Rezando en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús

Doña Lucilia era una persona muy respetable, digna y, al mismo tiempo, de una afabilidad y dulzura indecibles. Tales cualidades eran análogas a las existentes
en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús en San Pablo. Esa iglesia parecía hecha para que ella fuese a rezar allí.

Para mi sensibilidad de hijo, al ver a Doña Lucilia rezando en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, me daba la impresión de que ella estaba allí como una católica en su lugar propio, en el ambiente, en la actitud, en la posición que conviene a un alma católica, al pie de un altar en donde recibe gracias muy grandes.

Iglesia digna, casi majestuosa

Quien visitaba esa iglesia notaba, desde la primera vez, una armonía de cualidades que no se encuentran frecuentemente reunidas. Es una iglesia muy digna, casi llega a ser majestuosa, pero al mismo tiempo muy afable, de manera que la persona se siente enteramente a gusto dentro de ella, completamente acogida como quien está en la casa paterna. Era la atmósfera que el propio Nuestro Señor Jesucristo creaba alrededor suyo, como se ve en el Evangelio. Es decir, las personas tenían por Nuestro Señor un respeto sin fin, sin límites, pero al mismo tiempo poseían facilidad de acceso junto a Él, hablaban, preguntaban, etc., y sentían su majestad juntamente con el cariño, la bondad, la amabilidad. En aquella iglesia, cuando el órgano toca alguna melodía polifónica o de canto gregoriano, encuentra allí sus resonancias adecuadas.
No es un templo riquísimo, sino una bonita iglesia parroquial, nada más que eso; por lo que no es comparable con la belleza de cualquier iglesia de Italia, en donde resaltan los mármoles suntuosos, los bronces, las grandes obras de arte, los grandes pintores, escultores y artistas de todo género, de modo que se ven cosas extraordinarias en cualquier iglesia. En el Corazón de Jesús, de San Pablo, no; todo es digno, pero es lo que América del Sur puede dar; nosotros tenemos aquello. Y Nuestro Señor recibe de buena gana la ofrenda de quien tiene poco. Hay una gracia en ese sentido. Ahora, transponiendo todo eso para el nivel tan inferior de una pura criatura humana, yo notaba en Doña Lucilia cualidades que me parecían análogas a aquellas que habían sido percibidas por mí en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Es decir, la personalidad de ella era muy respetable y muy digna, y al mismo tiempo de una afabilidad y dulzura indecibles. Una personalidad muy marcada por los sufrimientos de la vida, pero con una especie de alegría de quien sufre de buena gana, da con buen gusto aquello que tiene que entregar a Dios, y carga su cruz considerando natural cargarla, con el coraje sin pretensiones de quien cumple integralmente el deber de todos los días.

“Espere un poquito…”

…ella se levantaba y pasaba al altar del Corazón de Jesús.

Siempre fui muy observador, incluso en relación a mi propia madre; y muchas veces, por un movimiento instintivo, yo la miraba de reojo durante sus oraciones en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Viéndola rezar, yo pensaba: hay algo entre ella y esta iglesia por donde ella parece hecha para rezar aquí, y la iglesia parece hecha para que aquí ella rece. Hasta que cumplí once o doce años – no me acuerdo bien –, yo asistía a Misa en el Corazón de Jesús frecuentemente al lado de mamá. Después, cuando crecí, la costumbre era que los jóvenes asistiesen a Misa en las naves laterales, porque la iglesia se llenaba y convenía ceder los lugares a las señoras. Los hombres permanecían de pie. Un anciano podría permanecer arrodillado en medio de las señoras, pero para un joven, parecía una actitud orgullosa e inadecuada arrodillarse cuando había señoras a quienes debía ceder su lugar. Entonces, yo asistía a Misa en la nave lateral buscando, como siempre, poder mirar hacia la imagen de Nuestra Señora Auxiliadora. Esa era mi primera intención, indiscutiblemente: entrar e ir para allá. Nunca tuve la menor duda a ese respecto. Al terminar el Santo Sacrificio, cuando todos comenzaban a retirarse, Doña Lucilia no era de las primeras en salir. Cuando la mayor parte de la gente se había retirado, ella se levantaba y pasaba al altar del Corazón de Jesús. Mi padre se quedaba esperándola, pero como no tenía la piedad de
ella, se quedaba afuera, en la puerta de la iglesia, conversando con el P. Falconi. Eran largas prosas, mientras mamá rezaba. Doña Lucilia rezaba notoriamente delante de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, pero naturalmente también delante de la imagen de Nuestra Señora, y, después, frente a aquel conjunto de esculturas del Niño Jesús en el Templo entre los doctores. Ella no oraba con los labios cerrados, sino que los movía ligeramente, acompañando lo que ella decía, de un modo tan rápido que no emitía el más mínimo sonido, y tampoco se llegaba a percibir lo que decía, porque era un movimiento minúsculo de los labios. Era su modo de ser. Cada uno tiene el suyo, ella era así. A veces mi padre entraba y le decía, siempre en tono muy cortés:
“Señora, ¿vamos?” Ella hacía una seña, como diciendo: “Espere un poquito…”
A lo largo de toda mi vida nunca vi a ninguno de los dos impacientarse con el otro o hacer alguna manifestación de impaciencia. Pero ella daba a entender lo siguiente: “Mira, tú puedes venir algunas veces aquí y aún me encontrarás…” Al final, los dos
íbamos a pie para la casa.

