Aceptación digna, fuerte y dulce del sufrimiento

Doña Lucilia comprendió muy bien la sublimidad del sufrimiento, aceptándolo siempre tranquila, digna y serena, realizando así un constante acto de unión y
semejanza con el Varón de Dolores y su Madre Dolorosa.

Mi madre era una persona muy expresiva, se comunicaba más por su forma de ser y por sus ejemplos que por sus consejos. Ella los daba, y evidentemente eran muy buenos, pero era una simple ama de casa, madre de familia como tantas otras, no una filósofa o teóloga, nada de eso. Pero su forma de ser, su ejemplo y su manera de conducir la vida tenían una riqueza de ideas muy grande para mí.

Sufriendo, daba un ejemplo de carácter esencialmente religioso

000000Una de las cosas más preciosas que aprendí con ella, que estaba en su espíritu asociada a la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, de quien mi madre era muy devota, era la aceptación y la admiración del sufrimiento como un elemento que compone la vida, y sin el cual la existencia no tiene valor. Ya en aquella época, los hombres tenían horror al sufrimiento y les parecía que lo normal de la vida era no sufrir, sino que sucedieran solo cosas agradables, sabrosas. Cuando les sucedía algo desagradable, eso les parecía un desastre, una monstruosidad que no debía ser. Mi madre tuvo muchos sufrimientos durante su vida. Tenía la salud muy débil, y, siendo relativamente joven, fue sometida a una operación muy arriesgada en Alemania, pues de lo contrario podría morir, y esa cirugía no se hacía en Brasil en aquel tiempo. Yo la vi muchísimas veces enferma. En las ocasiones de más dolor, permanecía acostada en la cama durante una, dos o tres horas al día, conforme fuera el caso, hasta que su hígado mejorara un poco y pudiera caminar.
La persona con problemas hepáticos con frecuencia es muy temperamental, pues el hígado recibe la descarga nerviosa de los sufrimientos morales. Sin embargo, muchas veces penetré en el cuarto de ella cuando se encontraba en ese estado, y mi madre estaba siempre tranquilísima, con una fisionomía tanto más elevada cuanto mayor era el dolor. Como quien comprende que, ofreciendo ese sufrimiento a Dios, al Sagrado Corazón de Jesús, adquiere cierta semejanza con Él, que fue el gran sufridor, y con su Madre Santísima, la gran sufridora. Yo percibía que Doña Lucilia practicaba enteramente un acto de unión, con lo cual ella no se sentía aplastada ni pisoteada, sino dignificada. Y todo eso le daba cierto bienestar interior, procedente del equilibrio del alma, haciendo con que el sufrimiento no fuera para ella un drama inexplicable y estúpido, sino una cruz para cargar llena de significado.
Ella comprendió muy bien la sublimidad y la magnificencia del sufrimiento y de su aceptación, cuando se hace de una forma digna, fuerte y dulce. Yo notaba con facilidad cuando el sufrimiento de mi madre era más acentuado, pues ella quedaba más dulce y delicada de alma. Ella era muy cariñosa conmigo en todas las circunstancias, sin ninguna excepción. A propósito, procedía así con todos, pero yo era su hijo, y las madres son especialmente inclinadas a demostrar ese cariño a los hijos. Yo llegaba a la siguiente conclusión: una persona adquiere la verdadera bondad cuando sabe sufrir. Quien no sabe o no le gusta sufrir, puede hasta adquirir una amabilidad diplomática o comercial, pero esa no es la bondad auténtica. Esta, mi madre la tenía en un alto grado. Cuando comencé a sufrir –lo cual se dio muy temprano– miraba a Doña Lucilia y procuraba sufrir como ella. Tengo la certeza de que mi madre, con eso, me daba un ejemplo de carácter esencialmente religioso, muy auténtico.

