Solicitud para con el sufrimiento ajeno

En una actitud opuesta a la culturada por el optimismo ciego de ciertas de épocas, Doña Lucilia tomaba el sufrimiento como un componente ineludible de este «valle de lágrimas», a ser aceptado con resignación y confianza en la misericordia divina. Como señala el Dr. Plinio, esta postura serena ante el dolor la inclinaba constantemente para la compasión y la caridad en relación al próximo abatido por los reveses e infortunios de la vida.

En su existencia cotidiana, mamá se relacionaba con los demás teniendo como fondo de cuadro el presupuesto de que la vida humana trae necesariamente, para todo hombre, grandes sufrimientos. Después del pecado original, cada criatura humana está sujeta a sufrir y, por lo tanto, no existen los grandes gozadores. El bon vivant es, en realidad, un sufriente que disfraza su padecimiento.

Doña Lucilia en 1959 en una conferencia del Dr. Plinio Profundamente compasiva, Doña Lucilia entendía que la principal solicitud de la Providencia para con los los hombres son de permitirles un sufrimiento proporcionado y equilibrado que los santifica.

Pena de quien no sufriera

Por otro lado, Doña Lucilia establecía sus relaciones en el hecho de ir a buscar -con la discreción y el buen sentido convenientes- del sufrimiento del prójimo para ayudarle. Es decir, evitaba ese sistema desgraciadamente común de los contactos de egoísmo con egoísmo, que acaban generando penas mutuas. Por eso, ella tenía también como presupuesto que mi vida era muy sembrada de sufrimientos, y veía en esa circunstancia una condición para la elevación de mi alma, así como la de cualquier persona.

De ahí, creo que ella tendría mucha pena de quien no sufriera, juzgándole en cierto modo menos querido por Dios. Es decir, según la visión de ella, la principal solicitud de la Providencia Divina hacia los hombres no es, como sólo se considera, evitarles todo dolor, sino permitirles un cierto sufrimiento proporcionado y equilibrado que los santifica.

Preocupación por las dificultades del hijo

…con el favor de Nuestra Señora, me fue posible mantener la entera regularidad de situación para ella, sosteniendo el tenor de existencia material a la que estaba habituada.

En ese sentido, mamá percibía que me encontraba inmerso en un conjunto de lides apostólicas. Tal vez no advertía hasta qué punto esas luchas eran simultáneas y cómo constituían un verdadero bloqueo de pruebas, amenazando con el zozobro completo de nuestra obra, de un momento a otro. O, si percibía, era de manera no muy nítida. Lo cierto es que rezaba asiduamente por mí, y por esa actitud teníamos idea de cuánto se preocupaba de mi situación.

Pero, sobre todo, lo que menos podía calcular eran las dificultades financieras, sin embargo crecientes. De esto, mamá – persona de un tiempo en que la vida, desde el punto de vista económico, era más fácil – no tuvo ni siquiera vislumbre, pues, con el favor de Nuestra Señora, me fue posible mantener la entera regularidad de situación para ella, sosteniendo el tenor de existencia material a la que estaba habituada.

Por lo demás, ella percibía una inmensidad de sufrimientos y batallas que enfrentaba. Y en eso quedábamos.

Apoyo y entendimientos recíprocos

En cuanto a esta relación de Doña Lucilia, quisiera subrayar este aspecto: una vez que ella pretendía establecer sus contactos bajo una base seria, creía que el trato no debía ser carrancudo, sino hecho de confianza mutua, expresa, si no verbalmente, al menos por gestos, con apoyo y entendimiento recíprocos, en tono de seriedad con un fondo de melancolía. Tal vez las generaciones más jóvenes no tengan idea de cómo esa postura era, para muchos, fuera de moda en los últimos años de la vida de mamá, que correspondieron a un cierto período de progreso económico en Brasil. Muchos vivían en la alegría por la alegría, no queriendo encarar de frente el lado penoso del día a día. De ahí cierta incompatibilidad con Doña Lucilia. Por ejemplo, sucediendo algo triste con algún conocido, mamá se juzgaba en el deber de contar a otros amigos comunes. La reacción de éste o de aquel: «Si no puedo remediarlo que no me cuente nada, porque ya bastan las cosas que me aburren «. En otras palabras, «transmita sólo las buenas noticias» …

