La bondad era la virtud que representaba el pináculo del alma de Doña Lucilia. Sin embargo, no era una bondad filantrópica, sino sacral, donde primaba el amor
a la jerarquía y a todo lo divino. Eso no disminuía en nada ni debilitaba en ella el amor por lo pequeño, lo débil y flaco, por todo cuanto merecía protección.
Teóricamente hablando, el orden del universo es una cosa y la jerarquía es otra. La primera es la disposición bella, sabia y santa con la cual Dios puso todas las cosas en el Universo. La segunda es la graduación de esa disposición.
Sin embargo, Santo Tomás nos enseña que no sería posible la existencia del uno sin el otro, pues el orden del universo es jerárquico, de manera que quien ama el orden del universo ama la jerarquía y viceversa. Doña Lucilia favorecía a ambos simultáneamente. Y sin hacer una distinción muy clara, más implícita que explícitamente tenía un modo de alabar o elogiar ciertas cosas, donde se percibía al mismo tiempo el amor al orden del universo y a la jerarquía, que iban entrelazados. De manera que yo puedo sacar la siguiente conclusión: Doña Lucilia me enseñó a amar todo eso, amando en cada cosa a todas las otras.
Amor, dulzura y cariño que acoge a los pequeños
Generalmente, cuando mi madre tenía oportunidad de estar delante de un pajarito bonito, ya sea suelto, sea en una jaula, con mucho agrado se detenía en su análisis. Y bien entendido, si notase que faltaba alpiste en la jaula, enseguida mandaba a comprar en algún almacén cercano y a poner el alimento para que el ave comiese hasta hartarse; además, mandaba a renovar el agua, a limpiar la jaula, podía incluso enternecerse en la consideración del pajarito. En ese gesto, por ejemplo, se notaba que su amor por todo cuanto era pequeño, débil y flaco, todo cuanto merecía protección, estaba contenido en el amor materno manifestado a sus hijos. Por lo tanto, a priori y a fortiori, estaban sus hijos.
Para tener una idea de eso, imaginemos una sala con muchos espejos paralelos que se reflejan los unos en los otros, una especie de ping-pong de luces de dentro de un espejo a otro, y de este para el primero, y los juegos de luz que mudan, por la inflexión de la sala. Así era el amor de ella a varios títulos.
La impresión que me daba cuando me acercaba a Doña Lucilia, era la de que emanaba de ella cierta dulzura a la manera de un círculo, un halo que la envolvía toda, y se expresaba en un cariño y en una sonrisa invisible llena de acogida, de protección y de alegría, por el hecho de aquella persona ser de esa forma.
Dice el Evangelio que, cuando Nuestro Señor encontró al joven rico (cf. Mt 19, 16-30), habiéndolo visto, lo amó. Ese querer bien venía, por lo tanto, en su primer movimiento, de la mirada. Él miró, vio y lo quiso bien. Y eso para mostrar cómo es, por así decir, el mecanismo de formación de la amistad, del afecto, del respeto. En mi madre, la alegría por tener un hijo bueno se manifestaba por esa acogida, por esa mirada.
¡En ella puedo confiar sin límites!
Ahora bien, al lado de esa dulzura surgía mucha seguridad de su sinceridad. Pero era una certeza tal, que si alguien dijese: “¡Oh, qué sinceridad!”, yo quedaría chocado, porque estaría diciendo una cosa evidente. Lo obvio no se dice. Así era su sinceridad.
Otra cosa relevante era su estabilidad. Delante de las incomprensiones más rotundas, su modo de ser no mudó hasta morir, fue siempre el mismo. Y eso llevaba a la persona que se acercaba a ella a entregarse y a la quietud: “En ella puedo confiar sin límites. Ella no se va a complicar conmigo por causa de un capricho, de una manía, de un interés grande o pequeño, mezquino o hasta generoso, a no ser que yo haga el mal.” Todo eso traía una especie de estabilidad que, mezclada con la dulzura, con el cariño, con la capacidad de atracción, tenía una belleza imponderable que yo no sabía en qué resultaba. No era tanto de sus trazos, sino una belleza que parecía irreal. No es propio de las cosas concretas, terrenas, materiales, ser bonitas de esa manera. Bien se podía suponer que algún ángel proyectase sobre ella algo de su propia luz. Podría imaginar alguna otra hipótesis de ese género, pero es muy difícil entrar en afirmaciones delante de una materia tan bonita, pero también tan misteriosa.