Sufrimiento humano mezclado con el Divino

doña_luciliaNuestro Señor Jesucristo murió en la cruz por causa de nuestros pecados. Su sufrimiento fue necesario, in dispensable para la salvación del género humano. Su sangre tenía tal valor a los ojos del Padre Eterno, que tan solo una gota bastaría para conquistar ese rescate. Sin embargo, Dios Padre quiso que su Hijo sufriese todo cuanto sufrió, y Jesús así lo quiso también. Cuando Nuestro Señor, en el Huerto de los Olivos, pidió: “Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mt 26, 39), vino un ángel a darle fuerzas. O sea, para ese sufrimiento inmenso, un ángel vino a consolarlo. Pero habría sido suficiente una sola gota, y no la inmensidad de aquel sufrimiento. Es decir, Él quiso enseñarnos a amar el sufrimiento y la cruz. Sin embargo, Dios quiso asociar a los hombres a su sufrimiento. En la misa hay un símbolo lindísimo que demuestra eso. En el momento del ofertorio, por tanto antes de la Consagración, el sacerdote coloca un poquito de agua en el cáliz: aún no es el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, es solo vino. Esa gotita de agua se mezcla con el vino, pero este no pierde su sustancia, porque la cantidad de agua es muy pequeña. Finalmente, el padre consagra aquel líquido, de manera que la materia de la gotita de agua también se transustancia en el Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué simboliza eso? La gotita de agua es el sufrimiento humano,
y el vino es el sufrimiento del Hombre-Dios. Cuando nosotros ofrecemos nuestros sacrificios en unión con la Sangre de Cristo y las lágrimas de María, entonces nuestro sufrimiento se mezcla con el de Cristo. Y tendremos la honra de contribuir, de esa forma, para que el sacrificio tenga, para los hombres, la eficacia entera deseada por la Providencia. Por eso debemos amar el sufrimiento.

(Extraído de conferencia del 27/7/1983)

El ‘tonus’ de la personalidad de Doña Lucilia

Junto a una afectividad toda brasileña, Doña Lucilia tenía el charme (1) francés. Al sentirse envuelto por ese afecto vivo, el Dr. Plinio reconocía la connaturalidad del ambiente de su infancia con el ambiente descrito en el libro de Bécassine.

plinio_doc3b1aluciliaLa formación en la juventud de Doña Lucilia fue hecha en función de Francia como la tierra de la luz, donde las cosas son como deben ser, y de donde emanaba el patrón de pensamiento, elegancia, distinción y de maintien (2) para toda la Tierra. Por esa razón, ella tenía esa noción muy viva a través de libros, de periódicos, de revistas y de la visita hecha a ese país. Mi madre tenía una idea tan exacta de todo aquello, que para ella las historias de Bécassine eran un encanto de pequeñas descripciones de un mundo conocido por ella, en el cual había estado y había sido la luz un poco lejana, pero continua, de toda su formación intelectual y psicológica.

Una señora afrancesada

Podemos tener un poco esa idea viendo la fotografía tomada en París, en la cual ella aparece de pie. Es un tipo físico brasileño, pero el tonus (3) es francés. ¡No solo porque le tomaron la foto en Francia, porque si le tomaran la foto en la Cochinchina, ella sería exactamente así!
Si prestamos atención en un cuadro de Doña Gabriela, mi abuela, notamos que ella no era una marquesa, ¡pero tiene cualquier cosa que hace recordar a Madame de Grand-Air! Doña Lucilia sabía muy bien que su madre no era marquesa, pero miraba a Madame de Grand-Air como una especie de variante parisina de Doña Gabriela.
¡Todo el mundo en el tiempo de ella era así!