(Extraído de conferencia del Dr. Plino de 4/2/1986)

En coloquio con el Divino Redentor

Inmersa en la oración, con frecuencia no se daba cuenta de la llegada de su hijo, a lo que contribuía su audición progresivamente disminuida. Él, no queriendo interrumpirla, anunciaba su presencia con un leve toque de mano, a lo que doña Lucilia respondía con un discreto gesto con los dedos, como diciendo: “Hijo mío, hago una señal tan pequeña porque estoy en coloquio con Nuestro Señor, y ante él cualquier persona es nadie…” Y permanecía en la misma actitud de recogimiento, rezando, rezando…
Pero si la oración se prolongaba mucho, el Dr. Plinio intentaba convencerla de que se fuese a dormir. Doña Lucilia, queriendo ganar un poco más de tiempo, respondía: “Hijo, espera un poquito; ve haciendo tus cosas que dentro de poco termino”.
Otras veces el Dr. Plinio se aproximaba por detrás, sin hacer ruido, y de modo afectuoso la envolvía con sus brazos. Doña Lucilia, sabiendo que era su hijo, no manifestaba la menor sorpresa, se volvía calmamente, lo besaba e intercambiaba con él algunas palabras. En esas ocasiones era bonito ver cómo cambiaba de modo lento y ordenado su estado de espíritu, pasando de la consideración de lo Infinito para lo finito, con armonía y naturalidad.
Acabada la conversación, si doña Lucilia hacía mención de volver a rezar, el Dr. Plinio intentaba convencerla cariñosamente de que se fuese a dormir.
Don João Paulo a veces se despertaba e iba hasta el salón a llamar a doña Lucilia.
Y exclamaba con cierto énfasis, abriendo los brazos de modo muy peculiar:
— ¡Señora, las tres de la mañana… Señora!
Doña Lucilia, sin perturbarse, se volvía ligeramente hacia su esposo y le hacía una discreta señal con la punta de los dedos, indicando que ya iría. A lo que él retrucaba:
— ¡Ah, no! No vas a venir, sino que te quedarás rezando.
Ella, sin responder, continuaba un poco más, concluía la oración, hacía lentamente la señal de la cruz, besaba por última vez la imagen del Sagrado Corazón y entonces se dirigía hacia el cuarto tranquilamente.
Pero aún más que en estos coloquios con el Sagrado Corazón de Jesús, la ocasión por excelencia en que doña Lucilia disponía todo su ser hacia la consideración del Infinito era el momento de recibir a Nuestro Señor Jesucristo, presente en las Especies Eucarísticas.

Adoración a Jesús Sacramentado y al Santo Leño

Los domingos, doña Lucilia asistía a Misa en la iglesia de Nuestra Señora de la Consolación o en la de Santa Teresita. Normalmente iba apoyada en el brazo de don João Paulo. La seriedad y el recogimiento con que asistía al Santo Sacrificio eran motivo de edificación para todos. Su modo de aproximarse a la mesa eucarística, su encuentro con Nuestro Señor sacramentado, dejaron inolvidables recuerdos a cuantos la conocieron.
Tras su muerte, el Dr. Plinio contó la impresión que le causaba la escena: “A veces, con naturalidad, mis ojos se fijaban en ella en el momento en que recibía la Comunión y durante su acción de gracias. Aquella escena se quedó grabada en mi memoria. “Era un modo de comulgar muy serio, muy respetuoso pero, por decirlo así, extremamente aterciopelado. Ella colocaba todo su ser dentro de una especie de atmósfera de respeto, de ternura, de dulzura. Se veía que aplicaba el espíritu, haciendo con suave empeño e insistencia sus pedidos. No sé cuáles eran estos pedidos, pero estoy seguro que yo tenía parte en ellos.”

Cuando recibía la visita de un prelado que en aquel tiempo frecuentaba el apartamento de la calle Alagoas, doña Lucilia tenía oportunidad de exteriorizar su profundo amor y respeto a Nuestro Señor prestando culto a la reliquia de la Santa Cruz incrustada en la cruz pectoral de dicho eclesiástico. A pesar de ser ya mayor, se levantaba nada más llegar el prelado y siempre le pedía permiso para adorar la Santa Cruz. Éste ya se había acostumbrado, y al aproximarse le iba extendiendo la cruz. Con gran veneración, saludaba al prelado besando la amatista del anillo episcopal e inmediatamente después la reliquia, a su manera: cerraba los ojos y permanecía algunos instantes en oración. A continuación, con un gesto, le ofrecía asiento al prelado y sólo entonces comenzaban la conversación. En este pequeño acto de adoración a un fragmento de la Santa Cruz de Nuestro Señor se notaba el mismo estado de espíritu —a la vez profundamente respetuoso y devoto— con que ella comulgaba.

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