Ejerciendo una influencia católica

Doña Lucilia influyó vigorosamente en la formación del espíritu del Dr. Plinio y, a través de él, en los espíritus de aquellos que fueron destinados por la Providencia a seguirlo.

La Iglesia atribuye a los fundadores la condición de patriarcas. Sin embargo, no se refiere a las personas que de algún modo acompañaron a los fundadores en sus orígenes. Por ejemplo, llamar matriarca de los salesianos a la madre de San Juan Bosco, por mayor que sea nuestra devoción a ella, sería forzar un poco la realidad histórica, porque de hecho la fundación fue de él, aunque ella haya influido mucho en la formación de su alma.

Rezar el día entero en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús

Yo, por ejemplo, tomé esta decisión: cuando vaya a Italia, si puedo, voy a visitar la tumba de Mamma Margarita, pues tengo hacia ella una simpatía y una reverencia muy especiales. Estoy seguro de que nosotros constituimos una familia espiritual cuya fundación corresponde a una relación patriarcal; de eso no cabe duda. Sin embargo, que esta relación patriarcal tenga con Doña Lucilia una vinculación diferente con la que hubo entre San Juan Bosco y Mamma Margarita, y después, entre Mamma Margarita y los salesianos, es un paso que yo tendría mucho cuidado en transponer.

No obstante, podemos considerar la influencia que Doña Lucilia ejerció en la formación de mi espíritu y, a través de mi espíritu, en la formación de aquellos que son llamados a seguir a esta familia. Cabe considerar en segundo lugar, post mortem, los ejemplos de ella, las gracias que ella obtiene, etc., y cómo actúan en ese sentido. Son cosas de diversa índole, pero que desde cierto aspecto se pueden ver en la misma perspectiva.

Doña Lucilia tuvo en la formación de mi mentalidad una impresión viva, humana y, de algún modo, muy presente. Por otro lado, de manera más reducida, tuvo un efecto análogo al que sufrí en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Todo lo que he comentado a respecto de esa iglesia y su impresión en mí y, más que eso, mi devoción al Sagrado Corazón de Jesús, tiene una cierta relación con Doña Lucilia, porque ella era devotísima del Sagrado Corazón de Jesús y se deleitaba yendo a la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.

Me acuerdo que mi padre, en cierta ocasión, le hizo una broma. Intentamos buscar una casa cercana a esa iglesia. Él dijo: “Eso no resultará, porque Lucilia, con esa iglesia cerca, dejará todo y pasará allá todo el día; no hará otra cosa, se quedará rezando allá todo el tiempo.”

Ella no dejaría de cumplir sus deberes, pero ¡qué fracciones enormes de tiempo ella dedicaría a la iglesia! Si su marido reclamase, ella atendería, pero sería necesario que él lo hiciese, porque de lo contrario ella iría… indiscutiblemente…

Afecto de Nuestro Señor, estados de espíritu y confianza

“Si confío en ella de ojos cerrados y sin límites, en Nuestra Señora, que está inmensamente por encima de ella, ¡confío mucho más todavía!”

Pero había tanta influencia de esa devoción sobre ella, y tanta correlación entre ella y la atmósfera de la iglesia, que cuando yo era pequeño miraba de reojo a Doña Lucilia rezando y decía: “¿Qué relación hay entre ella y esto? Parecen una misma cosa…”

Y en el fondo, por lo que Doña Lucilia ayudó a enseñarme – no fue la única; la que principalmente me enseñó fue la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana –, puedo decir que yo desde la infancia fui católico por causa de su influencia. Ella me condujo a las fuentes del Bautismo, me enseñó el Catecismo, lo que hace toda madre. Pero yo, por la gracia, en la medida en que iba conociendo a la Iglesia Católica, me adhería a ella sin ninguna discusión. No con arrebatamientos de entusiasmo, sino con una adhesión tranquila, profunda: “¡Es esto! ¡Esta es la Iglesia de Dios! ¡No se discute!”

