Una injusta nota de comportamiento

plinio_roseeLos profesores del Colegio San Luis daban dos notas por cada asignatura: una de aprovechamiento y otra de comportamiento durante las respectivas clases. Ambas constaban en los boletines, que eran distribuidos a fin de mes. Doña Lucilia quedaba a la espera y, si la entrega se demoraba, le preguntaba a Plinio:
— Filhão ¿te han dado ya las notas?
— No, mi bien, pero están por llegar
Cuando al final doña Lucilia las recibía, verificaba en seguida la nota de comportamiento. No toleraba menos de nueve (la nota máxima era diez). Para estimular a su hijo, a veces le decía en un tono de ligero gracejo:
— Si la nota de aprovechamiento es baja, no me importa, pues veo que estudias. Si no consigues aprender, es porque te falta inteligencia. No tengo la culpa de tener un hijo poco inteligente. Voy a quererte igual, quizás más, para ayudarte. Después, en un tono más serio, continuaba:
— Lo que no tiene perdón es el mal comportamiento. Eso yo no lo tolero. ¡Tener un hijo malo, no quiero!
Plinio nunca tenía una nota de comportamiento inferior a nueve. Era raro incluso que no fuese diez. Pero sucedió que uno de los meses, cuando tenía once años de edad, el boletín trajo un seis en comportamiento en las clases de Geografía.
Aprensivo, previendo el disgusto materno, y sabiendo además que la nota era injusta, pues no había hecho nada para merecerla, decidió modificarla escribiendo un diez encima del seis. Sin embargo, lo hizo sin cuidado y con letra propia de niño, dejando patente el borrón. Era preciso corregir la falla. Llovía. Plinio resolvió aprovechar esta circunstancia para salir de la difícil situación:
abrió el boletín al aire libre a fin de que las gotas de agua borrasen la enmienda. Las gotas alcanzaron todas las notas… ¡menos aquélla! Afligido, forzó el agua con el dedo para que mojara también el punto deseado. El resultado no pudo haber sido más desastroso…
Cuando llegó a casa, doña Lucilia le preguntó:
— Hijo mío ¿has traído las notas?
— Las traje, sí señora — pero no se las enseñó con la esperanza de que su madre no se las pidiese. Ella, no obstante, dijo en seguida:
— Déjame verlas.
Al depararse con las alteraciones, preguntó:
— ¿Qué ha sucedido con este boletín, hijo mío? ¿Esta letra es tuya?
Plinio, que nunca mentía a nadie, y menos aún a doña Lucilia, respondió:
— Mamá, yo no me merecía esta nota y por eso la corregí.
Ella, tomando un aire severo, le interpeló:
— Pero, ¿acaso tengo un hijo falsario?
La palabra falsario sonó a los oídos del niño como el peor de los crímenes. Doña Lucilia la pronunció en un tono de voz que resaltaba todo cuanto hay de reprobable en la actitud de un falsario.
Y prosiguió de un modo todavía más grave:
— Voy a hablar con tu padre. El lunes irá al colegio y le pedirá al sacerdote que le explique lo que sucedió. Tú dices que no merecías la nota seis. Si te la merecías, ¡irás al Colegio Caraça! Aquellas duras palabras repercutieron hondamente en el alma del pequeño infractor. Doña Lucilia continuó:
— Si vas al Caraça, voy a sufrir mucho porque me quedaré un año sin verte. Sabes cómo me es doloroso separarme de ti, pero eso será lo que va a pasar. ¡Recuerda, estando allí, lo que estarás haciendo sufrir a tu madre! Cuando regreses,
veré si el falsario se enmendó o no. ¡De lo contrario, volverás al Caraça!
El Caraça era un grande y renombrado colegio que existía en el Estado de Minas Gerais, a respecto del cual se decía entonces, muy erróneamente, entre los estudiantes de São Paulo, que era una especie de cárcel para niños de conducta excepcionalmente reprobable.
Pero, para Plinio, peor que la perspectiva del terrible colegio era tener que estar, por tanto tiempo, lejos de su tan querida madre. ¿A quién apelar?

“¡Él se hizo justicia a sí mismo!”

