Afecto, mansedumbre generosa y firmeza inquebrantable

La relación del Dr. Plinio con su madre era toda hecha de afecto, y tenía como presupuesto una mezcla de admiración y esperanza, que producía una íntima unión de almas. Dentro de esa clave imponderable sobresalía en Doña Lucilia una mansedumbre generosa, llevada hasta lo increíble, al lado de una firmeza inquebrantable cuando se trataba de principios.

Para comprender mejor el afecto existente entre Doña Lucilia y yo, es necesario ver cómo
era el lenguaje y la vida de familia en la intimidad, en el ambiente donde vivíamos; porque ese es un asunto lleno de matices, y cada país, así como cada estado y ciudad de Brasil, tiene uno.

La esencia del afecto: admiración y esperanza

3p200Entre nosotros había un presupuesto de que el afecto era un acto de admiración o, por lo menos, de esperanza. Admiración de mi parte hacia ella y de esperanza de ella hacia mí. El afecto era un sentimiento muy digno de elogio que no se malgastaba concediéndolo a cualquiera, precisamente porque es la afirmación de una cualidad o de la esperanza de que alguien llegue a tener esa cualidad. Esa era la esencia del afecto. Pero, al mismo tiempo, era la afirmación de una consonancia del bien que se espera o se reconoce en el otro, con el bien que se siente en uno mismo. Era, por lo tanto, la afirmación de una íntima unión de almas.
Todo esto se manifestaba por el modo intensamente afectuoso con que yo la trataba, en donde eran abundantes las palabras muy cariñosas y simbólicas que repercutían en ella de manera suave, pero profunda, dejándola tan complacida, que mi padre —por naturaleza muy bromista— le decía, imitando un poco el acento portugués: “¡No te derritas!”.
Me acuerdo de algunas expresiones que yo usaba. Por ejemplo, a veces me dirigía a ella llamándola de
Lady Perfection (1), a lo que ella respondía con toda naturalidad, como si no hubiese oído o como si yo la hubiese llamado de “mamá”. Otro título que usé durante mucho tiempo, teniendo en vista su aspecto afrancesado y distinguido, fue el de “marquesita”.
Otras veces yo la llamaba de “manguinha” (2), como en el tiempo de mi infancia, con un afecto especial, para recordar aquellos tiempos. Además, “querida mía”, “mi bien”, ¡a torrentes! No es necesario decir que nunca la llamé de tú. ¡Nunca! Ni me pasó por la mente. Siempre era “Usted”. Me daba la impresión de que tendría que confesarme si la llamara de “tú”.
A veces le decía que no conocía madre igual a ella. Evidentemente la besaba también, cogía su mano y le daba palmaditas, la abrazaba, etc., muchas veces. Yo notaba que ella quedaba muy conmovida y recibía todo eso con complacencia, pero con una cierta discreción que no sé describir bien. Era como si ella, sin apagar la luz, pusiera un abat-jour (3). Era el sistema usado por ella —comprensible y muy adecuado, a mi modo de ver— y con el cual yo afinaba.

Significado de los puntos suspensivos usados en las cartas

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El «Quadrinho»

Quien lee las cartas que mi madre me escribía, nota que ella usaba muchas veces puntos suspensivos. Doña Lucilia hacía esto sin pensar, con la naturalidad de una madre, pero esos puntos suspensivos correspondían a un modo de hablar de ella; era como un pasar al papel su manera de expresarse.
Tenía una voz muy aterciopelada, suave, enormemente matizada. Los matices de su voz le servían muchísimo para expresar cada idea, cada pensamiento, cada expresión, lo cual ella acompañaba cambiando ligeramente la posición de la cabeza y con movimientos de manos muy discretos, pero expresivos. Ahora bien, Doña Lucilia tenía un hábito interesante, que tal vez no exista en otras personas y solo lo noté en ella; decir algo y quedarse un momento, discretamente, con los ojos puestos en el interlocutor para ver qué repercusión había causado aquello, como que acentuando con la mirada lo que ella había dicho, de manera a llegar al grado de repercusión que le parecería normal, proporcionado.
Eso que era, por así decir, los últimos timbres de sus palabras, en las cartas ella lo representaba con los puntos suspensivos. De manera que donde hay puntos suspensivos, era eso que cuando ella hablaba hacía con su mirada.
Por lo tanto, no significa que era una persona reticente para nada. Muy por el contrario, su pensamiento se expresaba con mucha franqueza y claridad. Sino que eran los imponderables que constituían una especie de aureola en torno de lo que decía.
A propósito, una de las cosas interesantes del Quadrinho (4), es retratar la actitud que tomaba cuando acababa de decir algo y miraba. Eso contribuye para dar la expresión que tiene el Quadrinho.
Aunque todo eso tuviese en ella el significado que estoy mencionando, es necesario decir, para la glorificación de la Civilización Cristiana, que era un pequeño fragmento del pasado. El arte de la conversación antiguamente era muy así. Hoy las personas casi no cambian de tono de voz, son monótonas con frecuencia, y no saben utilizar la mirada; miran al interlocutor como podrían fijar la vista en una pared blanca. La mirada no tiene más el papel que tuvo otrora. Por lo tanto, ese predicado en Doña Lucilia era la iluminación por la presencia, por la fidelidad a la gracia, de un modo de ser de la Civilización Cristiana, o sea, una tradición.

