Siempre había procurado mantener intacta aquella inocencia bautismal que constituía el principal ornato de su alma, el mayor encanto de quienes trataban con ella. Aunque había podido realizar, hasta entonces, su ideal de hacer el bien entre quienes la rodeaban, se definía cada vez más en su espíritu el deseo de abrazar el estado de perfección. Pero, como veremos a continuación, no eran esas las vías a las que la Providencia la destinaba.
Durante las largas horas de contemplación en la quietud entremezclada con oraciones vocales, se delineaba en el interior de Lucilia, con trazos cada vez más profundos, una aspiración a la vida religiosa. Sin embargo, por encima de su virtuosa propensión a lo elevado y a lo sublime, permanecía su decidida determinación de cumplir la voluntad de Dios, aunque fuera a costa de frenar sus buenos movimientos de alma. Lista para seguir la voz del Espíritu Santo en cualquier momento, por más que le costara, tenía por seguro que ésta se manifestaba muchas veces a través de los consejos u órdenes de su querido padre.
Un día, al atardecer, don Antonio se acercó a su hija con intención de tratar el delicado tema del matrimonio. Estaba claro que don Antonio, como buen padre que era, no deseaba forzar a Lucilia a decidirse en favor del matrimonio. Sin embargo, en esa misma ocasión contó a su hija que un amigo suyo, João Procópio de Carvalho, le había presentado a un joven abogado, João Paulo Corrêa de Oliveira, muy fino, inteligente y miembro de una ilustre familia de la provincia de Pernambuco. Consideraba, por esta razón, que podría ser un esposo muy conveniente para ella, aunque dejaba la decisión en sus manos.
Con semblante siempre apacible y afectuoso, doña Lucilia no se perturbó en nada ante la sugerencia paterna. Era una nueva manifestación de aquella permanente templanza que alcanzaba ya un florecimiento pleno. Si se insinuaba así la voluntad de la Providencia, ¿por qué no alegrarse? Si era don Antonio quien lo recomendaba, bueno sería su futuro esposo. ¿Qué más podía faltar para su consentimiento? Siempre comedida y prudente, pidió, sin embargo, un tiempo para pensar, y después de rezar y reflexionar mucho, aceptó.
La religiosidad de doña Lucilia aumentaba aún más con el matrimonio
Con el estado matrimonial, el espíritu sobrenatural de doña Lucilia adquirirá una profundidad aún mayor, tomando contornos más definidos a medida que los problemas, las aflicciones o las enfermedades se vayan multiplicando. Entonces, fiel a su antigua costumbre, juntará las manos y, con los ojos puestos en el Sagrado Corazón de Jesús, implorará, por medio de su querida Madrina, la Virgen de la Peña, amparo y solución. Su fervorosa vida de piedad, que en el tiempo de soltera tanto agradaba a don Antonio, no dejará de causar a su padre una creciente admiración.
Enseñadme a honrar a mi marido como Vos honrasteis a San José
Con señalado candor y limpidez de alma encaraba doña Lucilia el estado matrimonial y, al mismo tiempo, con elevación de espíritu, se ponía bajo el amparo y protección de la Santísima Virgen para el perfecto cumplimiento de sus deberes de esposa y madre. Un pequeño testimonio de sus sublimes disposiciones nos lo proporciona esta oración copiada por ella de su puño y letra poco después de casarse. Se habituó a rezarla de memoria, mientras el texto escrito permanecía guardado en una gaveta:
Oración de una esposa y madre a la Santísima Virgen ¡Oh María!, Virgen Purísima y sin mancha, Casta Esposa de San José, Madre tiernísima de Jesús, perfecto modelo de las esposas y de las madres, llena de respeto y confianza, a Vos recurro y, con sentimientos de la más profunda veneración, me postro a vuestros pies e imploro vuestro auxilio. Ved, ¡oh Purísima María!, ved mis necesidades y las de mi familia, atended los deseos de mi corazón, pues es al vuestro tan tierno y bueno, al que los entrego.
Espero que, por vuestra intercesión, alcanzaré de Jesús la gracia de cumplir como debo mis obligaciones de esposa y madre. Alcanzadme el santo temor de Dios, el amor al trabajo y a las buenas obras, a las cosas santas y a la oración, la dulzura, la paciencia, la sabiduría, en fin, todas las virtudes que el Apóstol recomendaba a las mujeres cristianas y que hacen la felicidad y el ornato de las familias.
Enseñadme a honrar a mi marido como vos honrasteis a S. José y como la Iglesia honra a Jesucristo; que él encuentre en mí la esposa deseada por su corazón; que la unión santa que hemos contraído en la tierra persista eternamente en el Cielo. Proteged a mi marido, conducidlo por el camino del bien y de la justicia, porque tanto como la mía deseo su felicidad. Encomiendo también a vuestro maternal corazón mis pobres hijos. Sed Vos su Madre, inclinad su corazón a la piedad, no permitáis que se aparten del camino de la virtud, hacedlos felices, y que, después de nuestra muerte, se acuerden de su padre y de su madre y rueguen a Dios por ellos, honrando su memoria con sus virtudes. Tierna Madre, hacedlos piadosos, caritativos y siempre buenos cristianos, para que su vida, llena de buenas obras, sea coronada por una santa muerte. Haced, ¡oh María!, que un día nos encontremos reunidos en el Cielo y allí podamos contemplar vuestra gloria, celebrar vuestros beneficios, gozar de vuestro amor y alabar eternamente a vuestro amado Hijo, Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
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