Nuestra Señora Auxiliadora, venerada en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús de los Padres Salesianos

Nuestra Señora Auxiliadora, venerada en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús de los Padres Salesianos

El domingo, Plinio fue a cumplir el precepto en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Al estar ocupada la nave central por los alumnos del colegio salesiano, se arrodilló en uno de los bancos del fondo de la nave lateral izquierda (del lado de la Epístola). En el auge de la aflicción, sus ojos se posaron en la soberana y atrayente imagen de Nuestra Señora Auxiliadora. Comenzó entonces a rezar la Salve Regina, palabras que interpretaba como “Salvadme Reina”. Eso hacía que encontrara muy adecuada dicha oración para la angustiosa situación en que estaba. La recitaba pausada y piadosamente, como para dar más énfasis al sentido de cada palabra. Al final de cuentas, si doña Lucilia era tan bondadosa, Nuestra Señora lo sería incomparablemente más, pensaba él. Desde lo alto de los Cielos, la Santísima Virgen no podía dejar de sonreír y atender tan fervorosa súplica, concediendo a Plinio la gracia de confiar en Ella en todas las dificultades y de comprender su insondable misericordia. Esa bondadosa Madre sería como una estrella de Belén que lo guiaría durante toda la vida, haciendo nacer en su alma una verdadera devoción a Ella.
Al día siguiente, cuando don João Paulo volvió del Colegio San Luis, fue como si la bonanza sucediese a la tempestad. Con su habitual placidez, contó la conversación que había tenido:
— Estuve hablando con el profesor. Se rió del desbarajuste que hiciste en el boletín y fue a mirar sus anotaciones. Me dijo que tu nota era realmente diez y que hubo un error del bedel al copiarlas. “¡Él se hizo justicia a sí mismo!”, comentó. De modo que está dispuesto a registrar la nota diez en otra página del boletín, ya que aquélla está inutilizable.
Doña Lucilia sintió un verdadero alivio al saber que todo no había pasado de una irreflexión infantil, pues, aunque le fuese muy penoso, estaba realmente dispuesta a castigar a su hijo, mandándolo al Caraça.

Biografía de Doña Lucilia publicada por la Editrice Vaticana

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Con gran alegría para todos los devotos de Doña Lucila, ha salido recientemente a la luz la biografía de Doña Lucilia, escrita por Mons. Joao Clá Dias, editada por la Editrice Vaticana. Se ha publicado en portugués, inglés, español e italiano.

Le ofrecemos a nuestros lectores extractos del prefacio hecho por Fr. Antonio Royo Marín, O.P.

«Mi querido y admirado amigo Don João S. Clá Dias, autor de esta espléndida biografía de doña Lucilia Corrêa de Oliveira, ha tenido la amabilidad de pedirme un “Prefacio”…

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Fr. Royo Marín

Empecé a leer estas páginas ignorando totalmente el altísimo valor de su contenido. Lo que al principio comenzó por simple curiosidad ante lo desconocido evolucionó muy pronto en franca simpatía, que fue aumentando progresivamente hasta convertirse en verdadera admiración y pasmo. Más que los datos biográficos de una mujer extraordinaria lo que iba leyendo era la vida de una verdadera santa en toda la extensión de la palabra.

Se trata de una auténtica y completísima “Vida de doña Lucilia”, que puede parangonarse con las mejores “Vidas de Santos” aparecidas hasta hoy en el mundo entero. Sobre todo, tiene un valor inapreciable la correspondencia epistolar entre ella y sus hijos, particularmente con el Dr. Plinio. En sus magníficas cartas dice con frecuencia doña Lucilia cosas tan sublimes y de una espiritualidad tan elevada que al lector le embarga una emoción parecida a la que produce la lectura del inimitable epistolario de Santa Teresa de Jesús.

¿Fue doña Lucilia una verdadera santa en toda la extensión de la palabra? O en otra forma: ¿Sus virtudes cristianas alcanzaron el grado heroico que se requieren indispensablemente para ser reconocido por la Iglesia con una beatificación y canonización? A la vista de los datos rigurosamente históricos que nos ofrece con gran abundancia la biografía que estamos presentando me atrevo a responder con un sí rotundo y sin la menor vacilación».

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Las fotografías  que ilustran el libro revelan una fisonomía desbordante de dulzura y de bienquerencia incondicional.