Disposición de ser como un cordero que se deja sacrificar

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…este aspecto aparece mucho en una fotografía tomada en la Escuela Caetano de Campos…

Uno de los aspectos que me encantaba en Doña Lucilia, ante todo, erala elevación de alma, que constituía la clave donde esas cosas se daban. Porque todo cuanto estoy diciendo, puesto en almas menos elevadas, redundaría en banalidades. Su elevación de alma colocaba todo en un pináculo, y daba la clave de la belleza de las cosas íntimas que estoy contando. Dentro de la clave de esa elevación de alma, toda ella imponderable, me encantaba una mezcla de mansedumbre generosa llevada hasta lo increíble, al lado de una firmeza inquebrantable cuando se trataba de principios. La yuxtaposición de esos contrastes armónicos realmente me atraía en el más alto grado. ¡Nadie puede tener idea de lo que era la mansedumbre de mi madre! Vivía, evidentemente, en una familia educada y que no iba a tratarla con brutalidades. Pero la educación no impide la ingratitud, la incomprensión y, por lo tanto, no evita muchas decepciones. La educación es un barniz para el cual no importa la calidad de la madera. Doña Lucilia pasaba a veces por situaciones realmente difíciles de imaginar. Invariablemente, con el propósito de nunca replicar, nunca redargüir de un modo desagradable o ácido, impertinente —lo cual quedaba bien en su papel de madre de familia—, ella presentaba siempre una explicación de lo que hacía, con lógica y afabilidad; y si no servía de nada, se quedaba callada sin acidez. Poco después retomaba las relaciones en el mismo nivel anterior, desde que la otra persona quisiera. Mi madre hacía eso con tal disposición de ser como una víctima o un cordero que se deja sacrificar, porque quiere sufrir sin reaccionar, y por juzgar que debe hacer ese apostolado de mansedumbre, que no conozco verdaderamente cosa igual, o que siquiera se parezca de lejos con eso.
Dentro de esa actitud venía la firmeza de principios. Ella era así, les gustara o no, porque así se debe ser. Esa es la voluntad de Dios, ese es el pensamiento de la Iglesia y, por lo tanto, no se cambia. Por lo tanto, adaptarse a otros principios para evitar el sufrimiento de la incomprensión, ¡nunca! Ella era enteramente ella, con dignidad, a pesar de serlo con mansedumbre. Para mí, que la conocí tan de cerca, este aspecto aparece mucho en una fotografía tomada en la Escuela Caetano de Campos, en la Plaza de la República, mientras asistía a una conferencia mía. Mi madre está allí en una actitud de quien presencia una sesión con cierta solemnidad, pero no pierde el propósito de mantener una mansedumbre inalterable, una dulzura como no se puede imaginar; lo cual se expresaba por cierta melancolía que ella hacía notar. No obstante, si las personas fuesen indiferentes a esa melancolía, continuaba con la misma dulzura y del mismo modo.
Debo decir que este fue uno de los medios más vigorosos de cautivar mi afecto, porque eso me encantaba más allá de cualquier expresión y me hacía pensar, naturalmente, en Nuestro Señor Jesucristo y en Nuestra Señora. Incluso porque mi madre, de vez en cuando, elogiaba a Nuestro Señor por eso. En el modo de elogiarlo, sin darse cuenta, hacía trasparecer cómo ella lo imitaba. No era su intención, pero por una especie de santa inadvertencia o santa ingenuidad, sin percibirlo, ella se elogiaba hablando de Nuestro Señor Jesucristo.

(Extraído de conferencia del 24/5/1980)
1) Del inglés: Señora Perfección.
2) “Mãezinha” en portugués: diminutivo de mamá, modificado por el Dr. Plinio en su infancia.
3) En francés: pantalla de lámpara.
4) Cuadro al óleo que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos con base en las últimas fotografías de Doña Lucilia.

El ímpetu de Doña Lucilia al increpar el mal

Cuando se trataba de algo pésimo que estaba en vías de realizarse, y cuyo curso ella podía impedir, Doña Lucilia levantaba todo el cuerpo, alzaba el cuello, sus ojos se volvían fogosos y hablaba mirando desde arriba, comenzando en un tono de voz fino que iba haciéndose más caluroso. Sus palabras nunca eran insultos personales, sino una crítica a la actitud moral de quien andaba mal.

