Después de las elecciones, el Dr. Plinio tuvo que ir a Río de Janeiro para algunos trámites relacionados con el ejercicio de su mandato. En plena ascensión del Movimiento Mariano, cuando nada hacía prever que éste decaería, la intuición materna de doña Lucilia descubrió la primera amenaza a esa obra a la que su hijo se había entregado con toda el alma. Una breve noticia, publicada en un diario paulista, anunciaba el paso por Brasil de un profesor de la Sorbonne con el objeto de proponer, en nuestro país, la implantación de un movimiento que promovía no una convivencia armónica, sino la promiscuidad de las clases sociales en nombre del buen entendimiento entre ellas. Sin hablar propiamente de las Congregaciones Marianas, la noticia daba a entender que el apostolado ejercido por éstas se había vuelto anacrónico en comparación con la novedad traída de Francia por dicho profesor.
Ahora bien, el Dr. Plinio era líder del Movimiento Mariano en São Paulo. Y ese eventual golpe contra las Congregaciones Marianas implícitamente lo alcanzaría. Fue esta malévola intención lo que notó en aquellas pocas líneas de periódico la mirada clarividente de doña Lucilia.
Su corazón tuvo ciertamente un sobresalto, pero, con tranquilidad y sin pérdida de tiempo, trató en seguida de alertar a su hijo. Le escribió una carta en que le contaba sus impresiones y sus temores sobre el asunto, aconsejándole que tuviese cuidado, pues decía ella aquellas “novedades” venidas de Europa bien podrían ser un intento para acabar con las Congregaciones Marianas. Al terminar de escribir, prendió al papel, con un discreto alfiler, la noticia que había recortado con unas tijeritas y se la envió a su hijo.
Años más tarde, los hechos confirmarían lo acertado de estos presentimientos maternos.
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Firmeza en la defensa de la fe
No obstante, el corazón de doña Lucilia recibía muchas más alegrías que preocupaciones por parte de su hijo. La consolaba mucho, por ejemplo, el hecho de ver que el Dr. Plinio, novel abogado integrado en el Movimiento Mariano, tomaba una posición militante en defensa de la Iglesia cuando participaba en las controversias que animaban las veladas en el palacete Ribeiro dos Santos. Cuando salía a relucir algún tema polémico, no perdía la oportunidad de atizar el fuego en el debate y entrar con argumentos contundentes contra algún desvío doctrinario.
Doña Lucilia jamás le permitiría una falta de respeto con los mayores —defecto, que por cierto, nunca tuvo— pero le reconocía toda su libertad en el campo de la contienda intelectual. Como el común de las señoras, normalmente ella no tomaba parte activa en esas discusiones, aunque, seguía atentamente su desarrollo. Cuando éstas se encendían, los invitados, antes incluso de pasar para los sofás al fin de la cena, continuaban ardientemente esgrimiendo sus argumentos. Los caballeros sacaban su cigarrera, mientras los más viejos enrollaban el tabaco y fabricaban su propio cigarro.
Mientras transcurría la discusión, doña Lucilia, dando su silencioso apoyo al Dr. Plinio, que no cedía terreno, aplicaba su gusto artístico sobre un palillo (palillos y palilleras eran de uso obligatorio entonces en las comidas): con el filo del cuchillo, lo trabajaba delicadamente levantándole astillas alrededor, y formando así una especie de singular florecilla campestre. Al hacerlo, su fisonomía mostraba visible alegría.
Los parientes acababan por abandonar la discusión, llegando inclusive a reconocer entre sí que los argumentos del Dr. Plinio, de una lógica sorprendente, no eran nada fáciles de rebatir. Doña Lucilia, aunque se abstuviese de elogiar a su hijo, interiormente se regocijaba, previendo que él habría de emprender grandes hazañas en defensa de la Iglesia.
Las “conversaciones de medianoche”
Terminada la conversación después de la cena, las personas se despedían y cada una tomaba su rumbo. El Dr. Plinio tenía la costumbre de ir a la sede de la Congregación Mariana, en donde pasaba en compañía de sus correligionarios el resto de la velada. Doña Lucilia, a su vez, se entregaba a sus largas oraciones y permanecía en ellas hasta el regreso de su filhão. Cuando éste volvía, alrededor de la medianoche, al encontrar a su madre en plena vigilia, la saludaba con afecto e inmediatamente entablaban una pequeña conversación sobre los acontecimientos del día: la polémica de la cena de aquella noche, el estado de salud de éste o de aquel pariente, algo de política internacional o —tema que interesaba mucho a doña Lucilia— a respecto de las actividades y planes de su hijo. En esos momentos, ella no perdería, ciertamente, la oportunidad de darle un buen consejo o de precaverle contra las sorpresas que la vida nunca deja de presentar. Era esa la tranquila “conversación de medianoche”: momentos de intimidad amena y distendida, de los cuales el Dr. Plinio guardó hasta los últimos días de su vida un entrañable recuerdo, y en los que él no sólo se encantaba con las palabras de su querida madre sino sobre todo se sentía atraído por la atmósfera de calma y dulzura que ella creaba.
Aunque el sentido católico de las cosas impregnase intensamente la convivencia de ambos, los temas exclusivamente religiosos no eran, sin embargo, los más frecuentes. Cuando se abordaban, se detenían más en ellos. Dondequiera que doña Lucilia llevase la conversación, lo hacía de un modo tan afectuoso y elevado, dejando trasparecer tanta suavidad de alma, que incluso los asuntos más triviales se volvían cautivantes en sus labios.
Con el paso del tiempo, la “conversación de medianoche” adquirió el carácter de una institución que atravesó las décadas y perduró hasta los últimos años de la larga existencia de doña Lucilia.