Recuerdo de la primera vez que yo supe – era muy niño – que había gente que discutía si Jesucristo había existido o no, si Él fue Dios… Pregunté: “¿Pero son unos locos?” ¡Bastaría mirar hacia una imagen de Él para comprender que un hombre, basándose en una mentira, no puede inventar lo que está aquí! O Él es una realidad o una mentira. Sin embargo, yo lo veo y percibo que es una realidad, no una mentira.

Ella contribuyó de un modo enorme para dos cosas: primero, ayudarme a poner mi atención y mi afecto en esa línea. Y en segundo lugar porque había mucha semejanza de temperamento entre ella y yo y por esa razón notaba que se vertía sobre mí, partiendo de ella, una serie de estados de espíritu que me influenciaron mucho, y tal vez no hubiese sido así si ella hubiese muerto prematuramente, o hubiese sucedido algo análogo.

Y una influencia muy grande en una cosa: la confianza en la Providencia. ¿Por qué se daba eso? Porque teniendo confianza en ella, yo comprendía mejor cómo debe ser la confianza en Nuestra Señora, incomparablemente más santa y superior a ella. Y yo me decía a mí mismo: “Si confío en ella de ojos cerrados y sin límites, en Nuestra Señora, que está inmensamente por encima de ella, ¡confío mucho más todavía!”

De estas reflexiones me venía mucha tranquilidad, estabilidad, y varias otras cosas que considero preciosas para la vida y que aprendí con mi madre.

Habría muchas otras cosas qué decir, pero esas son las principales.

(Extraído de conferencia de 6/2/1986)

Un alma irisada

Entre los aspectos de la personalidad de Doña Lucilia se destacaban las armoniosas alternaciones de estados de espíritu, haciendo su alma semejante a las piedras irisadas, en las que los colores nacen unos de otros.

Cuando comencé, por así decir, a conocer a mamá, ella estaba en la edad de 35 años, más o menos. Ella murió con 92 años. Por lo tanto, la conocí, prácticamente durante 60 años. ¡Eso es conocer bien una persona!

El mayor bien que la vida puede dar

Doña Lucilia con Plinio en los brazos

Además, ella me hablaba mucho de su pasado – que, por cierto, no era largo – como también del pasado de la familia, y con eso la conocía aún mejor. He notado muy bien y pude seguir, por la larga evolución que presencié en su alma, cómo fue su holocausto. Doña Lucilia era educada en la concepción de la vida vigente en las señoras del  medio social en que se formó, en la San Pablo del tiempo de ella. Dentro de esa concepción, ella poseía mucho la idea, que el afecto y el cariño, derivados de la mutua comprensión de las almas, y del bien, eran las mayores riquezas de la vida en lo que se refiere a la relación humana en esta Tierra. Eran riquezas menores que la fe; pero, por lo que se refiere a las relaciones terrenas, constituían el mayor bien que la vida puede dar. Según esta visión de la existencia, el papel de la madre de familia, de la esposa, era irradiar eso en torno de sí, de manera que la familia fuera una especie de santuario de esa comprensión mutua, de que se quiere bien; un lugar donde las personas se encontrarán en una determinada convivencia, y allí encontrarán la fuerza necesaria para enfrentar las dificultades de la vida. Por lo tanto, la gran contribución de la mujer era precisamente perfumar la familia con todo eso. Esta concepción, católicamente  entendida, no tiene nada de sentimental, ni de romántico. Por lo tanto, estoy de acuerdo con ella, y es perfectamente verdadera. Inserida en esa concepción venía la idea – con la que estoy de acuerdo- de que cuando una persona irradia de esa manera la bondad, ella vence todos los obstáculos, porque la bondad conmueve todas las almas, arrastra todos los corazones y resuelve, de un modo inefablemente eficaz, las dificultades que otros modos de proceder no solucionan.

