Discernimiento de Doña Lucilia

Doña Lucilia y Dr. Plinio en la Sede de El Legionario

                              Doña Lucilia y Dr. Plinio en la Sede de El Legionario

Uno de los muchos dones con que la Providencia quiso colmar a doña Lucilia, a fin de que ella cumpliese de modo eximio su misión de madre y formadora, fue el discernimiento de las psicologías. Este la hizo, por ejemplo, escoger una institutriz alemana para educar a sus hijos, al notar que el sentido del orden y del cumplimiento del deber del pueblo alemán serían factores altamente benéficos en la formación de los niños. Sólo esto explica por qué no eligió una institutriz francesa, ya que tanto admiraba a Francia.

Así mismo, ella distinguía entre los amigos del Dr. Plinio, los que lo eran auténticamente, de uno u otro que no lo era.
Dos episodios demuestran la singularidad de ese don.
Una vez, el Dr. Plinio convidó a cenar en su casa a un joven colega de los medios católicos. Durante la cena, doña Lucilia observó discretamente al invitado, notando algo peculiar en él. Cuando el joven se retiró, ella le dijo a su hijo:
— Ten cuidado con aquella mano… su modo de agarrar el tenedor es muy extraño.
Doña Lucilia relacionaba, tal vez de forma intuitiva, aquel modo “extraño” con algún defecto moral no enteramente explícito. Una certeza se instaló en su espíritu: aquel amigo no debería ser merecedor de confianza. Y, madre celosa, por eso había alertado al Dr. Plinio.
Su presentimiento fue confirmado en breve por los hechos: algún tiempo después ese joven abandonó a sus correligionarios, causando grandes sinsabores al Dr. Plinio.
En otra ocasión, el Dr. Plinio invitó a almorzar en su casa a uno de sus amigos más allegados, perteneciente a las Congregaciones Marianas. Durante la comida sonó el teléfono y, poco después, vino la empleada a avisar que el Sr. X tenía un asunto urgente que tratar con el Dr. Plinio. Este interrumpió el almuerzo para atenderlo y, como el teléfono estaba en una sala contigua, doña Lucilia y el visitante también se dirigieron hacia allá.
Ya en ese tiempo la posición de intransigencia en relación a los adversarios de la Iglesia le había granjeado al Dr. Plinio muchas enemistades, incluso entre las filas católicas, pues era grande el número de aquellos que, para no luchar, preferían cualquier tipo de componendas con el mundo. Y en los asuntos que serían tratados en esa llamada se jugaban altos intereses de la causa católica. Doña Lucilia observaba todo en silencio con su tranquila y luminosa mirada.
En lo más íntimo, ciertamente rezaba por su hijo, para que el Sagrado Corazón de Jesús lo amparase en esa dificultad.
Terminada la llamada, volvieron a la mesa y la conversación retomó su curso. Cuando el visitante se retiró, doña Lucilia le preguntó al Dr. Plinio:
— ¿Viste su reacción mientras hablabas por teléfono?
— No, mamá, estaba tan absorto en la conversación que no presté atención.
Con un tono de voz grave pero que dejaba traslucir aún más todo el afecto que le profesaba, ella le advirtió:
— Hijo mío, cuidado con ese amigo… Siempre que tú estabas con la fisonomía preocupada, él manifestaba contento; cuando dabas una buena respuesta a tu interlocutor y ponías los puntos sobre las íes, demostraba indiferencia o tristeza…
¡Ese no es tu amigo! Poco tiempo después el Dr. Plinio recibía de ese “amigo” una verdadera “puñalada” en la espalda…
Uno se puede preguntar cómo doña Lucilia, persona tan sabidamente bondadosa, tenía una desconfianza que la llevaba a discernir el mal a través de detalles aparentemente insignificantes. De hecho, el concepto de bondad que se difundió en numerosos medios católicos brasileños, en especial a partir del final de la década de los 30 —debido a los errores de la Acción Católica que el Dr. Plinio poco después denunciaría en su primera obra— era muy diferente de la verdadera concepción que de esa virtud enseña la Iglesia.
Desde entonces existe la tendencia a confundir la bondad con una complacencia en relación a ciertas formas de mal, lo que significa casi siempre cerrar los ojos obstinadamente ante él, como si no existiese.
Totalmente diferente era el alma de doña Lucilia, en la cual se reunían, en una admirable síntesis, la bondad y una inquebrantable firmeza de principios; la misericordia y un aguzado sentido de la justicia; la afabilidad y una entera seriedad de espíritu. Este conjunto armónico de virtudes la ayudaba, con cierta frecuencia, a percibir lo que las situaciones y las personas tenían de bueno y de malo.

