A ejemplo de la Santísima Virgen, la más complaciente de las madres, Dña. Lucilia se complace en acudir solícitamente en auxilio incluso de personas que le piden la solución de pequeños problemas de la vida cotidiana.
Elizabete Fátima Talarico Astorino
Helsi Carrera
Éste es el caso de Helsi Carrera, de Perú.
Era el 24 de junio de 2022, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. El turno de trabajo de Helsi terminaría a las seis de la tarde, dejándole un tiempo muy justo para, acabada la jornada laboral, quedar con una amiga y juntas ir a misa. Salió aprisa, se montó en el coche y se marchó. Todo iba muy bien hasta que tuvo que parar en una rotonda debido a un enorme atasco. No se movía ningún vehículo siquiera un metro. No le quedó otro remedio que empezar a asistir a la misa que transmitían en directo por internet…
Llamó a su amiga para comunicarle que tardaría más de lo previsto y ella le aconsejó que pidiera el auxilio de los ángeles. Helsi comenzó a rezar, pero enseguida le vino a la mente la figura de Dña. Lucilia. «¡Claro que sí! ¿Cómo no iría a recurrir a ella?», cuenta Helsi. Y le dirigió esta filial oración: «Madrecita, ¡ayúdame! ¡Sácame de aquí! Ábreme el camino para que pueda llegar a la misa en honor del Sagrado Corazón de Jesús, a quien tú amas tanto y de quien eras muy devota!».
Acto seguido, empezó a disolverse la congestión y Helsi pudo, llena de satisfacción, comentar con su amiga la solícita bondad de Dña. Lucilia.
(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, enero 2023)
Muy temerosa por el futuro de su hijo, Claudia rezaba y lloraba mucho. Un día se acordó de que un sacerdote heraldo le había dicho que a una madre le está permitido darles la bendición a sus hijos.
Elizabete Fátima Talarico Astorino
Durante la pandemia de la Covid-19, Benjamín, el hijo más pequeño de Claudia Espejo, residente también en Perú, estuvo dos años sin asistir a la escuela. Cuando por fin se restableció la normalidad, manifestó una enorme dificultad de adaptación en la vuelta a clase. Se sometió a un test psicológico, en el que se le detectó un trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH). La psicóloga recomendó que le consultaran a un neuropediatra, quien dio un preocupante diagnóstico: trastorno del espectro autista nivel 1.
Benjamín junto a la estampa de Dña. Lucilia, enmarcada, que fue encontrada entre sus papeles
Muy temerosa por el futuro de su hijo, Claudia rezaba y lloraba mucho. Un día se acordó de que un sacerdote heraldo le había dicho que a una madre le está permitido darles la bendición a sus hijos. Entonces, una noche en la que estaba rezando con ellos, cogió agua bendita y le hizo una señal de la cruz en la espalda a Benjamín, haciéndole a Dña. Lucilia esta súplica: «Te entrego a mi hijo. Ayúdame como madre y adóptalo». Y siguió rezando por él en casa y en la iglesia, ante el Santísimo Sacramento.
Pronto comenzó a percibir cambios en las actitudes del pequeño. Un nuevo examen psicológico arrojó un resultado muy alentador: 90% de recuperación, cuadro confirmado por la profesora contratada para ayudarlo en casa. Y la monitora del colegio informó que se estaba esforzando para progresar cada día y sus notas habían mejorado; era «un niño muy noble y con un gran corazón».
Ahora bien, un día en que Claudia estaba ordenando los cajones de Benjamín, con enorme sorpresa encontró entre los papeles una estampa de Dña. Lucilia. Y nos envió este conmovedor relato: «No sé explicar cómo llegó allí esa foto. Cuando la cogí en mis manos sentí que me decía: “Estoy contigo y tu petición ha sido escuchada”. El cambio de Benjamín fue algo realmente inexplicable. Puse la estampa en mi habitación y cada vez que la miro siento el amor de una madre, yo que tengo cuatro hijos y lo daría todo por ellos».
(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, enero 2023)
«Cuando el médico confirmó el diagnóstico y pidió el examen del líquido, entregamos en ese mismo instante a Bernardo en las manos de Dña. Lucilia Corrêa de Oliveira.
Elizabete Fátima Talarico Astorino
Bernardo José Eger con una estampa de Dña. Lucilia y otra del Dr. Plinio
El día 19 de agosto de 2022, Bernardo José Eger —de 5 años, hijo de Kevin Eger y Dailane Eger, residentes en São Paulo— tuvo que ser internado de urgencia debido a inquietantes convulsiones. Llegó al hospital casi inconsciente, con la coordinación motora bastante afectada. Tras analizar los distintos exámenes que le hicieron para identificar la causa de las convulsiones, una médica les informó que, además de otros síntomas característicos, la rigidez de la nuca indicaba una posible meningitis. Unas horas después, otro especialista confirmaba la temible valoración de su colega y solicitó una prueba del líquido cefalorraquídeo, para verificar el nivel de avance de la enfermedad y determinar el tratamiento adecuado.
