¿Dónde está Jesús?

Rosée y Plinio constituían el foco de la atenta preocupación de doña Lucilia.
Ella ejercía sobre sus dos pequeños una beneficiosa y ejemplar influencia, que era un convite a la dignidad y a lo sobrenatural. En su misión educadora transparecerá aún con una mayor claridad el fondo cristalino de su bella alma. Desde el principio, se empeñará en que sus hijos apliquen las primeras luces de la razón en distinguir dos imágenes de su devoción, una del Sagrado Corazón y otra de la Milagrosa.
Ante la simple pregunta: “¿Dónde está Jesús?” o “¿Dónde está María?” los niños inmediatamente señalaban la imagen correspondiente. Un poco más tarde, las primeras palabras que brotarán de sus labios serán los nombres del Redentor y de su Santísima Madre.
Años después, en 1925, en una carta enviada desde Río de Janeiro a su hijo,
ya por entonces adolescente, le recordará:

…pues como sabes, Rosée y tú fuisteis confiados a Dios antes de nacer, y, por lo tanto, si tenéis fe y amor a Dios no podéis dejar de ser felices, tanto más que rezo por vosotros día y noche, y es natural que las oraciones de una madre católica, incluso de tan poco mérito, sean atendidas por Nuestra Señora, que también es madre, y por Nuestro Señor Jesucristo.

A un alma tan acorde con la bondad divina, quiso Dios también tratarla con bondad. Una vez arraigado en doña Lucilia este profundo amor por sus hijos, estaba preparada para enfrentar las inciertas dificultades de salud de don Antonio y, poco después, una triste y dolorosa separación.

La fiebre desaparece con un simple toque de mano

Última fotografía de D. Antonio

En cierta ocasión, estaba don Antonio confinado en su lecho por un fuerte malestar y con fiebre alta —quizás señales de la muerte próxima— cuando vio entrar por la ventana de la alcoba el fantasma de un amigo ya fallecido, que había llevado una vida poco recomendable. Éste se sentó a los pies de la cama y comenzó a mirarle con ojos maliciosos, como si quisiera invitarle a que le acompañara al lugar en que se encontraba.
En este momento, doña Lucilia abrió la puerta y entró. Creyendo que su padre deliraba, se aproximó y le puso la mano sobre la frente. Don Antonio, como quien despierta de una pesadilla, juzgó ver a su antiguo conocido salir por la ventana. Entonces, con gran bienestar, se sintió perfectamente recuperado y constató que la fiebre había pasado por completo.

Todos los años don Antonio solía comprar el “Almanaque de San Antonio”, el cual, además de las efemérides, traía siempre algún pensamiento para cada jornada. Al entregarle a doña Gabriela el de aquel año, le dijo:
— Sinhara, aquí está el ejemplar de este año; di que lo pongan después por
ahí… Y agregó pensativo:
— 1909…
Hizo cálculos en un papel y continuó:
— Este año moriré.
— Totó, no digas tonterías, respondió doña Gabriela un poco molesta.
Don Antonio sonrió y agregó:
— Moriré este año, ya lo veréis…
De vez en cuando, durante las comidas, jugaba con el cuchillo poniéndolo sobre su muñeca. Cuando éste se movía un poco, decía:
— ¿Lo veis? Es señal de que voy a morir.
— ¡No digas eso! ¡Dónde se ha visto una cosa semejante! se quejaba doña Gabriela.
¡Pero el momento llegó! Fue el 12 de noviembre…
Encontrándose en Santos, donde era socio de una empresa que negociaba con café, don Antonio se desmayó al bajar del tranvía. Alguien que estaba cerca lo reconoció:
— Pero, ¡si es don Antonio Ribeiro dos Santos! Hay que avisar a su familia. Se hospedan en el Parque Balneario…
Después de trasladarlo a la empresa, y tras dejarlo un tiempo acostado sobre el mostrador, se lo llevaron a casa de uno de los socios.
En seguida llegaron los médicos. Tras examinarle, no vieron otra salida sino recomendar que lo dejaran en reposo. Mientras tanto, familiares y amigos iban apareciendo y formando ruedas de conversación en una sala anexa. De repente, don Antonio pidió que llamaran a uno de sus hijos y, nada más verlo, se incorporó sobre los codos y le dijo:
— Mira, Antonio, me siento mal…
Y, sin decir nada más, cayó muerto.
La noticia del fallecimiento de una persona tan bien relacionada, una semana después del de su hermano don Alfredo, director de la Secretaría de Seguridad Pública, corrió rápidamente y causó consternación. Doña Lucilia no había acompañado a su padre a Santos; se había quedado a la espera de que éste le avisara que había terminado sus negocios para ir a encontrarse con él. En ese ínterin, tomó conocimiento del doloroso hecho. Eran las dos o las tres de la tarde cuando supo lo ocurrido. Sufrió un choque tan grande que tuvo que ser trasladada a la cama con una fuerte indisposición.
El velatorio se realizó en la propia residencia de la Alameda Barón de Limeira.
A las diez de la noche el cuerpo llegó a São Paulo. Según las costumbres de la época, vino en un tren especial —compuesto únicamente por la locomotora, el ténder y un vagón fúnebre todo recubierto con flores y tejidos negros— que avanzaba despacio tocando el silbato.
Doña Lucilia, extremamente abatida, desde que recibió la noticia se mantenía recogida en su lecho. Al aproximarse el momento de cerrar el ataúd, fueron rápidamente a avisarle:
— Lucilia, si usted no viene ahora no tendrá otra oportunidad de ver por última vez a su padre.
Sostenida por su marido de un lado y un tío del otro, intentó recorrer la media cuadra que separaba su casa de la paterna.
En aquel tiempo, los entierros se realizaban en un escenario impresionante.
El cortejo hasta el cementerio estaba formado por carruajes antiguos, negros y dorados, adornados con plumas. Los cocheros y lacayos, empleados de la funeraria, usaban sombreros de dos picos también con plumas, y trajes semejantes a los del Ancien Régime (Periodo de los más brillantes de la historia occidental, especialmente en Francia).A medida que doña Lucilia caminaba junto a la larga y luctuosa fila de carruajes,
sentía resonar cada vez con más fuerza en sus oídos, casi se diría en el corazón, los golpes impacientes de las herraduras de los caballos sobre las piedras del pavimento. Las fuerzas le faltaron y se vio obligada a regresar a su casa. Fue así como, en aquel doloroso momento, se le hizo imposible dar el último adiós a su muy querido padre.