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Plinio en el Colegio San Luis

Colegio San Luis, de los PP. Jesuitas

Colegio San Luis, de los PP. Jesuitas

Doña Lucilia se esmeraba por dar a sus hijos en casa la mejor educación posible. En 1919 se vio en la contingencia, no sin gran aprensión, de tener que matricular a Plinio en un colegio, por haber alcanzado la edad adecuada para ello. Naturalmente debería ser el mejor de São Paulo, que por entonces era el Colegio San Luis, de los Padres Jesuitas. Era bajo la orientación de los discípulos de San Ignacio que el niño debía continuar sus estudios; pero esto no bastaba para tranquilizar su maternal corazón. Ella poseía una noción completa de los peligros que, ya en aquel tiempo, podía acarrear la convivencia entre estudiantes.
¿Cuál sería la reacción de su hijo al entrar en choque con un mundo tan opuesto a la preservación moral, inherente a la atmósfera del hogar? ¿Resistiría o se dejaría arrastrar por las malas influencias recibidas de los nuevos compañeros? Sólo el futuro lo diría.
Un día, el propio Plinio trató el tema de los estudios con su madre. Sus primos, que ya frecuentaban aquel colegio, le habían invitado insistentemente para ir también a estudiar con ellos. Un primo más allegado, a fin de atraerlo con más facilidad, le dijo que en el patio del recreo había muchos cerezos, constituyendo uno de los pasatiempos de los alumnos el comer esas sabrosas frutas en los intervalos de las clases.
Por la tarde, cuando don João Paulo volvió del trabajo, doña Lucilia trató con él del asunto. Quedó decidido que iría al Colegio San Luis al día siguiente para hablar con el director, P. du Dréneuf, para matricular a su hijo. Todo se hizo sin la menor dificultad. El sacerdote, recibiéndolo amablemente en su sala, expuso el sistema y el horario del establecimiento, informó qué material necesitaría llevar Plinio, y en poco tiempo el asunto estaba solucionado. Se despidieron con cortesía, y cada uno volvió a sus quehaceres. El jesuita, satisfecho de recibir un alumno más; don João Paulo aliviado por tener un problema menos para resolver.

Patio del colegio San Luis

Patio del colegio San Luis

El primer día de colegio, tras una o dos clases, llegó la hora del recreo. Al salir al amplio patio, Plinio buscó a sus primos con la mirada, en medio de aquella multitud de niños gritando y corriendo de un lado para otro, pues le habían prometido presentarle a los otros compañeros. ¿Y dónde estaban los codiciados cerezos?
Por fin apareció uno de sus primos, jadeante, agitado:
— ¡Plinio! — gritó.
— Y los cerezos, ¿dónde están? — preguntó el nuevo alumno, deseoso de, ya en aquel primer intervalo, deliciarse con su manjar preferido.
— ¡Vamos a jugar al fútbol! — respondió su primo. Este deporte, que en la época aún hacía parte de las innovaciones de la modernidad, atraía la atención y la participación de los alumnos. Sin embargo, ¡qué diferencia de los serenos entretenimientos de casa!… Casi se diría que eran dos mundos opuestos.