Nostalgias: ornato de la vida

Aun en esta consideración del sufrimiento, es interesante considerar que, para ella, las nostalgias eran un ornato de la vida. Recordar a las personas antiguas, ya fallecidas, de las costumbres que hubo, del tiempo que pasó, de los lances difíciles y alegres de la vida de los que ya fueron, constituía habitualmente – sin convertirse en idea fija – un modo de poblar su cabeza. Como es natural, esa peculiaridad proyectaba un fondo de nostalgia y de tristeza en la convivencia con ella, además de ser estrictamente contrario a los estilos del período favorable a la economía nacional, a la que me referí. Para los adeptos de la felicidad sin niebla, no se debía aludir a la muerte de algún pariente, ni comentar al respecto, a no ser para el inventario, pues se trataba de olvidar cualquier elemento de tristeza. Ahora, para Doña Lucilia era lo contrario. Con frecuencia recordaba tal persona, tal otra, figuras que a veces los propios circunstantes no habían conocido y ella les hacía conocer a través del recuerdo de éste o de aquel hecho, etc. Hábito este completamente alejado por el mundo de entonces.

Lo obligado era hablar de las invenciones más recientes, de los avances de la técnica, de la medicina, de las últimas excentricidades de la moda, de las canciones más salientes. La historia era el cementerio de la vida de los hombres, y en vez de cuidar del pasado, importaba el momento presente.

No será difícil comprender cómo esa mentalidad moderna era en todo diferente a la del mundo en que Doña Lucilia vivió y formó su espíritu, tan compasivo y solícito hacia la tristeza y el sufrimiento del prójimo.

(Extraído de conferencia em 17/6/1982)

Recordar, mirar, sonreír y sentir

Tomado por un profundo respeto por todo cuanto se refería a Doña Lucilia, al volver a ver los zapatos con los cuales ella había sido sepultada – recuperados durante la exhumación de sus restos –, el Dr. Plinio recordaba cómo su saudosa madre le había enseñado a enfrentar las situaciones difíciles de la vida.

Desde una edad muy temprana, yo me habitué a llamar a Doña Lucilia de mãezinha (En portugués, diminutivo de mamá.) y hasta de “manguinha”. Sin embargo, excepto eso, nunca usaba un diminutivo para cosas referentes a ella. Porque, como yo era muy pequeño, mi madre me parecía grande. Me acuerdo de ella con el traje con el
cual le fue tomada una foto de cuerpo entero, en París, y me acuerdo de mí mismo mirando a mi madre y pensando: “¡Cómo es de alta!”.

Cómo enfrentar las realidades penosas

En eso entraba un fondo de respeto y de una suma seriedad con la cual yo tomaba todo lo que decía respecto a ella. De tal manera que me parecería poner un sello de muerte sobre mi vocabulario si me refiriese a ella, después de muerta, con términos que yo no usaba durante su vida.
A veces oigo a algunas personas referirse a los zapatos con los cuales mi madre fue sepultada, con el diminutivo de “zapaticos”. No censuro ni disuado eso, y comprendo que es una forma más afectuosa y hasta entra más respeto en el modo de decirlo. Todas las veces que lo oí, las personas lo dijeron de un modo muy respetuoso que me agradó. Por lo tanto, no hay ningún problema. Pero esa no es mi costumbre.
La primera impresión que tuve al ver los zapatos de mi madre, después de la exhumación de sus restos mortales, fue la siguiente. Cuando se hizo la exhumación, yo daba por seguro que, o no había quedado nada de los zapatos, o serían inhumados de nuevo y por lo tanto no los iba a volver a ver. Como en todo lo que dice respecto a mi madre cuando me separé de ella con ocasión de su entierro, di eso por sumergido en la eternidad y por remitido a la resurrección de los muertos.
Sé muy bien que en la resurrección de los muertos las personas no van a usar más zapatos, y que los fallecidos no resucitan con los zapatos usados cuando son sepultados. Pero eso expresaba una separación, una dilaceración, una ruptura que era necesario enfrentar como se enfrentan las realidades penosas y, sobre todo, las penosísimas.

Yo aprendí precisamente de ella, desde niño, a beber las cosas penosas y las penosísimas no a sorbos, sino de un solo trago.