Esa pregunta no se le hace a una madre

            Doña Lucilia con el pequeño Plinio

Doña Lucilia y su esposo fijaron su residencia en una casa casi contigua al palacete Ribeiro dos Santos. La pareja fue premiada por Dios con dos hijos: el 6 de julio de 1907 nació una niña que recibió el nombre de Rosenda, en memoria de la fallecida madre de don João Paulo, a quien él quería mucho; y el 13 de diciembre de 1908 vino al mundo un niño, al que doña Lucilia daría con mucho agrado el nombre de Plinio para atender los deseos de doña Gabriela, que siempre quiso que alguien de la familia lo llevara. A partir de entonces, la bondad que rebosaba del corazón de doña Lucilia se derramaría sin reservas sobre sus hijos. Su maternidad haría florecer uno de los más sublimes aspectos de su alma al tener que enfrentar con heroísmo una difícil situación.
Cuando, poco antes de que naciera el varón, fue examinada por el médico, éste constató que el parto sería arriesgado. Con toda probabilidad ella o el niño moriría. Así pues, le preguntó si no prefería abortar para salvar su propia vida. Ante esta absurda propuesta, doña Lucilia respondió disgustada:
— Doctor, ¡esa pregunta no se le hace a una madre! Ni siquiera debería habérsele
ocurrido.
Quiso la Providencia pedirle a aquella extremosa y valerosa madre católica este excelente acto de virtud. De esta manera, aun antes de nacer, ya era Plinio objeto de los desvelos maternales de doña Lucilia.

El niño vino al mundo un domingo por la mañana, mientras se oían repicar las campanas de la iglesia de Santa Cecilia llamando para la Santa Misa. Era tan pequeño que la cuna, cuidadosamente preparada por su madre, resultó demasiado grande.
Cuentan algunos familiares que ella, conversando con su padre, había manifestado su tristeza por la mala salud que Plinio aparentaba tener. Don Antonio cogió entonces a su nieto en brazos, lo acercó a una ventana para verlo mejor y, mientras lo miraba fijamente, tranquilizó a su hija con estas palabras:
— ¡Este niño vivirá muchos años!

