El Dr. Plinio en una visita al túmulo de su madre, en agosto de 1987

En un momento dado, sentí algo que no puedo definir, pero era como si, por encima de los umbrales de la muerte y de todo lo que se había puesto para cubrir esa lamparilla, a punto de entrar a la tumba hasta el día del Juicio Final, ella siguiera brillando para mí, y me di cuenta de que ella me acompañaba. Entonces, ¡qué alegría al ver, en el fondo de una gran mirada andaluza5 , vivaz —y de tantas miradas nacidas de ésa—, ¡que ella también estaba viva! Noto en ella el mismo crepitar, el mismo movimiento de una lamparilla, y me di cuenta de cómo se prende un incendio, no de llamas destructivas, sino de lamparillas durante la noche, hasta que llegue el momento de encender fuego en el mundo.

Que la Santísima Virgen establezca el momento en que las lamparillas —y aquí no considero sólo a los jóvenes ojos que se abrieron hace algunos años a tanta luz, sino a todos aquellos que me acompañan en este camino— enciendan ese fuego para que podamos decir: “Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terræ!”6

Madre mía, enviad a vuestro Esposo, el Divino Espíritu Santo, en aquello que tiene de sublimemente coruscante, el espíritu que ha puesto en Vos, como Vuestro Esposo, y todas las cosas serán recreadas. Entonces, oh Madre, Vos reinaréis y se renovará la faz de la tierra

(Recopilación de conferencias de 1979 a 1993)

  1. A finales de 1967, permaneciendo convaleciente hasta marzo de 1968. ↩︎
  2. Del latín: Después de la muerte. ↩︎
  3. Pequeño cuadro al óleo que agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos, basado en las últimas fotografías de Doña Lucilia. ↩︎
  4. Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, fiel discípulo y secretario personal del Dr. Plinio durante más de cuatro décadas; en aquella época, laico. ↩︎
  5. Ídem. ↩︎
  6. Del latín: “Envía tu Espíritu creador y renovarás la faz de la Tierra” (Sl. 103,30)  ↩︎