Una pequeña batalla con el aceite de hígado de bacalao

Ella nos hacía tomar un fortificante que en ese tiempo era tenido como muy bueno: aceite de hígado de bacalao. ¡Es de un gusto detestable!
Y mi hermana, una primita educada con nosotros y yo, no queríamos beberlo. Ella nos obligaba inexorablemente a tomarlo. Este era el proceso que ella empleaba como medio de atenuación: mezclaba una dosis de un buen vino tinto francés o portugués – compatible para un niño –, de tal modo que endulzase el fortificante. Las dos substancias no se mezclan, pero por lo menos son dos sabores que se degluten juntos.
Sin embargo, ella no permitía que se bebiese poco a poco. ¡Era de un solo trago! ¡Y las sugerencias más o menos fraudulentas que hace cualquier niño – primero beber el vino y después el aceite – no las toleraba! ¡No entraban en consideración!
Y había un nuevo atenuante: si durante los meses fríos del año tomásemos ese aceite sin quejarnos, ella nos llevaba a una casa de juguetes – la mejor que había en São Paulo – y cada uno tenía derecho a un juguete extra, además del de Navidad.
Doña Lucilia me obligaba a tomar ese aceite por medio de la autoridad vigorosa de la Fräulein (Del alemán: señorita. El Dr. Plinio se refiere a su preceptora alemana, la Srta. Mathilde Heldmann), que no tenía las maneras mimosas de mi madre. Ella ponía el aceite en la cuchara, lo acercaba a mis labios, me mandaba a abrir la boca, y de hecho el aceite entraba en mi garganta, no había otra salida. Yo era niño, pero reflexionaba a ese respecto. Y gracias a Dios, crónicamente de acuerdo con mi madre, aun cuando no me gustara, pensaba: “Ella tiene razón. Ya lo bebí, no pienso más en eso hasta mañana. Ahora voy a continuar con la vida normal.”
Y así me habitué también a hacer con las clases del colegio, con todo lo desagradable: saltar encima de lo desagradable y hacerlo enseguida, y después hacer lo agradable, agradablemente, por sorbos, deleitándome.
Y así, habituado a una vida en que la parte del vino tinto se iba haciendo cada vez menor y la cantidad de aceite de hígado de bacalao cada vez mayor, fui siguiendo siempre ese sistema.
Cuando llegó la hora del encuentro de ella con Dios, lo engullí de una sola vez. “¡Esa separación es para siempre! En el Cielo la verás, porque eres católico y crees en la resurrección de los muertos. ¡Aguanta firme!”

El tiempo ofrecido a Nuestra Señora debe ser empleado con toda seriedad

 ¡Imaginen la impresión deliciosa –una especie de retroceso en el tiempo – cuando vi aquellos zapatos que yo suponía que nunca más iba a volver a ver, y que me hablaban tanto de ella! De repente salen de las sombras de la muerte, de la renuncia completa, emergen y se presentan bien arreglados, de acuerdo al gusto de ella, de tal manera que todo lo que pudiese recordar la corrupción de la sepultura estaba cuidadosamente apartado, todo estaba perfecto. Era una especie de odisea de aquellos zapatos que para mí significaban mucho. Evidentemente, yo no podía dejar de quedar profundamente conmovido.
Esa primera impresión fue tan profunda, que me vino otro hábito mental, infundido también por ella y correlato con ese: “Muy bien, magnífico. Pero ahora llegó el momento del trabajo, y eso te va a molestar. Cierra la gaveta y no pienses más en eso hasta que tengas un poco de tiempo. ¡Sé disciplinado y no permitas que el tiempo consagrado a Nuestra Señora sea entregado a consideraciones que serían muy legítimas y de un orden que Ella puede desear, pero en este momento en que María Santísima quiere otras luchas, déjalas de lado y veamos si ahora trabajas con toda seriedad!”
Dudo que quien trabajó conmigo haya notado enseguida que yo me estaba dejando alterar en algo con ese recuerdo suavísimo. Mantuve los zapatos bajo llave hasta que, estando solo, pudiese rememorar.
Hice consideraciones sobre el momento en que eso llegaba a mis manos, lo que eso representaba, etc. Habría sido muy legítimo que las hubiese hecho antes. Y cuando me acuerdo de los zapatos y del hecho, el asunto me toma, es decir, no es que yo tenga la vivencia– porque no sé bien en qué consisten las famosas vivencias –, pero si es así, lo
que voy a decir es una cosa buena.