Un afecto delicadísimo

becassineComo mi madre tenía ese afrancesamiento del modo de ser, junto a una afectividad toda brasileña, su afecto era delicadísimo, educadísimo, noble y de salón, ¡incluso en la mayor intimidad! Y yo me sentía envuelto por ese afecto vivo, en el cual yo reconocía la connaturalidad con el ambiente del libro de Bécassine.
Digamos, por ejemplo, Madame de Grand-Air llegando al bautismo de Bécassine. ¡Ella tenía para con los Labornez una acogida, que yo sentía multiplicada por mil en la forma de afecto de mi madre hacia mí de niño!
No me puedo olvidar de que ella, cuando habitualmente hablaba conmigo, decía “filhão”(4), aunque yo fuese mucho menor que ella. ¡No sé por qué! Y yo la llamaba “mãezinha”(5).
Pero incluso el “filhão” –que es un modo más íntimo de llamar– era tan ceremonioso y en el tono de voz había inflexiones tan nobles y, al mismo tiempo, tan afectuosas, y entra ban en el corazón de modo tan directo, que yo pensaba: “¡Esto, desde el punto de vista afectivo, es una quintaesencia de lo que está narrado en esa historieta, porque la de Grand Air no quería a esa gente suya como mi madre me quiere!”
Digamos, por ejemplo, regresando de Águas da Prata en tren. Era natural que una gran parte del viaje yo volviera sentado a su lado. ¡Aunque conversando raramente, porque los asuntos se agotan, pero solo para sentirnos juntos! Si en algún momento Doña Lucilia quisiese que yo cogiese una maletica arriba, nunca diría: “Plinio, ¡coge la maleta ahí arriba!”.
Ella diría: “Hijo mío –o entonces, filhão–, ¿quieres coger para tu madre la maleta ahí arriba?”
Yo no estoy logrando expresarme, pero son cosas más o menos inefables, no se narran por entero. Sin embargo, era afrancesado. Mi madre era para mí una versión de la vida del mundo de Madame de Grand-Air, como, a propósito, lo era también, a su modo, mi abuela.

Rasgos de Madame de Grand-Air en Doña Gabriela

capv086Mi abuela, por ejemplo, era quien presidía la mesa. Es natural, era la dueña de la casa. En aquellas familias antiguas de mucha gente, era frecuente haber entre diez a quince personas en la mesa para almorzar y cenar. Ella presidía, y mantenía la conversación de la vida de familia, cuando no discutían temas como religión y ateísmo. En cierto momento –¡era invariable!– mi abuela se levantaba de la comida e iba a una silla mecedora. Algún tiempo después se iba a sus aposentos a hacer la siesta o algo así, la vida de una señora.
Yo todavía me acuerdo de la forma en que mi abuela se levantaba
de la silla. Nos daba la impresión del montaje de un monumento. Cuando ella estaba de pie, el monumento estaba constituido. Solo entonces comenzaba a andar. Ella tenía unos pies minúsculos, era gorda como Madame de Grand-Air y andaba exactamente con aquel paso lento de ese personaje, y desaparecía en sus aposentos dejando a todo el mundo conversando. Sin embargo, su presencia se quedaba, confiriéndole nobleza a todo. Yo miraba la figura de Madame de Grand-Air y me acordaba de mi abuela.

Completando el cuadro con una nota portuguesa

Mi madre trataba a mi abuela con mucho respeto. Por ser su madre, pero también porque veía lo que había de poco común en Doña Gabriela. Además, la trataba con mucha cortesía, con mucho afecto, y todo eso formaba un mundo “grandairoso”, que se mezclaba armónicamente con la influencia portuguesa.
Mi padre, como ya dije otras veces, era pernambucano, de una pequeña ciudad a unas tres o cuatro horas de Recife. En aquel tiempo el polo cultural de Recife no era París, sino Lisboa. Entonces mi padre sabía canciones y poesías portuguesas, había leído bastante de los autores de esa nación, su formación jurídica tenía una nota lusa muy fuerte. Él representaba la nota brasileña y portuguesa que se juntaba a la nota francesa de ellas, formando un todo. Por ejemplo, él era un hombre de carcajadas sonoras, tenía una voz fuerte y de un timbre agradable. Cuando él se reía, su risa cubría la casa. ¡Era una carcajada saludable! Pero cuando trataba a mi madre y a mi abuela era muy respetuoso, muy atento. Y a ellas se les hacían divertidas las “portuguesadas” nordestinas de él. Y ese fue el ambiente peculiar dentro del cual yo me formé, viendo en muchos aspectos la relación con Bécassine.

(Extraído de conferencia del 15/5/1980)

NOTAS
1) En francés: encanto.
2) En francés: porte, compostura.
3) Del latín: tonalidad, tono.
4) En portugués, diminutivo afectuoso de hijo.
5) En portugués, diminutivo afectuoso de mamá.