Aprensión materna

Imagen del Buen Consejo de Genazzano, venerada en el colegio San Luis

Imagen del Buen Consejo de Genazzano, venerada en el colegio San Luis

Para Plinio comenzaba la dura batalla de la vida, con sus tragedias, desilusiones y fracasos, por la cual todo hijo de Adán tiene que pasar irremediablemente. La primera decepción fue la de no encontrar los soñados cerezos. Después, ante sus ojos, dos mundos se desarrollaban lado a lado, si bien que en constante oposición: el de los sacerdotes que, vueltos hacia lo sagrado, por su porte grave y sus trajes austeros, creaban en torno de sí un ambiente que simbolizaba la tradición y recordaba las verdades eternas; y el de los alumnos, entusiasmados, en aquella postguerra, con las “modernidades” soeces de Hollywood, y atraídos por las costumbres simples y fáciles de ahí derivadas. No era difícil distinguir aquí y allá los primerísimos gérmenes de las tendencias anarquistas y libertarias que décadas más tarde infectarían a la sociedad.
En el colegio, esas dos influencias antagónicas se alternaban naturalmente varias veces a lo largo del día. Iniciado el intervalo de las aulas, salían todos en fila y en silencio hasta la entrada del patio, y un profesor muy joven, revestido del traje eclesiástico, hacía sonar un pito. A esta señal, se diría que un torbellino se desataba sobre los niños, lanzándolos a correr en las más variadas direcciones.
Entre ellos, algunos más agitados se reunían en un punto ya acostumbrado en el recreo para contar cierto género de chistes o para criticar y ridiculizar a determinados profesores; otros para tramar alguna pequeña sedición contra una norma disciplinar incómoda. La gran mayoría era arrastrada por sus pequeños líderes, siguiendo la ola de los nuevos tiempos. En aquel diminuto mundo, ya se decidían los rumbos del futuro, pues los niños, al repetir lo que escuchaban en las conversaciones de los adultos, discutían entre sí los grandes temas del momento: monarquía y república, igualdad y desigualdad, tradición y progreso, existencia o no de Dios, y así otros tantos.
Por más que aquellos buenos y piadosos sacerdotes jesuitas predicasen la doctrina ortodoxa durante meses seguidos, al reunirse los alumnos en el recreo, un argumento o un chiste, lanzado por un niño en una conversación de cinco minutos, podía reducir a nada todo el esfuerzo desarrollado por los maestros durante horas y horas de clase.
Plinio no se dejó dominar por el ambiente y, aunque su apariencia física —tez muy blanca, cabello rubio y cuerpo delgado— no fuera apropiada para intimidar a sus interlocutores, decidió enfrentar la situación. En el fondo, optó por la lucha, a fin de preservar en su alma aquella inocencia que doña Lucilia con tanto celo había protegido y cultivado en su primera infancia. Ahora le cabía, y sólo a él, mantener intacta e inmaculada la vestidura blanca que había recibido en el bautismo: la fe y la castidad.
Doña Lucilia observaba discretamente las mínimas reacciones de su hijo para ver si estaba resistiendo a las malas influencias o si, de modo imperceptible, se iba dejando llevar por ellas. Por la manera de Plinio hablar, gesticular, tratar a los otros y, sobre todo, por aquel “sexto sentido” que sólo el desvelo materno da, ella procuraba descubrir en él los eventuales síntomas de adaptación a los nuevos padrones.
Cuando se acercaba la hora en que Plinio volvía de clase, al final de la tarde, doña Lucilia salía a la terraza para esperarlo. Quería verle a lo lejos para observar los vestigios que ambientes tan diversos como el colegio, la calle y la casa familiar, tal vez hubiesen dejado en el espíritu y en el modo de ser de su hijo. Observaba su entrada desde una ventana. Lo veía abrir y cerrar el pesado portón del jardín, llegar juiciosamente hasta escalera que conducía a la morada y tocar el timbre. Lo esperaba en una sala, lo abrazaba, lo besaba y le daba su bendición. Se tranquilizaba al notar que su hijo seguía siendo el mismo, como el primer día de clase.

 “Ya está igual que los otros. Está totalmente transformado”

2P44Cierta vez, sin embargo, notó un brusco cambio. Plinio llegó con una pila de libros y de cuadernos debajo de cada brazo. El portón del jardín tenía el cerrojo abierto. Le dio un puntapié y, después de entrar, lo empujó con el hombro para cerrarlo; atravesó el jardín con paso rápido y fuerte, y subió la escalera corriendo, saltando los escalones de dos en dos. Doña Lucilia, que observaba desde la ventana, sacó en un instante todas las conclusiones de lo que había visto, pensando consigo: “Ya está igual que los otros. Está totalmente transformado”.
A pesar de esta aprensión que se le clavaba en el alma, lo recibió con el mismo afecto de siempre, ese día tal vez más de lo normal, limitándose apenas a preguntarle:
— Filhão (Se pronunciaría filión. Es el aumentativo de la palabra portuguesa filho, hijo, con la cual doña Lucilia llamaba al Dr. Plinio de manera cariñosa) ¿cómo han ido las clases?
Escuchó la respuesta que Plinio habitualmente le daba, pues era un óptimo alumno:
— ¡Muy bien mãezinha!(Diminutivo de la palabra mãe, que significa madre).
Y hasta el final del curso, todo transcurrió igual en el trasformado modo de ser de Plinio, hasta que años después su madre y él hablaron sobre el asunto. Al principio, Plinio fue muy afable y ceremonioso en el colegio, fiel a la educación que había recibido, mientras que algunos de sus compañeros usaban maneras “deportivas”, tenidas por varoniles. En poco tiempo, notó que, para hacerse respetar por los demás alumnos, tenía que mostrarse enérgico en el trato e imponerse casi por la fuerza, cuando los argumentos de la razón no fuesen suficientes. Decidió por ello ensayar el modo de ser “deportivo”, que realmente le granjearía la simpatía de ciertos compañeros. En ese diálogo explicativo entre madre e hijo, Plinio le hizo ver a doña Lucilia que, a pesar de esa transformación, toda exterior y guiada por el sentido práctico, de ninguna manera había cambiado en sus principios y en su fidelidad a la educación recibida en casa. Lo que su cariñosa madre reconoció con facilidad y de buen grado.