Sentimientos densos de pensamiento

 Al ver sus zapatos, cuando tengo en mente que están en la sala en que me encuentro, con el bastón y el chal [de Doña Lucilia] – más que estos últimos, porque la acompañaron en la sepultura –, ¿qué impresión tengo? Por una asociación de imágenes, me acuerdo de varias cosas de ella – lo cual puede sucederle a todo el mundo, por ejemplo, a propósito de un par de guantes que perteneció a alguien – no de hechos, sino
de estados de espíritu. De situaciones que me vienen a la mente con tanta vida que, habituado como estoy a la presencia de ella – una presencia tan sugestiva de sentimientos densos de pensamientos, sin dejar de ser sentimientos –, no soy propenso a discurrir sobre el asunto, sino simplemente a recordar, mirar, sonreír, y a sentir…
Ni siquiera tuve tiempo todavía para reflexiones. ¿Estas vendrán? Es posible. Si vienen, las transmitiré. No voy a forzar nada; voy a dejar que las cosas corran y que la bobina de mis recuerdos gire normalmente con mis velocidades, dado que soy hijo de Doña Lucilia y ella me quería así… Además, es necesario tomar en cuenta que la gracia probablemente sopla así.
Aunque yo sea tan exigente en materia de verdad y de error, de bien y de mal, esos valores no están envueltos en este caso, permitiéndome una normal libertad de espíritu y de modo de ser, que me parece algo bueno, para que no nos volvamos robots de nuestros propios principios, sino para movernos con ellos de un modo vivo.

(Extraído de conferencia de 31/8/1982)

 

la caridad de Doña Lucilia

Siempre llena de desvelo por los que la rodeaban, Doña Lucilia constituía un ejemplo vivo de confianza en Dios: caridad al relacionarse, ánimo en los momentos difíciles y alegría incluso delante de pequeños beneficios. 

Doña Lucilia era muy unida a su hermana más joven, aunque también se llevaba muy bien con su otra hermana que, sobre todo durante cierto período, iba mucho a nuestra casa, a pesar de que a veces discutían.

En defensa de los principios

Una vez yo estaba trabajando en mi escritorio y percibí que la criada llevaba una bandeja con la merienda a Doña Lucilia y a su hermana, en una sala donde mi madre acostumbraba a permanecer. Yo oía a lo lejos la conversación, aunque no prestaba atención porque estaba preparando una clase para la Facultad de Derecho.
En cierto momento percibí que las dos levantaron la voz. La conversación había tomado el tono de una discusión. Eso era rarísimo en mi madre, ¡rarísimo! Creo que fue un hecho único en su vida.

Paré de trabajar para ver un poco qué pasaba, porque conforme fuese yo intervendría. Yo no iba a perder tiempo para intervenir si fuese una pequeña discusión que se resolviese de cualquier manera. Percibí que eran dos asuntos que volvían alternadamente a la discusión: la hermana de ella era medio nazi y a favor del divorcio; mi madre no era favorable al divorcio y antinazi y, por esa causa, se encendió la discusión. Las dos estaban tan alteradas que yo me levanté, fui donde ellas y pregunté:
– ¿Qué pasa? ¿Qué propósito tiene esto? Lo dije en tono de broma. Las dos entendieron y el asunto se deshizo. En esa ocasión vi que mi madre juzgó sus principios contundidos y negados, y yo no estaba cerca para reivindicarlos. Ahí ella entró en escena y fue categórica: discutió con argumentos. La cosa llegó al punto de una discusión, y de una discusión seria. No entraba amor propio, sino el sentido de defensa de los principios. Yo nunca la había visto tomar una actitud así, porque cuando yo estaba cerca me iba de espada o de lanza en ristre por encima de la persona, y ella me dejaba. Pero no estando cerca yo, la cosa fue así. Yo les dije que no tratasen más del tema, pues sería mejor. ¿Qué propósito tenía que dos señoras mayores discutieran por causa de eso? Era mejor no discutir. Nunca más trataron de ese asunto entre sí y se acabó.

Desvelo hacia su hermana más joven

Sala de trabajo del Dr. Plinio en su residencia, en la Rua Alagoas, São Paulo

La otra hermana, trece años más joven que lla, había nacido con un defecto en la columna, y mi madre le hacía todos los curativos y ejercicios que los médicos de aquel tiempo querían que las personas hiciesen para corregirse de ese mal.
Mi madre fue quien tomó los mil cuidados recomendados: se levantaba temprano, mandaba a llamar a una masajista para hacer ejercicios de flexibilidad todos los días, después llevaba a su hermana al jardín, todavía con el frío de la mañana. Los médicos querían –no sé si con mucha razón– que ella cogiese el aire de la mañana, antes de calentar. Mi madre era friolenta, pero iba al jardín y paseaba con la niña. Y todo eso con tanta dulzura que mi tía tenía una verdadera locura por ella y la conservó hasta el fin de su vida. Aconteció, sin embargo, que con la vida muy atareada y mi tía viviendo muy lejos, en fin, toda una serie de circunstancias, en un período de algunos años antes de que mi tía muriese, ella frecuentó mucho menos nuestra casa. En esa época la atacó el mal de Parkinson, un mal aflictivo. La persona comienza a temblar y puede acabar en silla de ruedas, sin siquiera conseguir hablar. En los últimos años mi tía casi no podía andar. Mi madre también comenzó a sufrir dolores en las plantas de los pies, que su médico atribuía a la vejez; en fin, por esa razón ella comenzó a usar silla de ruedas. Acostada en la cama no le dolía nada y al caminar le dolía. Y mi tía iba a visitar a mi madre porque no tenía a donde ir. Ella había dejado todo: la presidencia de la Liga de Señoras Católicas y sus relaciones, porque personas así no son bien vistas ni procuradas. Comenzó, entonces, a procurar a mi madre.
No necesito decir cómo la recibió mi madre. En primer lugar, no hizo ninguna queja por el tiempo en que ella no la había visitado. La recibió como si hubiese estado con ella en la víspera.