 

Una luz se apaga en el tiempo, para brillar en la eternidad

El 21 de abril de 1968, Doña Lucilia entregaba su alma a Dios, terminando su peregrinación terrena. La serena acción de presencia que la caracterizaba continuaría, no obstante, a hacerse sentir junto al Dr. Plinio, abriéndole una nueva perspectiva de aquel horizonte en el cual ya lo había inserido desde la tierna infancia, cuando le enseñó a decir los nombres de Jesús y María, aún antes de saber decir papá y mamá.

Durante su vida, Doña Lucilia tuvo todas las formas de ternura posibles. Sin embargo, cuando ella se hizo muy anciana, noté que su afectividad se expandía más moderadamente. No podía ni siquiera imaginar un poco que fuese por quererme menos, pero pensé que se trataba de la falta de vitalidad propia de la vejez.

Delicadeza de alma llevada al extremo

Lucilia_correade_oliveira_017Sin embargo, algún tiempo después de su fallecimiento supe de un hecho encantador, que la expresa por entero. Ella le contó a alguien que había programado comenzar a agradarme menos algunos años antes de morir, para que yo no sintiese tanto su falta cuando eso sucediese. Es decir, hasta allá llegó su previdencia.

Es una delicadeza de alma llevada hasta el extremo. Porque el egoísmo llevaría la persona a pensar: “Cuando yo me muera, ¿qué falta él va a sentir de mí?” Me contaron de un señor a quien sus hijos no lo respetaban como debían, y los censuraba diciendo: “Cuando yo me muera, ustedes van a sentir mi falta.” Ella nunca dijo una cosa de esas, nunca, nunca, nunca…
Creo que solo la oí hablar de su propia muerte una vez, con mi padre. En cierta época del año había puestas de sol muy bonitas sobre la Plaza Buenos Aires (1), que se podían ver desde nuestro comedor. Los dos estaban contemplando el atardecer, cuando mi madre se acercó a él y apoyó la mano sobre su hombro. Yo me quedé asistiendo a la escena, interesado naturalmente en la acción de ella. Entonces ella dijo: “João Paulo, ¿hacemos un acuerdo? Aquel de nosotros que muera después del otro, cuando venga aquí a la ventana a ver esa puesta del sol, reza un Avemaría por el que ya falleció.” Con toda certeza ella rezó muchas Avemarías, pues murió casi diez años después de mi padre.

En medio del sufrimiento, contemplando el Cielo que se acercaba

Dr._plinioLa muerte de mi madre sucedió del siguiente modo. Yo todavía me encontraba en camino de completar la recuperación de la crisis de diabetes que había tenido, y cenábamos a solas en casa. Con 92 años, mi madre ya no estaba enteramente lúcida, y por esa razón yo hablaba muy lentamente, para que ella pudiese entender y participar de la conversación. Parecía muy entretenida, mirándome fijamente y procurando acompañar lo que yo decía.
Mientras estábamos así, en la tranquilidad de nuestra casa, la muerte se presentó. Ella comenzó a decir que sentía como unos algodones alrededor del cuello, que le quitaban el aire y la incomodaban mucho. No había algodón alguno, ella estaba en condiciones normales. Entonces percibí que se trataba de algo grave. Aunque el médico recientemente la había examinado y le pareciera que su corazón estaba normal para esa edad, inmediatamente mandé a llamarlo. Con la ayuda de la empleada que la auxiliaba, la llevé al cuarto y ella se acostó. Había llegado el fin de su vida: era una crisis cardíaca fortísima, acompañada de asfixia. Después de examinarla, el médico me dijo bajito: “El corazón está en pésimas condiciones, de repente… Ella llegó al fin de su vida. Ud. debe prepararse.”
Naturalmente, pasé el 20 de abril entero junto a su cama, conversando y procurando consolarla. En medio de la falta de aire, ella se mantenía en una calma que me dejaba pasmado. Y con resolución, mirando siempre al frente. Yo notaba que ella tenía conciencia de que estaba muriendo; veía llegar la muerte, ¡pero veía también el Cielo acercarse! Estando aún muy debilitado, al final del día me fui a descansar.