Es tal vez la fotografía en que aparece más contenta

La fotografía en que doña Lucilia sostiene en los brazos a su hijo recién nacido, denota bien la gracia bautismal que ella, paso a paso, enriqueció por su correspondencia y prolongó hasta el fin de su vida, a los 92 años.
Con la mirada llena de afecto, contempla tiernamente a su pequeño. En su sonrisa se descubre un torrente de cariño, de compasión por la fragilidad de la criatura, y de deseos de protegerla. No es difícil darse cuenta cuánto le complace el candor que ve en el niño. Del conjunto de todas las fotografías que le fueron sacadas a lo largo de su vida, tal vez sea ésta en la que aparece más contenta. Contentísima, no por haber sido objeto de alguna caricia o por haber recibido algún elogio, sino por el hijo que tiene en los brazos. “El trato entre nosotros dos era, para mí, un verdadero paraíso”, recuerda con nostalgia ése tan amado hijo. “Me sentía mimado, comprendido. Tenía una noción muy grande de mi propia fragilidad. Me sentía pequeño, enfermo. A fuerza de prodigarme toda especie de cuidados, ella me transformó. Me daba cuenta, incluso, de que podía morir, pero notaba también su cariño envolvente y su enorme deseo de que yo viviera. Eran como tónicos que me comunicaban vitalidad. Desde dentro de mi debilidad me venía la siguiente idea: ‘¡Ella me quiere tanto y puede tanto! Es probable que consiga convertirme en una persona saludable. ¡Qué tragedia si me muriera! Pues me llevarían lejos de ella…’ “Ahora bien, yo quería vivir. Sentía que dependía de ella para continuar viviendo.
Estos pensamientos me venían a la mente no sólo con relación a esta vida terrena, sino también con relación a la otra. No concebía un ambiente celestial que no fuera parecido a la atmósfera que sentía junto a ella. Mamá fue un paraíso para mí hasta el momento en que cerró definitivamente los ojos.
“Además, ella me abrió otro jardín incomparablemente más paradisíaco que ella misma: me enseñó a comprender y a amar a la Santa Iglesia Católica y me inculcó la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y a la Santísima Virgen.”

La fundación del hogar

 Siempre había procurado mantener intacta aquella inocencia bautismal que constituía el principal ornato de su alma, el mayor encanto de quienes trataban con ella. Aunque había podido realizar, hasta entonces, su ideal de hacer el bien entre quienes la rodeaban, se definía cada vez más en su espíritu el deseo de abrazar el estado de perfección. Pero, como veremos a continuación, no eran esas las vías a las que la Providencia la destinaba.

Durante las largas horas de contemplación en la quietud entremezclada con oraciones vocales, se delineaba en el interior de Lucilia, con trazos cada vez más profundos, una aspiración a la vida religiosa. Sin embargo, por encima de su virtuosa propensión a lo elevado y a lo sublime, permanecía su decidida determinación de cumplir la voluntad de Dios, aunque fuera a costa de frenar sus buenos movimientos de alma. Lista para seguir la voz del Espíritu Santo en cualquier momento, por más que le costara, tenía por seguro que ésta se manifestaba muchas veces a través de los consejos u órdenes de su querido padre.
Un día, al atardecer, don Antonio se acercó a su hija con intención de tratar el delicado tema del matrimonio. Estaba claro que don Antonio, como buen padre que era, no deseaba forzar a Lucilia a decidirse en favor del matrimonio. Sin embargo, en esa misma ocasión contó a su hija que un amigo suyo, João Procópio de Carvalho, le había presentado a un joven abogado, João Paulo Corrêa de Oliveira, muy fino, inteligente y miembro de una ilustre familia de la provincia de Pernambuco. Consideraba, por esta razón, que podría ser un esposo muy conveniente para ella, aunque dejaba la decisión en sus manos.
Con semblante siempre apacible y afectuoso, doña Lucilia no se perturbó en nada ante la sugerencia paterna. Era una nueva manifestación de aquella permanente templanza que alcanzaba ya un florecimiento pleno. Si se insinuaba así la voluntad de la Providencia, ¿por qué no alegrarse? Si era don Antonio quien lo recomendaba, bueno sería su futuro esposo. ¿Qué más podía faltar para su consentimiento? Siempre comedida y prudente, pidió, sin embargo, un tiempo para pensar, y después de rezar y reflexionar mucho, aceptó.

La religiosidad de doña Lucilia aumentaba aún más con el matrimonio

Con el estado matrimonial, el espíritu sobrenatural de doña Lucilia adquirirá una profundidad aún mayor, tomando contornos más definidos a medida que los problemas, las aflicciones o las enfermedades se vayan multiplicando. Entonces, fiel a su antigua costumbre, juntará las manos y, con los ojos puestos en el Sagrado Corazón de Jesús, implorará, por medio de su querida Madrina, la Virgen de la Peña, amparo y solución. Su fervorosa vida de piedad, que en el tiempo de soltera tanto agradaba a don Antonio, no dejará de causar a su padre una creciente admiración.

