Recordar, mirar, sonreír y sentir

Tomado por un profundo respeto por todo cuanto se refería a Doña Lucilia, al volver a ver los zapatos con los cuales ella había sido sepultada – recuperados durante la exhumación de sus restos –, el Dr. Plinio recordaba cómo su saudosa madre le había enseñado a enfrentar las situaciones difíciles de la vida.

Desde una edad muy temprana, yo me habitué a llamar a Doña Lucilia de mãezinha (En portugués, diminutivo de mamá.) y hasta de “manguinha”. Sin embargo, excepto eso, nunca usaba un diminutivo para cosas referentes a ella. Porque, como yo era muy pequeño, mi madre me parecía grande. Me acuerdo de ella con el traje con el
cual le fue tomada una foto de cuerpo entero, en París, y me acuerdo de mí mismo mirando a mi madre y pensando: “¡Cómo es de alta!”.

Cómo enfrentar las realidades penosas

En eso entraba un fondo de respeto y de una suma seriedad con la cual yo tomaba todo lo que decía respecto a ella. De tal manera que me parecería poner un sello de muerte sobre mi vocabulario si me refiriese a ella, después de muerta, con términos que yo no usaba durante su vida.
A veces oigo a algunas personas referirse a los zapatos con los cuales mi madre fue sepultada, con el diminutivo de “zapaticos”. No censuro ni disuado eso, y comprendo que es una forma más afectuosa y hasta entra más respeto en el modo de decirlo. Todas las veces que lo oí, las personas lo dijeron de un modo muy respetuoso que me agradó. Por lo tanto, no hay ningún problema. Pero esa no es mi costumbre.
La primera impresión que tuve al ver los zapatos de mi madre, después de la exhumación de sus restos mortales, fue la siguiente. Cuando se hizo la exhumación, yo daba por seguro que, o no había quedado nada de los zapatos, o serían inhumados de nuevo y por lo tanto no los iba a volver a ver. Como en todo lo que dice respecto a mi madre cuando me separé de ella con ocasión de su entierro, di eso por sumergido en la eternidad y por remitido a la resurrección de los muertos.
Sé muy bien que en la resurrección de los muertos las personas no van a usar más zapatos, y que los fallecidos no resucitan con los zapatos usados cuando son sepultados. Pero eso expresaba una separación, una dilaceración, una ruptura que era necesario enfrentar como se enfrentan las realidades penosas y, sobre todo, las penosísimas.

Yo aprendí precisamente de ella, desde niño, a beber las cosas penosas y las penosísimas no a sorbos, sino de un solo trago.

Una pequeña batalla con el aceite de hígado de bacalao

Ella nos hacía tomar un fortificante que en ese tiempo era tenido como muy bueno: aceite de hígado de bacalao. ¡Es de un gusto detestable!
Y mi hermana, una primita educada con nosotros y yo, no queríamos beberlo. Ella nos obligaba inexorablemente a tomarlo. Este era el proceso que ella empleaba como medio de atenuación: mezclaba una dosis de un buen vino tinto francés o portugués – compatible para un niño –, de tal modo que endulzase el fortificante. Las dos substancias no se mezclan, pero por lo menos son dos sabores que se degluten juntos.
Sin embargo, ella no permitía que se bebiese poco a poco. ¡Era de un solo trago! ¡Y las sugerencias más o menos fraudulentas que hace cualquier niño – primero beber el vino y después el aceite – no las toleraba! ¡No entraban en consideración!
Y había un nuevo atenuante: si durante los meses fríos del año tomásemos ese aceite sin quejarnos, ella nos llevaba a una casa de juguetes – la mejor que había en São Paulo – y cada uno tenía derecho a un juguete extra, además del de Navidad.
Doña Lucilia me obligaba a tomar ese aceite por medio de la autoridad vigorosa de la Fräulein (Del alemán: señorita. El Dr. Plinio se refiere a su preceptora alemana, la Srta. Mathilde Heldmann), que no tenía las maneras mimosas de mi madre. Ella ponía el aceite en la cuchara, lo acercaba a mis labios, me mandaba a abrir la boca, y de hecho el aceite entraba en mi garganta, no había otra salida. Yo era niño, pero reflexionaba a ese respecto. Y gracias a Dios, crónicamente de acuerdo con mi madre, aun cuando no me gustara, pensaba: “Ella tiene razón. Ya lo bebí, no pienso más en eso hasta mañana. Ahora voy a continuar con la vida normal.”
Y así me habitué también a hacer con las clases del colegio, con todo lo desagradable: saltar encima de lo desagradable y hacerlo enseguida, y después hacer lo agradable, agradablemente, por sorbos, deleitándome.
Y así, habituado a una vida en que la parte del vino tinto se iba haciendo cada vez menor y la cantidad de aceite de hígado de bacalao cada vez mayor, fui siguiendo siempre ese sistema.
Cuando llegó la hora del encuentro de ella con Dios, lo engullí de una sola vez. “¡Esa separación es para siempre! En el Cielo la verás, porque eres católico y crees en la resurrección de los muertos. ¡Aguanta firme!”