Es decir, para los tiempos y en los ambientes en que Doña Lucilia vivió, habría mucho de eso sin ser enteramente eso. Ella misma contaba los hechos de su familia y de su propia vida, en que la bondad no había resuelto nada. Pero ella narraba como episodios excepcionales, memorables por el horror, y medio espantada de que eso hubiera sido posible. Yo comprendía que en una determinada orden de cosas buenas eso podría ser así, y concordaba completamente con ella.

Ánfora de donde el buen perfume del amor cristiano se irradiaba

En su juventud, mamá era muy acogida y festejada, una muchacha notablemente relacionada.

Doña Lucilia hizo consistir, en su programa de vida, ser la madre católica que esparcía ese amor cristiano en torno a sí, llevando a todos a Dios en las vías de la virtud. En su juventud, mamá era muy acogida y festejada, una muchacha notablemente relacionada. No fue solo ella que me contó eso, pero también su madre y sus hermanas. Cuando ella iba a alguna reunión o fiesta en la sociedad, era una dificultad para sacarla del ambiente, porque todo el mundo tenía más una palabra para decirle, todos buscaban agarrarse a ella, en fin, era buscada. Y, en la familia, era muy considerada como un ánfora donde ese buen perfume se irradiaba. Sin embargo, se fue enfrentando con la invasión de la brutalidad moderna, con cuya entrada, después de la Primera Guerra Mundial, comenzó a surgir otro mundo. Con ello, las personas que ella esperaba mover por la bondad ya no se movían así, y la dejaban incomprendida, aislada y puesta de lado, como alguien que ofreciera, por ejemplo, una bebida fuera de moda que nadie más quiere beber. Eso iba significando  para ella una tristeza proveniente del rechazo sufrido. Pero, junto con la tristeza de la repulsa, venía la incomprensión de lo incomprensible: ¿¡Cómo es que esto llegó a ser así!?

Además, se ponía para ella otra cuestión: «Si las cosas se ponen así, estoy sobrando en la vida, sin misión y sin sentido, lista solo para recibir los rechazos, los desprecios, la indiferencia a lo largo de mi existencia. ¿Qué haré? Seguiré siendo la misma, sin quitar ni poner, hasta el fin. El Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María recibirán de mí lo que los otros rechazan. Ella sabía, sin duda, que el hijo de ella también recibía, ampliamente y grandes tragos lo que los otros rechazaban, Pues la trataba y agradaba completamente en ese nivel, piensen los otros lo que quisieran. Evidentemente, esto no quiere decir, que eran brutos, y no delicados con ella. Era aquella incomprensión educada, con un rechazo puesto como un vidrio entre ella y la realidad.

Perdonando sin límites

Doña Lucilia en la década de 1940

Mamá comprendía que su modo de ser tenía un determinado sentido y correspondía al modo de ser de la Iglesia, de Nuestro Señor Jesucristo, dilatado por ella en la medida en que podía. Enfrentando esos rechazos, Doña Lucilia sabía recibir negaciones análogas a las padecidas por nuestro Señor Jesucristo. Así, con una dulzura y una bondad semejante a la de él, a cada golpe de la incomprensión educada, a cada indiferencia, a cada irreflexión de la brutalidad florida, ella respondía como si fuese la primera vez, olvidándolo  enseguida. Esta era su conducta constante: perdonando, perdonando,  y ¡perdonando sin límites!