Comedor de la residencia del Dr. Plinio

Una noche, cuando llegué a la cena, para alimentar la conversación –mi madre todavía no estaba usando la silla de ruedas– le pregunté:
– Mi bien, ¿cómo fue la tarde de hoy?
Ella dijo:
– Estuvo aquí tu tía.
– ¿Qué hicieron?
Ella dijo:
– Pasé la tarde ayudándola.
Yo dije:
– ¿Y cómo la ayudó?
Mi madre dijo:
– Ella se siente a veces agobiada por el malestar que la enfermedad causa. Ora ella quiere caminar y se cansa, entonces quiere parar; parando, queda un poco nerviosa y quiere caminar de nuevo.
Eso se reflejaba en el hecho de que ella no se estabilizaba en ninguna posición. Entonces ella le decía a mi madre – ella llamaba a mi madre Qui:
Qui, ¿caminamos un poco por el corredor?
Las dos caminaban un poco por el corredor hasta que ella se cansaba. Mi madre nunca se cansaba antes de que la enferma se cansara. Y mi madre con dolor en los pies. Después pasaban a la sala de trabajo –quedaba más al alcance del corredor–, se sentaban
en el sofá y comenzaban a conversar.
Mi madre contaba:
– De repente yo notaba que ella se afligía y le preguntaba: “Hija mía, ¿quiere caminar un poco?”
Ella decía:
– Me gustaría…
Mi madre continuaba:
– Volvimos a caminar de nuevo y así fuimos conversando durante toda la tarde, vino la merienda y la tomamos juntas. Le ayudé a tomar la merienda y después su marido la vino a recoger.

El lumen de la caridad de Doña Lucilia

De izquierda a derecha: Rosée, Doña Lucilia, Ilka, Plinio y Doña Zilí

Yo sentí lo pungente de la situación. Las dos estaban caminando hacia la muerte: mi tía murió incluso antes que mi madre. Ellas estaban caminando hacia la invalidez.
Las dos, apoyándose en el corredor, en el vaivén de un corredor que no es largo, entraban en el cuarto de mi madre y llegaban hasta el hall. Caminaban, caminaban y el apoyo mutuo que se prestaban en eso, el afecto que tenían me daba un aspecto más
de la vida de familia vivido bajo el lumen de la caridad de mi madre.

Lo más curioso es lo siguiente: lo trágico, aunque muy acogedor dentro de la tragedia. Ellas estaban en casa, a gusto, juntas, a cada una le gustaba mucho la compañía de la otra y tomaban su tecito. Así, la vida de mi madre estaba llena de pequeños episodios de ese tipo.

Eso, al pie de la letra, cristianiza. La persona se abre al Sagrado Corazón de Jesús, a Nuestra Señora, a toda la atmósfera de la piedad católica. Y queda con una especie de confianza en Dios, que nace de eso. Porque, es curioso, de ese modo de tratar a los otros, brota en el alma de quien trata así una actitud muy confiada con relación a Dios. Eso quiere decir lo siguiente: si una persona penetra de tal forma en la situación psicológica de otro y ve cómo tratar bien a ese otro, la persona, a fortiori si es probada por Dios, sabe entender bien cuál es el propósito por el cual el Sagrado Corazón de Jesús o el Inmaculado Corazón de María mandaron esa prueba. Y sabe recibir la prueba con cariño, sabiendo que está correspondiendo a las intenciones benévolas de ellos.
Aunque estemos sufriendo mucho, eso da una confianza en Dios de que nuestra oración será atendida. Dios es Padre, Él nos está haciendo el bien. Nosotros somos los que no entendemos lo que nos conviene. Eso es confianza.

Claro que una persona con el estado de espíritu de Doña Lucilia tiene mucha más propensión a confiar en Dios que una que trata a otros con desprecio y que, por lo tanto, es llevada a tratar al propio Dios también con desprecio, y cree que Él trata a las almas así. Entonces, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, al Inmaculado Corazón de María, la confianza en la misericordia de los santos y de los ángeles, etc., se instala mucho más fácilmente en un alma con ese lumen.

