El ímpetu de Doña Lucilia al increpar el mal

Cuando se trataba de algo pésimo que estaba en vías de realizarse, y cuyo curso ella podía impedir, Doña Lucilia levantaba todo el cuerpo, alzaba el cuello, sus ojos se volvían fogosos y hablaba mirando desde arriba, comenzando en un tono de voz fino que iba haciéndose más caluroso. Sus palabras nunca eran insultos personales, sino una crítica a la actitud moral de quien andaba mal.

Se diría que, a causa de la gran mansedumbre, condescendencia y compasión que rebosaban de Doña Lucilia, ella quedaría horripilada con la hipótesis de que fuesen desencadenados castigos como los previstos en Fátima y en tantas otras revelaciones privadas.

Sentimientos opuestos, pero armónicos

Sin embargo, yo la vi una que otra vez expresar sentimientos opuestos, enteramente armónicos con la personalidad de ella. No propiamente cuando ella hablaba de castigos de pueblos o de civilizaciones – tema que ella conocía, pero entraba poco en sus reflexiones cotidianas –, sino cuando trataba sobre determinados castigos, degradaciones o deterioraciones individuales, con el resultado que eso conllevaba. Así, al referirse a alguna persona que moralmente había decaído mucho, que se había degradado, cuando la degradación era horripilante, mi madre tenía un modo de expresarse por donde aparecía, en relación con los aspectos morales de esa persona, un asco que indicaba, al mismo tiempo, una especie de toque de difuntos. Era como quien daba a entender lo siguiente: eso está de tal manera deteriorado, que tiene lo desagradable de lo putrefacto, y la propia sanidad de la persona exige que lo descompuesto sea enviado a la basura y destruido. La destrucción de lo putrefacto es una señal de salud, y el horror a lo putrefacto es un indicio de integridad. La aversión de ella a las degradaciones morales muy grandes era idéntica a la repulsa a la putrefacción.
No era, por lo tanto, un sentimiento de justicia considerado meramente en abstracto – se practicó un acto altamente censurable, luego, debe ser castigado –, sino una clasificación de un determinado estado de alma como execrable y purulento. Y, en lo purulento, la repulsa llena de desdén y la necesidad del exterminio. No obstante, ese exterminio se presentaba bajo la forma de un respeto a sí misma y al orden superior puesto por Dios, violado por alguien hasta un punto inimaginable. En ese caso, no vi que cupiese una referencia a la misericordia, a no ser por el lado siguiente: “El pobre de Fulano, la pobre de Fulana”. Sin embargo, eran pobrecitos porque habían caído en estado de putrefacción y, por tanto, merecían repulsa y rechazo. No era una actitud así: “No lo repelamos porque él es un pobrecito…”; sino por el contrario: “Pobrecito, él debe ser repelido…” En eso entraba la buena ordenación del espíritu de ella.

Admiración por la combatividad

Esa posición se transponía también en una gran admiración por la valentía. Doña Lucilia no admiraba la valentía en cuanto valentía, en cualquier circunstancia en que la persona fuese valerosa, pero la valentía aplicada contra ciertas situaciones concretas, putrefactas y altamente deterioradas, a ella le parecía una especie también tiene capacidad de exponerse a un riesgo insigne con un dominio sobre sí mismo, por amor a eso.
Eso forma al varón de Dios. Tenía, entonces, ¡un gran entusiasmo!
Pero era necesario tener cierta finura de discernimiento para percibir que eso estaba en el espíritu de ella, pues lo que aparecía más evidentemente era la destrucción del mal, que no tiene el derecho de existir y debe ser repelido. También existía otra forma de combatividad en Doña Lucilia. Ella no era una persona discutidora, pero apreciaba mucho cuando alguien daba una respuesta que achataba una causa mala. Y es curioso: ella, que era una persona bien locuaz, nada concisa en lo que decía – no inútilmente prolija, sino bastante expansiva –, sin embargo, apreciaba mucho las réplicas concisas. Y a veces guardaba,
de esta o de aquella situación que había visto, réplicas concisas, se acordaba y contaba, apreciando una operación con horizontes claros, con rayos límpidos que alcanzasen su objetivo.