En este caso, a este respecto, el menor problema axiológico, comprendiendo perfectamente estar realizando una determinada vía, y que las cosas corrían como era razonable que corrieran: muy duras, muy difíciles, pero ella se entregaba totalmente. Esta determinación ella quiso llevar hasta el final. Cuando llegó el momento de su muerte, la gran «Señal de la Cruz» que ella hizo – mamá era muy comedida y no solía hacer grandes señales de la Cruz, ni era costumbre de las señoras de su época- creo que esto significa: «¡Está hecho!» Tal vez ella piensó en el «Consummatumes » (del latín: “Está consumado” (Jn 19, 30)). De esta manera Doña Lucilia caminó. ¿Habrá comprendido mi vocación a punto de ofrecer ese sacrificio para que yo seguir siendo como era y, gracias a Dios, soy? Es muy probable, todo lleva a creer que sí. Sin embargo, no puedo afirmar porque mamá nunca me dijo, y nunca le pregunté. Tengo la impresión de que nada la mortificaría más si yo me saliese del camino en el que ella me veía. En este sentido, es significativa la actitud de ella cuando volví del viaje que hice a Europa en 1950. Mamá me abrazó, besó, agradó, tomó un poco de distancia y me miró bien. Yo no podía sospechar lo que estaba pasando por la mente de ella, y me dejé mirar. Ella me abrazó de nuevo y dijo: «¡Hijo mío, tú eres el mismo de siempre!» Por ahí se ve lo que representaría para ella si yo no fuera el mismo…

Bondad y ternura son hermanas inseparables de la combatividad

¿Qué valor tuvo su presencia junto a mí? Doña Lucilia quería afirmar la prevalencia de esta virtud cristiana en el ambiente de ella, pero no lo logró. sin embargo ella alcanzó otra cosa: que yo, objeto de ese amor, inundado y extasiado por ese amor, conservara de él una remembranza la vida entera, teniendo por él una admiración llena de veneración y de afecto, y toda clase de placer, en todas las formas y grados; y, llevando a mi combatividad a límites que mi vocación exige, yo conservaría mi encanto por lo que mamá representaba, y comprendía así que esa bondad y esa ternura son las hermanas inseparables de la combatividad verdadera. De manera que me convertía en un luchador, pero no un brutamonte. Si yo fuera a tratar a la brutamonte las almas afligidas, probadas, débiles, habría constituido un desierto en torno de mí, y habría perdido muchas almas que Nuestra Señora deseaba salvar. Más aún: debiendo predicar, hasta el último límite permitido por la Doctrina Católica, la devoción a María Santísima, con un alma de brutamonte yo no lo haría, porque esa devoción comporta todas estas dulzuras de un modo indecible, o no existe. Por lo tanto, lo que constituye la estrella de nuestra misión – propagar la devoción a Nuestra Señora – eso sería deshecho. Además, yo no habría entendido tantos aspectos de la Iglesia Católica tachándoles erróneamente de blandos, de capitulación. ¿Yo habría entendido bien a nuestro Señor Jesucristo? No sé… Y, diciendo eso, digo todo.

Modelo de la dulzura de vivir

El ejemplo de mamá me ayudó a adquirir una disposición de espíritu tranquilo, por donde, gracias a la Virgen, no tengo odio personal a nadie, y quiero bien a cualquier persona que no sea nociva a la Causa católica.

Cuánto esa forma de ser me ayudó, a lo largo de la vida, a ejercer un arte que nuestra vocación exige: el arte de esperar sin quedar amargo, agrio, sin revelarme, ni indignarme, sino esperar con la suavidad con que ella esperó.

Quien considera el «cuadrinho» ve algo y piensa que vio todo, porque no tuvo ocasión de encontrar otros ejemplos así en su vida. Pero, de hecho, ve muy poco…

He aquí el enorme valor del ejemplo dado por Doña Lucilia, no solo porque la vi cumpliendo siempre esa actitud, sino porque vi “gotear la sangre del alma ella”. Es decir, la “sangre” por ella derramada ha tenido para mí ¡una inmensa utilidad!

Creo que la verdadero douceur de vivre (dulzura de vivir) renacerá en el Reino de María, en medidas inimaginables. Y Doña Lucilia esperaba este douceur de vivre florecer largamente, ser una categoría del espíritu humano.  Para mí, ella fue un modelo de la dulzura de vivir, como tal vez no entienda quien no la conoció de cerca.