Bondad y sacralidad en el alma de Doña Lucilia
Tomemos, por ejemplo, aquel vestido de gala con el cual Doña Lucilia se hizo tomar fotos en París. Es un vestido bonito que, si no fuese usado por ella, sino por otra persona, perdería mucho. Ella añadía su qué de inexplicable a ese vestido. Es decir, mi madre transmitía cierta forma de armonía y de belleza que la criatura terrena no tiene. De ahí resulta la sensación de un hada. Es verdad que no existen las hadas, pero la Providencia puede dar esa impresión a la criatura terrena.
¿Cuál era la virtud que representaba el pináculo del alma de Doña Lucilia? Sin duda alguna, la bondad era la nota característica de su forma de ser. Pero es preciso entender bien esa palabra, pues las personas hoy en día la consideran de un modo abusivo y errado, como una filantropía a veces hasta mala. Con ella no era así. En ella, la bondad se conjugaba con la sacralidad, que es el pináculo del amor a la jerarquía. Porque cuando amamos la jerarquía, amamos con mayor intensidad lo más alto y, por lo tanto, por encima de todo, aquello que dice respecto a Dios, a sus ángeles, a sus santos, a su Iglesia gloriosa, militante y penitente, al culto divino. Eso es sagrado, es sacral. Y ella amaba todo eso más que las otras cosas. En ella, evidentemente, esa sacralidad se extendía también a personas; como acabo de decir, sobre todo a las personas sagradas y a otras cosas de ese género.

(Extraído de conferencia del 2/4/1993)
Las fotos registran también la continuación de esa vida. En la que mi madre me sostiene en sus brazos, ella está risueña, alegre. Pero en la de París se encuentra muy preocupada. En todas las fotografías anteriores, desde la primera, está presente el pensamiento; hay elevación de alma, disposición a la piedad, vuelo de espíritu. Pero se salta de repente de la época en que estoy tan pequeño y mi madre aún joven a la edad en la cual ella ya pasó por una gran prueba: la cirugía hecha en Alemania, precedida por una larga fase de enfermedad dolorosísima. En aquel tiempo, no había anestésicos como en nuestros días, de manera que ella sintió dolores lancinantes. Ella me dijo una vez que tenía el deseo de, en la cabina del navío que la llevó a Europa, quedarse de pie en la cama y agarrarse a la pared, tal era el dolor. En determinado momento los padecimientos fueron tales que el capitán del navío llegó a mandar a preparar un ataúd para ella. De repente, todo eso pasa y ella se encuentra en una de esas fases decisivas de la vida espiritual en que la persona ya no es joven, pero tiene fuerza, énfasis. Nada en ella conoce aún las suavidades del crepúsculo. Está en la punta de la vida. En la fotografía siguiente se nota algo que, sin haberse quebrado, alcanzó una zona de tranquilidad indicativa de una vejez que comenzó. Ella está más sonriente, más complaciente, prestando mucha atención a lo que pasa. Me acuerdo perfectamente de lo que se trata: la inauguración de las máquinas del Legionario en el primer pi
En otras ocasiones, se nota que el anochecer comenzó a proyectar sus primeras suavidades. Pero, en el fondo, se percibe que la lucha y el dolor continúan. En la fotografía, por ejemplo, del cierre de una Semana de Estudios, en la
Se acostumbra interpretar de modo equivocado la tendencia a sublimar a los muertos. A propósito, hoy en día lo más frecuente es olvidarlos.
Experimentar esa presencia es una gracia. Sin embargo, intentar comprender eso antes de recibir una gracia así, de comunicación con ella, es como querer ver un color siendo ciego.