La bendición y las crucecitas en la frente
En muchas de sus cartas, doña Lucilia enumera los actos de piedad que dirigía al Sagrado Corazón de Jesús y a Nuestra Señora, en favor de los hijos que la Providencia le había dado. Los practicaba con entera certeza del auxilio y protección que obtendría, a ruegos de aquella Madre por excelencia, María Santísima.
Su profunda devoción infundía una confianza similar a cuantos convivían con ella. En ese sentido, no dejaba de ser expresiva la actitud de uno de sus sobrinos, conocido familiarmente como Rei, o Reiziño, el más íntimo de los amigos de Plinio.
Un año y medio más joven que su primo, Reiziño era ayudado en sus estudios por Plinio. Esto favorecía todavía más la estrecha relación entre ambos. La víspera de los exámenes, era frecuente que pasaran la noche en claro juntos, revisando la materia. Llegado el momento de ir al colegio, Plinio se dirigía al cuarto de doña Lucilia para despedirse y pedirle la bendición, lo cual, por cierto, nunca dejaba de hacer antes de partir para los exámenes. En esas ocasiones de mayor importancia, ella le hacía varias cruces en la frente mientras rezaba interiormente algunas oraciones. Cuando terminaba, su sobrino también le pedía que le bendijese de igual manera; ella accedía de buena gana. Y así los dos salían confiantes, convencidos de que Nuestra Señora, en lo alto de los Cielos, no dejaría de atender el pedido de tan buena madre.
Cuando Plinio, ya un poco mayor, viajaba más lejos, se repetía del mismo modo la escena de las crucecitas. En el vestíbulo de entrada de la casa, a la hora de la última despedida, ella, que era un poco más baja que su hijo, se ponía de puntillas y empezaba con toda compenetración el sencillo ceremonial; Plinio se inclinaba un tanto, y complacidamente recibía la bendición. Doña Lucilia era consciente de que, según la doctrina católica, la bendición de una madre atrae efectivamente la protección de Dios sobre un hijo, y era lo que ardientemente deseaba. De ahí tal vez el hecho de hacer varias señales de la cruz sobre su frente, como forma insistente de implorar ese auxilio.
Un Vía Crucis controvertido
En el curso del año de 1928 se dio un hecho en la vida de Plinio que alegró mucho a doña Lucilia, pues, de algún modo, representaba la realización, por especial don del Sagrado Corazón de Jesús, de sus más entrañables anhelos en relación a su hijo: fue su ingreso en las Congregaciones Marianas (Un día, en septiembre de 1928, al pasar en tranvía cerca de la iglesia de San Antonio, en la Plaza del Patriarca, el joven estudiante Plinio vio en la fachada un cartel que anunciaba la realización del Primer Congreso de la Juventud Católica. Exultante, procuró inscribirse inmediatamente. Comenzaba ahí su larga trayectoria de luchas en pro de la Santa Iglesia y de la Civilización Cristiana. El paso siguiente sería su ingreso en la Congregación Mariana de Santa Cecilia). Dentro de poco se convertiría en un incontestable líder católico, y llegaría a ser elegido diputado por la Liga Electoral Católica.
Esa ascensión no se realizaría sin duros y reñidos combates, durante los cuales doña Lucilia le prestaría a su hijo un valioso auxilio con su presencia y su apoyo discreto pero cuán eficaz.
La primera batalla fue contra el respeto humano. Algunas personas pueden pensar que esa lucha no presenta mayores dificultades, pues no exige argumentos ni estudio. ¡Oh, ilusión! Es tan fuerte en el hombre el instinto de sociabilidad y la tendencia a imitar a sus semejantes que, en muchos casos, prefiere enfrentar la muerte en un combate a huir, para no ser tachado de cobarde por los compañeros y amigos.
Ahora bien, como se dijo en el capítulo anterior, en la sociedad de entonces la práctica de la religión era tenida como debilidad de espíritu, propia de mujeres y niños. Se consideraba vergonzoso que un hombre se presentase como católico practicante, razón por la cual muy pocos, principalmente en las clases altas, tenían el coraje de hacerlo.
La adhesión de Plinio al Movimiento Católico se efectuó en esa atmósfera. En cierto momento, decidió tomar en público una actitud a través de la cual se manifestara la irreversibilidad del rumbo tomado por él. Para ello escogió la Misa de diez del domingo en Santa Cecilia, iglesia frecuentada en aquel tiempo por la alta sociedad, muchos de cuyos miembros comparecían allí por mera conveniencia social.
Apenas iniciado el Santo Sacrificio, Plinio —que ya había cumplido el precepto dominical en la Misa anterior— recorrió una por una las estaciones del Vía Crucis y, terminado éste, se arrodilló en un lugar bastante visible, sacó del bolsillo un pequeño rosario azul que había comprado expresamente para la ocasión y se puso a rezar. Obviamente, entre sus conocidos los comentarios no se hicieron esperar: “¡Plinio se ha vuelto beato!” Sin embargo, nadie tuvo el valor de hacerle directa o indirectamente la más leve insinuación.
Pero quienes tenían la suficiente intimidad para ello le comentaron el hecho a doña Lucilia, tratando de convencerla de que disuadiese a su hijo del camino iniciado. A fin de cuentas, decían, esa actitud significaba darle la espalda al futuro, pues no era entre beatos que conseguiría hacer carrera. Estaban en juego la fe y la perseverancia de su hijo, y doña Lucilia se mostró irreductible, dentro de su habitual serenidad. Por más que insistiesen, no cambió de posición. ¿Qué mal había en lo que Plinio había hecho? Estaba muy bien, así se debía ser. Y si tuviese que decirle algo a su hijo, sería únicamente para elogiarle. Ante esa barrera de suave intransigencia, la ofensiva de la irreligión desistió,
al menos ostensiblemente, de sus nefastos intentos.