Mientras las vastedades de la Tierra parecían quedar desguarnecidas…

lucilia004A la mañana siguiente, me desperté y pregunté por ella a un médico amigo que la había asistido durante la noche. Desayuné y leí un poco el periódico, con la intención de ir enseguida a verla, cuando me vinieron a avisar que ella estaba in extremis: “Dr. Plinio, si Ud. quiere alcanzar a ver a Doña Lucilia con vida, venga ya, porque ella se está muriendo.”
Yo había sufrido una amputación en el pie derecho y aún estaba con dificultad de locomoción. Me levanté como pude y fui a su cuarto, contiguo al mío. Cuando llegué, el médico dijo: “Ella murió”.
El médico contó que de repente su corazón falló, y mi madre sintió que se acercaba la muerte. Percibiendo que yo aún estaba convaleciente, tuvo la delicadeza de no llamarme. Antes de morir hizo una gran señal de la Cruz, así, resoluto, desde lo alto de la cabeza hasta el pecho, y con esa gloriosa señal de la Cruz expiró. Yo entré en el cuarto… ¿qué podía hacer? No sé cuántas décadas hacía que no lloraba. En esa ocasión lloré copiosamente, caudalosamente…
Inmediatamente, lo que más pensé fue que aquel firmamento de belleza moral –que su alma era para mí–, se iba a apartar de mi vista. Y esa idea era muy dolorosa.
Por otro lado, tenía la sensación de la destrucción y de la catástrofe propias de la muerte. A pesar de creer en la vida eterna, yo sabía que la muerte es un castigo por el pecado original, y la desintegración de uno de los elementos constitutivos del ser humano. Ahora bien, allí estaba aquella que me había dado la vida. Aquel cuerpo que yo veneraba tanto iba a ser consumido por los gusanos, reducido a polvo, y hasta el último día, cuando la trompeta del ángel sonara, ella estaría físicamente en la inanidad de la sepultura. Claro que eso también me causaba dolor. Pero lo que me causaba una especie de asfixia –y constituía el dolor más profundo–, era pensar que un alma tan noble, tan venerable, a la cual yo quería tanto, se alejaba del mundo de los vivos, que quedaba cada vez más desproveído de grandes almas. Y algo de la estética del universo visible se resentía. En el tremendo apagar de luces prenuncio de una terrible crisis en la Santa Iglesia, un alma de esas se iba al Cielo y dejaba las vastedades de la Tierra desguarnecidas. Como hijo de la Iglesia Militante eso me dolía, aunque hubiese mil pensamientos para consolarme, como el de que ella iba a pertenecer a la Iglesia Gloriosa.
Esas eran las consideraciones que me venían al espíritu, mezcladas con mil recuerdos difusos de su vida.

…un horizonte se abría en la eternidad

Después me fui al cuarto y me preparé para velar su cuerpo durante su permanencia en casa, y acompañarlo hasta el cementerio. Mientras me alistaba, de repente la tristeza desapareció de mi alma, y a pesar del dolor sentí una serenidad extraordinaria, era como una ayuda de ella, solícita hasta en ese punto. Me dirigí a la sala de la casa donde su cuerpo estaba expuesto, y comenzaron a llegar los familiares y conocidos. Más tarde fui hasta el cementerio en que sería enterrada, pero no bajé a acompañar el cuerpo, porque mis condiciones no lo permitían. Volví entonces a casa. Era la primera vez que allí entraba sin que su dueña estuviese presente… ¿Qué podía hacer? Rezar, acostarme, dormir. Y la vida continuó…
De ahí en adelante, la figura de Doña Lucilia como que pasó de esta vida a mi alma. Me acuerdo de ella frecuentemente –las reflexiones que estoy haciendo muestran mucho eso–, pero sin lamentaciones. Delante de mí se abrió un nuevo horizonte, en el extremo del cual estaba Nuestra Se ñora y la Santa Iglesia Católica. No se trataba propiamente de un horizonte nuevo, sino de un horizonte en el cual, por la acción de Doña Lucilia, aun antes de saber decir papá y mamá, yo sabía decir Jesús y María.
En esas condiciones, su ausencia apenas ampliaba mi perspectiva: mi madre pasaba a residir en el horizonte que yo debo encontrar, cuando llegue mi turno de cerrar los ojos y entrar en la eternidad.