Se diría que, a causa de la gran mansedumbre, condescendencia y compasión que rebosaban de Doña Lucilia, ella quedaría horripilada con la hipótesis de que fuesen desencadenados castigos como los previstos en Fátima y en tantas otras revelaciones privadas.

Sentimientos opuestos, pero armónicos

Sin embargo, yo la vi una que otra vez expresar sentimientos opuestos, enteramente armónicos con la personalidad de ella. No propiamente cuando ella hablaba de castigos de pueblos o de civilizaciones – tema que ella conocía, pero entraba poco en sus reflexiones cotidianas –, sino cuando trataba sobre determinados castigos, degradaciones o deterioraciones individuales, con el resultado que eso conllevaba. Así, al referirse a alguna persona que moralmente había decaído mucho, que se había degradado, cuando la degradación era horripilante, mi madre tenía un modo de expresarse por donde aparecía, en relación con los aspectos morales de esa persona, un asco que indicaba, al mismo tiempo, una especie de toque de difuntos. Era como quien daba a entender lo siguiente: eso está de tal manera deteriorado, que tiene lo desagradable de lo putrefacto, y la propia sanidad de la persona exige que lo descompuesto sea enviado a la basura y destruido. La destrucción de lo putrefacto es una señal de salud, y el horror a lo putrefacto es un indicio de integridad. La aversión de ella a las degradaciones morales muy grandes era idéntica a la repulsa a la putrefacción.
No era, por lo tanto, un sentimiento de justicia considerado meramente en abstracto – se practicó un acto altamente censurable, luego, debe ser castigado –, sino una clasificación de un determinado estado de alma como execrable y purulento. Y, en lo purulento, la repulsa llena de desdén y la necesidad del exterminio. No obstante, ese exterminio se presentaba bajo la forma de un respeto a sí misma y al orden superior puesto por Dios, violado por alguien hasta un punto inimaginable. En ese caso, no vi que cupiese una referencia a la misericordia, a no ser por el lado siguiente: “El pobre de Fulano, la pobre de Fulana”. Sin embargo, eran pobrecitos porque habían caído en estado de putrefacción y, por tanto, merecían repulsa y rechazo. No era una actitud así: “No lo repelamos porque él es un pobrecito…”; sino por el contrario: “Pobrecito, él debe ser repelido…” En eso entraba la buena ordenación del espíritu de ella.

Admiración por la combatividad

Esa posición se transponía también en una gran admiración por la valentía. Doña Lucilia no admiraba la valentía en cuanto valentía, en cualquier circunstancia en que la persona fuese valerosa, pero la valentía aplicada contra ciertas situaciones concretas, putrefactas y altamente deterioradas, a ella le parecía una especie también tiene capacidad de exponerse a un riesgo insigne con un dominio sobre sí mismo, por amor a eso.
Eso forma al varón de Dios. Tenía, entonces, ¡un gran entusiasmo!
Pero era necesario tener cierta finura de discernimiento para percibir que eso estaba en el espíritu de ella, pues lo que aparecía más evidentemente era la destrucción del mal, que no tiene el derecho de existir y debe ser repelido. También existía otra forma de combatividad en Doña Lucilia. Ella no era una persona discutidora, pero apreciaba mucho cuando alguien daba una respuesta que achataba una causa mala. Y es curioso: ella, que era una persona bien locuaz, nada concisa en lo que decía – no inútilmente prolija, sino bastante expansiva –, sin embargo, apreciaba mucho las réplicas concisas. Y a veces guardaba,
de esta o de aquella situación que había visto, réplicas concisas, se acordaba y contaba, apreciando una operación con horizontes claros, con rayos límpidos que alcanzasen su objetivo.

Movimientos de indignación

Nunca la vi hacer una indirecta, hacer una insinuación contra nadie.
Eso no era de su estilo. En su convivencia suave había, por lo tanto, muy poca probabilidad de que ella dijese alguna cosa desagradable. Pero mi madre tenía, aunque raras veces, movimientos de indignación que procedían, en general, de la conjugación de cierta sorpresa delante de alguna cosa pésima, más lo pésimo existente en aquello. Cuando se trataba de algo pésimo que estaba en marcha, en vías de realizarse, y cuyo curso ella podía impedir, mi madre llegaba a levantar todo el cuerpo, alzaba el cuello, sus ojos se volvían fogosos y hablaba mirando desde arriba, comenzando en un tono de voz fino que iba haciéndose más caluroso. Decía tres o cuatro cosas que nunca eran insultos personales, sino una crítica a la actitud moral pésima.
Por lo tanto, nunca decía algo que criticase la falta de inteligencia, de educación, de cultura, algo que disminuyese a alguien en cuanto persona, sino que increpaba el mal procedimiento. Y ahí era difícil resistir a su ímpetu. Por otro lado, una vez hecha la increpación, nunca la vi jactarse de eso, ni repetir el episodio, ni contar. Había hecho lo que debía hacer, eso moría y ella continuaba viviendo.

(Extraído de conferencia de 12/7/1982)