Una prueba más de confianza

Dr. Plinio homenajeando a Anchieta en la Constutuyente

                Dr. Plinio homenajeando a Anchieta, cuando era diputado  en la Constutuyente

Las rentas personales de doña Lucilia eran escasas. En cuanto a su hijo, sólo disponía de la remuneración de diputado, la cual, aunque bastase para todo, cesaría en breve, pues, una vez promulgada la nueva Constitución, el mandato llegaría a su fin.
Más que nunca, doña Lucilia confió sus necesidades y preocupaciones al manso y humilde Sagrado Corazón de Jesús, en el cual siempre había encontrado alivio y consuelo.
Como se había reabierto el Curso Anexo a la Facultad de Derecho de la Universidad de São Paulo, surgió una vacante para la cátedra de Historia de la Civilización. Entre los de la generación del Dr. Plinio, nadie más apto que él para tal cargo.
El magisterio le proporcionaría evidentes ventajas para el apostolado, pues de aquella tribuna podría transmitir a sus alumnos una visión de la Historia desde el punto de vista católico. Su profundo conocimiento de la materia y su prestigio como líder católico facilitaron la designación.
Apenas se enteró del nombramiento, doña Lucilia llamó por teléfono a su hijo para darle la buena noticia. El mismo día el Dr. Plinio escribía:
Mi querida Mãezinha
Bien puede imaginarse la gran satisfacción que me dio su llamada telefónica de hoy, no solamente por la excelente noticia de que fue portadora, sino también por la oportunidad de mitigar las saudades acumuladas desde hace tantos días. Parece que, por fin, Nuestra Señora está permitiendo que nuestra vida tome un rumbo de relativa estabilidad. Mi salario como profesor del Colegio Universitario sería suficiente para continuar dándole un conto (Un “conto” equivalía a un millón de reis, moneda de la época en Brasil, anterior al cruceiro), reservando para mí quinientos mil reis mensuales, cosa que, hace ya muchos años, no estoy habituado a gastar. Gracias le sean dadas a Ella, que, de tal manera se ha mostrado Madre mía y nuestra. ¡Y es
exactamente en el Mes de María que aparece la buena noticia! Cuento con pasar el domingo ahí, embarcando el mismo día, pues las votaciones llegaron a su período crítico. En fin, aún así parece y espero ardientemente que, hasta el fin de semana como mucho, eso estará resuelto. Después vendrá la discusión de la redacción, y el punto final que espero con tanta ansiedad.
¿Cómo está el frío allí? ¿Y usted?
Bendígame, y rece mucho a Nuestra Señora por el hijo que mucho la quiere y le pide la bendición.
Plinio

Estas breves líneas fueron portadoras de dos alegrías: una era el anuncio de que el Dr. Plinio pasaría el domingo en São Paulo; otra era la perspectiva del próximo fin de los trabajos de la Constituyente y de su regreso definitivo, lo que producía a doña Lucilia un júbilo mayor que todos los sinsabores por los que atravesaba.
Era imposible que pasara desapercibido el especial afecto recíproco entre doña Lucilia y su hijo, que trasluce en esta como en tantas otras cartas. A pesar de que el espíritu de Hollywood había invadido ampliamente la sociedad, diseminando poco a poco una mentalidad egoísta y pragmática, no faltaría quien se en cantase al comprobar los océanos de ternura y bienquerencia que desbordaban de esa convivencia entre madre e hijo. Un pequeño episodio, que tiene además su lado pintoresco, nos puede dar una idea de ello.

Una amenaza para las Congregaciones Mariana

cap9_015Después de las elecciones, el Dr. Plinio tuvo que ir a Río de Janeiro para algunos trámites relacionados con el ejercicio de su mandato. En plena ascensión del Movimiento Mariano, cuando nada hacía prever que éste decaería, la intuición materna de doña Lucilia descubrió la primera amenaza a esa obra a la que su hijo se había entregado con toda el alma. Una breve noticia, publicada en un diario paulista, anunciaba el paso por Brasil de un profesor de la Sorbonne con el objeto de proponer, en nuestro país, la implantación de un movimiento que promovía no una convivencia armónica, sino la promiscuidad de las clases sociales en nombre del buen entendimiento entre ellas. Sin hablar propiamente de las Congregaciones Marianas, la noticia daba a entender que el apostolado ejercido por éstas se había vuelto anacrónico en comparación con la novedad traída de Francia por dicho profesor.
Ahora bien, el Dr. Plinio era líder del Movimiento Mariano en São Paulo. Y ese eventual golpe contra las Congregaciones Marianas implícitamente lo alcanzaría. Fue esta malévola intención lo que notó en aquellas pocas líneas de periódico la mirada clarividente de doña Lucilia.
Su corazón tuvo ciertamente un sobresalto, pero, con tranquilidad y sin pérdida de tiempo, trató en seguida de alertar a su hijo. Le escribió una carta en que le contaba sus impresiones y sus temores sobre el asunto, aconsejándole que tuviese cuidado, pues decía ella aquellas “novedades” venidas de Europa bien podrían ser un intento para acabar con las Congregaciones Marianas. Al terminar de escribir, prendió al papel, con un discreto alfiler, la noticia que había recortado con unas tijeritas y se la envió a su hijo.
Años más tarde, los hechos confirmarían lo acertado de estos presentimientos maternos.