Imaginando el reencuentro anhelado

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¿Cómo se dará ese reencuentro? ¡No puedo pensar en eso! Por increíble que parezca, yo medito con respecto al Cielo con cierto cuidado. Porque la vida es tan dura y el Cielo es tan atrayente, que existe el peligro de que el hombre se quiera ir ya para el Cielo y dejar la lucha. Ahora, por ejemplo, puedo caer muerto –eso sucede con tantos hombres de mi edad–, ser juzgado y entrar al Cielo. ¡Se trataría de un tal provecho, que no oso pensar en el Cielo! Cuando al fin entremos en el Cielo, tendremos desde el primer instante la visión beatífica. Veremos a Dios en toda su infinitud, gloria y perfección, de tal forma que quedaremos completamente invadidos por ese conocimiento personal de Él. Al mismo tiempo, contemplaremos la humanidad santísima de Nuestro Señor Jesucristo, después a Nuestra Señora, y a seguir, a todos los Ángeles y santos. Para comprender qué significará eso, basta considerar que los Ángeles, incluso los de los coros inferiores, son de tal naturaleza, que cuando aparecen a los hombres con frecuencia los dejan asustados. En el Cielo no cabe ese temor, sino admiración. Y tales maravillas conoceremos en la luz de Dios.
Vamos también a reencontrar a las personas que amamos en la Tierra, pero de un modo diferente del que las conocemos, porque estarán revestidas de la gloria del Cielo. Y nosotros mismos estaremos cambiados, pues la misma gloria nos revestirá. Será un encuentro indecible, con respecto al cual vale la pena meditar, aunque reconociendo que la palabra humana es incapaz de transmitir esa realidad.
Pero yo tengo la certeza de una cosa: es la de que, cuando yo reencuentre a mi madre, nosotros, por así decir, nos abrazaremos y nos besaremos –como lo hacíamos en vida– después de un muy largo viaje. Y así como ella, en la noche solo quedaba tranquila cuando yo volvía a casa, tengo la impresión –y es una mera impresión– de que Doña Lucilia tendrá una alegría especial viendo que, ¡por fin, llegué al Cielo!
Sin embargo, por lo que conozco de ella, esa alegría no sería tan completa si yo encontrase una forma de ir al Cielo antes de la hora. Mi madre sería propensa –para hablar en los términos de esta Tierra– a preguntar: “Filhão (2), ¿por qué cesaste la lucha antes de la hora?” Y ella podría aconsejarme, en un tono de afectuoso reproche: “Yo aguanté hasta los 92 años. ¿Tú no quisiste aguantar hasta el fin?”

“Toma un pequeño sorbo de mi felicidad”

Muchos años después del fallecimiento de Doña Lucilia, cierto día tuve un sueño con ella. Vi una figura vaga, con apariencia entre una persona real y una fotografía, en la cual me pareció ver a mi madre como ella está en la última fotografía que se tomó en vida. Miré con más atención. Entonces me conmoví mucho y exclamé: “¡Madre!” Ella asintió confirmando, pero sin dejar enteramente el aspecto, por así decir, fotográfico. Le dije a ella una serie de cosas, cómo la quería mucho, y lloré –para mí, bastante, porque no soy dado a llorar–. Ella se complacía mucho en notar cómo yo sentía su falta y me emocionaba al verla. Sonreía como una persona muy feliz, y en el fondo, levemente daba a entender que percibía Sobre todo, guardé las expresiones de su fisionomía, las más afectuosas que se puedan imaginar. Pero al mismo tiempo, mi madre parecía deseosa de hacerme comprender cómo ella era feliz y eso debería dejarme alegre. Se trataba como de una enseñanza: “Hijo mío, ve, yo estoy en el Cielo y soy tan sensible a tu sufrimiento. Sin embargo, eso no perturba mi alegría, porque veo que la vida terrena es un instante y que, si fueres fiel, todo se resolverá. Viéndome así, toma un pequeño sorbo de mi felicidad.” Cuando me desperté, percibí que se trataba de un sueño, pero la sensación de la cercanía de ella era tan viva, que me impresionó mucho.