Otro aspecto de la confianza en Dios

Hasta sus últimos días, Doña Lucilia mantuvo la costumbre de tomar té todas las tardes en el comedor

Una tendencia que también hace parte de la confianza: alegrarse intensamente con las cosas buenas que Dios manda, aunque sean a veces cosas modestas.
Así también sucedía con uno u otro beneficio que alguien le hacía a Doña Lucilia.

Me acuerdo de un sobrino suyo que, en sus primeros tiempos de casado, iba muy frecuentemente a la hacienda. Yendo una vez, le indicaron una panadería en Campinas, que hacía roscas y otras cosas muy buenas, muy convenientes para la nutrición de ella.
El sobrino le compró un paquete grande de roscas y se las llevó, preguntando si ella quería. Ella las probó, le parecieron deliciosas y eran del tipo dietético que le convenía enteramente. El sobrino, entonces, fue muy amable e hizo una especie de trato con el dueño de la panadería, de tal forma que cuando pasaba por allá, pitaba y el hombre ya le traía el paquete. Llegaba a São Paulo y se lo llevaba a la casa o mandaba a una persona a entregárselo a mi madre. Ella recibía regularmente esas roscas. Creo que hasta morir eso fue así. A ella le gustaba contar ese hecho. Elogiaba las roscas, se las ofrecía a quien la estaba visitando y preguntaba si le hacían bien a la salud. Si la merienda de ella era en ese momento, le preparaba una merienda no dietética a la persona y le insistía al visitante que comiese la rosca, para ver cómo le iba a hacer bien. Después decía:
– Mi sobrino es muy buena persona, él hace…
Toda una cantilena en la cual ella asentaba ese hecho –realmente un gesto extremamente simpático y afectuoso del sobrino–, tratado por ella como si fuese algo magnífico, extraordinario. Ella tenía más gusto de ver el cariño y el gesto amable del sobrino de lo que tenía en saborear las roscas. En fin, de hecho, resolvía un pequeño problema de su vida.

Lo que movía a mi madre a actuar de ese modo era la convicción de que la criatura humana debe ser así. Una prueba y un estímulo supremo es el ejemplo del Sagrado Corazón de Jesús. Ahora bien, como yo lo adoro a Él y sólo me gustan con toda el alma las personas cuando son así, yo también seré de esa forma con los otros. Teniendo una convivencia asidua con una persona como Doña Lucilia es muy fácil banalizar eso, si no se tiene un verdadero amor a la virtud o a las cualidades que la persona tiene. Todas las decadencias comienzan por esa banalización.

(Extraído de una conferencia del 9/8/1986)

Reflejo de la compasión del Salvador

 

      La compasión de Doña Lucilia por aquellos a quienes veía sufrir era llena de afecto y respeto, sin nunca esperar retribución de parte de sus beneficiados, verdadero reflejo de la misericordia del Sagrado Corazón.

Con respecto a mi madre he dicho varias veces que ella no era más que un ama de casa con una cultura afrancesada, y ligeramente inglesa, de las señoras de buena familia de su tiempo. Ella poseía esa cultura suficientemente, aunque no se destacaba por su inteligencia.

Finura de percepción

Me llamaba mucho la atención que en cierto sentido ella se mostraba excepcionalmente inteligente, y era una forma de inteligencia ligada a la compasión y a la ayuda. Es decir, ella tenía una noción muy clara de todo lo que pudiese contundir o hacer sufrir a cualquier persona. Ella se daba cuenta inmediatamente.

Era una primera pregunta o una primera mirada – una mirada delicada – que ella ponía sobre la persona. El punto de partida era lo que la persona sufría. Dado que toda criatura humana sufre, ella procuraba ver cuál era el punto dolorido, el lado por donde la persona sufría, etc., y tomaba un cuidado extraordinario para no tener – ni de lejos – una distracción, una referencia en la conversación o cualquier cosa que pudiese hacer sufrir a esa persona de alguna forma, siendo en eso de una penetración y de una delicadeza verdaderamente notable.

Cristo con las manos atadas Iglesia de San Juan de los Reyes, Toledo, España

Pero ella también entendía muy bien – esto es una obra prima de psicología – dada la persona y las circunstancias, lo que debería hacer para ayudar y cuál era la forma de compasión que debería manifestar para atender esa forma de sufrimiento. En eso ella era muy fina de percepción y muy delicada al brindar su compasión. Porque la compasión se expresaba mucho más por la mirada y por las maneras que por lo que ella decía.