Firmeza en la defensa de la fe

cap8_008No obstante, el corazón de doña Lucilia recibía muchas más alegrías que preocupaciones por parte de su hijo. La consolaba mucho, por ejemplo, el hecho de ver que el Dr. Plinio, novel abogado integrado en el Movimiento Mariano, tomaba una posición militante en defensa de la Iglesia cuando participaba en las controversias que animaban las veladas en el palacete Ribeiro dos Santos. Cuando salía a relucir algún tema polémico, no perdía la oportunidad de atizar el fuego en el debate y entrar con argumentos contundentes contra algún desvío doctrinario.
Doña Lucilia jamás le permitiría una falta de respeto con los mayores —defecto, que por cierto, nunca tuvo— pero le reconocía toda su libertad en el campo de la contienda intelectual. Como el común de las señoras, normalmente ella no tomaba parte activa en esas discusiones, aunque, seguía atentamente su desarrollo. Cuando éstas se encendían, los invitados, antes incluso de pasar para los sofás al fin de la cena, continuaban ardientemente esgrimiendo sus argumentos. Los caballeros sacaban su cigarrera, mientras los más viejos enrollaban el tabaco y fabricaban su propio cigarro.
Mientras transcurría la discusión, doña Lucilia, dando su silencioso apoyo al Dr. Plinio, que no cedía terreno, aplicaba su gusto artístico sobre un palillo (palillos y palilleras eran de uso obligatorio entonces en las comidas): con el filo del cuchillo, lo trabajaba delicadamente levantándole astillas alrededor, y formando así una especie de singular florecilla campestre. Al hacerlo, su fisonomía mostraba visible alegría.
Los parientes acababan por abandonar la discusión, llegando inclusive a reconocer entre sí que los argumentos del Dr. Plinio, de una lógica sorprendente, no eran nada fáciles de rebatir. Doña Lucilia, aunque se abstuviese de elogiar a su hijo, interiormente se regocijaba, previendo que él habría de emprender grandes hazañas en defensa de la Iglesia.

Las “conversaciones de medianoche”

Plinio joven congregado mariano

Plinio joven congregado mariano

Terminada la conversación después de la cena, las personas se despedían y cada una tomaba su rumbo. El Dr. Plinio tenía la costumbre de ir a la sede de la Congregación Mariana, en donde pasaba en compañía de sus correligionarios el resto de la velada. Doña Lucilia, a su vez, se entregaba a sus largas oraciones y permanecía en ellas hasta el regreso de su filhão. Cuando éste volvía, alrededor de la medianoche, al encontrar a su madre en plena vigilia, la saludaba con afecto e inmediatamente entablaban una pequeña conversación sobre los acontecimientos del día: la polémica de la cena de aquella noche, el estado de salud de éste o de aquel pariente, algo de política internacional o —tema que interesaba mucho a doña Lucilia— a respecto de las actividades y planes de su hijo. En esos momentos, ella no perdería, ciertamente, la oportunidad de darle un buen consejo o de precaverle contra las sorpresas que la vida nunca deja de presentar. Era esa la tranquila “conversación de medianoche”: momentos de intimidad amena y distendida, de los cuales el Dr. Plinio guardó hasta los últimos días de su vida un entrañable recuerdo, y en los que él no sólo se encantaba con las palabras de su querida madre sino sobre todo se sentía atraído por la atmósfera de calma y dulzura que ella creaba.
Aunque el sentido católico de las cosas impregnase intensamente la convivencia de ambos, los temas exclusivamente religiosos no eran, sin embargo, los más frecuentes. Cuando se abordaban, se detenían más en ellos. Dondequiera que doña Lucilia llevase la conversación, lo hacía de un modo tan afectuoso y elevado, dejando trasparecer tanta suavidad de alma, que incluso los asuntos más triviales se volvían cautivantes en sus labios.
Con el paso del tiempo, la “conversación de medianoche” adquirió el carácter de una institución que atravesó las décadas y perduró hasta los últimos años de la larga existencia de doña Lucilia.