Cuando voy, los domingos por la tarde, visitar la sepultura de ella y veo aquella gran cantidad de personas rezando allí, pienso: «Si ella estuviera viva, qué dulzuras tendría para cada uno, cómo los acogería, individualmente, con un modo tan atrayente, simpático, y, al mismo tiempo, digno!”

¡Uno no puede tener idea de cuánto cabía de señorío y de suave feminidad materna en todo ese modo de ser de ella! Quien considera el «cuadrinho» (Cuadro a óleo, que mucho  agradó al  Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos, con base de las últimas fotografías de Doña Lucilia),  ve algo y piensa que vio todo, porque no tuvo ocasión de encontrar otros ejemplos así en su vida. Pero, de hecho, ve muy poco…

Cuantas veces me pasó por la mente grabar su timbre de voz, pero no sé por qué no lo grabé.

Así quien no la conoció podría haber tenido una idea de lo que era, por ejemplo, el modo de ella dirigir la palabra a una persona. Cómo las frases iban subiendo y decreciendo, la entonación, la inflexión de voz, por donde el deseo gentil y afectuoso de introducir al interlocutor en el asunto se expandía y se manifestaba.

Grandeza y dulzura

Doña Lucilia en traje de gala

Otro aspecto de la personalidad de ella que me encantaba eran las alteraciones armoniosas, o sea, cómo ella, con dulzura y armonía pasaba de un estado de espíritu para otro. En esto había una particular condición de la bondad de ella.

Jamás gusté de personas que saltan su un extremo de estado de espíritu para otro. Me agrada ver cuando un alma va armoniosamente hasta el otro extremo de un determinado estado de espíritu, y notar cómo, dentro de este, está el otro presente. Esto forma el verdadero equilibrio, el cual no consiste en quedarse en el medio término.

Por ejemplo, un guerrero que, en la fuerza de su furor, ataca al adversario y, de repente, es capaz de parar para socorrer a un niño. Sin embargo, si pasa, de repente, alguna cosa que él debe repeler; entonces del medio de su cariño levanta una llamarada de indignación. Eso no es saltar de un extremo a otro, sino es pasar equilibrada y temperantemente de un estado de espíritu a otro. ¡La templanza es eso! Doña Lucilia tenía mucho de eso. Era un alma irisada. En las piedras irisadas, los colores nacen unos de las otros. Las señoras, en mi tiempo de pequeño, se presentaban en sociedad con solemnidad, con gala. Y esta suponía cierto señorío, cierta altanería, por tanto, hasta cierto dominio.

Se nota algo de esto cuando se considera la fotografía de Doña Lucilia en traje de gala, en París. Recuerdo con qué encanto varias veces yo la vi prepararse para ir a fiestas. Mientras se arreglaba, ella iba conversando con mi hermana y conmigo. Éramos pequeñitos y hacíamos preguntas bobas que los niños a veces hacen. Y ella iba hablando con nosotros, con esa afabilidad incomparable.

Cuando ella estaba lista, asumía la postura de la señora que parte en su gala. Me parecía todo aquello muy bonito, pues siempre me gustó las cosas imponentes, y me quedaba encantado.

Plinio y Rosée

Plinio y Rosée

Pero, niños como éramos, tanto mi hermana como yo hacíamos las incursiones en medio de eso. Ella cambiaba inmediatamente, volvía a aquella  misma dulzura, jugaba, hablaba con nosotros, y luego retomaba su aire grandioso.

En aquel tiempo las señoras usaban cabellos largos, y era una tarea difícil arreglarlos de manera que queden decorosos y bonitos.

Recuerdo que, en cierta ocasión, ella acababa de peinarse cuando – llevado medio por afecto, medio por admiración – me deshice en agrados sobre ella. Sin tener noción del desastre que estaba haciendo… Y para agradarla aún más, comencé a revolver sus cabellos recién peinados. Las personas que estaban cerca, exclamaron: «¡Plinio, pare, está estropeando el cabello de su madre!» Ella intervino: «Déjenlo que haga todo cuanto quiera. No quiero que mi hijo diga que, a causa de un peinado, lo alejé de mí».