Cuenta Dailane: «Cuando el médico confirmó el diagnóstico y pidió el examen del líquido, entregamos en ese mismo instante a Bernardo en las manos de Dña. Lucilia Corrêa de Oliveira, madre del Dr. Plinio, por la cual tenemos una especial devoción».
Tras una hora de angustia y de oraciones, Kevin y Dailane fueron llamados para que conocieran el resultado de las pruebas. Narra ella: «Para asombro del equipo médico, y también nuestro, el líquido cefalorraquídeo no presentaba alteración alguna. La valoración médica, que ya había sido hecha dos veces, fue repetida una tercera, con el mismo buen resultado: sin rigidez de nuca, la fiebre le había bajado, todo estaba normalizado. Se trataba de un milagro, obrado por la intercesión de Dña. Lucilia».
Bernardo permaneció internado unos días más para «estudios» médicos, en los que se constató que estaba totalmente normal y estable. «El 24 de agosto, volvimos a casa como si no hubiera pasado nada. Alabado sea Dios y la Virgen en sus ángeles y en sus santos. Gracias a Dña. Lucilia», concluye Dailane.
(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, noviembre 2022)
Doña Lucilia soportó con serena docilidad los sufrimientos propios de los últimos años de su peregrinación terrena. En su creciente cariño hacia su madre, el Dr. Plinio buscó aligerarle la carga lo más posible, especialmente cuando las vicisitudes de la edad la relegaron a un aislamiento forzado.
Doña Lucilia en su casa
Las situaciones angustiosas e irremediables que a veces presenta la vida, como callejones sin salida, doña Lucilia las entendió desde la siguiente perspectiva: estamos en el exilio y en él la vida es dura. Por eso es necesario sufrir, unos más que otros. Ella sabía que estaba llamada a sufrir más. Me di cuenta de que ella relacionaba esto con el Sagrado Corazón de Jesús, en la idea de que, unida a Él por una devoción especial, estaba también especialmente unida a sus sufrimientos, lo cual era razonable, vere dignum et iustumest, æquum et salutare.1Por su parte, lo mejor era aceptar su parte de dolor y llevarla hasta el final de su vida. Fue desde esta perspectiva que afrontó todo lo que le ocurrió.
Ocaso irremediable, connaturalidad con el dolor
Mamá pasó por circunstancias que solo se pueden entender estando en ellas. Por ejemplo, era común que las personas de su familia comenzaran a perder la audición a una edad muy temprana y, por lo tanto, quedaran segregadas de la sociedad. Algunos incluso lograban, mediante el movimiento de los labios captar algo y sumarse un poco a la conversación, pero nunca con la vitalidad de quien sabe escuchar bien.
Y sucedió que, a partir de cierta edad, quizá setenta o más, no recuerdo bien, empezó a perder la audición, no gradualmente, sino de repente, casi perpendicularmente, y empezó a tener enormes dificultades para tratar con la gente. Aunque era muy comunicativa, para no estropear la conversación, permanecía en silencio mientras todos hablaban a su alrededor. Ella no tenía con quién hablar, excepto conmigo, porque en cualquier caso yo estaría con ella. Sin embargo, ella notó que, a pesar de mi voz fuerte, estaba haciendo un gran esfuerzo para mantener una conversación y ella no quería eso.
Dr. Plinio con su hermana, el 13 de diciembre 1988
Además, su vista se estaba debilitando, lo que le hizo perder la capacidad de leer. Ella tenía una catarata muy avanzada, fue al oftalmólogo, pero yo tenía miedo de que la operaran, por algún efecto cardíaco o algo así. La cirugía de cataratas en aquella época era complicada, no como hoy que es casi un curativo. En esa situación, vi la tristeza cubriéndola como un paño mortuorio y tendiendo a convertirla en una especie de muerta viviente.
Sin embargo, ella se lo tomó todo con normalidad, con tristeza es cierto, pero con la tranquilidad y la dulzura que la caracterizaban, que representaba su naturalidad con el dolor. Era un cuadro que significó para ella un ocaso terrible e irremediable, que duraría quizá dos años hasta que volviera a salir el sol.
Solución inesperada por un filial sacrificio
Conociendo unos audífonos americanos muy buenos que podrían solucionar su caso, decidí llamar a la firma fabricante para que enviaran un experto. Recuerdo que estábamos al final del almuerzo cuando llegó el especialista. Lo hice entrar, puso la caja con el material y nos hizo una exposición. Se lo explicó en voz alta para que ella pudiera seguirlo y luego hizo la aplicación, insertando un dispositivo en cada oído. Ella inmediatamente comenzó a escuchar muy bien, uniéndose a la conversación.
Vi eso y pensé: “Haré cualquier sacrificio, pero le compraré eso”. Pregunté el precio y el hombre me dio un valor disparatado para aquella época, hace unos cincuenta o sesenta años: ¡400 contos! Mis condiciones no me permitían darle esa cantidad. Pero, confiando, cerré el trato con el empleado y escribí el cheque allí mismo. Esa noche, durante la cena, ella hablaba con total normalidad.