Movimientos de indignación

Nunca la vi hacer una indirecta, hacer una insinuación contra nadie.
Eso no era de su estilo. En su convivencia suave había, por lo tanto, muy poca probabilidad de que ella dijese alguna cosa desagradable. Pero mi madre tenía, aunque raras veces, movimientos de indignación que procedían, en general, de la conjugación de cierta sorpresa delante de alguna cosa pésima, más lo pésimo existente en aquello. Cuando se trataba de algo pésimo que estaba en marcha, en vías de realizarse, y cuyo curso ella podía impedir, mi madre llegaba a levantar todo el cuerpo, alzaba el cuello, sus ojos se volvían fogosos y hablaba mirando desde arriba, comenzando en un tono de voz fino que iba haciéndose más caluroso. Decía tres o cuatro cosas que nunca eran insultos personales, sino una crítica a la actitud moral pésima.
Por lo tanto, nunca decía algo que criticase la falta de inteligencia, de educación, de cultura, algo que disminuyese a alguien en cuanto persona, sino que increpaba el mal procedimiento. Y ahí era difícil resistir a su ímpetu. Por otro lado, una vez hecha la increpación, nunca la vi jactarse de eso, ni repetir el episodio, ni contar. Había hecho lo que debía hacer, eso moría y ella continuaba viviendo.

(Extraído de conferencia de 12/7/1982)

Reflejo de la compasión del Salvador

 

      La compasión de Doña Lucilia por aquellos a quienes veía sufrir era llena de afecto y respeto, sin nunca esperar retribución de parte de sus beneficiados, verdadero reflejo de la misericordia del Sagrado Corazón.

Con respecto a mi madre he dicho varias veces que ella no era más que un ama de casa con una cultura afrancesada, y ligeramente inglesa, de las señoras de buena familia de su tiempo. Ella poseía esa cultura suficientemente, aunque no se destacaba por su inteligencia.

Finura de percepción

Me llamaba mucho la atención que en cierto sentido ella se mostraba excepcionalmente inteligente, y era una forma de inteligencia ligada a la compasión y a la ayuda. Es decir, ella tenía una noción muy clara de todo lo que pudiese contundir o hacer sufrir a cualquier persona. Ella se daba cuenta inmediatamente.

Era una primera pregunta o una primera mirada – una mirada delicada – que ella ponía sobre la persona. El punto de partida era lo que la persona sufría. Dado que toda criatura humana sufre, ella procuraba ver cuál era el punto dolorido, el lado por donde la persona sufría, etc., y tomaba un cuidado extraordinario para no tener – ni de lejos – una distracción, una referencia en la conversación o cualquier cosa que pudiese hacer sufrir a esa persona de alguna forma, siendo en eso de una penetración y de una delicadeza verdaderamente notable.

Cristo con las manos atadas Iglesia de San Juan de los Reyes, Toledo, España

Pero ella también entendía muy bien – esto es una obra prima de psicología – dada la persona y las circunstancias, lo que debería hacer para ayudar y cuál era la forma de compasión que debería manifestar para atender esa forma de sufrimiento. En eso ella era muy fina de percepción y muy delicada al brindar su compasión. Porque la compasión se expresaba mucho más por la mirada y por las maneras que por lo que ella decía.

Discreción llena de afecto

Era casi imposible que ella procurase desvendar el santuario del sufrimiento de cada uno con palabras indiscretas, que la introdujesen en una intimidad que la persona, a veces legítimamente, no quería dar, a veces por amor propio o por mil razones. Pero en el modo de tratar y de agradar, de tal forma ella realzaba tan discretamente lo que veía de bueno, de honroso en la persona, que ésta se sentía envuelta por su afecto, pero no se sentía para nada solicitada o penetrada, ni invadida por una conmiseración inoportuna. Ella revelaba en eso mucho tacto. Era un modo aristocrático de tener pena.

Sin embargo, dejaba entender a la persona y a todo el mundo con quien trataba, que si quisiesen usar su bondad ella era una puerta que se abriría, pero nunca se abriría y llamaría a alguien hacia adentro. Eso no.