Solo más tarde entendí todo el alcance de ese gesto.

(Extraído de una conferencia del Dr. Plinio en 17/7/1982)

Seriedad florida

Doña Lucilia fue la persona más seria que el Dr. Plinio conoció en su vida. Tenía ella un espíritu muy profundo que unía habitualmente todas las cosas a las más altas consideraciones. Al mismo tiempo, poseía una amenidad, una dulzura y una saludable alegría de existir, incluso en las ocasiones más dramáticas.

cap10_028Yo debo mi formación contra-revolucionaria fundamentalmente a la convivencia con mamá.
Más a la convivencia con ella que a principios abstractos enseñados por ella. Doña Lucilia no era una doctora en Filosofía, sino una ama de casa, y sabía lo que comúnmente una ama de casa sabe. No poseía esos conocimientos abstractos; y a mí tampoco me gustaría que los tuviese. Yo venero a esos espíritus abstractos, hago de ellos el aire de mi alma, pero corresponden más al varón que a la dama.
Aprendí con ella una cosa diferente y que yo no sé enseñar; ella supo y yo no sé: es la seriedad florida. Ella fue la persona más seria que conocí en mi vida. Tenía un espíritu muy profundo que unía habitualmente todas las cosas a las más altas consideraciones. Y por causa de eso, con una integridad de juicio moral muy grande y, por lo tanto, rechazando lo que debe ser rechazado. Pero a la vez, una amenidad, una dulzura… y podía verse que la seriedad colocaba dentro de ella un ambiente tan agradable, tan perfumado, tan lleno de una saludable alegría de existir, incluso en las ocasiones más terribles, más dramáticas en las que yo la vi. Observando su saludable alegría de existir, comprendí en ella, experimentalmente, que la seriedad es la única fuente de la verdadera felicidad. Por allí viene el resto.
En sus fotografías se puede ver eso. Se podría escribir debajo de ellas: “¡Seriedad florida!”
A los 92 años, cuando nada más florece y todo habla de sepultura, había cualquier cosa en ella de ameno, de deleitable, que no dejó de encantarme hasta el último instante de su vida.

(Extraído de conferencia del Dr. Plinio de 27/8/1983)

Rezando en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús

Doña Lucilia era una persona muy respetable, digna y, al mismo tiempo, de una afabilidad y dulzura indecibles. Tales cualidades eran análogas a las existentes
en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús en San Pablo. Esa iglesia parecía hecha para que ella fuese a rezar allí.

Para mi sensibilidad de hijo, al ver a Doña Lucilia rezando en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, me daba la impresión de que ella estaba allí como una católica en su lugar propio, en el ambiente, en la actitud, en la posición que conviene a un alma católica, al pie de un altar en donde recibe gracias muy grandes.