Discreción llena de afecto

Era casi imposible que ella procurase desvendar el santuario del sufrimiento de cada uno con palabras indiscretas, que la introdujesen en una intimidad que la persona, a veces legítimamente, no quería dar, a veces por amor propio o por mil razones. Pero en el modo de tratar y de agradar, de tal forma ella realzaba tan discretamente lo que veía de bueno, de honroso en la persona, que ésta se sentía envuelta por su afecto, pero no se sentía para nada solicitada o penetrada, ni invadida por una conmiseración inoportuna. Ella revelaba en eso mucho tacto. Era un modo aristocrático de tener pena.

Sin embargo, dejaba entender a la persona y a todo el mundo con quien trataba, que si quisiesen usar su bondad ella era una puerta que se abriría, pero nunca se abriría y llamaría a alguien hacia adentro. Eso no.

A veces eso aparecía en términos explícitos cuando se trataba de tomar la defensa de alguien que a ella le parecía ser objeto de un ataque demasiado cargado, o que no se tomaba en cuenta algún atenuante que la persona tenía.

Por ejemplo, ella tenía un hijo muy categórico, y ese hijo no hacía ceremonia cuando salía lanza en ristre. Ella a veces oía y decía:

– ¡Pobrecito!

Un “pobrecito” que me hacía sentir en qué aquel hombre era un sufridor. “¡Pobrecito!… Tampoco es para tanto…”. Casi como quien pedía compasión para ella personalmente.

– Filhão (En portugués, aumentativo afectuoso de hijo), ¿no notaste que él tiene tal cualidad?

– Pero, mi bien, mãezinha (En portugués, diminutivo afectuoso de mamá)– de acuerdo al momento –, ¿Ud. no nota que, si uno va a ver, eso da en liberalismo?

Ella decía:

– No, piensa lo que quieras, lo que sea la verdad, pero pon la verdad entera, pon también las cualidades.

Naturalmente, eso me impresionaba de un modo muy favorable, no necesito ni decir. Es absolutamente obvio.

Y si sucedía que en una situación crítica u otra cualquiera, ella tuviese que aproximarse y hablar con la persona, ella hablaba como quien entra en la punta de los pies en el santuario de la desventura de la persona. Ella trataba en un crescendo gradual

y sondeando el terreno, de tal forma que la persona, si quisiese, del modo más fácil del mundo, le haría entender que prefería que no entrase. Ella también cerraba el caso y estaba acabado.

Trato bondadoso y sin ilusiones

No piensen con eso que ella apenas veía el lado positivo de las personas. No. Ella no sólo veía muy bien las amarguras y las cosas duras que tiene la vida, sino que

nos prevenía para estar prontos para eso. Naturalmente, todo era visto según la experiencia de la vida de una señora que vive en el hogar.

Ella nunca fue lo que en mi tiempo de joven llamaban mujer paraíba: una mujer feminista que sale de la casa, toma ciertas actitudes, conoce la vida de los hombres, hace negocios y cosas de ese género. Ella era de un modo que era preciso haber conocido.

Yo doy un ejemplo que ella contó más de una vez.

Mi abuelo tenía una oficina de abogacía, y, entre otros clientes, tenía a una viuda rica y sin hijos. Ella tenía una casa muy buena, grande, con jardines, criadas, etc., pero era una persona muy aburrida.

Mi abuelo tenía pena de esa señora, porque ella tenía buena salud, tenía todo para hacer una vida feliz, pero vivía en una especie de aislamiento por causa de su mal genio. Era una señora de buenas costumbres, pero, por otra parte, era de un trato muy censurable.

Aconteció que un día ella se enfermó de repente y le escribió una carta a mi abuelo, contándole eso y pidiendo si podía conseguirle una criada, algo así, un favor de esa clase. Mi abuelo procuró a mi madre y le dijo:

– Tu madre no está en condiciones de dirigir nuestra casa con tanto movimiento y menos aún para cuidar a esa señora. Es una obligación de caridad nuestra recibirla y tratarla. Aquí hay tal cuarto – un cuarto de huéspedes –; voy a traerla aquí y tú la vas a tratar. Quiero que esa señora salga de nuestra casa encantada con tu caridad.

Mi madre, con pena de esa señora y para agradar a su padre, aceptó. Mi abuelo quedó tranquilo. Poco después llegó esa señora, mi madre la recibió con mil caricias, la acompañó hasta el cuarto, la trató como mejor no se la podría tratar.