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(Extraído de conferencias de 1982, 1983, 1984, 1986 y 1994)

1) Localizada en el Barrio Higienópolis, en São Paulo, cercana al apartamento en que el Dr. Plinio residía con sus
padres.
2) En portugués, aumentativo afectuoso de hijo, con el cual Doña Lucilia trataba al Dr. Plinio.

Acción de presencia elocuente

Discreta al expresar en palabras sus sentimientos más íntimos, Doña Lucilia poseía, no obstante, una acción de presencia comunicativa que envolvía de afecto a aquellos que se aproximaban a ella, e incluso impregnaba los objetos de su uso.

Yo noto cierta dificultad –muy explicable– de parte de los más jóvenes en darse cuenta de  cómo una persona tan rebosante de sentimientos como Doña Lucilia fuese tan reservada al expresar esos sentimientos en palabras. Entonces, yo quería dar una explicación a ese respecto.

Mudanza de la mentalidad humana: de la polémica a la espontaneidad

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Hasta mediados del siglo XX se gustaba de polemizar y, por lo tanto, las personas admiraban a quien fuera un luchador. Por esa razón, era bonito y propio al hombre tener el control de sí mismo, darse cuenta de todo lo que pensaba, vigilar lo que sucedía en su exterior. Bajo algunos aspectos, esas características estaban para el conjunto del hombre como las torres están para una fortaleza medieval. Ellas serían las torres de la mentalidad humana. Churchill (1) fue de los últimos hombres de ese género. Clemenceau (2), Hindenburg (3 )y Ludendorff (4), sin duda alguna eran así. Sin embargo, la era de la polémica cedió el lugar a la era estilo Kennedy (5). En esa transición, pasó a ser bonito algo
diferente del autocontrol: la espontaneidad. El hombre ya no se da cuenta de lo que piensa, sino que deja correr las cosas, pensando lo que se le venga a la cabeza. Tampoco le importa mucho lo que dice. En el fondo, se trata de la negación del dogma del pecado original: todos los hombres son buenos y no necesitan controlarse. No necesitan controlar sus pensamientos y, por lo tanto, no necesitan controlar sus palabras, porque los demás siempre las recibirán bien. La espontaneidad se volvió el modo de ser habitual de las personas.

Sentimientos inefables transmitidos por la acción de presencia

Eso es lo contrario de aquello a lo cual yo fui habituado. En mi juventud, y a fortiori en el tiempo de Doña Lucilia, impresionaba en un hombre el hecho de que él tuviese dominio de sí mismo, de que se notase un espacio de respeto y reverencia entre lo que él pensaba y lo que consentía en pensar, y entre eso y lo que él decía. Sus palabras salían amoldadas a cada interlocutor, para producir el efecto deseado.
De una persona así se decía: “¡Ese es un hombre!” El espontáneo, por el contrario, se desacreditaba: “¿Ese es espontáneo? ¡Entonces no es civilizado!” De ahí resulta que, muy frecuentemente, la persona era llevada a guardar sus sentimientos más íntimos y más delicados, juzgándolos inefables, superiores a cualquier expresión. Y sabía hacerlos sentir, no por medio de palabras, sino por la presencia.

 Las señoras y los señores antiguos tenían mucha presencia y, por medio de la presencia, decían una serie de cosas demasiado delicadas para ser transmitidas verbalmente. Para usar una expresión que un día oí de un francés, ciertas confidencias muy íntimas se dicen en voz baja entre dos personas, una a la otra, aun cuando estén a solas. Es decir, sentimientos muy elevados, muy internos, se expresan más por la presencia, por la actitud, por un gesto, que por la palabra.