El tiempo ofrecido a Nuestra Señora debe ser empleado con toda seriedad

 ¡Imaginen la impresión deliciosa –una especie de retroceso en el tiempo – cuando vi aquellos zapatos que yo suponía que nunca más iba a volver a ver, y que me hablaban tanto de ella! De repente salen de las sombras de la muerte, de la renuncia completa, emergen y se presentan bien arreglados, de acuerdo al gusto de ella, de tal manera que todo lo que pudiese recordar la corrupción de la sepultura estaba cuidadosamente apartado, todo estaba perfecto. Era una especie de odisea de aquellos zapatos que para mí significaban mucho. Evidentemente, yo no podía dejar de quedar profundamente conmovido.
Esa primera impresión fue tan profunda, que me vino otro hábito mental, infundido también por ella y correlato con ese: “Muy bien, magnífico. Pero ahora llegó el momento del trabajo, y eso te va a molestar. Cierra la gaveta y no pienses más en eso hasta que tengas un poco de tiempo. ¡Sé disciplinado y no permitas que el tiempo consagrado a Nuestra Señora sea entregado a consideraciones que serían muy legítimas y de un orden que Ella puede desear, pero en este momento en que María Santísima quiere otras luchas, déjalas de lado y veamos si ahora trabajas con toda seriedad!”
Dudo que quien trabajó conmigo haya notado enseguida que yo me estaba dejando alterar en algo con ese recuerdo suavísimo. Mantuve los zapatos bajo llave hasta que, estando solo, pudiese rememorar.
Hice consideraciones sobre el momento en que eso llegaba a mis manos, lo que eso representaba, etc. Habría sido muy legítimo que las hubiese hecho antes. Y cuando me acuerdo de los zapatos y del hecho, el asunto me toma, es decir, no es que yo tenga la vivencia– porque no sé bien en qué consisten las famosas vivencias –, pero si es así, lo
que voy a decir es una cosa buena.

Sentimientos densos de pensamiento

 Al ver sus zapatos, cuando tengo en mente que están en la sala en que me encuentro, con el bastón y el chal [de Doña Lucilia] – más que estos últimos, porque la acompañaron en la sepultura –, ¿qué impresión tengo? Por una asociación de imágenes, me acuerdo de varias cosas de ella – lo cual puede sucederle a todo el mundo, por ejemplo, a propósito de un par de guantes que perteneció a alguien – no de hechos, sino
de estados de espíritu. De situaciones que me vienen a la mente con tanta vida que, habituado como estoy a la presencia de ella – una presencia tan sugestiva de sentimientos densos de pensamientos, sin dejar de ser sentimientos –, no soy propenso a discurrir sobre el asunto, sino simplemente a recordar, mirar, sonreír, y a sentir…
Ni siquiera tuve tiempo todavía para reflexiones. ¿Estas vendrán? Es posible. Si vienen, las transmitiré. No voy a forzar nada; voy a dejar que las cosas corran y que la bobina de mis recuerdos gire normalmente con mis velocidades, dado que soy hijo de Doña Lucilia y ella me quería así… Además, es necesario tomar en cuenta que la gracia probablemente sopla así.
Aunque yo sea tan exigente en materia de verdad y de error, de bien y de mal, esos valores no están envueltos en este caso, permitiéndome una normal libertad de espíritu y de modo de ser, que me parece algo bueno, para que no nos volvamos robots de nuestros propios principios, sino para movernos con ellos de un modo vivo.

(Extraído de conferencia de 31/8/1982)