Enseñadme a honrar a mi marido como Vos honrasteis a San José

Con señalado candor y limpidez de alma encaraba doña Lucilia el estado matrimonial y, al mismo tiempo, con elevación de espíritu, se ponía bajo el amparo y protección de la Santísima Virgen para el perfecto cumplimiento de sus deberes de esposa y madre. Un pequeño testimonio de sus sublimes disposiciones nos lo proporciona esta oración copiada por ella de su puño y letra poco después de casarse. Se habituó a rezarla de memoria, mientras el texto escrito permanecía guardado en una gaveta:

Oración de una esposa y madre a la Santísima Virgen ¡Oh María!, Virgen Purísima y sin mancha, Casta Esposa de San José, Madre tiernísima de Jesús, perfecto modelo de las esposas y de las madres, llena de respeto y confianza, a Vos recurro y, con sentimientos de la más profunda veneración, me postro a vuestros pies e imploro vuestro auxilio. Ved, ¡oh Purísima María!, ved mis necesidades y las de mi familia, atended los deseos de mi corazón, pues es al vuestro tan tierno y bueno, al que los entrego.
Espero que, por vuestra intercesión, alcanzaré de Jesús la gracia de cumplir como debo mis obligaciones de esposa y madre. Alcanzadme el santo temor de Dios, el amor al trabajo y a las buenas obras, a las cosas santas y a la oración, la dulzura, la paciencia, la sabiduría, en fin, todas las virtudes que el Apóstol recomendaba a las mujeres cristianas y que hacen la felicidad y el ornato de las familias.
Enseñadme a honrar a mi marido como vos honrasteis a S. José y como la Iglesia honra a Jesucristo; que él encuentre en mí la esposa deseada por su corazón; que la unión santa que hemos contraído en la tierra persista eternamente en el Cielo. Proteged a mi marido, conducidlo por el camino del bien y de la justicia, porque tanto como la mía deseo su felicidad. Encomiendo también a vuestro maternal corazón mis pobres hijos. Sed Vos su Madre, inclinad su corazón a la piedad, no permitáis que se aparten del camino de la virtud, hacedlos felices, y que, después de nuestra muerte, se acuerden de su padre y de su madre y rueguen a Dios por ellos, honrando su memoria con sus virtudes. Tierna Madre, hacedlos piadosos, caritativos y siempre buenos cristianos, para que su vida, llena de buenas obras, sea coronada por una santa muerte. Haced, ¡oh María!, que un día nos encontremos reunidos en el Cielo y allí podamos contemplar vuestra gloria, celebrar vuestros beneficios, gozar de vuestro amor y alabar eternamente a vuestro amado Hijo, Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

*******

El Sagrado Corazón de Jesús, devoción de toda una vida

Imagen del Sagrado Corazón ofrecida a Doña Lucilia por su padre

Fue también en su cándida juventud cuando Lucilia recibió de su padre aquella piadosa y espléndida imagen del Sagrado Corazón de Jesús que tan enorme papel desempeñará en su vida interior, acompañándola hasta su última señal de la cruz. Siempre la conservará en su propio cuarto, protegida por un sencillo oratorio de madera. Esta imagen, de origen francés, fue comprada por don Antonio en la Casa Garraux, célebre librería de São Paulo que también vendía ciertos artículos importados. La intención de estimular la piedad de Lucilia fue el motivo del gesto de su padre. En efecto, le causaba admiración verla rezar todas las tardes su rosario apoyada en el pretil de una ventana que daba al jardín trasero del palacete. A través de esa imagen, ella reconocía, admiraba y adoraba al propio Sagrado Corazón de Jesús, siempre bondadoso en extremo, misericordioso, dispuesto a perdonar, ¡pero profundamente serio! Desbordante de afecto, pero sin sonreír nunca; manifestando siempre una cierta tristeza, de quien mide hasta el fondo la maldad de los hombres y sufre mucho por esta causa. De ahí que el Corazón Sagrado esté rodeado por la corona de espinas y atravesado por la lanza de Longinos.
Los rasgos de su fisonomía simbolizaban la dolorosa queja contenida en aquella frase famosa, dirigida por Nuestro Señor a los hombres a través de Santa Margarita María Alacoque: Hija mía, he aquí el Corazón que tanto amó a los hombres y fue por ellos tan abandonado.
A través de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, Lucilia desarrolló aún más en su alma el deseo de hacer solamente el bien. En Él estaba la fuente del enorme afecto que desbordaba en su trato con los demás. Afecto compuesto de alegría y de esperanza, que contenía en sí un grado de amistad, de perdón y de bondad tan entrañados y generosos, que sería difícil concebirlos iguales. Así, vuelta hacia el Sagrado Corazón de Jesús y Nuestra Señora de la Peña, su Madrina, toda la juventud de Lucilia transcurrió al abrigo de aquel aristocrático y bendito hogar.