Una hermana de mi madre, seis años más joven, pero ya francamente con edad para ayudar, trataba a esa señora con la “punta de los dedos”. Entraba en el cuarto una o dos veces al día, cuando ya estaba lista para salir a la calle:

– ¡Ah!, no quise salir a la calle sin saber cómo está Ud. ¿Ya está mejor, no? Conserve el optimismo, que todo saldrá bien.

Lo que equivale a decir al enfermo “no moleste” o “no se queje”. Eso una vez o dos por día y se acabó.

Y mi madre le decía a su hermana:

– Tú no puedes hacer eso. ¿No ves que papá no quiere eso? Además, pobrecita…

Mi tía decía:

– Vas a ver, estás haciendo por ella absurdos de dedicación sin ningún propósito, y cuando ella salga de aquí, si no sale en un féretro, sino viva, me va a agradecer a mí.

Mi madre ponía en duda que la cosa llegase a ese punto, porque la diferencia de trato era fabulosa. Pero, ¡dicho y hecho!

La señora se sanó y se preparó para volver a su casa. Había varias personas reunidas para despedirse de ella y entre otras estaba esa tía mía. La señora dijo al verla:

– ¡Ven acá! ¡Ah!, tú que fuiste mi ángel durante todo este período…

¡Esa es la maldad humana! De nada vale discutir, ni indagar. ¡Es hasta repugnante, eh!

Y le dio un regalo…

A mi madre apenas le dijo “gracias”. Mi madre no lo decía, pero mientras ella nunca fue bonita, su hermana era muy bonita, en la línea en que mi abuela era bonita y fascinaba. Por lo tanto, cualquier pequeño agrado de mi tía brillaba, y las dedicaciones sin nombre de mi madre, esa señora las tomaba así. En ese punto también está la maldad humana.

Mi madre me contaba eso y una vez me lo contó en presencia de esa tía mía, que acompañó con atención, riéndose en algunos pasajes, y al final dijo que había sido exactamente lo que ella contaba.

   Afecto que no esperaba retribución

Longinos clava la lanza en Jesús – Museo de la Semana Santa, Zamora, España

La moraleja del caso es que, si yo no hubiese sido formado así, por las faltas de retribución que recibo me volvería un hombre malo, y ella no quería eso. Ella quería que yo fuese bueno como ella lo era, y como consideraba que lo era su padre.

De hecho, mi abuelo tenía gestos como esos, de magnanimidad, de desconcertar. Ella contó varios. En ese punto la formación del padre sobre ella fue muy, muy eficaz. De ahí viene ese afecto que, a propósito, es necesario decir que las tres hijas tenían por el padre, un afecto que no las vi tener por nadie, y no vi que ninguna hija tuviese con su padre. No vi. Era una cosa sin igual. Querían mucho a su madre, la respetaban, pero la veneración era para con su padre.

Mi madre fue quien me formó en ese sentido. No estoy analizando si correspondí o no a la gracia de esa formación. Pero de ese modo casero ella me dio una filosofía. Ella no hablaba del pecado original ni nada de eso, pero contaba ese caso y quedaba entendido.

Una persona que saca esa conclusión de un pequeño hecho como ese, ve mucho más que lo que el común de las señoras ve a ese respecto y manifiesta allí una lucidez de vista, una penetración, un discernimiento – no me atrevo hablar de discernimiento de los espíritus –, de las psicologías y de las mentalidades muy grande. Lo cual es realmente muy bonito.

Si fuese necesario ella haría todo de nuevo, aun sabiendo que el resultado sería ese, pero aprovechando la experiencia de la última vez para preparar formas de servir mejor. ¡No se arrepentiría! Porque ella no lo hacía para recibir una retribución, sino para ser buena. En el fondo está Nuestro Señor Jesucristo, el Sagrado Corazón de Jesús.

Aquella frase del Corazón de Jesús a Santa Margarita María corresponde muy bien a eso: “He aquí el Corazón que tanto amó a los hombres y por ellos fue tan poco amado”. Toda actitud de Nuestro Señor durante la Pasión fue eso. A propósito, es uno de los trazos por los cuales se doblan las rodillas ante Él, ¿no? Porque llevó esa perfección moral hasta un grado inimaginable. Por ejemplo, Longinos, que perforó con la lanza su costado y salió un agua que curó a ese soldado de una especie de semi ceguera. Es decir, eso es Nuestro Señor Jesucristo por entero.

Así habría otros casos de ella para contar, ¡muchas cosas de ese género! Pero muchas, que ella sabía arreglar, mover, calmar; ¡muchas, muchas, muchas! 

(Extraído de conferencia de 9/8/1986)