A veces eso aparecía en términos explícitos cuando se trataba de tomar la defensa de alguien que a ella le parecía ser objeto de un ataque demasiado cargado, o que no se tomaba en cuenta algún atenuante que la persona tenía.

Por ejemplo, ella tenía un hijo muy categórico, y ese hijo no hacía ceremonia cuando salía lanza en ristre. Ella a veces oía y decía:

– ¡Pobrecito!

Un “pobrecito” que me hacía sentir en qué aquel hombre era un sufridor. “¡Pobrecito!… Tampoco es para tanto…”. Casi como quien pedía compasión para ella personalmente.

– Filhão (En portugués, aumentativo afectuoso de hijo), ¿no notaste que él tiene tal cualidad?

– Pero, mi bien, mãezinha (En portugués, diminutivo afectuoso de mamá)– de acuerdo al momento –, ¿Ud. no nota que, si uno va a ver, eso da en liberalismo?

Ella decía:

– No, piensa lo que quieras, lo que sea la verdad, pero pon la verdad entera, pon también las cualidades.

Naturalmente, eso me impresionaba de un modo muy favorable, no necesito ni decir. Es absolutamente obvio.

Y si sucedía que en una situación crítica u otra cualquiera, ella tuviese que aproximarse y hablar con la persona, ella hablaba como quien entra en la punta de los pies en el santuario de la desventura de la persona. Ella trataba en un crescendo gradual

y sondeando el terreno, de tal forma que la persona, si quisiese, del modo más fácil del mundo, le haría entender que prefería que no entrase. Ella también cerraba el caso y estaba acabado.

Trato bondadoso y sin ilusiones

No piensen con eso que ella apenas veía el lado positivo de las personas. No. Ella no sólo veía muy bien las amarguras y las cosas duras que tiene la vida, sino que

nos prevenía para estar prontos para eso. Naturalmente, todo era visto según la experiencia de la vida de una señora que vive en el hogar.

Ella nunca fue lo que en mi tiempo de joven llamaban mujer paraíba: una mujer feminista que sale de la casa, toma ciertas actitudes, conoce la vida de los hombres, hace negocios y cosas de ese género. Ella era de un modo que era preciso haber conocido.

Yo doy un ejemplo que ella contó más de una vez.

Mi abuelo tenía una oficina de abogacía, y, entre otros clientes, tenía a una viuda rica y sin hijos. Ella tenía una casa muy buena, grande, con jardines, criadas, etc., pero era una persona muy aburrida.

Mi abuelo tenía pena de esa señora, porque ella tenía buena salud, tenía todo para hacer una vida feliz, pero vivía en una especie de aislamiento por causa de su mal genio. Era una señora de buenas costumbres, pero, por otra parte, era de un trato muy censurable.

Aconteció que un día ella se enfermó de repente y le escribió una carta a mi abuelo, contándole eso y pidiendo si podía conseguirle una criada, algo así, un favor de esa clase. Mi abuelo procuró a mi madre y le dijo:

– Tu madre no está en condiciones de dirigir nuestra casa con tanto movimiento y menos aún para cuidar a esa señora. Es una obligación de caridad nuestra recibirla y tratarla. Aquí hay tal cuarto – un cuarto de huéspedes –; voy a traerla aquí y tú la vas a tratar. Quiero que esa señora salga de nuestra casa encantada con tu caridad.

Mi madre, con pena de esa señora y para agradar a su padre, aceptó. Mi abuelo quedó tranquilo. Poco después llegó esa señora, mi madre la recibió con mil caricias, la acompañó hasta el cuarto, la trató como mejor no se la podría tratar.

Una hermana de mi madre, seis años más joven, pero ya francamente con edad para ayudar, trataba a esa señora con la “punta de los dedos”. Entraba en el cuarto una o dos veces al día, cuando ya estaba lista para salir a la calle:

– ¡Ah!, no quise salir a la calle sin saber cómo está Ud. ¿Ya está mejor, no? Conserve el optimismo, que todo saldrá bien.

Lo que equivale a decir al enfermo “no moleste” o “no se queje”. Eso una vez o dos por día y se acabó.