Al principio su actitud era incluso de desconfianza. Porque cuando yo era pequeño ella estaba en Europa y compró un aparato, probablemente muy caro, que era como un abanico de señora, hecho enteramente de carey; colocando la punta entre los dientes, parece que se escucha un poco más de vibración. Dijeron que el caparazón de la tortuga tenía una propiedad especial como un conductor de sonido o algo así. El hecho es que ella trajo este objeto a Brasil. Pero en esas circunstancias, con su avanzado problema de audición, ya no le servía de nada. Estuvo en el cajón durante un tiempo indefinido y luego nunca más fue usado.
Docilidad en las cosas más pequeñas
Ella usó el audífono por el resto de su vida. Sin embargo, a cierta altura, empezó a quitárselo para intentar escuchar sin él, lo cual era una contradicción. Tal vez tenía la esperanza de que, habiendo oído tan bien con el aparato, quitárselo sería como encender el “motor” y empezaría a oír. Yo fui firme y con mucho cariño le dije:
—Querida, no tiene ningún propósito. Tienes el dispositivo, póntelo y úsalo.
Ella dijo:
—¿Crees que es necesario?
—¿Cómo es que no es necesario?
Luego, muy suavemente, con la dulzura de la que hacía gala en las cosas más pequeñas, le ponía el aparato y continuaba hablando.
Velando y revelando, según era necesario
El Dr. Plinio visitando la sepultura de Doña Lucilia en mayo de 1993
En cuanto a mi lucha, ¿cómo lo tomaba y qué sufrimiento implicaba para ella? Mamá siempre tenía mucho cuidado –ya sea conmigo o con mi hermana– de no decir una palabra que pudiera alentar la vanidad y la autocontemplación. Así que no decía nada sobre mí. Pude notar que ella vislumbraba algo de mi misión, pero no sé exactamente qué era y no sé hasta qué punto lo entendía o no.
La realidad de su tiempo era muy diferente de lo que constituyó el escenario de toda mi lucha dentro de la Iglesia. Todo cambió a su alrededor sin que ella cambiara en absoluto. También intervino la mano de la Providencia, velando por ella, y yo mismo velaba a ella lo más que podía, para no preocuparla. Algunos personajes, por ejemplo, los consideraba verdaderos santos. Ella rara vez salía de casa y no tenía mucho contacto con la gente. Yo, en buena medida, le abría los ojos, mostrándole las cosas como eran, dándole una visión más objetiva de la realidad y ofreciéndole así más caminos para amar a Dios. A veces mi padre me susurraba: “Sí, sólo lo dices tú… si fuera otra persona —la otra persona era él— se armaría un alboroto…” Pero yo le decía irreductiblemente algunas verdades. Cuando una persona llega a cierta edad y se forma una visión definitiva de las cosas, es más prudente intentar no cambiar nada. Porque, a fuerza de querer reformar los principios, de repente un martillazo cae sobre un diamante, y hay que tener cuidado. Pero ese no fue el caso de mamá.
Incomprensiones que mitigaron el sufrimiento
Ella no relacionaba exactamente toda la lucha que yo había librado con el impacto negativo que eso tuvo en mi situación. Para ella, el hijo de una paulistana de cuatrocientos años no dependía del apoyo del clero y de los medios de comunicación católicos. Era un paulista de cuatrocientos años, y eso era todo. ¿Qué podría representar a sus ojos el declive de mi influencia como líder católico y el papel que eso jugó en mi vida? No sé. Ella era de una época en que en São Paulo casi no había buenos profesores y por eso los que elegían esa profesión eran bien pagados. Y ella, por debilidad de madre, se imaginaba que yo era muy buen profesor, y por eso pensaba que ganaba un buen sueldo. Su padre ganaba mucho dinero ejerciendo la abogacía y ella se imaginaba que yo también ganaba mucho. Ella vio que, poco a poco, yo iba progresando económicamente y se hizo a la idea de que yo ahorraba dinero como lo hacía su padre y no me preguntaba nada. Ella pensaba que yo llevaba una vida mucho más tranquila de lo que parecía a primera vista. Mi hermana era una persona casi de mi edad y por tanto actualizada, y entendía mucho mejor las cosas. Y vi cómo ambas tomaban de manera diferente lo que me pasaba. Con motivo del libro “En Defensa de la Acción Católica”, una buena parte del clero rompió conmigo. En esas circunstancias, tuve que explicarle a Doña Lucilia lo que estaba pasando. Ella nunca volvió a mencionar el tema, excepto en una ocasión para contarme que mientras yo estaba trabajando en la oficina, mi hermana había llegado a casa a verla y, en la conversación, le dijo a mi hermana las mismas cosas que yo le había dicho a ella. Naturalmente, ella hervía de indignación: “Plinio, por idealismo, se pone del lado de quien cree que tiene razón y así no progresa”. Mamá me dijo esto con calma, porque pensó que mi hermana era inteligente y podría decirme algo útil. Pero, al final, no percibía el tenor de la lucha, lo que en parte mitigó lo que podría ser la causa de nuevos sufrimientos y dolores…
(Extraído de conferencia del 27/5/1993)
Del latín: es justo y necesario, nuestro deber y salvación. ↩︎