Hablando casi sólo del bien, inculcaba aversión al mal

Sermón de la Montaña

Método lleno de sabiduría, utilizado por el propio Hombre-Dios en sus predicaciones, constituyendo las parábolas algunas de las páginas más bellas y ricas de los Evangelios…

Los rasgos más  característicos de la educación dada por doña Lucilia, especialmente a sus hijos, consistía en transmitir lecciones morales a través de cuentos o historias. Método lleno de sabiduría, utilizado por el propio Hombre-Dios en sus predicaciones, constituyendo las parábolas algunas de las páginas más bellas y ricas de los Evangelios, por sus divinas enseñanzas envueltas en una poesía sin igual.
En sus narrativas, doña Lucilia tenía en vista enseñar el desapego. Si fuera necesario sacrificar la posición social, la fortuna o hasta la vida a fin de cumplir enteramente con el deber, ella lo haría, y resaltaba que ésta era la única actitud propia en esas circunstancias. La vida no está hecha para el placer, sino para cargar sobre los hombros, de buen grado, la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, principio amado y puesto en práctica por ella en su vida diaria, no sólo por su resignación, sino también por su postura decidida frente a las adversidades. Al contar algún hecho ocurrido a otro, participaba de la alegría o de los dolores de las personas envueltas, virtud ésta que alimentaba su gusto en describir pequeños episodios de la vida real.
Siempre estimulaba en sus hijos el deseo de la honra y de adquirir respetabilidad a través de las virtudes personales, sin volverse ambiciosos o ávidos de dinero.
Hablaba casi exclusivamente del bien, de la verdad y de lo bello; se diría que no veía la realidad sino a través de esos prismas. Sin embargo, cuando correspondía censurar algo de malo era difícil encontrar alguien que la excediese en el desempeño de esa obligación. Por su sentido de justicia, junto al elogio de los méritos ajenos, nunca faltaba en sus labios la reprobación del mal.
A fin de inculcar a sus hijos el horror al vicio, describía lo ocurrido con personas conocidas de antaño, resaltando las tristes consecuencias de las pasiones desenfrenadas y dejando traslucir cuánto había en éstas de censurable.

Un marido robado

Uno de esos hechos sucedió en el São Paulo antiguo con uno de sus parientes lejanos, persona de buena presencia pero muy poco inteligente. Consiguió él que le dieran el cargo de juez en una comarca vecina de la Capital, probablemente debido a sus relaciones sociales. Sin embargo, debido a su incapacidad para juzgar cualquier causa cuya complejidad fuese tan sólo un poco mayor de lo normal, llevaba en ese lugar la vida apagada de quienes son nulos. Y lo peor no era la falta de dotes intelectuales, sino la pereza. No hacía ningún esfuerzo para mejorar su situación.
Había en la localidad una viuda muy rica que quería casarse con él sólo porque el joven tenía un buen físico. Pero él, como no gustaba de ella, no quería aceptar la propuesta de ningún modo. La señora, dándose cuenta de hasta qué punto era blando y cuán poca personalidad tenía, mandó que unos sicarios invadieran su cuarto por la noche y lo raptaran como se raptaba antiguamente a una muchacha.
Y él no opuso resistencia…
Cuando llegó a casa de la mujer, la encontró furiosa, resuelta a casarse con él a toda costa. Como para resistir era necesario esfuerzo… ¡entonces decidió casarse!
La seriedad de doña Lucilia al contar la historia, así como su rechazo a tanta pusilanimidad, dispensaban el empleo de adjetivos para hacer reprobables a los ojos de sus hijos la pereza y la molicie de ese hombre.
El repudiar casi instintivamente esos vicios era la reacción más saludable que despertaba en sus oyentes.