Y mi madre le decía a su hermana:

– Tú no puedes hacer eso. ¿No ves que papá no quiere eso? Además, pobrecita…

Mi tía decía:

– Vas a ver, estás haciendo por ella absurdos de dedicación sin ningún propósito, y cuando ella salga de aquí, si no sale en un féretro, sino viva, me va a agradecer a mí.

Mi madre ponía en duda que la cosa llegase a ese punto, porque la diferencia de trato era fabulosa. Pero, ¡dicho y hecho!

La señora se sanó y se preparó para volver a su casa. Había varias personas reunidas para despedirse de ella y entre otras estaba esa tía mía. La señora dijo al verla:

– ¡Ven acá! ¡Ah!, tú que fuiste mi ángel durante todo este período…

¡Esa es la maldad humana! De nada vale discutir, ni indagar. ¡Es hasta repugnante, eh!

Y le dio un regalo…

A mi madre apenas le dijo “gracias”. Mi madre no lo decía, pero mientras ella nunca fue bonita, su hermana era muy bonita, en la línea en que mi abuela era bonita y fascinaba. Por lo tanto, cualquier pequeño agrado de mi tía brillaba, y las dedicaciones sin nombre de mi madre, esa señora las tomaba así. En ese punto también está la maldad humana.

Mi madre me contaba eso y una vez me lo contó en presencia de esa tía mía, que acompañó con atención, riéndose en algunos pasajes, y al final dijo que había sido exactamente lo que ella contaba.

   Afecto que no esperaba retribución

Longinos clava la lanza en Jesús – Museo de la Semana Santa, Zamora, España

La moraleja del caso es que, si yo no hubiese sido formado así, por las faltas de retribución que recibo me volvería un hombre malo, y ella no quería eso. Ella quería que yo fuese bueno como ella lo era, y como consideraba que lo era su padre.

De hecho, mi abuelo tenía gestos como esos, de magnanimidad, de desconcertar. Ella contó varios. En ese punto la formación del padre sobre ella fue muy, muy eficaz. De ahí viene ese afecto que, a propósito, es necesario decir que las tres hijas tenían por el padre, un afecto que no las vi tener por nadie, y no vi que ninguna hija tuviese con su padre. No vi. Era una cosa sin igual. Querían mucho a su madre, la respetaban, pero la veneración era para con su padre.

Mi madre fue quien me formó en ese sentido. No estoy analizando si correspondí o no a la gracia de esa formación. Pero de ese modo casero ella me dio una filosofía. Ella no hablaba del pecado original ni nada de eso, pero contaba ese caso y quedaba entendido.

Una persona que saca esa conclusión de un pequeño hecho como ese, ve mucho más que lo que el común de las señoras ve a ese respecto y manifiesta allí una lucidez de vista, una penetración, un discernimiento – no me atrevo hablar de discernimiento de los espíritus –, de las psicologías y de las mentalidades muy grande. Lo cual es realmente muy bonito.

Si fuese necesario ella haría todo de nuevo, aun sabiendo que el resultado sería ese, pero aprovechando la experiencia de la última vez para preparar formas de servir mejor. ¡No se arrepentiría! Porque ella no lo hacía para recibir una retribución, sino para ser buena. En el fondo está Nuestro Señor Jesucristo, el Sagrado Corazón de Jesús.

Aquella frase del Corazón de Jesús a Santa Margarita María corresponde muy bien a eso: “He aquí el Corazón que tanto amó a los hombres y por ellos fue tan poco amado”. Toda actitud de Nuestro Señor durante la Pasión fue eso. A propósito, es uno de los trazos por los cuales se doblan las rodillas ante Él, ¿no? Porque llevó esa perfección moral hasta un grado inimaginable. Por ejemplo, Longinos, que perforó con la lanza su costado y salió un agua que curó a ese soldado de una especie de semi ceguera. Es decir, eso es Nuestro Señor Jesucristo por entero.

Así habría otros casos de ella para contar, ¡muchas cosas de ese género! Pero muchas, que ella sabía arreglar, mover, calmar; ¡muchas, muchas, muchas! 

(Extraído de conferencia de 9/8/1986)