Iglesia digna, casi majestuosa

Quien visitaba esa iglesia notaba, desde la primera vez, una armonía de cualidades que no se encuentran frecuentemente reunidas. Es una iglesia muy digna, casi llega a ser majestuosa, pero al mismo tiempo muy afable, de manera que la persona se siente enteramente a gusto dentro de ella, completamente acogida como quien está en la casa paterna. Era la atmósfera que el propio Nuestro Señor Jesucristo creaba alrededor suyo, como se ve en el Evangelio. Es decir, las personas tenían por Nuestro Señor un respeto sin fin, sin límites, pero al mismo tiempo poseían facilidad de acceso junto a Él, hablaban, preguntaban, etc., y sentían su majestad juntamente con el cariño, la bondad, la amabilidad. En aquella iglesia, cuando el órgano toca alguna melodía polifónica o de canto gregoriano, encuentra allí sus resonancias adecuadas.
No es un templo riquísimo, sino una bonita iglesia parroquial, nada más que eso; por lo que no es comparable con la belleza de cualquier iglesia de Italia, en donde resaltan los mármoles suntuosos, los bronces, las grandes obras de arte, los grandes pintores, escultores y artistas de todo género, de modo que se ven cosas extraordinarias en cualquier iglesia. En el Corazón de Jesús, de San Pablo, no; todo es digno, pero es lo que América del Sur puede dar; nosotros tenemos aquello. Y Nuestro Señor recibe de buena gana la ofrenda de quien tiene poco. Hay una gracia en ese sentido. Ahora, transponiendo todo eso para el nivel tan inferior de una pura criatura humana, yo notaba en Doña Lucilia cualidades que me parecían análogas a aquellas que habían sido percibidas por mí en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Es decir, la personalidad de ella era muy respetable y muy digna, y al mismo tiempo de una afabilidad y dulzura indecibles. Una personalidad muy marcada por los sufrimientos de la vida, pero con una especie de alegría de quien sufre de buena gana, da con buen gusto aquello que tiene que entregar a Dios, y carga su cruz considerando natural cargarla, con el coraje sin pretensiones de quien cumple integralmente el deber de todos los días.

“Espere un poquito…”

…ella se levantaba y pasaba al altar del Corazón de Jesús.

Siempre fui muy observador, incluso en relación a mi propia madre; y muchas veces, por un movimiento instintivo, yo la miraba de reojo durante sus oraciones en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Viéndola rezar, yo pensaba: hay algo entre ella y esta iglesia por donde ella parece hecha para rezar aquí, y la iglesia parece hecha para que aquí ella rece. Hasta que cumplí once o doce años – no me acuerdo bien –, yo asistía a Misa en el Corazón de Jesús frecuentemente al lado de mamá. Después, cuando crecí, la costumbre era que los jóvenes asistiesen a Misa en las naves laterales, porque la iglesia se llenaba y convenía ceder los lugares a las señoras. Los hombres permanecían de pie. Un anciano podría permanecer arrodillado en medio de las señoras, pero para un joven, parecía una actitud orgullosa e inadecuada arrodillarse cuando había señoras a quienes debía ceder su lugar. Entonces, yo asistía a Misa en la nave lateral buscando, como siempre, poder mirar hacia la imagen de Nuestra Señora Auxiliadora. Esa era mi primera intención, indiscutiblemente: entrar e ir para allá. Nunca tuve la menor duda a ese respecto. Al terminar el Santo Sacrificio, cuando todos comenzaban a retirarse, Doña Lucilia no era de las primeras en salir. Cuando la mayor parte de la gente se había retirado, ella se levantaba y pasaba al altar del Corazón de Jesús. Mi padre se quedaba esperándola, pero como no tenía la piedad de
ella, se quedaba afuera, en la puerta de la iglesia, conversando con el P. Falconi. Eran largas prosas, mientras mamá rezaba. Doña Lucilia rezaba notoriamente delante de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, pero naturalmente también delante de la imagen de Nuestra Señora, y, después, frente a aquel conjunto de esculturas del Niño Jesús en el Templo entre los doctores. Ella no oraba con los labios cerrados, sino que los movía ligeramente, acompañando lo que ella decía, de un modo tan rápido que no emitía el más mínimo sonido, y tampoco se llegaba a percibir lo que decía, porque era un movimiento minúsculo de los labios. Era su modo de ser. Cada uno tiene el suyo, ella era así. A veces mi padre entraba y le decía, siempre en tono muy cortés:
“Señora, ¿vamos?” Ella hacía una seña, como diciendo: “Espere un poquito…”
A lo largo de toda mi vida nunca vi a ninguno de los dos impacientarse con el otro o hacer alguna manifestación de impaciencia. Pero ella daba a entender lo siguiente: “Mira, tú puedes venir algunas veces aquí y aún me encontrarás…” Al final, los dos
íbamos a pie para la casa.

(Extraído de conferencia del Dr. Plino de 4/2/1986)