Silencio lleno de cariño y atención

3p186Ahora bien, si hay una persona que en mi modo de sentir tenía presencia, esa persona era Doña Lucilia. Y una presencia que rebosa incluso en las molduras de sus cuadros. Quien trató a mi madre sabe cómo ella manifestaba consideración, gentileza, atención, estima hacia alguien, sin decir esas palabras de amabilidad que se acostumbran a usar hoy.
Un miembro de nuestro movimiento me contó en cierta ocasión las impresiones que tuvo cuando la trató en el período de mi enfermedad (6), cómo mi madre era comunicativa sin necesidad de decir, por ejemplo: “Lo aprecio mucho”, “le tengo mucha simpatía”. Ni siquiera quedaría bien que ella lo dijese, pues sería redundante. Ya estaba dicho. Es como yo la sentía.
El shake hands (apretón de manos) caluroso de nuestros días no cabía en ella. La comparación incluso suena absurda, de tal manera estaba distante de su modo de ser. Sin estrangular los dedos de nadie, al dar la mano Doña Lucilia ya decía toda una serie de cosas. Eso explica por qué, en la convivencia con ella, yo me sentía —no digo a pesar de sus silencios, sino dentro de sus silencios, en la ausencia de elogios— acariciado de punta a punta, desde el primer momento de su contacto hasta el último. E incluso cuando salía de casa me sentía acariciado, tanto cuanto cabe de una madre hacia un hijo. Pero sin que ella
tuviera que decir nada. Me da la impresión de que, el tener que decir, es algo de tiempos más recientes, corresponde a la era kennediana. Las cosas que se dicen no son las más importantes. Lo que se es, lo que se comunica así, es, de lejos, lo más importante.

Chales que guardan el perfume de una presencia

Lucilia004Los que conviven conmigo me vieron enfrentar mil dificultades. Las dificultades conllevan riesgos, y yo sé bien que los riesgos entre los cuales estoy caminando van en un crescendo. Sin embargo, gracias a Nuestra Señora, nunca me vieron retroceder. Más aún, ¡nunca me vieron dejar de ser el primero en percibir una salida arriesgada y entrar por ella! ¡Si un riesgo es necesario, el primero en percibir la necesidad del riesgo y lanzarse en él, soy yo! Pues bien, tal era la acción de presencia de mi madre, y a tal punto esa acción de presencia penetró los objetos que le pertenecieron, que hasta hoy no tuve el coraje de ver la colección de varios chales suyos que están guardados en un armario, por temor de emocionarme demasiado. Vean la fuerza de una acción de presencia. El otro día, pensando que yo no lo supiera, alguien me preguntó:
– ¿Ud. sabe que en el armario están guardados algunos chales de Doña Lucilia?
– Sí, lo sé.
– ¿No quiere que se los lleve hasta la sala de trabajo, para que Ud. los vea?
Yo pensé conmigo mismo: “Es una pregunta embarazosa y no sé si él comprenderá la respuesta. Pero tal vez yo no haga bien mis trabajos después de haber visto esos chales”.
Entonces respondí:
– ¡No!
Poco a poco me voy preparando para ver esos chales. Cuando eso suceda, quiero verlos solo, en mi sala de trabajo, junto al Quadrinho (7). Si Nuestra Señora así dispone, llegará el momento. Yo me sentiré, en esa ocasión, respetado y acariciado como solo Doña Lucilia podría hacerlo.

(Extraído de conferencia del 1/5/1981)

Notas
1) Winston Churchill (*1874 – †1965). Estadista británico, conocido principalmente por su actuación como Primer Ministro del Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial.
2) Georges Clemenceau (*1841 – †1929). Político francés, fue Primer Ministro de su país en dos mandatos, siendo el último de ellos durante la Primera Guerra Mundial.
3) Paul von Hindenburg (*1847 – †1934). Mariscal alemán que comandó el Ejército Imperial durante la Primera Guerra Mundial y posteriormente fue presidente de la República de Weimar.
4) Erich Ludendorff (*1865 – †1937). General del Ejército Imperial Alemán, que se destacó por su actuación durante la Primera Guerra Mundial.
5) El Dr. Plinio se refiere a John Kennedy (*1917 – †1963), Presidente de Estados Unidos.
6) Se trata de la grave crisis de diabetes que acometió al Dr. Plinio en diciembre de 1967, obligándolo a permanecer en reposo en su apartamento por algunos meses.
7) Cuadro al óleo pintado por uno de los discípulos del Dr. Plinio, con base en las últimas fotografías de Doña Lucilia.